La violencia socializada
Entre los muy diversos elementos que confluyen en los acontecimientos de las últimas semanas y que se inician con los asesinatos y desapariciones en Ayotzinapa, resalta un fenómeno social que podríamos llamar como la socialización de la violencia. Me refiero a la interiorización, desde la infancia, o desde la vida diaria, de reglas formales e informales que permiten a los individuos sobrevivir en una realidad que los enfrenta diariamente al maltrato, a la ilegalidad, e incluso, a la eliminación física.
En menos de dos décadas, el país presenció la escalada de un mundo violento que durante largo tiempo se manifestó en un segundo plano y que progresivamente salió a la superficie de una manera brutal y cada vez más despiadada. Ayotzinapa no es más que la manifestación escandalosa de un fenómeno que pequeñas y grandes ciudades de México viven desde hace años: el control local por parte de grupos que, aunque conocidos, más vale no denunciar por miedo a las represalias; el cobro de protección a los negocios y del uso de la calle al comercio ambulante; la desaparición por secuestro, por venganza o por escarmiento, de parientes y amigos; la incorporación a la red de ilegalidad, ya sea por temor o por codicia, del primo, el sobrino, el cuñado, el regidor o el magistrado local; la persecución a las adolescentes por parte de jóvenes empoderados por el crimen organizado que se sienten con el derecho a exigir favores sexuales cuya negativa se puede castigar con la muerte.
Las razones de la emergencia de este submundo que hoy se encuentra a la vuelta de la esquina, han sido mencionadas y analizadas por diversos trabajos que señalan desde la globalización de las redes de crimen organizado, hasta la falta de desarrollo social, incluyendo la torpeza o complicidad de las acciones gubernamentales para enfrentar a las redes del narcotráfico; la fragmentación de los grupos criminales y la existencia protegida de un sector económico paralelo que realiza libremente operaciones financieras y cada vez compite con mayor éxito en disputarle al Estado el monopolio de la violencia.
Cierto es que a lo largo del siglo XX, la violencia ha existido en grados diversos en muchas regiones del país, ya por la acción arbitraria de caciques, la existencia de guardias blancas o la represión a demandas sociales que culminaron en más de una ocasión con el enfrentamiento abierto, la persecución y el exterminio. En Guerrero, estado en el que se dan profundas contradicciones económicas, la permanencia de la guerrilla, después de las de Jenaro Vázquez y Lucio Cabañas, da cuenta de esa polarización no resuelta en el país. Hay sin embargo un elemento nuevo en la violencia que afecta hoy la realidad mexicana. La lucha a muerte por el predominio económico y con él, el desprecio a la vida del otro, la introducción de armas de alto poder, el establecimiento de formas tácitas de comportamiento en los territorios controlados por el crimen organizado, modifican necesariamente la vida social y la percepción misma de la existencia. Las zonas dentro y alrededor de las ciudades se clasifican según su grado de peligrosidad, los niños crecen identificando el rechinar de las llantas y el sonido del disparo de los cuernos de chivo, los jóvenes privilegian la ganancia rápida al tiempo que relativizan el futuro y la duración de su propia vida, mientras que los adultos aprenden a fingir indiferencia, a pagar las cuotas que se les fijan de la noche a la mañana, o a replegarse prudentemente cuando el capo local llega a comer al restaurante familiar, cuando el pariente es secuestrado o cuando, como me acaba de platicar una colega del norte del país, una banda de “zetas” ocupa su rancho para descargar los tráileres de mercancía robada. Por su parte, las policías locales, al servicio simultáneo del crimen y del poder político condensan la utilización de la violencia en su expresión más cruda y feroz. Los acontecimientos de Iguala solamente sacaron a la luz pública un fenómeno que ya era asunto corriente desde hace años en la región, como lo ponen de manifiesto la cantidad abrumadora de restos encontrados en fosas cuya existencia era conocida de los pobladores locales. La denuncia de 33 adolescentes secuestrados desde hace más de un año en Cocula – el silencio hace suponer una leva por parte del narco, aceptada con resignación – no hace sino subrayar la larga data de estos acontecimientos que no derivan únicamente de la complicidad de las autoridades municipales, sino de su ineficacia o su condición inerme frente a fuerzas que hace mucho que las superaron en recursos económicos y capacidad de fuego.
Por otra parte, la socialización de la violencia tampoco se da exclusivamente en las zonas aisladas del país. Los jóvenes que viven en Tepito, en las colonias de la periferia de la ciudad de México o en ciudades tan importantes como Reynosa, Tampico o Juárez, conocen quién y cómo se distribuye mercancía ilegal y saben que deben guardar prudente silencio respecto al involucramiento de sus amigos o parientes con los grupos delictivos, con frecuencia protegidos por la policía que vigila la zona. Un sociólogo tamaulipeco nos comentaba que, para realizar una encuesta sobre vida urbana en el estado, tuvo que solicitar previamente el permiso de la mafia que controla el pago de cuotas por parte de los comerciantes locales.
La socialización de la violencia no implica solamente su silenciamiento, sino la aceptación de la telaraña de reglas informales que la protegen y justifican y, aún más grave, su utilización por parte tanto de aquellos que deberían proteger a la población, como de los mismos grupos que habiéndola sufrido, la integran a su propia vida cotidiana –la violencia familiar es un ejemplo – o a su actuar político – los maestros de la CNTE. Sin justificar de ningún modo a los grupos urbanos que en este movimiento han recurrido a la violencia de diverso tipo, hay que preocuparse porque ese uso implica una normalización de prácticas hasta muy recientemente inéditas excepto por parte de grupos criminales: las capuchas, los incendios a inmuebles oficiales, el uso de instrumentos para golpear, ahora justificados como única respuesta posible al empleo de la fuerza por parte de quienes son vistos como el principal enemigo: no las mafias del delito, responsables últimas de la violencia en el país, sino el Estado que las teme, las tolera o las protege y cuyos representantes en diversos niveles (en particular la policía que es el contacto inmediato que la población tiene con el Estado) actúan con la misma ilegalidad, arbitrariedad y brutalidad que aquellas.
Es contra esa violencia generalizada y arraigada en la vida cotidiana que se está expresando la sociedad civil que rompe con el silencio que ha sido parte de su “socialización” para reclamar una realidad más tranquila, con menor dosis de sobresaltos, inseguridad, complicidades y muerte. No parece que la respuesta oficial hasta el momento sea satisfactoria. La violencia socializada no desaparecerá solamente con más policías, más arrestos o mayor endurecimiento de leyes y penas. Se requieren acciones que comiencen desde la sociedad misma y que estén fundadas en la confianza de que serán escuchadas, consideradas y puestas en práctica por autoridades locales, estatales y federales. La confianza está basada en la reciprocidad; es decir, en la seguridad de la respuesta de aquél a quien la confianza se entrega. Por lo mismo, a pesar de su movilización, la sociedad civil se enfrenta a una tarea ardua para presentar propuestas que no encontrarán un interlocutor con voluntad de ponerlas en práctica. Un gobierno que retarda las respuestas, que no escucha con simpatía las voces de descontento para normar sus propias acciones, que deja pasar sin censura ni castigo las acciones deshonestas de sus propios funcionarios, que cierra los ojos frente a una realidad sembrada de crímenes, no está siquiera construyendo la confianza que debería ser el primer paso para combatir a la sociedad violenta. Mientras el gobierno pretenda tener en la mano todas las soluciones al problema, sin lograr el establecimiento de un verdadero diálogo con la sociedad, está tácitamente enviando el mensaje de que ésta –la sociedad- debe renunciar a pedir cambios y en lugar de ello, debe seguir creando reglas y mecanismos para sobrevivir calladamente en la realidad violenta del país.
Twitter: @CristinaPuga1
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