Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales (RMCPS)
Vol. 63, No. 232, enero-abril 2018
Editorial
Democracia, transformaciones institucionales y reconfiguraciones políticas
Democracy, Institutional Transfigurations, and Political Reconfigurations
Judit Bokser Misses-Liwerant
Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales 235
El fin del siglo pasado estuvo marcado por una creciente ampliación del interés por la democracia, la política y la participación ciudadana. El florecimiento del análisis, la reflexión y las discusiones, no menos que la extensión de las prácticas implicadas, dieron testimonio del interés en aquéllas, en sus alcances y promesas, por medio de una pluralidad de enfoques y formulaciones. Las perspectivas oscilaron, sin embargo, de un modo complejo entre el énfasis puesto en el debilitamiento de la política, originada en variadas pérdidas de credibilidad, de representatividad y de participación ciudadana, o bien en la acentuación de su vigorización, derivada del interés renovado en la reconstitución del espacio político, sus nuevas formas y actores.
Nuestro siglo xxi parece inclinarse por una creciente dominancia de la primera dimensión de dicho diagnóstico, las del debilitamiento de la política y, con ella, la erosión y desconsolidación de la democracia. Ambigüedades y divergencias caracterizan los procesos de democratización y consolidación de esferas públicas incluyentes. La realidad cambiante de América Latina refleja tanto la fuerza expansiva de la democracia como sus recesiones, regresiones y reconfiguraciones (Bokser Liwerant, 2013). El continente ha incorporado de modo contradictorio ciclos globales de oportunidades políticas y conflictos sociales, tal como se expresan en los procesos de democratización y desdemocratización; centralización; ciudadanía cívica y pertenencias étnicas; afirmación colectiva e individualización de derechos. Dilemas y ambigüedades atraviesan un camino constructivo hacia el pluralismo, al tiempo que riesgos severos marcan tintes regresivos.
El énfasis puesto en el agotamiento de la política recoge hoy varios nutrientes: en parte, la inconformidad ciudadana con el desempeño de los actores gubernamentales y las instituciones públicas; la incertidumbre de una ciudadanía que no se reconoce en los actores políticos tradicionales; la pérdida de confianza y credibilidad en la eficacia de los mismos y en un minimalismo de la política, expresado en el desplazamiento de las demandas ciudadanas hacia el espacio social, mismo que se correspondería con una visión de la creciente “privatización” de la ciudadanía anclada ya no tanto en representaciones comunes normativamente universales e incluyentes, sino en diferencias, particularidades y fracturas (Lechner, 1997; Bokser Liwerant, 2002). En esta misma línea, se puede señalar el desarrollo de la política, muchas veces subordinado de manera exclusiva a las funciones más acotadas del Estado, que dejaría poco margen de entrada a las variadas formas de gestión y de participación social que requiere una ciudadanía cada vez más diversa y particularista. El debilitamiento de la política encuentra hoy expresión de manera contundente en la preocupación por los destinos de la democracia. Enunciada ya sea como su desencanto, desconsolidación, regresión, desdemocratización o como muerte de la democracia liberal, acentúa dimensiones diversas y complementarias. La reciente literatura al respecto confirma esta última afirmación (Harari, 2018; Levitsky y Ziblatt, 2018; James, 2016; Nussbaum, 2018; Runciman, 2018; Snyder, 2017; Mounk, 2018).
Por un lado, vemos un escenario mundial en el que parecería que las expectativas de una ampliación de regímenes democráticos –alentadas sobre todo con la tercera ola democrática y el colapso del comunismo– resultaron infundadas. Como bien señalan Levitsky y Way (2015), después de los eventos extraordinarios de 1989-1991, muchos observadores simplemente asumieron que la ola de avance democrático de las décadas de 1980 y 1990 continuaría. Estos autores también destacan que otra razón para la decepción contemporánea es el voluntarismo excesivo que resultó del cuestionamiento a las teorías estructuralistas que habían predominado en los años de 1960 y 1970. Mientras que estas últimas enfatizaron los obstáculos sociales, económicos y culturales de la democratización en países en desarrollo y comunistas, la democratización en países como Bolivia, El Salvador, Ghana y Mongolia hizo ver que ésta era posible en todos lados. Sin embargo, este sano escepticismo sobre un análisis demasiado estructuralista evolucionó a un voluntarismo exagerado. La evidencia de que factores estructurales como la riqueza, la baja desigualdad o una sociedad civil robusta no eran necesarios para la democratización llevó a muchos observadores a concluir que no eran causalmente importantes. En otras palabras, la importante lección de que la democratización podía suceder en todos lados fue tomada por algunos como que debía suceder en todos lados (Levitsky y Way, 2015).
En la caracterización del tiempo que nos toca vivir, por otra parte, una vez garantizada la realización de elecciones libres, los procesos de consolidación del cambio democrático han desplegado nuevas exigencias y puesto en juego diversas dimensiones de construcción institucional y participación ciudadana, en cuyo centro se ubica la cuestión de los derechos humanos y su defensa, en un entorno que demanda el desarrollo y la ampliación del núcleo de los derechos básicos: empleo, salud, educación, seguridad, notablemente estrechados, sin los cuales el imperio de la ley se reduce a “una cáscara vacía”. Liberalismo y democracia se implican mutuamente en sus amplios requerimientos; simultáneamente, asistimos al desarrollo de bifurcaciones que generan democracias iliberales o un liberalismo no democrático (Mounk, 2018).
En efecto, la democracia tiene necesidad de un Estado de derecho, es decir, un Poder Ejecutivo constreñido constitucionalmente y de facto por el poder autónomo de otras instituciones gubernamentales; que los ciudadanos tengan múltiples canales de expresión y de representación más allá de las elecciones; la ampliación de fuentes alternativas de información; igualdad política ante la ley, aunque sean desiguales los recursos políticos; canales de expresión para las minorías; que las libertades individuales y grupales sean protegidas por un Poder Judicial autónomo y no discriminatorio cuyas decisiones son respetadas por otros centros de poder; que la ley proteja a los ciudadanos de detenciones injustificadas, terror, tortura, persecución, no sólo por parte del Estado sino también de fuerzas antiestatales o no estatales organizadas; y una autoridad política balanceada y derechos individuales y grupales asegurados (Dunn, 1995). En este universo de requerimientos, el informe sobre La democracia en América Latina, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud, 2004), afirmó entonces que mientras que los latinoamericanos gozan de niveles sin precedente de derechos políticos de ciudadanía, sus derechos cívicos básicos son precarios y sus derechos sociales se han estrechado. En esta contradicción –la aparente incapacidad de los ciudadanos para utilizar su derecho político al voto para encontrar soluciones democráticas a sus necesidades más urgentes– radicaría la principal amenaza a la democracia en la región (Oxhorn, 2003). Ciertamente, el riesgo se asocia a la posibilidad de cuestionar el nexo esencial entre democracia y desarrollo, entre democracia y derechos humanos.
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