CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

La Hospitalidad Imaginada | Leticia Calderon

La hospitalidad imaginada o cómo podemos construir una ciudad hospitalaria sin exaltar los mitos que nos dieron patria

Hay una diferencia sustancial entre la hospitalidad entre personas y las políticas de hospitalidad. La confusión entre ambas generalmente equivoca el abrazo solidario, comprensivo, amoroso del que recibe, con los programas, objetivos, y estrategias jurídicas que reducen la hospitalidad a un plan de gobierno.

Esto viene a  cuento  porque  los  mexicanos  podremos  ser  profundamente  hospitalarios en lo personal  pero  las  políticas  públicas  de  nuestro  país  y,  sobre  todo,  la  implementación de éstas dista mucho de serlo. Es difícil explicar esta contradicción sin que haya alguien que se  indigne  y  se  levante  de  su  silla  para  repetir  uno  de  los  mantras  nacionalistas  que subrayan lo solidarios que somos como nación poniendo como ejemplo “cómo recibimos a los republicanos españoles durante la guerra civil de ese país”, o a “los exiliados políticos que llegaron a México huyendo de las dictaduras sudamericanas”. Ante esto, siempre hay que aclarar de manera contundente que hemos sido  solidarios,  fraternos  y  profundamente receptivos ante el dolor ajeno de propios y extraños, pero a decir de los datos duros en una serie de encuestas nacionales, hay una  actitud  ambivalente  de  los  mexicanos  hacia  el extranjero; y no me refiero al turista o viajante que aplaudimos como “la industria sin chimeneas”, sino a aquel que busca quedarse  aquí,  entre  nosotros,  hacer  una  vida, integrarse.

Ciertamente han llegado a México diásporas que han jugado un papel clave en la construcción de la identidad nacional. Estos extranjeros fueron recibidos con los brazos abiertos y construyeron en México su destino y la mayoría no volvió nunca más a radicar en sus tierras de origen. Con el tiempo se hicieron nuestros y los celebramos una y otra vez como “los mexicanos que nos dio el mundo”. Muchos de ellos, sumados a los miles de variadas nacionalidades como armenios, italianos, árabes, judíos, libaneses, franceses, y un largo etcétera, son los extranjeros que llegaron en racimos, de inicios del siglo XX hasta el periodo de la segunda guerra mundial, cuando el flujo migratorio cesó e incluso se revirtió. Dado que muchos de esos “mexicanos por adopción” huían de situaciones terribles como genocidios y persecuciones, no sólo se salvaron al pisar esta tierra, sino que encontraron un futuro y construyeron un patrimonio para sí y sus descendientes, por tanto, ¿cómo no entender que ellos mismos hicieran de la hospitalidad mexicana uno de sus tesoros más preciados?, ¿cómo podríamos entonces atrevernos a cuestionar un rasgo tan presumiblemente mexicano?

El punto es que si bien nadie puede negar el impacto e influencia que las distintas diásporas y sus descendientes han tenido en el México contemporáneo, este proceso histórico ha logrado volverse la auto referencia a la que volvemos inevitablemente sin problematizar la hospitalidad contemporánea, lo que la reduce a una referencia más emotiva que a una conducta cívica. La sola mención a gestas como la recepción que a nombre de la nación hicieron en su momento los presidentes ya sea Lázaro Cárdenas (40´s) o Luis Echeverría (70´s) –sin entrar aquí en el revisionismo histórico que las nuevas generaciones empiezan a analizar más a detalle–, son imágenes sociales suficientemente poderosas como para opacar o por lo menos matizar la realidad que enfrentan quienes actualmente llegan de “tierras lejanas”. Se suele reconocer que se violan los derechos humanos de los migrantes a lo largo del territorio nacional pero invariablemente se defiende el rasgo hospitalario del mexicano como forma de neutralizar la crudeza de la realidad.

Aunque haya quienes sigan pensando que es una insolencia cuestionar la noción de hospitalidad “a la mexicana”, que en el fondo es un reducto emocional del patriotismo, la idea es dar un gran salto que nos aleje del discurso que nos ancla a los ejemplos paradigmáticos de la histórica hospitalidad mexicana, y que sin negarla ni dejar de celebrarla, nos ubique en el presente. La invitación es traspasar el viejo molde que reduce la hospitalidad a un acto de fe y una actitud filantrópica para pensarla como práctica cívica y política de estado. Esto permitirá coincidir que todo anuncio y mención de la hospitalidad, cuando no se acompaña de acciones que modifiquen sustancialmente las relaciones de poder que el binomio ciudadano/local versus extranjero/foráneo establece, no contribuye a avanzar hacia una hospitalidad como marco legal para generar condiciones efectivas de apertura e integración de la diversidad que provoca la movilidad humana migratoria.

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