Ichan Tecolotl, núm. 361
Cartografías: diversas visiones y necesidades
Presentación
Antonio Escobar Ohmstede
CIESAS, Ciudad de México
Programa Especial de Sistemas de Información Geográfica en Ciencias Sociales y Humanidades
Regularmente observamos mapas y planos en diversos productos académicos: de divulgación, difusión y análisis, ya sea en términos globales, regionales o locales. Poco sabemos cómo las y los autores llegaron a imaginar y luego construir un mapa, o si el que “rescatan” de algún receptáculo histórico los lleva a analizarlo o sólo es para que el lector use su fantasía al verlo y por lo tanto todo quedé en su imaginación. Por esta razón, la línea que cruza todos los textos de esta edición del Ichan Tecolotl muestra las experiencias con que cada y uno/a de los/as autores/as han transitado por un camino que no es sencillo, y en donde generosamente nos muestran sus metodologías, técnicas, experiencias de vida y herramientas tecnológicas con las que podemos incursionar y navegar en un mar de información cartográfica y de software con licencias o acceso libre. Casi todas las prácticas nos obligan a mirar de otra manera los mapas, cómo se elaboraron y configuraron, qué quisieron expresar con ellos y que tipo de análisis se puede hacer a partir de los mismos, pero sobre todo el lugar que ocupan en un contexto o proceso histórico o contemporáneo, y principalmente qué trata de decirse con un mapa geográfico, conceptual, mental o participativo.
La elaboración de mapas, planos y cartografías ha sido vista como la construcción de imágenes que han cruzado los tiempos de todas las sociedades humanas, y en donde cada ejemplar lo debemos ver como una historia en sí mismo. El saber dónde se encontraban/encuentran parados los humanos y proyectar horizontes ha sido una necesidad constante que se ha manifestado en diversas capas espaciales (locales, regionales, estatales, nacionales o globales). Las riquezas que pueden presentar los mapas y planos, van desde una perspectiva de representación de símbolos que proyectan aspectos culturales de quién los elaboró y a quién van dirigidos, que en muchos casos “acompañan” la proyección de un espacio y territorio, pasando por aquellos que muestran estrategias de batallas, cómo sitiar ciudades, cómo defender territorios, así como buscar “límites” (fronteras) de los que fueron reinos y posteriormente imperios, y ahora como se delimitan las naciones. Conforme se dio la expansión global, los mapas fueron representando los territorios que se iban “descubriendo”, “conquistando” y otorgando a quienes habían financiado a los exploradores y, por qué no, saber qué es lo que faltaba explorar. Es así que un mapa no sólo se nutre del momento histórico/contemporáneo en que fue elaborado, sino que también de diversas historias y símbolos que lo explican, desde su elaboración.
La cartografía, quizás es tiempo de considerar diferentes cartografías y formas de analizarlas (p.e. desde la globolocalización; a partir de la cartografía “participativa”, la “mental”, o a través de la llamada geografía crítica con sus propuestas de mapas reversibles o construyendo cartografía “histórica”, “cartografías críticas” o considerando la denominada “teoría del mapa”),[1] nos muestra un panorama tan amplio de sus resultados (mapas), puesto que el proceso de facturarlos refleja la visión que las diversas sociedades comenzaron a tener de sus propios espacios y, posteriormente, del mundo, así como los avances del conocimiento que se dieron a través de los tiempos (Vargas, 2000: 15-31), pero quizá nos muestra también cómo las disciplinas científicas han ido por caminos diferentes, aunque mutuamente se requieren y necesitan.[2] Sin duda, los mapas no solamente son representaciones gráficas que facilitan el conocimiento, el pensamiento y el entendimiento espacial, sino que en sí son documentos que plasman perspectivas que permiten (re)construir espacios, paisajes, territorios y percepciones diversas sobre las realidades,[3] e incluso podemos interpretar relaciones sociales, formas de (neo)extractivismo, espacios lingüísticos, construcción de historias de verdad y justicia, y la elaboración de cartografía social con elementos fotográficos.
Los mapas no sólo tienen una fuerte carga cultural sino también geoestratégica, de legitimidad y de percepción del mundo, pero a la vez nos muestran diversos territorios, en ocasiones, sobrepuestos o en franca competencia, pero siempre “vividos” por los actores sociales, en los que podemos hallar “huellas” y “artificios” (Urquijo y Boni (coords.), 2020). La riqueza y diversidad de los mapas ha sido resguardada en colecciones especiales y archivos históricos –ahora en instituciones gubernamentales y de educación superior- (Esparza y Embriz, 2000), lo que ha permitido que lleguen hasta nuestros días, para el deleite de quienes consideran que los mapas y planos pueden ser imágenes ilustrativas, pero también documentos que deben ser analizados y contextualizados (Craib, 2000: 7-36; Moncada, 2002: 118-132).[4]
En México existe una larga tradición de análisis y recopilación de información en torno a la cartografía y los planos (Esparza y Embriz, 2000; Urroz, 2012: 24-27), que ha permitido a los estudiosos contemporáneos indagar sobre el espacio, la cultura, las formas de organización social y de herencia a través de los siglos. Conforme avanzamos en la temporalidad de los estudios, los mapas se convierten en instrumentos de análisis espacial y comienzan a ser acompañados con bases de datos, representaciones digitales y otras herramientas que han ido facilitando, pero también complicando y complejizando las maneras de investigar territorios y a sus actores sociales.[5] Es así, que podemos decir que los mapas reflejan la transformación social y cultural del espacio por momentos históricos (un buen ejemplo es el estudio de Juan Manuel Mendoza sobre Cuanajo, Michoacán en este Ichan), pero en su conjunto nos muestran los cambios del paisaje a lo largo del tiempo y una determinada visión del mismo, como bien se muestra en el texto de Valeria Pina sobre el lago de Texcoco.[6] En este sentido, la transformación del espacio se va representando de forma material y/o conceptual, aunque también se toman elementos de la memoria.
La experiencia que tuvo y ha tenido cada una y uno de las y los participantes en el Ichan Tecolotl en sus acercamientos a los mapas y planos, así como la elaboración de los mismos y que deseaban dar a conocer y proyectar, nos muestran visiones y miradas diversas, las que deben de servir de reflexión sobre como relacionar de mejor manera lo tecnológico con lo geográfico y lo histórico-contemporáneo, así como re trabajar la relación entre disciplinas desde la docencia. Las preguntas y formas de construir espacios analíticos de Brígida von Metz, Carlos Paredes, Natalia de Gortari, Armando Méndez, Marta Martín Gabaldón y Ricardo Fagoaga, son complementarias y ayudan a comprender el proceso previo que analiza Daniel Martínez sobre las “prácticas geográficas” en el siglo XVI, y permiten considerar el necesario contexto –además de analizar adecuadamente el contenido del expediente en donde se encuentra- en el que se analiza y proyecta un mapa, pero a la par ayudan a comprender lo que implica utilizar tecnologías para observar momentos y procesos del pasado colonial, lo que nos lleva a comprender la búsqueda de nuevas pistas de investigación sobre los siglos XIX y XX desde la cartografía, como lo muestran María Dolores Lorenzo, Rebeca López Mora, Juan Manuel Mendoza, Martín Sánchez Rodríguez, Eric Léonard y Evelyn Alfaro. Estudios que no se podrían desarrollar sin los conocimientos de los receptáculos que nos presenta Ricardo Fagoaga y las razones de por qué cartografiar que presenta Armando Méndez; pero, sobre todo, como coinciden Ma. Dolores Lorenzo y Marta Martín, estos trabajos buscan/buscaron potenciar el “análisis espacial para los estudios histórico-sociales”, pero también nos llevan a “análisis de otras formas de representación histórica con un valor agregado en los Sistemas de Información Geográfica”.
No podemos dejar de mencionar que se ha dado un interesante diálogo sobre los mapas de los primeros años coloniales, que se considera que tienen rasgos indígenas y europeos, pero que principalmente sirvieron para delimitar territorios y posesiones (León-Portilla, 2011: 15-94; Hidalgo, 2019; Rodríguez, 2022: 27-54).[7] En el periodo colonial surgieron los Títulos y Códices Techialoyan, documentos gráficos y textos ilustrados que datan de los siglos XVII o XVIII, que son vistos como registros escritos en idiomas indígenas que ilustran y describen algunos sucesos y límites físicos de las comunidades indígenas en la época de la pre y post conquista (Haskett, 1998: 137-166; Rodríguez, 2022: 27-54). Proyectan un asentamiento inicial, la construcción de un templo, además de los conflictos con los diversos vecinos por tierras y las políticas de congregación de la población, entre otros sucesos de importancia para los diversos pueblos. Parecería que gran parte de este tipo de documentos centraban su atención en el espacio que ocupaban los diversos pueblos de indios y generalmente cuentan con amplias secciones que describen los límites (en el caso de los Techialoyan), nombres de lugares (geosímbolos) y mediciones de las propiedades comunales. Este tipo de fuentes documentales enuncian mucho de lo que era la unidad sociopolítica indígena, el altépetl (García, 1991: cap. 3 y 4; Magaloni, 2011: 95-164), a través del tiempo (Wood, 1998: 167-221). Es así, que a través de los mapas podemos percibir como el territorio puede ser (re)modificado de acuerdo con las necesidades de las diversas sociedades, o percibido y representado a través de una simbología y significados específicos, lo que conduce al análisis del paisaje (Hidalgo, 2019; Urquijo y Boni (coords.), 2020).[8]
Conforme avanzamos en el periodo colonial la concepción y elaboración de los mapas se modificó, se pusieron de lado algunos elementos pictográficos para convertirse en apoyos gráficos sobre diversas cuestiones de la Nueva España, mostrando una gran influencia europea, a pesar de que en su mayoría eran elaborados por manos indígenas, fueron supervisados por españoles o mestizos (León-Portilla, 2011: 15-94; Hidalgo, 2019; Rodríguez, 2022: 27-54). La producción de mapas aumentó con las encomiendas, congregaciones, mercedes y el pago de tributos, siendo utilizados por la Corona española y sus representantes novohispanos (los corregimientos y las alcaldías mayores) para tratar de establecer los límites y los pueblos que deberían pagar tributos (véase, por ejemplo, Aguilar-Robledo y Contreras, 1996: 37-68). De esta manera la cartografía del siglo XVI tuvo como base principal la posesión de la tierra y los conflictos de la propiedad comunal y privada.[9] Los nuevos pobladores plasmaron la ubicación y utilización de molinos, agua, parcelaciones de terrenos, parajes, corregimientos, mercedes, zonas mineras, caballerías, poblados y tierras comunales (Ruiz, 2000: 58; Craib, 2000: 7-36). Al igual que los mapas prehispánicos, no contaban con escalas ni dimensiones como las podemos concebir en la actualidad; sin embargo, sus referencias contemplaban los referentes geográficos del lugar, tales como sierras, cerros, montañas, ríos, etc., es decir, los diversos componentes permitirían a quien los observara ubicar en un espacio específico el lugar del cual se estaba hablando, así como precisar la ubicación y la orientación (norte-sur, oriente-poniente) correctas; además de ser un excelente instrumento que acompañaba a los expedientes en el que se señalaban dimensiones de terrenos, caminos, ríos, provincias, pueblos y ciudades. Aspecto, que, con sus salvedades históricas, podemos encontrar en la documentación desamortizadora decimonónica y en el proceso agrario a partir de 1915, como lo muestran Martín Sánchez Rodríguez y Juan Manuel Mendoza en este Ichan Tecolotl.
Debemos ser claros, que los mapas y los planos delimitaban los espacios desde un criterio físico que señalaban una especie de fronteras geográficas (a diferencia de lo acontecido en África donde los límites son lineales y consideraron negociaciones entre los imperios europeos para los controles y manejos territoriales); sin embargo, las lecturas cuidadosas de algunos de los elaborados durante el siglo XVIII novohispano establecían áreas de influencia política, cultural, religiosa y económica que en muchos casos superaban los límites de las líneas “fronterizas”. Si consideramos, en este caso, los del Atlas Eclesiástico de el Arzobispado de México… (ver bibliografía) , supone utilizar de manera intensiva un espacio en el que se establecía un tipo de organización y jerarquía,[10] esto es, todo un sistema de relaciones económicas, religiosas, productivas y geográficas que se reflejan en sus planos, los que nos muestran a través de las escalas de las parroquias dibujadas la jerarquización dentro de un espacio y de los territorios. Sin embargo, no debemos dejar de lado, que para los subsecuentes siglos la jerarquización del territorio fue variando hasta una especie de simplificación que enfrentamos con los mapas o planos que se elaboraron después de la revolución mexicana, los cuáles fueron centrales para los procesos de dotación de tierras a los habitantes de los pueblos, rancherías.
Sin embargo, la cartografía histórica no solamente se preocupó en transmitir los datos necesarios de un lugar específico, sino que también trataron de plasmar una estética. Como bien han comentado Brigitte Bohem y Martín Sánchez Rodríguez (2005: 14), la cartografía histórica está “inscrita en una o varias trayectorias de la representación simbólica de las realidades geográficas y nunca sucedió de manera aislada a contextos y tendencias calificables como mundiales o globales”.[11]
Lo histórico no se encuentra tan alejado de lo contemporáneo y viceversa, sino al contrario, los acercamientos entre disciplinas, como es entre la antropología y la historia, se encuentra en lo que representa la geografía, en una constante interrelación de posicionamientos teóricos y académicos, pero sobre todo estar “abiertos” a abrevar de otras disciplinas, como lo menciona Jesús Manuel Macías y lo puntualiza Brígida Von Metz en esta edición del Ichan Tecolotl. Los estudios de Daniel Murillo, Ana Alegre, Valeria Pina, Emiliana Cruz y Brígido Cristóbal Peña, Eric Léonard y Jesús Manuel Macías abren interesantes interrogantes sobre lo que implica pensar desde una antropología que se apoye en la geografía, y a la vez como involucrar a los diversos actores en un tipo de cartografía participativa y social (Gil y Gómez, 2019: 290-316; Álvarez, McCall y León, 2022). Así como la geografía ha incursionado en un activismo y en convertirse en una disciplina crítica, la antropología proporciona herramientas importantes con el fin de dialogar con esos actores sociales, contando con muy diversas herramientas teóricas y metodológicas. La necesaria interrelación disciplinaria es mucho más necesaria de lo que a veces podemos imaginarnos, aunque se encuentre presente en muchos de nuestros estudios. La historia y la historiografía no se encuentran aisladas de este proceso, como podemos observar en los estudios aquí presentados. La historiografía juega un papel importante en crear las bases de muchas de las explicaciones de los fenómenos que nos encontramos ahora, sin presentar una linealidad, pero si preguntándonos desde el presente hacia el pasado.
Las preguntas que se generaron en cada estudio nos lleva desde buscar explicaciones en los propios pueblos indígenas, a indagar una caracterización de las prácticas de diseño antropográfico, observar que es lo que pretenden proyectar, pasando en cómo podemos entender los procesos desamortizadores del siglo XIX, los flujos y ubicaciones de los comercios, así como la expansión urbana y la necesidad de agua para los habitantes. A la par se nos pregunta cómo hacer cartografías desde las historias orales (pensando en cartografías mentales que identifican los “lugares de las historias”), como impulsar la cartografía social y participativa o la representación cartográfica de las expresiones locales de la certificación de PROCEDE, entre otros temas que el lector podrá encontrar en este número del boletín.
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[1] Hay una discusión si se habla de cartografía histórica o de historia de la cartografía, véase Urroz, 2012: 13-24. Sobre la “teoría del mapa” op. cit.: 36-42.
[2] Brígida von Metz, en este Ichan Tecolotl, menciona cómo se han ido separando la geografía y la historia en términos docentes, y como se imparten dichas disciplinas, por lo que sugiere un mayor acercamiento entre el estudio del pasado y el conocimiento del entorno geográfico. También véase el texto de Jesús Manuel Macías de como un geógrafo comprendió la antropología.
[3] Yoneda (1991) considera que estudiar los mapas, como los de Cuauhtinchan, más como documentos históricos y no obras de arte, permite determinar un conjunto de normas en que se basan los tlacuilos y permite leer de una mejor manera los mapas.
[4] La diversidad en la producción puede apreciarse a través de la variedad y diversas de representaciones en David Rumsey Map Collection. Cartography Associates, cuya página contiene miles de imágenes de todo el mundo en http://www.davidrumsey.com. Para el caso de México, véase el artículo de Ricardo Fagoaga en este Boletín.
[5] Véase el texto, en este Boletín, de Marta Martín Gabaldón para notar la riqueza de las posibles experiencias en los Sistemas de Información Geográfica y su utilización para analizar el pasado.
[6] Véase también el escrito de Natalia de Gortari sobre lo que implica la competencia por el agua en un espacio vivido y temporal en San Luis Potosí a fines del periodo colonial y lo que implicaron las legitimidades a partir de la cartografía.
[7] Véase el texto de Carlos Paredes y lo que implicó el papel de los “copistas” en este Boletín.
[8] Véase Obras, 1993, donde se pueden percibir los cambios que modificaron el paisaje de la América española a través de la canalización del agua. Para el siglo XIX y el siglo XX, consúltese a Sánchez y Boehm, 2005; así como Sánchez y Eiling (coords.), 2007 y Villagómez Velázquez (coord.), 2022.
[9] Ruiz, 2000: 55. Había mapas y planos que servían para recrear pasados “ideales” o que se ajustaban a los intereses de quienes los presentaban. Véase el caso de Pénjamo en Castro, 2006: 115-144. Un ejemplo interesante es el libro Derechos, tierras y visión del mundo de los pueblos indígenas (2011) que muestra la riqueza cartográfica que se encuentra en el fondo de Tierras del Archivo General de la Nación, donde se consideran que 1 362 expedientes contienen imágenes. También consúltese Villagómez Velázquez (coord.), 2022.
[10] Véase también González y Cortés, 2004 y Antochiw, 2000: 71-88. Se ha resaltado mucho el trabajo que se ha desarrollado sobre las Relaciones Geográficas del siglo XVI, que han sido analizadas por Mundy, 1996. Una interesante propuesta se ha ido construyendo en la Benson Latin American Collection de la University of Texas at Austin (https://bit.ly/3qLtjdh).
[11] Consúltese también Sánchez e Eiling (coords.), 2007.
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