Hechas a mano: mujeres trans* en tres contextos urbanos de Chiapas
Prefacio
El título del presente libro es una invitación a pensar la diversidad cultural desde el género. En su organización, el sentido de la expresión «Hechas a mano» coloca la reflexión en el tipo de relaciones de poder, los límites y las consecuencias que cruzan a las mujeres trans*[1] cuando deciden vivir una identidad genérica distinta a la dictada por la norma binaria, donde se exige una congruencia biológico-cultural (hembra-mujer) para validar a las personas en la interacción social cotidiana.
Aludir al género desde una perspectiva que ubica el poder en las entrañas de la discusión no es casualidad. El análisis que presento a lo largo de esta obra parte de la memoria personal. Hace al menos 18 años conocí a Karla, «la Chiquita», «la Cariña». Originaria de Oaxaca, México, Karla viajó a la capital del país muy joven con la intención de «buscarse la vida». Ella, que en ese entonces rondaba los 30 años, era lo que ahora denominamos una mujer trans*, pero no se nombraba a sí misma de esa forma. En su lugar lo hacía como «la Jota» o «la Vestida», en un tono de burla e irreverencia.
Para nosotras, compañeras de trabajo en un restaurante de la colonia Roma en la Ciudad de México, Karla era solo Karla, «la Chiquita», «la Cariña». Los motes se debían a su estatura pequeña y a la cualidad que mostraba de ser empática con la mayoría de las personas. Ella siempre tenía tiempo para conversar, hacer reír, compartir alimentos o darte una opinión sobre cualquier cosa, aún sin una solicitud previa de por medio.
La disposición de «la Cariña» contrastaba con las dinámicas de su vida privada. Vivía sola, tenía pocas amistades cercanas, y supe de su familia dos veces en cinco años de convivencia. En ambas ocasiones la visitaron sus hermanos, y esos encuentros terminaron en insultos y agresiones corporales que le dejaron secuelas emocionales y físicas por días.
Me interesa dejar claro que hace 18 años mi conocimiento sobre temas vinculados con el orden de género, la disidencia sexo-género o la antropología era nulo. No obstante, podía comprender que el problema de Karla consistía en que no era lo que se esperaba que fuese de acuerdo con la sociedad y la moral establecidas, lo que hoy, con un vocabulario académico más amplio, califico como una consecuencia del orden cis-hetero-patriarcal. De esta manera, 18 años después, al contar con un bagaje conceptual sobre las categorías de género y de diversidad sexual, el recuerdo me llevó al encuentro con el tema que dio origen a la perspectiva que ofrezco.
Al no ajustarse a los parámetros binarios establecidos desde el género, en la mayor parte de países del mundo las mujeres trans* se encuentran expuestas a situaciones de discriminación, estigmatización, actos de tortura e incluso a la ejecución por crímenes de odio en su contra.[2] Las condiciones aludidas de violencia transfóbica se suman a la pobreza material, la falta de oportunidades laborales y la precariedad de acceso a servicios públicos de salud del conjunto señalado. En el caso de México, respecto al reconocimiento y el ejercicio de derechos, son pocas las entidades federativas que cuentan con una legislación que respalde de manera integral a quienes desean modificar sus datos de acuerdo con su elección de identidad genérica, lo que termina por completar un círculo de inaccesibilidad a otros derechos civiles y políticos.[3]
En Chiapas las problemáticas que atañen a las mujeres trans* también han sido invisibilizadas, por lo que se cuenta con muy poca información al respecto. Desde el ámbito institucional, a excepción de los datos proporcionados por el Centro Nacional para la Prevención y Control del VIH y el sida (CENSIDA 2018), los indicadores son prácticamente inexistentes. Mientras tanto, las organizaciones no gubernamentales (ONG) agrupadas en la Red por la Inclusión de la Diversidad Sexual (REDISEX) así como activistas independientes denuncian la exclusión, la estigmatización y la discriminación a la que se enfrenta la población trans*, tratos en los que se encuentran similitudes con los contextos señalados en párrafos anteriores. En este punto destaco la importancia de la antropología feminista para aproximarme a la comprensión de las circunstancias descritas.
Desde el hacer de la antropología feminista, esta obra responde a la intención de comprender y enunciar las relaciones de poder que afectan a las mujeres trans*, a partir de la identificación de estructuras históricas y de la revisión de permanencias y modificaciones simbólicas que dan cabida a distintos entramados de subordinación desde el género.[4]
Para cumplir con el objetivo esbozado retomo la propuesta teórica de Gayle Rubin, quien acuñó la definición de sistema sexo-género al describir dichos entramados de subordinación como una serie de disposiciones que se convierten en «productos de la actividad humana», con consecuencias materiales e inmateriales, a través de las que una sociedad delimita la sexualidad biológica como normatividad cultural (Rubin 2018:55). El término «disposición» puede comprenderse en la definición aludida como un mandato de autoridad, un precepto convenido a través del tiempo, internalizado, por medio del cual la clasificación sexual —y su correspondencia con lo femenino, masculino y heterosexual— ratifica significados y experiencias sociales, psíquicas y corporales (Fausto-Sterling 2006).
Al ser un significante de relaciones de poder, el sistema sexo-género instituye reglas, visiones y prácticas que se normalizan entre las personas, es un aparato de producción cultural que da cabida a distintas manifestaciones, incluso a las que se niegan a reinterpretar o aceptar lo dominante (Conway, Bourque y Scott 2018:43). Por ello su análisis posibilita la identificación de las condiciones que, en la interacción social, producen y reproducen algunas formas de subordinación.
Observar los efectos de las dinámicas de poder producidas a través del sistema sexo-género implica revisar de manera conjunta el tipo de normas que gobiernan un contexto en lo tangible y su transformación en relación con distintos grupos sociales. En tanto categoría que cruza toda interacción social, el género posibilita la autenticación, la negociación, la prohibición y la desviación de aquello que se puede llegar a ser y cómo (Butler 2002:153). Es decir, implica tecnologías y conductas (De Lauretis 2000:49).
El establecimiento de clivajes sociales a partir del género se convierte al mismo tiempo en la pauta para observar formas de construcción identitaria distintas a lo aceptado, así como las permanencias o modificaciones que resultan de las interacciones sociales al margen de la discursividad hegemónica. En relación con la identificación social producida, los cuerpos no asimilables se alejan de la correspondencia normalizada entre clasificaciones biológicas, códigos y dispositivos para interpelar simbólicamente a una sociedad que sustenta valores culturales concretos asignados al significado de ser mujeres u hombres. Al mismo tiempo dichos cuerpos son interpelados.
Los estándares aprobados de manera cultural y las descripciones elaboradas en diferentes contextos por los individuos como parte de la asimilación y la rendición de cuentas producida desde el sistema sexo-género colocan a las personas dentro de una estructura diferenciada al otorgarles propiedades de origen, que a su vez son aceptadas o rechazadas, lo que hace visibles múltiples entramados de poder.
La demostración de género y su rendición de cuentas (West y Zimmerman 1999:126) en relación con las mujeres trans* abona a la comprensión tanto del funcionamiento del sistema sexo-género, como de ciertas actitudes y conductas denominadas como cissexistas y la respuesta frente a ellas. Desde los estudios trans*, el término cissexismo es definido por Hailey Kaas (2012) y Blas Radi (2014) como un conjunto de creencias y prácticas socioculturales derivadas de la visión hegemónica del sistema sexo-género que consideran y promueven la existencia de una morfología (cuerpo) y su correspondencia biológica sexual, así como la validez de solo dos géneros (masculino/femenino).
El cissexismo niega las vivencias de mujeres, hombres y personas trans* bajo diferentes modalidades: antepone una superioridad moral; las califica de enfermas mentales, desviadas o anormales; usa términos ofensivos para nombrarlas, y designa de manera arbitraria su identidad con expresiones o comentarios en tono de burla o chistes que discriminan o exigen cierto tipo de comportamientos basados en la lógica de la normalidad binaria: hembra/ mujer, macho/hombre.
A fin de comprender los efectos del cissexismo y de otras violencias, producidas como parte de las relaciones de poder derivadas de las disposiciones impuestas a través del sistema sexo-género, en este libro recupero las historias de vida de Tamara, Yamileth y Sofía, tres mujeres que al momento de ser entrevistadas expresaron su identidad como tales y que, además, se autodefinieron como transexuales, transgénero o trans en relación con la experiencia elaborada desde la reapropiación y resignificación de repertorios culturales (Giménez 2005:5);[5] cuerpos con un género definido que se hace inteligible en prácticas, representaciones y subjetividades, así como al interactuar con objetos y personas en diferentes espacios (Muñiz 2018:289), cuya validez o legitimidad no me interesa cuestionar en ningún sentido.
En correspondencia con lo expuesto, observo lo trans* distanciándome de cualquier tipo de cuestionamiento o discusión identitaria, para en su lugar proponer una mirada interseccional imbricada en un sistema de dominaciones (Crenshaw 1989; Viveros 2016). En este libro examino las coincidencias entre distintas formas y niveles de relaciones de poder producidas como parte de las lógicas hegemónicas que atraviesan las prácticas normativas del género y del ser mujeres, desde donde cada existencia está cruzada con elementos de raza, edad, educación, estatus económico, religión y redes de apoyo.
La utilización de la interseccionalidad como una herramienta de análisis permite visibilizar el cruce de sistemas de dominación a partir de la interacción y la consecuencia de ello en forma individual. Dicho con mayor precisión, conduce a centrar una mirada más detallada en la heterogeneidad implícita de lo trans*, así como en la consideración de las circunstancias de ventaja o desventaja que reposicionan a cada persona en el espacio social en conjunto.
Cabe indicar que la identificación de relaciones de poder en cuanto al género y el enfoque interseccional encuentra un complemento en el análisis propuesto con la observación de estructuras objetivas que definen la distribución de recursos materiales y medios de apropiación de bienes (Bourdieu y Wacquant 2008:11), así como de los elementos psíquicos que se reproducen en la interacción a través de esquemas mentales y corporales que a su vez dan paso a elementos simbólicos definidos a través de prácticas y conductas (Bourdieu y Wacquant 2008:12). Me refiero a la aplicación de los conceptos teóricos de habitus, campo y capital.[6]
A partir de los lineamientos teóricos esbozados hasta aquí, es necesario recalcar que el interés de la antropología feminista en la investigación académica propone una aproximación crítica en relación con la exploración de lo que se denomina «temas de justicia social, prioritarios o políticamente urgentes». Se trata de responder a un solo cuestionamiento: «¿investigación para qué y para quién?». La consideración obliga a pensar la forma en que se construye un tema y las repercusiones que ello conlleva.[7]
El cruce del análisis entre la antropología feminista y los estudios trans*, a los que se suman posturas desde los estudios transfeministas,[8] coincide en la necesidad de valorar la experiencia a fin de romper con la instrumentalización, la descalificación y la desautorización que objetiva a las personas trans* para, en su lugar, reconocerlas como portadoras de saber (Cabral 2003; Radi 2019).
Al considerar lo señalado, la estrategia metodológica que definí en este libro se sitúa en la etnografía colaborativa a partir de la elaboración de historias de vida. De acuerdo con Lassiter (2005), el propósito de la etnografía colaborativa es romper la brecha epistemológica (teórica y metodológica) entre etnógrafxs y grupos o personas participantes. Más allá de una receta específica, este tipo de hacer implica un work together.[9]
Lejos de plasmar ideas universales, el objeto del ejercicio fue otorgar resonancia a las experiencias de Tamara, Yamileth y Sofía en sus propios términos a fin de evitar una práctica de ventriloquía. Las historias de vida facilitan una labor de acompañamiento que rechaza la rigidez de criterios cientificistas, explicaciones rebuscadas de largas páginas sobre categorías analíticas y necesidades que se relacionan más con los intereses de quien investiga.
Desde la perspectiva antropológica, la elaboración de historias de vida es también una técnica que permite un hacer de manera más horizontal, al posibilitar vías de análisis que exploran una amplitud de procesos para comprender cómo se dan ciertas dinámicas culturales (Buechler y Buechler 1999; Ferrarotti 2007), a la vez que favorece la aproximación a las realidades objetivas que afectan a las personas de viva voz (Bourdieu 2011) y hace visibles elementos de variabilidad y reconfiguración.[10] En este caso, las realidades observadas en cuanto al sistema sexo-género y las dinámicas que atraviesan a Tamara, Yamileth y Sofía remiten a distintas circunstancias sociales e interacciones que dan cuenta de prácticas cissexistas, así como de las respuestas que ellas dieron a tales situaciones.
A lo largo del cuerpo de texto hago uso de los términos trans, transexual y transgénero, los cuales utilizo y aplico de acuerdo con los usos culturales otorgados por las propias colaboradoras de la investigación. En el caso de la palabra trans*, consideré el sentido de dicho término a partir de la perspectiva planteada por Susan Stryker, quien incluye de manera amplia «experiencias e identidades diversas […] distintas formas de desmarcarse de las normas de género» (Stryker 2017:39).
La palabra «mujer-es» en el título de la parte uno del libro es una ventana para imaginar una ampliación de significantes que posibiliten comenzar a cuestionar nociones y formaciones discursivas legitimadas a través de ideas de estabilidad y permanencia que reproducen relaciones de poder desde el género (Butler 1997:3).
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[1] El prefijo trans- significa «del otro lado». El término mujer trans hace referencia a una persona clasificada al nacer como macho biológico, y que posteriormente definió su identidad social de género como mujer. Las mujeres cis son hembras biológicas con identidades sociales de mujer.
[2] De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU 2023) las personas trans* se encuentran expuestas a muy altos niveles de violencia en todo el mundo. De la misma manera, los resultados a nivel nacional de la Encuesta sobre Discriminación por Motivos de Orientación Sexual e Identidad de Género (ENDOSIG) que llevó a cabo el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED 2018), señalan a las mujeres trans* como uno de los grupos que experimenta mayor vulnerabilidad. A lo anterior deben agregarse las denuncias y datos aportados en informes elaborados por organizaciones como Letra S, Sida, Cultura y Vida Cotidiana, A. C. (Brito 2018), que desde hace algunos años señalan a México como el segundo país a nivel mundial con mayor número de transfeminicidios.
[3] En la actualidad solo 19 entidades del país cuentan con una Ley de Reconocimiento de Identidad de Género (Ciudad de México, Michoacán, Nayarit, Coahuila, Colima, Hidalgo, Oaxaca, Tlaxcala, San Luis Potosí, Sonora, Quintana Roo, Puebla, Estado de México, Baja California, Baja California Sur, Jalisco, Chihuahua, Morelos y Sinaloa), lo cual significa para las personas trans*, entre otras cosas, un acceso diferenciado a partir de su lugar de residencia.
[4] La vinculación entre antropología y feminismo se hace tangible desde la década de los setenta del siglo XX, en un contexto nacional e internacional donde existe un cuestionamiento epistemológico que apostó por la transformación social desde el campo académico. Desde entonces, las iniciativas impulsadas han incluido cambios en la manera de abordar la investigación antropológica, nuevos enfoques de análisis y la modificación de la relación «entre quienes hacen investigación y los grupos estudiados» (Lamas 2018:1). Entre otras aportaciones de la antropología feminista, Patricia Castañeda indica, además, la redefinición de los conceptos de cultura, diversidad cultural y diferencia cultural (Castañeda 2006:40-41).
[5] Si bien en el espacio académico existen diferencias en las definiciones de trans, transgénero y transexual, en la presente investigación utilizo los tres términos debido a que las colaboradoras los usan de manera indistinta para referirse a sí mismas.
[6] El habitus se comprende como un conjunto de «disposiciones, percepciones, apreciaciones y prácticas» definidas a partir del contexto de formación de vida que experimenta cada persona (Bourdieu 1988:134-136). Por otra parte, un campo es un «sistema estructurado», en donde los agentes ocupan diversas posiciones de acuerdo con la acumulación y las combinaciones del capital económico, cultural, social y simbólico que poseen (Lahire 2005:31).
[7] Al aceptar la capacidad de lxs investigadorxs para influir en la percepción generalizada de la experiencia sociocultural, hay que asumir la responsabilidad de lo que se escribe. La presentación y el tratamiento de los temas, el trabajo etnográfico que se realiza y, por supuesto, la escritura deben pensarse como parte de un entramado de poder que emerge en cada momento (Fricker 2017; Leyva 2016). En dicho sentido, la antropología feminista prioriza una labor de abordaje que coloca como prioridad la voz de lxs agentes con quienes se trabaja.
[8] Desde los estudios transfeministas, Austin H. Johnson propone una metodología semejante. Retoma el concepto de androcentricidad para construir el término ciscentricidad, cuyo sentido da cuenta de la forma en que lxs investigadorxs cisgénero aplicamos un punto de vista centrado en el privilegio de la norma. A lo anterior añade el peligro de la doble medida cissexista, que vigila las identidades y experiencias de las personas transgénero mientras se niega a cuestionar las de las personas cisgénero (Johnson 2015:26-27).
[9] Cabe señalar que, en Chiapas, el desarrollo de la etnografía feminista colaborativa encuentra antecedentes en los trabajos de antropólogas feministas como Mercedes Olivera, Xóchitl Leyva y Aída Hernández, quienes destacaron la relevancia de elaborar investigaciones cualitativas con enfoques que promuevan en la práctica espacios colectivos de reflexión y la producción crítica de conocimientos con reconocimiento de las potencialidades de los agentes sociales (Olivera 2015:106).
[10] El enfoque cualitativo de elaboración de historias de vida, de gran tradición en la antropología, responde de manera precisa a la importancia de conocer la voz y las experiencias particulares de las colaboradoras en la investigación, como también a la posibilidad de observar de qué manera el contexto sociocultural es reformulado por los actores.
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