Con el ánimo perplejo. Un ensayo sobre la izquierda en democracia
CON EL ÁNIMO PERPLEJO
Un ensayo sobre la izquierda en democracia
Víctor Hugo Martínez González
Introducción
I. Perplejidad como estado de ánimo
Pensar la izquierda en democracia es un laborioso rompecabezas; empecemos por lo obvio. En octubre de 2017, el centenario de la Revolución Rusa rememora lo que hasta 1989-1991 conformó el mundo bajo el marco de un sistema comunista, que con el desplome del Muro de Berlín y la URSS abrió paso a un siglo adelantado y a una celebración opuesta: la de las revoluciones democráticas teorizadas como fin de la historia. Ahora bien, si en el plano de los hechos, los ideales de izquierda salieron del siglo XX por la puerta secundaria, ¿qué tan ardua ha sido su adaptación a las economías de mercado, las democracias liberales y las sociedades de consumo? Entre los parabienes por su viraje y los lamentos por su extravío, las evaluaciones discrepan y la perplejidad crece. No tenemos un balance definitivo, pues la veloz etapa de cambios emprendida en los 70 continúa y desorienta.
El mundo, en efecto, comenzó a transformarse en 1971 con la flotación del dólar; en 1973 con la crisis del petróleo; en 1978 con la apertura económica de China, la invasión rusa a Afganistán y la elección de Karol Wojtyla como Papa; en 1979 con la llegada al gobierno británico de Margaret Thatcher; en 1980 con el acceso al poder de Ronald Reagan en Estados Unidos y la legalización en Polonia de Solidaridad como primer sindicato independiente en un país comunista; antecedentes entre muchos de la redirección neoliberal. Para 1989, la coraza tecnológica que la antigua Alemania comunista preparaba para su nefasto Muro sólo podía ser superada en perplejidad por el derribo de esa frontera el 9 de noviembre del mismo año. Posteriormente en 1990, la derrota electoral en Nicaragua de la última revolución que se propuso socialista, confirmó lo ruinoso de esa izquierda ante una nueva atmósfera económica, política y cultural. Un año antes, China vacunaría su gobierno contra “los ideales democráticos y occidentales” de los estudiantes reprimidos en la Plaza Tiannamen; de entonces a la fecha, el partido comunista chino restauró la economía de mercado y rige sin liberalización política una perplejidad bautizada como “capitalismo socialista” (Bartra, 2016).
El fin del comunismo es, por supuesto, la cresta de los cambios democráticos conceptuados como un orden donde la libertad de mercado aseguraría el liberalismo político y cultural. Frente al totalitarismo que deformó los ideales izquierdistas, la competencia partidaria en Rusia significó un flamante salto democrático; pero la Rusia de hoy, orgullosa de superar a Londres en el costo del metro cuadrado en la City de Moscú, es la que, bajo el mando de Vladimir Putin, ha legislado la censura de imágenes opositoras al régimen. Según Charles Tilly (2010), Rusia es un ejemplo de (des)democratización donde la democracia concitó los mejores augurios. Rusia, y China también, ofrecen al turismo de masas la mórbida atracción de pasearse unos segundos alrededor de las momias de Lenin y Mao. ¿Esta insólita y costosa excursión revela en quien la paga una identidad de izquierda?
Por otra parte, en América Latina la perplejidad de pensar la izquierda en democracia tiene variantes propias, pero inscritas en un problema general. Anticipo aquí una síntesis. En los 70, mientras el mundo salía de la estructura keynesiana para entrar a la neoliberal, ese reajuste coincidió en América Latina con la derrota militar, política e ideológica de la izquierda revolucionaria (Lechner, 1990). No hubo, pese a todo el sacrificio puesto en ello, ninguna guerrilla que replicara el modelo castrista de transformación social a la que una generación se entregó. Salvo el sandinismo, sepultado por su propia distorsión (Ramírez, 1999), ninguna experiencia armada se libró de la represión, la muerte o el exilio.
A esta contundente derrota seguiría la frustración y recambio de ideales políticos, cuyo balance es ambiguo por tres razones: 1) La democracia, subestimada antes como epifenómeno del dominio económico, comenzaría por fortuna a ser resignificada como un sistema normativo de libertades. Es en ese ajuste que la izquierda latinoamericana descubre, no sólo la democracia, sino la posibilidad de ser de izquierdas y, no obstante, liberal; de ser izquierda-liberal.[1] 2) La conversión democrática de la izquierda no sería, empero, hacia un modelo de democracia social, como algunas tendencias teóricas pretendieron luego del golpe de Estado en Chile en 1973. Esa batalla de ideas políticas por la democracia transcurrió en los años 80, pero para la década siguiente la globalización económica moldeó la realidad a la cual adaptarse.[2] 3) En la democracia liberal, el revival de los partidos de izquierda sería tan venturoso que dio pie, en el siglo XXI, a un giro izquierdista en el continente; convertidos en partidos catch-all, conforme el cambio social y cultural exigía, esos partidos renovados tendrían, empero, como límite una estabilidad institucional que desairaba los empeños radicales de cambio (Levitsky y Roberts, 2011; Torrico, 2017).
Esa impotencia ideológica, es decir, el recorte de la representación de lo que por la política es im/posible, explica la perplejidad que dentro de la izquierda ha surgido contra las propias fuerzas de izquierda en el gobierno. Por acatar el molde de la democracia liberal, asientan algunas izquierdas inconformes, los gobiernos de izquierda moderada no atienden la cuestión social ni modifican las reglas económico-políticas. Las presiones de la democracia sobre la izquierda influyen, de este modo, en la repetición de un viejo problema: el de una izquierda auténtica que por la izquierda rebase a una izquierda acomodada. El populismo resulta así un paraguas, invocado e indefinible, en el que se agrupan corrientes de izquierda que plantean el regreso a un anticapitalismo primitivo, al nacionalismo o hacia un futuro pospartidario de democracia directa o movimientista.
Enlazado con la dualidad entre polos “liberales y socialdemócratas” versus “autoritarios y populistas”, este debate fractura a la izquierda “moderna”, e incluso a la experiencia “alternativa” que más ha avanzado el contraproyecto de una “demodiversidad” (Bolivia). Sintomáticamente el debate relega al socialismo cubano como futuro deseable. Peregrinar a Cuba, donde la muerte de Fidel Castro o las visitas de Obama y los Rolling Stone fueron bisagras de la apertura capitalista, ¿sigue calificando como turismo revolucionario si el tour hace escala en el Mausoleo del Che Guevara?
Pensar en los monumentos que simbolizan un mundo que dejó de ser, es una forma de percibir la estela de traslaciones democráticas. Quizá menos obvio que la reorganización económica, el rearmado del universo de la cultura (donde aquellos monumentos vivieron, y hoy otros se erigen) es intrigante. ¿Cómo ser una izquierda contracultural cuando la cultura de izquierdas es ahora sistémica y está afianzada en el imaginario popular como una opción ideológica no demasiado diferente a la derecha? ¿La democracia es acaso –como algunos afirman– un régimen posideológico? Leer cosas así, ¿no despierta perplejidad? Cuando hago referencia a monumentos defenestrados en tiempos democráticos, pienso en el sumario histórico que transmiten su retiro y olvido. El sentido de esto no es menor, ni se reduce a la vulgata ideológica del triunfo de la democracia como forma de vida. Tomar así la destrucción de estatuas del pasado socialista supone un relato histórico tan superficial y maniqueo como la otrora simpleza de la patria socialista. En Budapest, los usos públicos de este relato histórico han borrado el pasado reciente de 1947 a 1989 cuando Hungría, además de oprimida, fue gobernada por el comunismo. El actual relato festivo de la historia de ese país se articula con redonda candidez en tres etapas: 1) pesadilla totalitaria, en la que nazismo y comunismo son asimilados, obviando, por supuesto, el respaldo de alguna población a las filas nazis;[3] 2) germen de la lucha democrática, sepultada en 1956 por la invasión soviética; y 3) revolución democrática de 1989 y suplantación del pasado fresco por la exaltación del pasado más remoto.[4]
Con estos cortes históricos, Hungría conjuga hoy una narrativa histórica volcada a los lustres imperiales de su estirpe magiar, ligados –según esta visión– con su presente y futuro de economía globalizada y hábitos modernos de consumo. Las iconografías de la vida comunista, sin cabida en este presente divorciado de la historia, sobremueren en el tétrico panteón de estatuas Parque Memento a las afueras de Budapest.
Por otra parte, en Praga, donde la riqueza económica es mayor a la de los anhelos húngaros, no queda más rastro de las viejas efigies que un guiño en los folletos de turismo: donde está el Gran Metrónomo, y cuya base hospedó en 1996 una figura de Michael Jackson, radicaba el mayor grupo de estatuas comunistas. No más que eso informan estas cápsulas ingrávidas. La historia oficial, por otro lado, sigue un relato menos enfático en la criminalidad totalitaria, pues ahí la longevidad soviética es explicada por los sofismas estalinistas.[5] Praga, la más bella y enigmática de las capitales del Este, es un sitio donde el capitalismo presume sus laureles. En ella, aunque no sea objeto de rutas turísticas obsesionadas con Franz Kafka, sobresale aún frente al río Moldava el Café Slavia –donde el Che Guevara bosquejó su cruzada boliviana. Consumir en el que hoy es un espacio ostentoso de su cosmopolitismo, ¿envuelve un ademán nostálgico de izquierdas? O, por el contrario, si de itinerarios por antiguos países socialistas se trata, ese gesto debiera recalar en las visitas en Belgrado y Sarajevo al Mausoleo y recintos ceremoniales de Josip Broz Tito, donde el capitalismo tiene menos que lucir y la Unión Europea es vista con suspicacia.[6]
Si en lugares en que el cambio apuró la deposición de estatuas y el olvido, las transiciones a la democracia significaron un claro desafío a la izquierda, ¿qué podría esperarse de otros sitios cuyos traslados a través del tiempo histórico no hicieron forzosa alguna ruptura radical con el pasado? Pienso en México, donde ningún monumento asociado a siete décadas de autoritarismo ha sido visto con malos ojos durante y después de su cambio económico, político y cultural. De modo oblicuo, esta inalterada ritualidad política es ilustrativa de condicionamientos estructurales transferidos al período democrático. En la víspera de las elecciones de 2018, la izquierda dominante en México (MORENA) ofreció, de hecho, un programa vinculado con estas estatuas resilientes: estatismo, presidencialismo, nacionalismo u otros ismos propios de gobiernos sin libertades políticas; pero, relacionados en cambio, con una canalización de demandas para sectores mayoritarios. En nombre de la revolución, se justificó, en su época, esa triquiñuela por la que el gobierno autoritario brindaba derechos sociales a costa de restringir derechos políticos. Evocando ahora la democracia, esa vigente oferta setentera ha vuelto a fortalecer a una izquierda que venía marchitándose mientras intentaba subsumir su veta populista en otra moderna y socialdemócrata. Nada hay entre los monumentos nacionales que muestre arraigo de la socialdemocracia, como sí lo hay, de forma copiosa, de un pasado donde el nacionalismo revolucionario fue la ideología que sirvió de romance tortuoso a la izquierda con el PRI. La campaña electoral de Andrés Manuel López Obrador prometió así refundar el futuro a partir de la restauración de aquellas glorias nacionales. La del PRD depositó su suerte, en cambio, en una agenda liberal, posmaterialista y perplejamente coaligada con la derecha.
Habría que preguntarse entonces por las condiciones específicas de la democracia que permiten expresiones de este tipo, en las que su atraso programático coincide con un efervescente impacto social. López Obrador es el ejemplo al uso y abuso de estos reparos.[7] Pero no resultó menos desconcertante la alianza de una derecha neoliberal (PAN) y un par de izquierdas autodefinidas como socialdemócratas sin hacer gran cosa para aparentarlo (PRD, MC). Y qué decir del PRI, que después de encarar la transición democrática bajo el amago de “un nuevo partido”, resucitó los talentos del Presidente para elegir de modo arbitrario a su posible sucesor. Patentes los bretes de la izquierda para adaptarse a la democracia liberal, ¿esa cualidad ambigua no se halla también en los grados de calidad de la democracia para incentivar propuestas ideológicas definidas?
[1] Por poner una viñeta argentina: en el peronismo clásico, y en el que evolucionó hacia la clandestinidad, el liberalismo era combatido como una “tendencia pequeñoburguesa”. Hoy suena inverosímil, pero así fue.
[2] Las ideas de democracia social bajo aquel debate pueden recordarse en Centro de Estudios Sociológicos del Colegio de México (2003), Modernización económica, democracia política y democracia social.
[3] Las diferencias entre los totalitarismos nazi y comunista en Enzo Traverso (2001 y 2003).
[4] Estas etapas nacionales se exhiben en Budapest en la muestra permanente del
Museo Casa del Terror.
[5] Este tratamiento del pasado es palpable en El Museo Comunista de Praga.
[6] Un análisis de este histórico antieuropeísmo en Europa del Este en Tony Judt (2013). Rumanía, Hungría, Serbia o Polonia son, por arraigadas razones que Judt discute, cuna de derechas ultranacionalistas. Sobre la guerra que desmembró en los 90 la antigua Yugoslavia: Judt (2011), Postguerra, Cap. 21.
[7] Un trabajo perspicaz sobre el populismo moderado (y no radical) de López Obrador, en Monsiváis (2019).
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