CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

Mapas prestados para entender el plagio académico

Javier Yankelevich
Investigador del Centro de Estudios Constitucionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Licenciado en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); maestro en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)-México. Líneas de investigación: estudios culturales, memoria de la izquierda, plagio académico.

Algo hay de esquivo en la noción de plagio académico que hace complicadas las discusiones al respecto. Parece claro que está mal, pero no tan claro por qué ni qué tanto: ¿el problema es que viola las leyes de derecho autoral o que infringe las normas consuetudinarias de la comunidad académica?, ¿lo condenable es el daño que se le hace al autor plagiado al usar su propiedad sin su permiso, o el engaño del que son objeto lectores, instituciones y colegas?, ¿debemos criticar al plagiador porque se apropia indebidamente del trabajo ajeno, o más bien sospechar de la indignación de la víctima porque reclama derechos de propiedad sobre palabras e ideas?, ¿todos los plagios son igualmente graves o es factible alguna aproximación gradual?, ¿qué pena corresponde al plagiador, qué reparación a sus víctimas, cuál principio de proporcionalidad debemos admitir? Cada tanto, en las escuelas, universidades, y hasta en los periódicos se presentan casos de plagio que nos mueven a pronunciarnos, y hacemos bien en tener pistas para la reflexión al respecto.

Pensemos cualquier discusión como si fuera un laberinto cuyos pasillos puede recorrer nuestra inteligencia, con mayor o menor facilidad según la familiaridad que tenga con el diseño y los artefactos de los que disponga. Para el laberinto del plagio académico no tenemos un buen mapa, y esto se debe a causas como las transformaciones que el fenómeno ha sufrido con la introducción de tecnologías digitales, y al hecho de que internarse en su examen sea tabú. Es por esto que usamos mapas que hemos extraído de otros laberintos en algún sentido semejantes y hasta conectados con el del plagio. Éstos son útiles porque el plagio académico comparte características con otros fenómenos sobre los que tenemos más claridad, y por ello las comparaciones y analogías nos ayudan a movernos en un espacio confuso. Sin embargo, existen riesgos en esta forma de orientarse, pues las diferencias entre estas discusiones pueden hacer que el mapa que en una nos lleva a buen puerto, en otra termine por conducirnos a callejones sin salida. En este artículo exploraremos dos comparaciones que frecuentemente se emplean cuando se reflexiona sobre el plagio académico: la que lo aproxima a un robo, y la que lo equipara a un fraude, y se ponderan sus virtudes y defectos para guiar nuestro pensamiento por los pasillos de este fenómeno.

El plagio académico como un robo

Es común que los maestros, en sus esfuerzos por disuadir a los estudiantes de plagiar para resolver consignas escolares, comparen tal proceder con un robo, y a sus ejecutores con ladrones. Esto tiene ventajas, entre ellas que la analogía parece explicar, de una vez, cómo debe entenderse el plagio académico y por qué es condenable: a quien le resulte intuitiva la idea de que privar a alguien de su propiedad o usarla sin su permiso es generalmente reprobable, le parecerá asimismo intuitivo que algo equiparable lo sea también. Ahora bien, para hablar de un robo requerimos de un propietario, una propiedad y un ladrón. Al ladrón lo tenemos ya —es el plagiador— pero nos resultará menos sencillo identificar al propietario y a la propiedad. Las leyes de derecho autoral pueden prestarnos auxilio: la idea detrás de ellas es que un creador intelectual tiene derechos de propiedad sobre sus creaciones que lo habilitan, a él y a quien él designe, a restringir o condicionar la distribución, la reproducción y la exhibición de lo que sea que haya producido. Siguiendo este razonamiento, parecemos tener al propietario que necesitábamos: sería el autor de lo plagiado, y la obra la propiedad afectada. Pero es aquí donde el mapa del robo nos conduce al primer atolladero en el laberinto del plagio, pues no es sencillo hacer sentido de la noción de “obra”. Tres son las opciones: “el plagio es un robo de palabras”, “de ideas” y “de crédito”.

“Robo de palabras” es una fórmula que a primera vista nos ayuda a describir ciertas formas de plagio, aquéllas en las que el plagiador reproduce un texto íntegramente. La idea sería que las palabras son propiedad de quien las escribió antes, y el plagiador le hace un daño al apropiárselas. Pero la analogía no nos lleva más lejos y en realidad nos mete en aprietos, pues las palabras son convencionales y el autor original, a su vez, las aprendió de otros. El argumento necesitaría desarrollarse en el sentido de que la obra académica es un acomodo específico de palabras o signos, y en este punto podríamos llamar en nuestro auxilio al derecho autoral, que en México dispone que los autores poseen derechos morales, entre ellos el de “Exigir el reconocimiento de su calidad de autor respecto de la obra por él creada”. Sin embargo, invocar al derecho de autor es costoso porque trae consigo todas las contradicciones que le son inherentes. ¿Dónde comienza y dónde acaba una obra?, ¿cuándo puede decirse que una se ha transformado en otra?, ¿quién debe juzgar? ¿De qué se priva a un autor cuando se le “roba” una obra literaria, si por más que se la copiemos la sigue teniendo, inalterada y disponible? Intentar hacer sentido de los productos del trabajo académico como “palabras” que conforman “obras” protegidas por derecho autoral que el plagiador “roba” al “reproducir sin permiso” es un camino pantanoso para pensar el plagio.

“El plagio es un robo de ideas” es una respuesta más sofisticada a la pregunta ¿cuál es la propiedad afectada? El principio aquí sería el siguiente: los autores han producido “ideas” que son de su propiedad y las han expresado en palabras. Lo que el plagiador estaría hurtando son ideas, sea que las exprese con las mismas palabras o que lo haga con otras —o incluso sin palabras—. Aquí el derecho autoral nos ayudará menos porque las ideas “en sí mismas” no son objeto de protección,[1] sino sólo “las obras”. Sin embargo, el derecho autoral sí se pronuncia sobre “obras derivadas”, por ejemplo, adaptaciones. Lo que no es claro es cuáles son los límites de la derivación y por tanto el alcance de lo protegido por la ley. Un plagiador académico que, como Boris Berenzon,[2] ensamble y adapte ligeramente largos fragmentos de numerosos libros y artículos para hacer sus tesis y libros, ¿estaría haciendo obras derivadas?, ¿hay obras realmente novedosas? Estas preguntas son complejas en el campo del derecho autoral, pero para efectos del plagio académico hay un problema adicional: citar no es plagiar. En la academia, explicitar el origen de las ideas que no hemos tenido y las frases que no hemos redactado nos exime de la acusación de plagio. Es para atender esta cuestión que surge el argumento siguiente.

“El plagio es un robo de crédito” es la tercera respuesta a la pregunta ¿cuál es la propiedad afectada?[3] Los autores plagiados a veces protestan no porque se roben o usen sin su permiso sus palabras/ideas, sino porque el plagiador se las atribuye, es decir, omite reconocerlos como autores y, por tanto, quienes leen estas palabras/ideas no las relacionan con los autores originales. El argumento del crédito es coherente con la intuición de que citar es la forma correcta de tomar las ideas y palabras ajenas. ¿Tenemos por fin una analogía sólida?, ¿podríamos ir más lejos y decir que “el plagio es una forma de robo en la que el bien sustraído es crédito”? Presionémosla y veamos si salimos del laberinto. El problema al hacer del “crédito” propiedad de los autores es doble. Por un lado, no es claro que exista una conexión directa entre ser el autor de una obra y recibir crédito; el plagiador podría argumentar en su defensa que el crédito fue producto de la difusión o de la asociación de la obra con su nombre, y puede que tenga razón. El segundo problema podemos plantearlo así: ¿qué pasa cuando el autor no quiere, no puede o declina recibir crédito?, ¿puede robársele crédito a alguien muerto?, ¿a un anónimo?, ¿soy un ladrón de crédito si lo que plagié es a tal punto criticable que me trae descrédito?, ¿califico como un ladrón de crédito si pagué al autor a cambio de que me permitiera ponerle mi nombre a su obra?

Hemos examinado problemas que se desprenden de los intentos por responder a la pregunta ¿qué es lo que el plagiador roba al autor? Pero la analogía del plagio académico como robo tiene otro problema: la naturaleza del conflicto que emana del plagio y sus diferencias con el que emana de un robo. El robo enfrenta a un propietario con alguien que viola sus derechos de propiedad, y por tanto no es tal si el primero dona la propiedad o autoriza su uso. Esta concepción se encuentra en las disposiciones penales mexicanas contra el plagio, específicamente en el artículo 427 del Código Penal Federal, pues indica que el delito de “sustituir el nombre del autor por otro nombre” (art. 427) no se perseguirá de oficio. Es decir, sólo entra al cauce judicial cuando el afectado se querella contra el plagiador—es su derecho que se le atribuya autoría, pero no está obligado a ejercerlo—. En el caso del plagio sucede que con frecuencia los plagiados, a quienes querríamos equiparar con víctimas de un robo, no se saben o sienten afectados. Pensemos en un alumno que plagia la Wikipedia y tendremos problemas para imaginar a ésta interesada en reclamar sus derechos morales. Pero la cosa se complica aún más cuando el plagiado falleció hace 100 años, pues sus derechos patrimoniales han caducado.[4] Sin embargo, el caso más problemático es el de los escritores fantasma (aquellos que son contratados para escribir textos sin recibir crédito por ello), pues no tienen interés en reclamar; su negocio consiste justamente en esa cesión voluntaria producto de un intercambio comercial, y si bien tienen el derecho moral de exigir que se les reconozca como autores, son libres de no ejercerlo. ¿Diríamos que el comprador no ha plagiado porque el propietario de las palabras/ideas/crédito se los ha vendido? Probablemente no. Algo hay de condenable en entregar un trabajo escolar plagiado o un libro producto de un collage de fragmentos sin citar que hace secundario el hecho de que la(supuesta) víctima de plagio se entienda o no como víctima: puede que lo que censuremos sea otra cosa.

El plagio como fraude

Imaginemos a un estudiante que ha pagado a un compañero para que escriba un trabajo en el momento de confrontar a un profesor que lo ha descubierto, o a un académico que ha contratado a un escritor fantasma discutiendo con el editor en jefe de una revista a la que ha mandado el texto a dictaminar. Los plagiadores, usando la analogía del plagio académico como robo, podrían argumentar que el hecho no es censurable porque no hay un afectado ni lo habrá, ya que los autores originales cedieron voluntariamente todos los derechos cedibles a cambio de una remuneración. ¿Qué replicaríamos? Que el problema no está en lo que piense el plagiado. Lo esencial es el engaño con el que se busca un beneficio inmerecido. Esta línea es la que puede llevarnos a equiparar al plagio académico con un fraude, y la forma adecuada de presionar la analogía para ver qué tan lejos podemos llegar con ella es atacar las ideas de merecimiento y la del sujeto estafado.

¿Por qué el alumno “no merece” la calificación? La respuesta podría ser: “porque no ha trabajado”, pero tiene objeciones fáciles: ¿quién dice que comprar un texto no es “trabajar”? “No se esforzó” tampoco nos ayuda: es factible que su esfuerzo haya sido mayor al que realizó el alumno más adelantado, y eso no hace al plagiador menos censurable. Busquemos una respuesta alternativa a la que asigna méritos en función del “trabajo” y del “esfuerzo”. Cuando un profesor pide a sus estudiantes que realicen un escrito está esperando dos cosas que se frustran cuando plagian: 1) que efectúen ciertos aprendizajes en el proceso de elaboración del texto; y 2) que demuestren contar con las habilidades necesarias para cumplir la consigna. Si el alumno plagia probablemente no aprenderá (al menos no lo que el profesor buscaba), pero no es un buen criterio para nuestra analogía porque es posible realizar un excelente trabajo escrito y no aprender nada, por ejemplo si ya se domina la materia, y no ser acusado de plagio. Veamos la segunda expectativa malograda: el estudiante, al plagiar, no demuestra que posee los conocimientos y habilidades necesarios para la elaboración del trabajo (y la acreditación del curso), que es lo que está siendo evaluado cuando se le asignan calificaciones —sería ésta la razón por la que “no las merece”—. Ahora bien: el plagiador del ejemplo no sólo no demuestra capacidades suficientes (lo mismo le ocurre a quien nunca entregó el trabajo), sino que las simula en aras de la obtención de un beneficio que correspondería a quien las posee y demuestra. El alumno que plagia pretende que nos comportemos hacia él del modo que nos comportaríamos frente a alguien distinto; reclama un derecho que no posee porque su titularidad está condicionada a la satisfacción de requisitos que no cumple. Y eso es tal vez equiparable a lo que hacen los estafadores: obtener de los estafados un trato beneficioso que no les corresponde.

Una buena tesis puede ser vista como una contribución al conocimiento sobre su objeto y también como una demostración de que su autor puede hacer una buena tesis, lo que le granjea ciertos derechos, como el de ostentar un título. Lo mismo pasa con un libro o un artículo o una conferencia: sus autores nos obsequian con el producto de sus investigaciones y reflexiones, y esperan de nosotros que los tratemos como personas capaces de investigar y reflexionar del modo que los productos evidencian. Nótese que la noción de “trato” no se limita a elogios. Tratar a alguien como capaz de investigar y reflexionar adecuadamente implica considerarlo un candidato adecuado para los recursos que facilitan esas labores, como plazas, becas y financiamientos. Éstos son finitos, y de su adecuada distribución depende el desarrollo de la ciencia. Una forma de justificar la censura y sanciones a las que se hace acreedor quien plagia es afirmar que al simular capacidades induce a su favor errores de distribución de recursos usados para reproducir la labor académica.

Preguntémonos quién sería la víctima si entendemos el plagio como fraude. La mejor respuesta puede ser, en sentido restringido, los sujetos, organizaciones e instituciones que han proporcionado el trato inmerecido al plagiador, por lo que en principio deberían ser ellos quienes denuncien, sancionen y busquen reparación. Pero hay una ampliación posible, pues la sociedad en su conjunto ha sido estafada por dos motivos: el conocimiento es una empresa de interés público y, con frecuencia, la investigación académica es financiada con dinero público. Observemos además que el plagio se configura propiamente en el momento en que se hace público, es decir, cuando se pretende engañar a otros para obtener de ellos algo inmerecido. Imaginemos a un sujeto copiando párrafos de un libro que no escribió en un cuaderno que nunca dará a conocer; si no reclama para sí el trato que corresponde a quien escribió lo que reproduce, sus acciones son irrelevantes desde la perspectiva del plagio como fraude, pues no constituyen uno. Nótese qué distintas son las cosas en la aproximación de “plagio como robo”, ya que el uso que se da a lo robado es indiferente para fines de la tipificación: el hurto se habría configurado al momento mismo de copiar/usar sin permiso del autor/propietario.

Retomemos la idea de que “citar no es plagiar” y veamos qué sentido podemos hacer de ella a partir de la analogía con el fraude. Quien cita indica qué parte es producto de sus capacidades y conocimientos y qué parte de los de alguien más. Al no inducir a confusión, según el argumento del plagio como fraude, no plagia —poco importa que reproduzca lo que otro haya dicho o publicado sin su autorización o conocimiento—. Esta aproximación implicaría que el crédito que recibe el autor original al ser citado es secundario para efectos del plagio, lo que importa es que quien cita no busca engañar a sus lectores.

Síntesis y apuntes finales

Las metáforas ayudan a aprehender lo novedoso y lo prohibido: como no podemos referirnos directamente a las cosas que no comprendemos o que son tabú, equiparamos y deducimos implicaciones en forma analógica. Las comparaciones son imperfectas: aclaran los rasgos comunes a costa de oscurecer las diferencias. Dicho esto, también cabe aclarar que no todas las comparaciones son igual de buenas. Si hemos de elegir entre comparar al plagio con un robo y hacerlo con un fraude, las ventajas de la segunda aproximación, a estas alturas, deben resultar claras y hacerla preferible, pues esta analogía acomoda mejor múltiples normas académicas e intuiciones.

Las implicaciones de conceptualizar al plagio académico como un tipo de fraude son importantes al momento de diseñar mecanismos de sanción y reparación de esta conducta. Si usamos el criterio de engaño como fuente del daño, podemos pensar en sanciones proporcionales a la cantidad de sujetos engañados y la magnitud de los beneficios obtenidos de forma indebida. Pensar que las víctimas son los sujetos engañados tanto como la sociedad en su conjunto puede ayudarnos a preparar a las instituciones académicas para lidiar con estos casos tan pronto sean descubiertos, y no esperar a que los autores cuyos textos han sido plagiados se pronuncien —ellos pueden seguir el camino del derecho autoral, pero las instituciones necesitan sus rutas, y a cualquiera que detecte un plagio se le debe facilitar la vía para notificarlo—. Puesto que el plagio se configura cuando se hace público, las reparaciones deben también tener salidas públicas de alcance proporcional. El académico plagiador, cuando es denunciado públicamente, obtiene exactamente lo contrario a lo que pretendía con su engaño. Un caso complicado es el de la tentativa de plagio; cuando, por ejemplo, un dictaminador de una revista académica detecta un plagio y el artículo nunca es publicado. ¿Deberían ser juzgados los plagiadores fracasados por los efectos que hubieran tenido sus engaños?

El mundo académico tiene normas que le son particulares y que hacen que el plagio sea problemático. Pensemos en los múltiples ámbitos en los que firmar lo que otro escribió es el comportamiento estándar, por ejemplo, en la burocracia, donde los oficios son redactados por subordinados y firmados por los responsables; o la oratoria política, en la que los discursos suelen ser producto del trabajo de escritores fantasma y quien los lee lo hace en su calidad de representante institucional o de un proyecto. Algo que distingue a la academia es que la autoría sí importa, y tal vez es bueno que así sea si la tomamos como uno de los indicadores de capacidades y, por tanto, como un criterio para la asignación de recursos y derechos.

La analogía del plagio como fraude tiene limitaciones. No ayuda a explicar por qué inquietan más los plagios en publicaciones escritas que en el discurso oral, por ejemplo, en un salón de clases. Otro interesante problema es el de la administración académica, pues es un ámbito normado de forma híbrida por convenciones académicas y burocráticas.[5] Esto genera situaciones ambiguas, pues un académico en tales puestos cotidianamente estampa su firma en oficios que redactó un secretario, lee discursos elaborados por un asesor, etcétera. No es evidente hasta dónde llega la jurisdicción de las normas académicas, y hemos de reconocer que la comparación del plagio académico con un fraude tampoco nos ayuda en este punto: pensemos por un momento en la costumbre de incluir los nombres de los jefes de laboratorio como coautores de todos los artículos que produce el equipo. ¿Califica esto como un caso gris en el que una estructura institucional jerárquica se yuxtapone con las normas de autoría individual de la escritura académica?, ¿debemos juzgarlo como una forma de abuso o de fraude institucionalizada?

Por último, volquemos nuestra atención —para apreciar los caminos por los que estos mapas prestados no nos guían— sobre el artículo “Combined Measurement of the Higgs Boson Mass in pp Collisions at =7 and 8 TeV with the ATLAS and CMS Experiments” (Aad, et al., 2005), que enlista 5 mil 154 autores. ¿Es un signo de los tiempos por venir?, ¿es una señal de democratización, de trivialización, de desaparición de la autoría académica tal y como la conocemos?

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Referencias

Aad, Georges et al. (2015), “Combined Measurement of the Higgs Boson Mass in pp Collisions at =7 and 8 TeV with the ATLAS and CMS Experiments”, Physical Review Letters, núm. 114, en: http://journals.aps.org/prl/pdf/10.1103/PhysRevLett.114.191803 (consulta: 30 de julio de 2016).

Bergmann, Linda (2009), “Higher Education Administration Ownership, Collaboration, and Publication: Connecting or separating the writing of administrators, faculty, and students?”, en Carol Peterson Haviland y Joan A. Mullin (eds.), Who Owns this Text?: Plagiarism, Authorship, and Disciplinary Cultures, Logan, Utah State University Press, pp. 129-154.

Gobierno de México-Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) (última reforma publicada DOF, 13 de enero de 2016), en: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/pdf/122_130116.pdf (consulta: 30 de julio de 2016).

Gobierno de México-Cámara de Diputados-LXIII Legislatura, Código Penal Federal (última reforma publicada el 18 de julio de 2016), en: http://www.diputados.gob.mx/ LeyesBiblio/ref/cpf.htm (consulta: 30 de julio de 2016).

Green, Stuart (2002), “Plagiarism, Norms, and the Limits of Theft Law: Some observations on the use of criminal sanctions in enforcing intellectual property rights”, Hastings Law Journal, vol. 54, pp. 167-242.

Martin, Brian (1994), “Plagiarism: A misplaced emphasis”, Journal of Information Ethics, vol. 3, núm. 2, pp. 36-47.

[1] “Las ideas en sí mismas, las fórmulas, soluciones, conceptos, métodos, sistemas, principios, descubrimientos, procesos e invenciones de cualquier tipo” no son protegidas por la ley del derecho de autor, Ley Federal del Derecho de Autor, artículo 14.

[2] Académico destituido en 2013 de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM tras demostrarse que muchas de sus obras académicas eran producto de plagios.

[3] Stuart Green (2002) propone esta forma de pensar el problema, concibiendo al plagio más ampliamente como una violación a lo que llama “la norma de atribución”.

[4] 4 Este es un caso curioso porque, en México, “el autor es el único, primigenio y perpetuo titular de los derechos morales sobre las obras de su creación” (LFDA, art. 18) y “El derecho moral se considera unido al autor y es inalienable, imprescriptible, irrenunciable e inembargable” (LFDA, art. 19). Entre estos derechos se incluye “Exigir el reconocimiento de su calidad de autor respecto de la obra por él creada”. Transcurridos 100 años de la muerte del autor (LFDA, art. 29), la obra pasa al dominio público y “Las obras del dominio público pueden ser libremente utilizadas por cualquier persona, con la sola restricción de respetar los derechos morales de los respectivos autores” (LFDA, art. 152). Esto implicaría que no es lícito cambiarle el autor a una obra así forme parte del dominio público, pero a 100 años de muerto el creador, y siendo éste el único titular del derecho, ¿quién reclama?

[5] Un trabajo empírico interesante sobre este particular entrecruzamiento es el artículo de Linda Bergmann (2009), en que se entrevista a académicos en puestos administrativos en torno a su experiencia de firmar escritos de otros, y a subordinados en torno a la de escribir lo que otros firman. La autora se inclina a pensar en esto en términos de “colaboración” y no de plagio. Un ejemplo es el de un subordinado que solía escribir la “nota del decano” en el boletín de la facultad. Cuando un decano entrante decidió que él mismo redactaría las “palabras del decano”, el subordinado lo tomó como una ofensa: su interpretación fue que el decano no consideraba que su escritura fuera suficientemente buena. Lo notable del caso es que remarca las diferentes normas que regulan la atribución de autoría en espacios distintos, cosa que otros autores, como Brian Martin (1994), no registran. Para este último no es colaboración sino “plagio institucionalizado”, y no tendría más función que reforzar las jerarquías y la “explotación intelectual” (1994: 44).


La responsabilidad del contenido de los artículos y reportes incluidos en esta Colección es de sus autores y de las entidades que los publicaron. Su contenido no refleja necesariamente criterios adoptados por el COMECSO ni por sus instituciones afiliadas.

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