CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

Legitimidad y producción científica en las universidades públicas

Adrián Acosta Silva
Profesor-investigador del Departamento de Políticas Públicas de la Universidad de Guadalajara.

Texto de la intervención del autor en las “Jornadas de reflexión sobre el sistema de ciencia, tecnología e innovación”, organizadas por nueve universidades e instituciones de educación superior del 27 al 30 de abril de 2021.

[Texto publicado en Nexos]

Analizar el papel de las universidades en la producción científica o la innovación tecnológica es un asunto complicado. Hay un dilema de entrada: optar por evaluar, medir y comparar cuánto se produce —sus resultados y contribuciones— o inclinarse por analizar los procesos, las condiciones o los factores explicativos de cómo se produce conocimiento en las universidades. Ambas dimensiones pueden ser complementarias en la medida que correspondan a una cierta mirada, una perspectiva que permita distinguir lo cuantitativo y lo cualitativo del fenómeno en cuestión.

Quizá valga la pena ensayar una forma de aproximación que satisfaga la doble curiosidad sobre el cuánto y el cómo. Y me parece que el análisis de las relaciones entre la legitimidad científica, la legitimidad política (de las políticas públicas) y la producción científica es un buen punto de observación para comprender qué, cuánto y cómo se produce ciencia en los contextos universitarios mexicanos.

Esa perspectiva considera tres premisas: a) existen factores institucionales y prácticas académicas que configuran ambientes intelectuales para el desarrollo de procesos que estimulan o inhiben la producción científica; b) la diversidad disciplinaria de las comunidades científicas implica reconocer los distintos modos o patrones de acumulación, transmisión y producción de conocimiento, y c) la gestión institucional del conocimiento que realizan las universidades, como subsistema que alberga a las comunidades científicas, implica la gestión cotidiana de las tensiones entre la legitimidad científica de sus comunidades y la legitimidad de las políticas gubernamentales.

A partir de estas premisas, es posible identificar tres ámbitos de las relaciones entre legitimidad y producción científica. La primera tiene que ver con el conflicto entre las legitimidades. La segunda tiene que ver con el papel de las políticas públicas en la producción del conocimiento. La tercera, con el tamaño, los procesos y productos/contribuciones científicas de las universidades.

El conflicto de legitimidades

Desde hace tiempo, la producción de conocimiento está más obsesionada por la productividad y los resultados que por los procesos que la hacen posible. La legitimidad de la ciencia descansa en los procesos, mientras que la legitimidad de las políticas científicas se concentra en los resultados. La historia social del conocimiento muestra cómo esa tensión entre dos racionalidades también obedece a diferentes agendas, temporalidades, espacios y actores interesados. Las y los científicos y tecnológos forman comunidades de conocimiento que se configuran en largos procesos de formación académica, acumulación de experiencias, liderazgos intelectuales de personas en disciplinas específicas, y prácticas de discusión e intercambio entre colegas o condiscípulos (sus referentes son los procesos de investigación). Los gestores y funcionarios relacionados con las políticas forman comunidades centradas en el diseño de agendas, la eficiencia de los instrumentos, y la medición de la productividad científica (sus referentes son los indicadores de la investigación).

Por supuesto, la tensión enunciada no es nueva y tiene cierto linaje clásico. La lógica de la legitimidad científica tiene que ver con el ejercicio de la autonomía intelectual y las libertades académicas de investigación y de aprendizajes, un ejercicio que requiere redefinir constantemente las fronteras institucionales que hacen posible las prácticas sociales de los científicos. Esas prácticas están relacionadas con hábitos, rutinas, patrones y éticas de comportamiento ligados a las diversas historias disciplinarias y, en un sentido más amplio, a la propia historia social del conocimiento. La lógica de la legitimidad política, por su parte, apunta hacia la relación de la ciencia con los intereses del Estado, con la agenda gubernamental y las prioridades fijadas como relevantes para el desarrollo científico o la innovación tecnológica. El impulso al modelo de la “universidad emprendedora”, o la lógica del “capitalismo académico”, son ejemplos y explicaciones de la racionalidad política que suele predominar en las políticas científicas o de innovación tecnológica en la era contemporánea.

El trabajo científico de nuestras universidades es leche de muchas nodrizas intelectuales: el positivismo, el empirismo lógico, la ilustración, el liberalismo, los paradigmas disciplinarios y multidisciplinarios, el pensamiento práctico, la especulación científica y la innovación. Esas nodrizas se han enraizado de muchas maneras en las universidades, pero su expresión moderna tiene que ver con tres procesos: creación de comunidades de conocimiento, consolidación de prácticas de rigor científico y ejercicio de libertades académicas y de investigación. Estos principios están en la base de la explicación del sentido institucional, la calidad, consistencia y cantidad de los resultados relacionados con la productividad científica.

El poder de las políticas

Construir un sistema de ciencia y tecnología es muy difícil, pero debilitarlo o destruirlo es muy fácil. Y, desde hace tiempo, nuestro sistema experimenta los efectos de fuerzas debilitantes: financiamiento insuficiente, escepticismo o desconfianza gubernamental o de las élites políticas hacia las universidades públicas, condicionamientos crecientes a través de políticas, insistencia en la pertinencia o la utilidad de la ciencia para mejorar la competitividad de las economías, garantizar el derecho humano a la ciencia, o el bienestar del pueblo.

El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) son las agencias que han permitido la configuración y permanencia del sistema nacional de ciencia y tecnología. Sin embargo, son las universidades públicas, junto con los centros públicos especializados de investigación, las instituciones que realizan las actividades cotidianas y estratégicas en el sector, y donde se desarrollan los procesos formativos e investigativos que sostienen la producción científica. Los programas y recursos públicos son indispensables para apoyar las actividades que realizan las universidades en este campo. La orientación política de las agendas hacia las necesidades reales o simbólicas del mercado, de la sociedad o del Estado, se encuentra siempre en tensión con la autonomía intelectual y académica de las comunidades científicas universitarias.

Procesos y productos

La producción científica es el resultado de largos y generalmente lentos procesos de formación académica, maduración intelectual y deliberación/discusión de hipótesis, ideas y proyectos, que se desarrollan en el contexto del trabajo de comunidades y redes dedicadas sistemáticamente a esas actividades. ¿Cómo medir la productividad científica? ¿Cuál es el peso específico de las universidades en esa producción? En el transcurso del siglo XXI, las métricas de la productividad científica incluyen dos dimensiones: 1) la cantidad de lo que se produce: número de instituciones, programas de posgrado, matrículas estudiantiles, y tasas de ingreso y titulación de maestros y doctores, y 2) la calidad del trabajo científico que realiza el personal docente y de investigación dedicados al desarrollo de la ciencia y la tecnología, medidas a través de publicaciones, factores de impacto de revistas científicas y/o número de citas de los artículos publicados.

¿Qué papel juegan las universidades públicas en México? De acuerdo a los datos del Conacyt, las universidades públicas estatales y federales concentran al 64.4 % del total de miembros del SNI. La misma fuente indica que existen 2 394 programas de posgrado (especialización, maestría, doctorado) registrados en el Padrón Nacional de Posgrados de Calidad (PNPC). Considerando que actualmente se ofertan casi 10 000 programas de posgrado en México, los programas de PNPC representan solamente el 23.5 % del total. Esos programas concentran a poco más de 52 000 estudiantes de los 390 000 que cursan algún posgrado en el país.

Las universidades públicas reúnen la mayor parte de los posgrados acreditados en el Conacyt. Por lo tanto, también estudian en esos programas de maestría y doctorado la gran mayoría de los 50 000 estudiantes de los programas nacionales (sólo 2 265 estudian en el extranjero). Si agregamos que 65 de cada 100 miembros del SNI trabajan en las universidades públicas, la conclusión es que los procesos y los productos científicos dependen en términos cuantitativos y cualitativos de los contextos institucionales que ofrecen o representan las universidades públicas mexicanas.

Existen 3 082 revistas de divulgación científica, pero sólo 137 revistas son de investigación, reconocidas como de calidad en el Registro Nacional de Revistas de Calidad del Conacyt. Muchas de esas revistas son hechas por los grupos de investigación que trabajan en las universidades públicas. Sabemos que el impacto de los artículos publicados según los estándares de los rankings científicos, o el registro de patentes e invenciones mexicanas, es muy bajo en comparación a los países que dominan desde siempre esos rubros. Pero hay otros rubros de la productividad cuyos datos son de difícil acceso: el número de libros científicos, de capítulos de libros, de tesis de posgrado dirigidas y concluidas, la participación en la lectura de tesis, la dictaminación de artículos de investigación, y las ponencias en congresos y seminarios. Todos forman parte de la hechura de los procesos que están detrás de la productividad científica.

En otras palabras, las universidades públicas contribuyen de manera decisiva en los procesos y la productividad científica nacional. Por el número de instituciones, de programas acreditados de posgrado, por la cantidad y distribución territorial de los investigadores nacionales y de los comunidades y redes científicas donde pertenecen o participan, por la cantidad de libros, revistas y artículos publicados de los grupos de investigación, las universidades públicas constituyen un sector estratégico de la ciencia y la tecnología que se produce en México.

Hay por supuesto problemas, desigualdades en el acceso a recursos y apoyos, en la condiciones de la producción científica o la innovación tecnológica, en la diversidad disciplinaria y en la consistencia y densidad académica de las prácticas científicas, en la productividad y resultados que caracterizan a las comunidades científicas de las 37 universidades públicas federales y estatales del país. Pero el hecho es que estas universidades constituyen el núcleo duro del sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación. Y cuando vemos las políticas de financiamiento federal instrumentadas en los últimos años, lo que se observa es un sistemático deterioro de los recursos otorgados tanto a presupuestos públicos dedicados a las universidades como los destinados a individuos, grupos y comunidades científicas nacionales.

A pesar de ello, la productividad científica se sostiene en condiciones difíciles. Todos los días estudiantes de posgrado, profesores e investigadores leen, discuten, escriben, proponen modelos y explicaciones, prueban hipótesis, especulan, a veces divagan. Esos modos, estilos y formas están en el origen de las publicaciones, la presentación de avances, las tesis, las ponencias, las dictaminaciones, las evaluaciones, las patentes o invenciones que configuran eso que llamamos “productividad científica”. Son los procesos que explican los resultados de la ciencia y la tecnología. Y sus actores son condiscípulos y colegas cuyas afinidades electivas y afectivas están ligadas —por muy diversas razones y circunstancias— con la transmisión, acumulación y producción del conocimiento en las universidades. La legitimidad científica de esos procesos, actores y productos es la base de las prácticas que se desarrollan en los contextos universitarios. La legitimidad política basada en el cumplimiento de indicadores de desempeño, en alcanzar las metas de programas y objetivos de las prioridades gubernamentales, es deudora de los procesos y resultados de la legitimidad científica.

Huellas y dilemas

Las universidades padecen desde hace tiempo las contrahechas políticas erráticas de apoyo a la ciencia y la tecnología. Esa historia continúa y, tal y como están las cosas de la economía y la política, probablemente se agudizarán en lo que resta del sexenio. La dominación de la lógica política de las políticas federales sobre la lógica científica de las instituciones y comunidades del conocimiento advierte una nueva era de austeridad y restricciones a la autonomía intelectual y académica de las universidades. En otras palabras, la legitimidad política parece imponerse otra vez a la legitimidad científica. Habrá que esperar a que el anteproyecto de Ley de humanidades, ciencia, tecnología e innovación que está en discusión y que —eventualmente— será votado en las Cámaras de Diputados y de Senadores determine cómo se traducirá el lenguaje estatista que ahora lo domina (“Consejo de Estado”, “Agenda de Estado”, “Ciencia para el pueblo”) en las nuevas restricciones e indicadores de la productividad científica de las universidades.

[Texto tomado de Nexos]

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