Género en tiempos de COVID-19
Género en tiempos de COVID-19
Esperanza Tuñón Pablos
Como otros muchos fenómenos sociales, la pandemia afecta y se manifiesta de distinta manera en los grupos sociales y al interior de estos. Partimos de reconocer la distinción existente entre sexo y género, por la que el sexo refiere, en primera instancia, al conjunto de atributos anatómicos, biológicos y funcionales que caracterizan a las personas según tengan sexo femenino —vagina, útero, ovarios— o sexo masculino —pene, espermatozoides—, mientras que el género responde a una construcción social que, pautada por la vigencia de las normas hegemónicas de género, construye a los sujetos en mujeres y hombres. Como decía Simone de Beauvoir: los seres humanos nacemos con sexo masculino o sexo femenino, pero nos convertimos en mujeres y hombres y, como muchas otras teóricas feministas han acotado, lo anterior se da a partir de la mediación de la cultura y de la forma como hemos sido socializadas y socializados (Rubin, 1986; Millet, 1995).
Las normas hegemónicas de género, entendidas como los mandatos socioculturales que construyen los ámbitos de acción simbólicos, normativos, institucionales y subjetivos de los géneros, dan el basamento para que el patriarcado logre y mantenga la ductilidad que lo caracteriza y que le ha permitido coexistir y acoplarse a todos los sistemas socioeconómicos conocidos, a saber: esclavismo, feudalismo, capitalismo y socialismo. El patriarcado, sin duda, es un sistema cultural de alta resiliencia que ha avalado, en distintos momentos de la historia y con distintas modalidades que no alteran su esencia, la inferioridad femenina a partir de la división sexual del trabajo, la separación de los ámbitos de la producción económica y la reproducción social, los espacios públicos y privados asignados y designados a los seres humanos sexuados, y la diferente valoración que se le otorga al trabajo productivo y al trabajo de cuidados (Scott, 1996).
De esta manera, el género, como categoría, constituye y se refiere a una de las desigualdades sociales primigenias que se intersecta y articula con otras desigualdades sociales existentes, como son las de clase, raza-etnia y edad, dando por resultado un cúmulo diferencial de desigualdades entre mujeres y hombres y al interior de los grupos sociales femeninos y masculinos (Lamas, 1996; Bonder, 1998; Platero, 2012). A estas desigualdades primigenias es necesario añadir otras que configuran nuestro “ser” y “estar” en el mundo y que nos colocan en lugares diferenciados de acceso al poder y del posible ejercicio de nuestros derechos y autonomía, entre ellas la escolaridad, el estado civil, la ocupación laboral y la maternidad-paternidad.
En este rápido repaso conceptual, cabe mencionar que existe una diferencia sustancial entre los estudios y la teoría de género, la perspectiva de género y los movimientos feministas. Mientras los estudios de género se adscriben al paradigma histórico-crítico-reflexivo que cuestiona los metarrelatos; la teoría de género se nutre y articula sentido de diversas disciplinas académicas y dialoga con distintas corrientes teóricas, entre las que destacan: funcionalismo, marxismo, psicoanálisis y posestructuralismo; mientras que la perspectiva de género es un recurso metodológico que permite analizar la realidad desde las relaciones de poder entre los géneros, constituyendo un “lente” analítico particular que devela diferentes facetas de la vida social a través de la mirada de la desigualdad de género y de su intersección con otras desigualdades (Lagarde, 1996; Hawkesworth, 1999).
Por otra parte, el movimiento feminista responde y se inscribe dentro de los llamados “nuevos” movimientos sociales de corte radical de los años sesenta del siglo XX. Este último, junto con el ambientalismo y el pacifismo, comparten y obtienen su carácter radical de la premisa de que buscan eliminar el problema que los convoca desde la raíz, y se diferencian de los movimientos sociales clásicos, el movimiento obrero y campesino, como los más paradigmáticos, en que sus demandas no pueden ser alcanzadas mediante una negociación donde los actores involucrados ceden mutuamente a partir de sus objetivos, sino que buscan eliminar la fuente de su conflicto y malestar. Así, por ejemplo, mientras las demandas por un salario más justo pueden iniciar con el planteamiento de la necesidad de un aumento elevado de la remuneración laboral, finalmente es viable conciliar y acordar con la patronal un aumento menor al originalmente solicitado. A diferencia de esta dinámica de conciliación, el movimiento pacifista no concibe pactar a partir de reducir 20% el armamento nuclear mundial, o el movimiento ambientalista no considera viable que solo se destruya la mitad de los bosques tropicales, o el feminismo no puede avalar que las mujeres y las niñas sean violadas solo un poquito. De aquí el carácter radical de estos movimientos (Varcárcel, 2008; Vargas, 2002; Espinosa y Lau, 2013).
Ahora bien, en lo que corresponde específicamente al movimiento feminista y su brazo académico en los estudios de género, cabe señalar ciertas premisas que también otorgan sentido a sus diversas etapas y formas de lucha. Rescato en particular tres nociones clave que se articularán a lo expuesto más adelante sobre la condición y efectos de la pandemia vista en términos del género. Estas tres nociones son: el empoderamiento de las mujeres, las acciones afirmativas y la transversalidad de género.
Por empoderamiento de las mujeres se entienden los procesos que buscan alterar y eliminar la asimetría de poder entre los géneros y que se alimentan del incremento de la autoestima, el ejercicio de la “sororidad” o hermandad entre mujeres, a partir de reconocer una base común de desigualdad y su impacto en los ámbitos personal, social-comunitario y de las relaciones cercanas (Rowlands, 1997). Las acciones afirmativas refieren a mecanismos de las políticas públicas destinados a disminuir las brechas de las desigualdades de género y a establecer un “piso parejo” desde el que las mujeres puedan desarrollar e incrementar su empoderamiento (Barrera Bassols y Massolo, 2003). Cuando hablamos de transversalidad de género nos referimos a la responsabilidad que tienen todos los niveles del poder público de incorporar, aplicar e implementar las acciones afirmativas pertinentes para lograr el principio de igualdad y la equidad entre todas las personas (True, 2010).
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