Parir en tiempos de pandemia
Minerva Rojas Ruiz
Para mi pequeño EAVR
En enero de 2020 me practicaron una miomectomía, causa aparente de que no pudiera quedar embarazada. Ni mis médicos ni yo sabíamos que ya lo estaba. Dentro de mí crecía un pequeño guerrero que se aferró a la vida y que hoy es la luz de mis días. Nació en medio de la pandemia, en un “quirófano COVID”.
Lo cierto es que mi embarazo fue duro, muy duro: yo sola en confinamiento preventivo durante meses (tratando de escapar de una relación terrorífica, pero eso es otra historia), en medio del postoperatorio, con toda clase de complicaciones: hiperémesis gravídica, diabetes gestacional y finalmente el temido y temible COVID haciendo presencia en mi cuerpo con 38 semanas de gestación.
La inmensa sensación de soledad era paliada a ratos sólo por la compañía de mi perrita, único ser vivo que me tocó y al que toqué en esos interminables días, y que recostaba su cabeza en mi panza cada vez más grande; mi familia hacía presencia amorosa diaria por videollamadas; mis amigxs, mi terapeuta, mis estudiantes y compañerxs de la Facultad de Filosofía y del CEIICH eran mi refugio semanal en la distancia. Con todo, mi esperanza de ver nacer y crecer a mi bebé me mantenía en pie, serena, alegre, aguantando vara, como todxs.
En abril organicé un grupo de apoyo entre “embarazadas en cuarentena”, mujeres de distintos estados que fui encontrando en Facebook y que siempre me ayudaron a poner mi vida en perspectiva y agradecer lo que sí tenía. La conciencia de que la pandemia no es igual para todas era el pan de cada día. Algunas íbamos a clínicas privadas en coche, otras tenían que desplazarse en combi o a pie a otros municipios en sus entidades, pues sus clínicas familiares estaban cerradas. Unas hacían filas inmensas, otras tenían esposos amorosos que les sostenían la cabeza cuando vomitaban sus náuseas. Algunas habían perdido sus empleos, y vendían lo que tenían o lo trocaban por despensa; otras tenían quién fuera su primer frente y les comprara víveres y medicamentos. Del home office a tener niños en casa, a rifarse cada día en la calle, a vivir temiendo la muerte a manos no del virus sino del atroz “compañero sentimental.” Todas teníamos penas, angustias y esperanzas, y a pesar de nuestras evidentes diferencias, logramos encontrarnos y acompañarnos en la distancia, sin minimizar lo que cada una atravesaba. “La vida de cada persona merece una novela”, diría el terapeuta Gestalt Erving Polster y ese grupo me lo confirmaba siempre. El día que en la conferencia de prensa de la Secretaría de Salud Federal –la hora más esperada del día– anunciaron que habían muerto las dos primeras mujeres embarazadas, lloré desconsoladamente, llena de miedo; por ellas, por mí, por todas nosotras.
Como tantxs, como aún hoy, no sabía si iba a sobrevivir a la pandemia. Socióloga al fin, había comenzado a escribir –cual diario de campo– un cuaderno detallando todo lo relacionado con mi embarazo, para que algún día mi hijo supiera cómo había sido su llegada al mundo. Su nacimiento estaba programado por cesárea (prescrita desde el inicio debido a la cirugía uterina de enero), en un hospital no-COVID. Mi médica me indicó que debía realizarme una prueba PCR como requisito para ser admitida. Dos días antes de la fecha indicada para el parto la realicé y, para mi sorpresa y temor, resultó positiva. Sin síntoma alguno evidente, había entrado en las estadísticas a pesar de tener meses de salir únicamente a mis consultas médicas; me habría contagiado, casi con certeza, el padre de mi peque.
La cesárea fue reprogramada, con la esperanza de que mi cuerpo eliminara al virus. Pero mi niño no tenía ganas de esperar y una noche comenzó el trabajo de parto. Llegué de emergencia a un hospital COVID donde de inmediato me aislaron. Me retorcí de dolor sin estar preparada para respirar, pues nunca habría imaginado esta situación. Mi fuerte fueron, como siempre, mi mamá y mi hermana, que me acompañaron y me dieron un curso exprés de respiración por videollamada. Mi papá, para mi terror, apersonaba sus 72 años en la sala de espera; hacía, cual ángel de la guarda, los trámites del seguro.
Seis horas e innumerables contracciones después, estuvo listo el quirófano, acorazado como en película sobre epidemias o laboratorios de alta seguridad. Cuando entré en el área de preparación, estaban mi médica y su equipo, vestidxs como astronautas, y uno de ellos me dijo amorosamente: “Mini, aunque no nos reconozcas porque parecemos teletubbies, somos nosotros, y te vamos a cuidar”. Me permití confiar, les sonreí y agradecí. Su valor, su cuidado, su capacidad de transmitir calidez en medio de esa situación que ponía sus vidas (y las de todo el personal que intervino en nuestro cuidado) en riesgo me parecieron admirables.
La cesárea fue, por lo demás, completamente “normal”. Mi peque lloró a todo pulmón y muy pronto me lo pusieron, envuelto, sobre el pecho. Lo abracé, le canté, bajo el cubrebocas N95 que me habían colocado, la que había sido nuestra canción todo el embarazo, Se alumbra la vida, de Illapu:
Lxs médicxs y enfermeras guardaron un respetuoso silencio de astronautas y sentí que vivía un momento sagrado. Me emocioné pensando que bebé reconocía mi voz, mirando y acariciando su cabecita, aprendiéndome su cara, y en ese instante volví a la realidad de mi contagio en la pandemia. Se habían acabado nuestros cinco minutos, debían llevárselo para evitar que adquiriera el virus. Me despedí de mi hijo sin saber cuándo lo volvería a ver y en qué circunstancias, pidiendo al universo que lo cuidara.
Todo el plan de nacimiento se había ido por la borda: ni contacto piel con piel, ni lactancia inmediata, ni habitación conjunta. Bebé y yo separados, pero ambos estaríamos en áreas COVID, cada uno aislado. El equipo médico salió a descontaminarse, y estuve un rato sola en la camilla, extrañando desde ya a mi hijo, y pensando que a pesar de todo teníamos suerte, pues no estábamos enfermos (noté un solo síntoma, unos días después de llegar a casa: había perdido el olfato). Entonces vinieron a “sanitizar” también el quirófano y me subieron al piso COVID, donde permanecí en aislamiento un par de días hasta que mi prueba PCR fue negativa (la de bebé lo había sido, por fortuna), y nos dieron de alta.
La noche que nació bebé, ya en la habitación, pedí a la amable enfermera que por favor me consiguiera papel y pluma, y continué mi diario, contándole a mi pequeño cómo había sido su nacimiento:
Domingo, 27 de septiembre de 2020.
Amado hijito: Te escribo desde la habitación del hospital. Naciste esta hermosa mañana a las 5:56 am…
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