La salud también es mental
Testimonio de María del Rosario Corona Vázquez
El 20 de diciembre del 2020 mi esposo y yo fuimos al médico, a él le diagnosticaron COVID, comenzando su tratamiento. A mí el doctor me dijo que reposara, pero no me recetó ningún tratamiento, “tú no tienes COVID”, me dijo. Al día siguiente amanecí cansada y por la tarde empecé con algo de diarrea, perdí el apetito, algo raro en mí. Decidí tomar un paracetamol, me dio sueño y por fin descansé un poco. Al siguiente día lo sentí, el ahogo y la falta de oxígeno. Mi mente se negaba a reconocer el contagio. Nos comunicamos con el médico tratante; quien me checó en la parte posterior de mi vehículo debido a la urgencia y me dijo: “Estas saturando muy bajo, andas entre 56 y 65”. El médico había fallado en su diagnóstico, descartando la COVID, simplemente me recetó descanso, sin embargo; en esa noche me preguntó “¿Por qué hasta ahorita? Tienes neumonía y necesitas ser hospitalizada inmediatamente.”
El mundo se cerró ante mí… ¿Hospitalizada? ¿Dónde? ¿Y si no salgo? Fueron momentos de terror, impotencia e incertidumbre. Al instante, mi hijo, mi esposo y mi nieto me trasladaron al Hospital Regional del ISSEMYM, que era el único aceptando pacientes COVID. Llegando al lugar, vimos mucha gente esperando atención. Algunos llegaban en silla de ruedas, en bicicleta o incluso cargando a su familiar ya inconsciente. Nos dijeron que la espera era de dos horas.
Poco tiempo después, se abrió la puerta y mi hijo me empujo para aprovechar el momento y entrar. Sólo había un médico que revisaba pulmones y saturación, quien ordenó conectarme al oxígeno. Mientras mi temor crecía, pasé a otra sala, no había sillas ni camillas, sólo cuatro enfermeras que iban y venían.
Había gente vomitando, quejándose, y afuera algunos familiares de otros pacientes gritaban e insultaban al personal por la urgencia de atención. A continuación, alguien gritó mi nombre y preguntó – ¿Puede caminar? – Sí, contesté. – Pues venga. Me sacaron una tomografía y me trasladaron a urgencias.
En ese momento pensaba mucho si lograría salir bien librada y cuando lo analizaba, por momentos mi respuesta era negativa, por lo que decidí dormir para olvidar el miedo. De esta manera pasé parte de la noche del 27 al 28 de diciembre. Al amanecer, escuché que ya había cama para mí, esto me dio un poco de tranquilidad pues había librado la intubación y la terapia intensiva.
Ese mismo día entró un médico con una vestimenta diferente y me dijo: “Rosario, nos vamos al INER (Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias), sus familiares han firmado la alta voluntaria”. En ese instante me invadieron fuertemente dos sentimientos: la incertidumbre y la esperanza. A continuación, el médico vestido de blanco puso su mano en mi corazón, diciendo: “De esta saldrá usted bien librada”. Me bajaron en una camilla y al llegar a una puerta protegida con enormes plásticos, vi a mi hijo y a mi nieto; me costó trabajo reconocerlos.
Después me metieron a una camilla con cápsula de aislamiento, esa que tantas veces vi en la televisión; me pasaron a la ambulancia contratada para el traslado y me invadió el miedo. Le hablé a mi hijo: ¿Vienes conmigo? – Sí má, no te preocupes.
El conductor encendió la sirena y las luces perimetrales que parecían estar conectadas a mi corazón; todo latía fuertemente, del camino solamente tengo flashazos.
Llegamos al INER e inmediatamente: tomografía, radiografías y, mientras me canalizaban, mi hijo contestaba las preguntas sobre mis datos. Entonces escuché: “En caso de fallecimiento ¿usted es el responsable?” Noté el temor en la voz de mi hijo, que respondió fuerte: “Sí, yo soy el responsable”. Solo pude pensar: ¿Cómo saldré de aquí? viva o en un cajón.
El siguiente paso fue ir a mi nueva habitación que era la número 409 y era para dos pacientes. Conmigo estaba un caballero que tenía internado desde octubre; cuando entré vi sus pies totalmente rígidos y un tubo saliendo de su garganta; requería atención constante y emitía ruidos de dolor y desesperación.
De esta manera, llegué a la que sería mi cama durante los siguientes nueve días. Estaba cerca de la ventana, que tenía vista al jardín y la entrada al cuarto me quedaba de frente; era una puerta cóncava de acrílico. Cuando volteé hacia la puerta tuve una visión, vi claramente a mi papá, quien falleció hace 23 años, ahí estaba. Abrió la puerta, pero no entró, sólo levantó el dedo índice y lo movió para decirme “no”.
Esta señal me indicó que no era tiempo de irme con él. Recordé a mi mamá y a mi hermana, fallecidas también y dije: “Aún no. Les quiero, les extraño pero no quiero estar con ustedes todavía; me faltan cosas por hacer”. Cambié el chip y comencé a pensar cosas positivas. Empecé a hacer un recorrido de mis memorias. Recordé mi niñez, visité la antigua casa de mis padres. Viajé a mi primaria, la vi, la olí, recordé el nombre de mis maestros y maestras y así me entretuve, aunque nunca logré recordar el nombre de mi maestra de cuarto grado.
Pensé en mis amigas y amigos. Continué con la ciudad de León, Guanajuato donde pasaba las fiestas decembrinas en familia. Recorrí la casa de los abuelos recordando a tíos, tías, primos y primas. Los recuerdos mantenían mi mente ocupada y hasta cierto punto sana. Había momentos en los que no podía recordar nombres ni lugares debido al cansancio y a la misma enfermedad que afecta no solamente a nuestros pulmones, sino que también maltrata nuestra mente y empecé a tener lagunas mentales profundas, pero no me rendí ante ello.
Para recuperar mi sentido y mi memoria se me ocurrió irme a lo más fácil, o en este caso, lo menos difícil; buscaba nombres de la letra A la Z, pasando por nombres, platillos, apellidos o ciudades; recordando los momentos con mis nietos jugando al basta. Esta enfermedad, no me quitará los recuerdos, afirmé.
Por otra parte, en cuanto a mi tratamiento, me mantuvieron pronada (acostada boca abajo) tres días sin alimento ni agua. No podía comer hasta que los doctores descartaran la intubación. El jueves como a mediodía llegó mi primer alimento, me puse muy feliz; lloré mucho, pues sabía que me había librado de la intubación.
Los días y las noches pasaban con entradas y salidas de médicos, enfermeras y demás personal; me sacaban sangre todos los días; de la vena, de la arteria, del dedo, me inyectaban en el estómago; todo era muy doloroso, pero siempre pensaba en mejorar.
Llegó el 31 de diciembre y me dieron una bolsita con nueces y almendras adornada con un pequeño listón morado, con este detalle aprovecho para reconocer a trabajadores y trabajadoras del INER que siempre mostraron un alto nivel de valor humano, con un trato amable y cariñoso que definitivamente ayudó en mi evolución.
Llegó el lunes 4 de enero y ya lograba saturar a 90 con puntas de alto flujo; y el doctor pidió que me las cambiaran por unas de bajo flujo, argumentando que, si podía conservar una saturación correcta, podríamos ya pensar en el alta médica.
Anocheció y recuerdo la visita del médico en turno que checó los monitores y me dijo: “Rosario ¿es usted creyente?” – Claro, doctor – respondí. Y me dijo: “Dígame, en qué cree porque su recuperación es asombrosa y si sus familiares consiguen oxígeno para traslado, podrá irse a casa el miércoles”. Esta noticia me produjo un inmenso gusto y no podía parar de llorar. El doctor tomó mi mano y dijo: “Muy buen trabajo, Rosario”.
Llegó el miércoles 6 de enero y la hora de mi baño, que disfrutaba mucho porque me refrescaba y en la visita médica, el doctor me dijo: Rosario ¿lista para dejarnos? – Más que lista, doctor – respondí.
Apareció un camillero muy alto y dijo: “Nos vamos Rosario, ya están aquí sus familiares”. Me cargó y me sentó sobre una silla de ruedas. Tuve tiempo para despedirme entre lágrimas de mi “vecino” (fue dado de alta a los dos días).
Me llevaron hacia el estacionamiento y al avanzar por los pasillos, aparecieron frente a nosotros enfermeras, médicos, médicas y personal, comenzaron a aplaudirme; fue un momento muy especial, tenía las emociones a tope, quise agradecerles a todos y todas, qué maravilloso equipo, pensé, pero hay ocasiones en que las palabras no alcanzan y este fue uno de ellos. Al llegar al estacionamiento vi a mis hijos con lágrimas, viendo todo lo que pasaba. Me trasladaron a casa y así inicié una nueva etapa, una recuperación que continua hasta el día de hoy.
Para concluir, comento que existe poca información sobre el daño que este virus ocasiona a nuestra salud mental. Al salir tuve dificultades para conciliar el sueño, pesadillas, recuerdos que afectan la mente. Es verdad, la salud también es mental y las personas que afortunadamente sobreviven a esta enfermedad sufren de una recuperación difícil llegando al estrés postraumático.
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