¿Camino hacia una nueva normalidad?
Iván Facundo Rubinstein
Uno de los conceptos que surgieron con la pandemia del coronavirus es el de la nueva normalidad, repetida hasta el punto de sonar como algo tan vacío y genérico que recuerda a las promesas que cíclicamente nos llegan durante los periodos electorales. Con el pasar de los días hemos visto que lo que pensábamos que duraría un par de semanas, o cuanto mucho unos meses, en realidad se extendería durante todo el 2020 y, por lo que sabemos hasta el día de hoy, también del 2021.
¿Qué era esa nueva normalidad? A medida que se extendían los confinamientos, de la mano del incremento de contagios y muertes, empezamos a tener algunas pistas. Se trataba en un principio de hacer conscientes normas básicas de higiene y salud: usar cubrebocas para no exponer a los otros (luego veríamos que aplicar a nivel nacional ese principio de solidaridad no iba a ser tan fácil como se esperaba); no taparse la boca con las manos al toser, sino usar el pliegue del codo; no saludar con un apretón de manos; lavarse las manos con jabón al llegar de la calle, aprender cómo hay que lavarse, de forma eficaz; cargar con alcohol en gel para lavarse durante el tiempo fuera del hogar.
Luego llegaron aprendizajes nuevos ¿Qué significaba no salir de la casa, a menos que fuera para algo esencial? ¿Qué era lo esencial? Grandes discusiones públicas se sucedieron en los días siguientes. Indudablemente, la alimentación es esencial, por lo que tanto los mercados como los supermercados debían continuar atendiendo. Sin embargo, vimos que era algo más complejo: ¿los restaurantes debían cerrar? Si al fin y al cabo también se dedican a la alimentación. Más aún, si los supermercados vendían bebidas alcohólicas, ¿por qué los bares no podían estar abiertos? ¿La atención psicológica y dental se consideraba tan esencial como las farmacias y clínicas? La cuestión de cómo se trazaban los límites no dejó de reavivarse a medida que las economías globalizadas e interdependientes se desplomaban, y más aún en nuestras sociedades latinoamericanas en las cuales un elevado porcentaje de la población vive en la informalidad.
Poco a poco fuimos llegando a una suerte de consenso social. Llegamos a un acuerdo sobre lo que es esencial y lo que no; aprendimos a salir menos al espacio público, y con cuidado si teníamos que hacerlo. A través de las redes sociales y algunos portales de noticias circularon imágenes esperanzadoras: la naturaleza parecía estar recuperando terreno. La emisión de gases de efecto invernadero disminuían, comenzando por Wuhan, pero con una tendencia que muy pronto se hizo casi universal. Estábamos en cuarentena, muchas industrias detuvieron la producción, se cancelaban miles de vuelos. El aire era más limpio, el cielo parecía más azul. Algunas personas comenzaban a hablar de un “descanso necesario” frente a la ajetreada y sobresaturada vida capitalista, y todo parecía darles la razón. Los canales de Venecia parecían más cristalinos, se avistaba más fauna silvestre, las especies en peligro parecían respirar.
Recuerdo haber ido a la UNAM a buscar documentos para presentar en Migraciones. Recuerdo caminar las avenidas, desde CU hasta la Unidad de Posgrado, y reparar en el fuerte contraste entre el cielo azul diamantino y el follaje verde brillante de los árboles y arbustos. Hojas llenas de clorofila, pastizales de más de metro y medio de alto. Algunas mariposas volando entre las flores silvestres y las enredaderas. Las ardillas que corrían por los cercos que bordean a la Zona Escultórica. Ni un sonido de personas o carros, sólo la brisa. Más que estar en una de las universidades más grandes y populosas del mundo, parecía estar inmerso en una reserva ecológica. Las plantas se extendían por encima de las rejas, y por entre sus barrotes, recuperando el espacio que la poda y la vida cotidiana les habían negado. Recuerdo incluso como el pasto crecía a lo largo de los estacionamientos de los institutos: donde antes aparcaban carros ahora crecía la vida.
Cada vez hacía más sentido el señalamiento de que nuestra vida de antes no era tan “normal” como parecía. Lo normal era no continuar sosteniendo nuestro sistema capitalista anclado en el consumo excesivo, la sobrecarga ecológica y la explotación. Todo parecía indicar que de a poco, con tropiezos y debates, nos acercábamos a una nueva normalidad ¿o no?
Los meses siguieron, y una nueva realidad comenzó a cobrar cada vez más urgencia: los rostros del hambre y la miseria que dejaba la pandemia. O, mejor dicho, que dejaba el manejo político que los gobiernos ensayaban como solución. A pesar de que algunas empresas monopólicas de Sillicon Valley vieron duplicarse sus fortunas, al igual que los grupos económicos de las principales élites de cada país, las pequeñas y medianas empresas cerraban; los trabajos informales no volvían. Las monedas se devaluaban. Todos los indicadores de pobreza emitían sus señales de alarma.
La solución ante este panorama era clara: reabrir la economía, reabrirla aún más. Poner protocolos “adecuados” y reactivar todo lo que se pudiera, dejando de lado divisiones entre lo esencial y lo no esencial. Por supuesto, con una población agotada, con la proliferación de fake news, la politización de las vacunas y los procesos electorales, poca atención quedaba para verificar que se cumpliera algo tan trivial como “lavarse las manos”, usar cubrebocas o evitar muchedumbres (especialmente en ambientes cerrados). Playas aglomeradas, transporte público saturados de personas, empleadores que exigían el final del home office; las estampas del paisaje urbano no podían ser tan diferente de lo que era algunas semanas atrás. El resultado fue el que todos vimos: la pobreza continuó, lo mismo que las muertes. Lo mismo, también, que la concentración de riqueza. El personal médico no descansó.
Salvo pocas excepciones, nadie estaba preparado para esta pandemia, por lo que imaginar una nueva normalidad costó no poco esfuerzo. De todas formas, lo sorprendente es el trabajo que costó mantener una vida cotidiana en el contexto de la nueva normalidad. Y tal vez ese sea el mejor indicador de la dificultad que entrañaba el término. No se trataba de un concepto “vacío”, sino de algo lo suficientemente diferente de la vida cotidiana como para poder intuirlo, pero no aplicarlo. O al menos, no sostenerlo en el tiempo.
Es posible que la nueva normalidad siga teniendo existencia en los discursos, en las campañas de concientización, en algún llamado aislado de algún funcionario lúcido. Sin embargo, su existencia en las prácticas sociales del día a día tiene cada vez menos permanencia. Se escurre con el correr de los días y desaparece justamente del lugar en donde es más importante: la praxis.
Al comienzo de esta reflexión recordaba las similitudes entre los llamados a la nueva normalidad y las falsas promesas de campaña. Durante las elecciones se prometen cosas imposibles. Acabar con la pobreza, barrer de un plumazo la corrupción, elevar el nivel de vida, mejorar la educación, la salud; todo parece al alcance de las manos. Sin embargo, nadie cree realmente en esas promesas… ¿Habrá sucedido lo mismo? En el fondo nuestro ¿no habremos descreído de la vuelta a la “nueva normalidad”? Sólo el tiempo y nuestras acciones podrán responderlo.
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