Pensar la cultura
Esta es una reflexión que, si comenzamos por el socorrido lado de las definiciones que en el curso del tiempo se le han dado al término “cultura”, podríamos pasar varios días y gastaríamos no pocas hojas en tan peregrino intento. Este término se ha usado de formas y estilos múltiples, pero de cualquier modo que se le mire aparece siempre ligado al saber, al poder, al querer y al ser, así como a otras tantas dimensiones vinculadas a una actividad humana y social completamente elemental: la creación del sentido de la vida y del mundo, es decir, el variado, multicolor y conflictivo universo de las interpretaciones.
Cultura/saber
La cultura está ligada al conocimiento, al saber, al conocer y por ello tiene un vínculo íntimo con la información, esa configuración energética que reduce nuestro grado de incertidumbre respecto a algún evento cuando ordena (in-formar) una transmisión de señales. La información es algo que se puede dar y, sin embargo, no se pierde. En esta dirección, la cultura nos aparece como un cúmulo sedimentado de interpretaciones y al mismo tiempo como una capacidad para generarlas y regenerarlas que se comparte, se acumula, se transmite, se almacena, se difunde, se interpreta y se reinterpreta sin parar. Pero la información no puede generarse y transmitirse sin un soporte material, sin un vehículo que la canalice y la haga accesible a otros. La cultura tiene una dimensión sígnica que le da su especificidad, pero simultánea y necesariamente posee otra condición que no se cierra en la pura “signicidad”; por el contrario, la cultura/saber está irremediablemente constreñida por su dimensión material.
Cultura/poder
Y si en ese primer caso acusamos su virtualidad para expandirse ilimitadamente urbi et orbi, esta última dimensión (no sólo de pan vive el hombre, ciertamente, pero sin pan no se vive) la liga y somete siempre a un entramado de relaciones históricas y sociales que pautan la generación, distribución y acceso de los recursos que hacen posible su existencia concreta en un lugar y en un tiempo. Por ello, la cultura tiene otro vínculo indisociable con el poder. Desde luego, la relación entre cultura y poder no implica solamente la simple posesión o el acceso a los soportes y a los productos materiales que atrás mencionamos, sino también a una estructura de repartición precisamente del saber y de las habilidades para aprovechar los soportes, los medios y los productos que nos sirven para que se pueda generar más saber. Se dice que “el que nace para maceta no pasa del corredor”, pero ello no es una condición natural, sino más bien posicional: “optar” por ser maceta como vocación de vida depende menos de la voluntad que de la existencia objetiva de zonas “eminentemente” maceteras (para abusar de la metáfora con una perla del argot que deleita a los hombres del poder). El ejercicio del poder genera disimetrías que han sido construidas en el curso de todas las historias y a lo largo de toda la Historia. Y la cultura, ese universo convexo de las interpretaciones, no se puede entender separada de los lugares que rigurosamente delimita y consagra aquel ejercicio.
Cultura/querer: deseo y movimiento
A pesar de los pesares y de toda la energía inmensa que se pone en forma para cristalizarla, para preservar el estado de las cosas “tal y como siempre han sido”, la sociedad se mueve, vibra, resuena, cruje. Ese movimiento de sus hombres y mujeres está ligado a querencias varias, múltiples, contradictorias, a veces incompatibles y en ocasiones incompartibles entre sí. La cultura/querer está en el centro generador de las interpretaciones complejas de aquello a lo que se aspira para muchos (“para todos, todo, para nosotros, nada”) o para algunos (“hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre”), de los deseos, de los valores y los objetos que se cree que es posible y dable, justo y necesario alcanzar. Es el terreno donde se perfilan, se difunden y se reinterpretan los valores, sin cuya referencia se detiene el movimiento, la vida pierde (¿o gana?) su sentido pesimista (“No vale nada la vida, la vida no vale nada; empieza siempre llorando, y así llorando se acaba…”); su dimensión heroica (“La vida no vale nada si no es para perecer porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama…”), su abrevadero optimista (“Gracias a la vida, que me ha dado tanto…”), consumista (“Ven a compartir la chispa de la vida…”) y otros múltiples sentidos. Esta otra dimensión interpretativa de lo deseable, lo importante, lo urgente, moviliza (y a veces paraliza) desde lugares distintos a la sociedad misma y, por supuesto, a la mismísima cultura.
La cultura como sentido de la inclusión
Ser y aprender a ser, ser o no ser, la cultura también está en el centro de la constitución de las identidades, es decir, de las plurales definiciones incluyentes del “nosotros” y excluyentes para nombrar a los “otros”.
En todos los casos, la cultura también opera como nuestro particular sentido de la inclusión, de nuestra pertenencia, afiliación o tradición a ciertas construcciones de sentido, sistemas todos ellos de signos que se generan y aprenden en la vida social. Dichas construcciones se elaboran en varias dimensiones.
La cultura es elaboración de nuestro presente, pues con referencia a ese universo de sentido nos adaptamos a la realidad, ella es nuestro sentido práctico que in-forma, organiza la experiencia cotidiana para adaptarnos a una vida en común, para volvernos un “nosotros”. Además de permitirnos la domesticación del presente (¿o nuestra presente domesticación?), la cultura tiene también una dimensión lúdica y onírica que nos permite escabullirnos (al menos por momentos) de los límites de la pesada realidad tal-cual-es. La cultura está preñada de esperanzas y mañanas por soñar, por conquistar. Proyecto y proyección, exceso y reventón, sueño y fantasía, evasión y eversión de las “crudas” constricciones que nos impone la realidad-real, y nos permite, al soñar, al jugar, al reír, al escapar, abrir rendijas de utopías para “nosotros” en otros tiempos y mundos posibles. La cultura es, sin lugar a dudas, el principio de todas “nuestras” esperanzas.
Vinculada al mundo real (claramente definido y preinterpretado) y a los mundos posibles, la cultura es raíz y ligadura con todo lo que hemos venido siendo, haciendo, penando y gozando. Es por ello recuerdo selectivo de los pasos caminados, de nuestros orígenes, de nuestros muertos, de nuestros fracasos, de los espacios, los tiempos y los momentos que hicimos –a fuerza de sentido– memoriosamente nuestros. Memoria de lo que hemos sido y de lo que alguna vez pudimos ser, la cultura le da espesor al presente y amanecer al porvenir.
Muchos mundos reales, infinitas memorias copresentes, variados mundos posibles todos trenzados, la cultura jamás tiene un solo eje u origen, es siempre multifocal, mosaico compuesto de muchos “nosotros” sincopadamente múltiples; realidades plurales de sociedades igualmente numerosas y complejas.
La cultura es un verbo que se conjuga –necesariamente– en plural.
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He leído con mucho interés el texto y me parece que es un excelente forma de decir mucho acerca de un tema tan amplio y tan versátil en tan poco espacio. Ojalá podamos seguir compartiendo reflexiones sobre este tema central de las ciencias sociales pero poco abordado de manera explícita.
Me pareció muy acertada su reflexión sobre este tan complejo tema, ya que cuenta con ilimitados tipos de variaciones e interpretaciones. Complicado también, ya que nosotros somos los interpretantes, pero a su vez somos el objeto de estudio. Pero tan simple, como que es la relación e interacción humana que se genera en individuos que comparten un determinado espacio y tiempo. (Y ni así se podría abarcar por completo lo que significa el termino Cultura.)
Sin lugar a dudas que diferenciar estos caminos que traza la interpretación de la Cultura genera inminentemente un impacto subconsciente a nuestra manera de actuar, pensar e interpretar.
Su reflexión ha dejado en mí la certeza de que la cultura no lo es todo, y que podemos diferenciar sus espectros y apreciarla como es… o ¿creemos que es? Y así puedo decir sin temor a equivocarme, que la cultura no lo es todo… sin embargo, a la cultura se lo debemos todo.
A manera de dimensionar la simpleza de la cultura imaginemos este escenario.
Se reúnen a diez personas, un par por cada continente y se les deja a la deriva en una isla totalmente aislada, justo en el centro del pacifico. Y se hace un borrado mental dejando solo instintos básicos de sobrevivencia… Este grupo de personas, instintivamente al identificarse como parecidos morfológicamente se agruparían y al hacerlo consecuentemente se generará una comunicación entre individuos… ¡y que empiecen las interpretaciones! (Lenguaje, normas, costumbres, etcétera.) En algunos años al encontrar los “civilizados” a este grupo de personas notaríamos que cuentan con una Cultura.