Nelson Arteaga Botello | Ayotzinapa o el agotamiento del proyecto de seguridad pública en México
La desaparición de los estudiantes de la normal de Ayotzinapa en Iguala, Guerrero, se ha transformado en un evento que condensa el agotamiento de la lucha contra la inseguridad emprendida por el gobierno federal en años recientes. Particularmente la idea de que la violencia y la inseguridad se pueden resolver a través de mejoras técnicas, administrativas y de coordinación policial y militar. La realidad ha mostrado que, desafortunadamente, estas acciones se pueden implementar sin menoscabo de la violencia.
Así, la reconstrucción de los hechos sucedidos en Iguala muestra, por ejemplo, que existían los mecanismos de coordinación policial entre policías municipales y que el día de los lamentables sucesos dichos mecanismos permitieron la desaparición de los jóvenes. También es posible notar que el municipio contaba con tecnologías de vigilancia orientadas a resguardar la seguridad, como lo muestran las cámaras de vigilancia –probablemente financiadas por el SUBSEMUN– que monitorearon y grabaron el momento en que los policías secuestraron a los jóvenes. Finalmente, durante el asesinato y secuestro de los normalistas quedó demostrado también como había una transmisión en tiempo real de información entre los distintos órdenes de gobierno de la entidad y con las instancias federales, aunque fueron indolentes para impedir la tragedia. Por tanto, hubo coordinación de las fuerzas de seguridad y operación de tecnologías de seguridad, pero desafortunadamente su operación fue totalmente contraria a los fines para los que fueron implementados y diseñados.
Más grave aún es que los sucesos evidenciaron que cuando hay una relación de complicidad entre las fuerzas del orden y crimen organizado se incrementan las capacidades de crear violencia, en la medida en que cada uno aporta a la relación recursos específicos: dinero público e ilícito, autoridad y fuerza, armas legales e ilegales, peor aún, al sistema de justicia. Las fosas que se han encontrado en el proceso de investigación han permitido mostrar la economía del horror que emerge de la alianza entre autoridades y crimen organizado (la cual requiere las fosas para depositar la producción de la muerte que generan). Sin embargo, las fosas hay que entenderlas no sólo como una solución estratégica para ocultar hasta cierta punto evidencias incriminatorias, sino como símbolos que exhiben la presencia de grupos organizados con el poder suficiente para decidir sobre la vida y la muerte de personas o grupos.
Este escenario respalda en cierta forma lo que distintas investigaciones académicas han sugerido: que pese a la serie de pactos, cruzadas, estrategias planes o guerras contra la inseguridad que se han implementado desde 1994 en México, éstas no han minado el orden social de la violencia. De igual forma se han visto limitados los esfuerzos por establecer controles de confianza, incrementar salarios y profesionalizar a la policía. Estas acciones gubernamentales han generado una enorme movilización de recursos humanos y financieros, programas y tecnologías, pero no han sido capaces de reducir los niveles de inseguridad. Por el contrario, como ejemplifica el caso de los normalistas desaparecidos, la violencia puede recrudecerse cuando las policías entrenadas, tecnificadas y coordinadas están relacionadas con el criminen organizado.
Con esto no se quiere decir que toda acción gubernamental en materia de seguridad pública esté condenada al fracaso, sino que el orden social de la violencia parece neutralizar cualquier proyecto técnico y administrativo tendiente a socavarlo. En este sentido quizás sea hora de mirar hacia otro lado con el fin de reescribir las políticas de seguridad. Prestar atención, por ejemplo, al proceso de resquebrajamiento de los mecanismos que garantizan la solidaridad y la cohesión social, los cuales están alimentando –como muestra la literatura académica sobre el tema– la producción de la violencia en distintos niveles y escalas.
Una solidaridad que no vendrá por sí sola –como algunos creen– con la simple aplicación de una cultura de la denuncia, la cero tolerancia al delito o la impunidad, así como la creación de una gendarmería o policía militar. Ni tampoco arribará con las reformas económicas –aún cuando improbablemente generen un crecimiento inusitado e histórico del país. Ninguna política de seguridad o económica ha producido solidaridad de forma automática, para eso se requiere un trabajo de otro tipo, orientado sobre todo a generar las condiciones para no tolerar y seguir generando injusticias, desigualdades y exclusión social.
Las movilizaciones que se han dado a escala nacional para pedir que los alumnos de Ayotzinapan regresen con vida es una primera expresión, incipiente aún, de la potencia de solidaridad social. Sus demandas se circunscriben hoy a localizar a los estudiantes y que el gobierno investigue la imbricada red de complicidades entre autoridades locales y crimen organizado. En el fondo, sin embargo, dichas movilizaciones son un llamado para pensar que la seguridad pública no es un asunto meramente técnico y administrativo, que ella debe descifrarse en el código de la solidaridad; es decir, a partir de un proyecto nacional amplio de justicia, igualdad e inclusión social.
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