La seguridad y la vigilancia en las instituciones de educación superior
El sentimiento de inseguridad se instaló desde hace algunos años en las instituciones de educación superior. Aunque no existen datos oficiales que permitan evaluar la magnitud del problema, es común escuchar de autoridades, catedráticos y alumnos, historias sobre el hurto de computadoras, proyectores, televisiones, carteras, bolsas, mochilas y anteojos –algunos de ellos con uso de violencia. Propiciando así un ambiente de miedo en espacios que tradicionalmente se pensaban ajenos a la inseguridad del país.
La respuesta de las autoridades en las instituciones de educación superior ha consistido en desplegar -dependiendo, claro está, de su tamaño y recursos- diferentes medidas de protección y prevención de incidentes delictivos al interior de los campus. Estas van desde la credencialización masiva de sus miembros, la construcción de barreras electrónicas, hasta la instalación de sistemas de video vigilancia. Todo ello con el fin de garantizar la identificación y afiliación de su propia población, así como controlar el acceso de usurarios externos.
Si bien estas políticas se han considerado como medidas necesarias para hacer frente a las supuestas o reales olas de delitos que sufren universidades y centros de estudio, ello no significa que no puedan someterse a examen crítico. Al respecto es común observar que cuando algunas estrategias de seguridad se diseminan ampliamente en la sociedad, los investigadores nos preocupamos por comprender sus efectos; pero las consideramos inocuas cuando se aplican en nuestros centros de trabajo. Ciertamente los dispositivos de seguridad y vigilancia ayudan a garantizar cierto bienestar de una población, pero no se debe dejar de lado la posibilidad de que su uso tenga también efectos en otros sentidos.
El cerco físico y tecnológico, por ejemplo, que erigen los espacios educativos para protegerse y aislarse del “clima de violencia” –a través de la construcción de muros y rejas, garitas, cámaras de vigilancia, y sistemas de identificación electrónica que activan puertas y torniquetes– tiene un impacto directo en su entorno social y espacial. Contribuye a reforzar la idea de que sólo la edificación de fronteras físicas y el acordonamiento mantiene a las instituciones a salvo de la amenaza que representa el exterior. Se reproduce así la lógica de la “bunkerización” que define hoy en día la construcción del espacio público. Contrario a lo que se cree, este tipo de estrategias alimenta la sensación de inseguridad entre la población, incluidas las propias comunidades académicas, ya que confirma el hecho de que la sociedad se define en general por espacios fortificados que se consideran “seguros”, frente a otros donde el libre flujo de las personas representa un “riesgo” latente a la seguridad personal.
El uso generalizado de los sistemas de video vigilancia es otro de los elementos clave en las nuevas políticas de seguridad de los espacios académicos. Ciertamente estos sistemas son una herramienta que permite prevenir y –cuando la tecnología con la que se cuenta lo permite– reconstruir hechos delictivos. Su operación puede llegar, no obstante, a vulnerar el derecho a la privacidad, la intimidad y la protección de datos personales; más aún, pueden generarse procesos de estigmatización y tipificación hacia grupos de estudiantes, profesores, investigadores y administrativos. Como el imperativo dominante es el de combatir la inseguridad -a veces independientemente del costo-, y evitar convertirse en una víctima del crimen, se soslaya la pertinencia de un marco regulatorio para los sistemas de video vigilancia. Incluso se considera irrelevante preguntarse bajo qué criterios se instalan y administran, pero sobre todo cómo se gestionan las imágenes y grabaciones que producen.
Es cierto que algunas instituciones advierten a sus comunidades que se encuentran bajo video vigilancia a través de carteles o anuncios –de hecho el IFAI establece en su comunicado IFAI/065/13, un modelo que debe ser utilizado por los responsables de dichos sistemas. Sin embargo, existe una amplia laguna en cuanto a la regulación de su funcionamiento. A diferencia de otras instituciones de educación superior en Canadá, Estados Unidos o Europa, en México las instituciones regularmente no dan a conocer a sus comunidades la información acerca del marco regulatorio al que se encuentran inscritos, qué tipo de vigilancia se despliega, con qué objetivos y para qué fines –ni hablar de una regulación que establezca el tiempo de almacenamiento de imágenes y los procedimientos para su destrucción. Esto se da por entendido. De esta forma se carece de mecanismos que garanticen la transparencia en su funcionamiento, alcances y objetivos.
Estos vacios son para algunos alumnos y profesores una invocación directa al fantasma del “Big Brother” orwelliano; para otros, un mal necesario que hay que sufrir con tal de garantizar la seguridad de una comunidad. Ambas posiciones parten, pese a su orientación opuesta, de un mismo principio: la video vigilancia funciona bajo una racionalidad propia, a partir de una imperativo del que es difícil o imposible sustraerse. Nada más cierto. Si bien tendremos que convivir con ella, al parecer por un buen tiempo, eso no implica que tenemos que dejar de pensar en la consecuencia de su operación sobre nuestro propio ambiente de trabajo, y en el entorno social. Giddens señalaba en algún momento que cualquier forma de vigilancia es un medio de poder, por tanto, no puede y no debe estar desregulada. Se requieren siempre formas institucionales para vigilar a quienes nos vigilan.
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