Alberto Valdes Cobos1
Palabras clave: desarrollo; antropocentrismo; antropología del desarrollo; sociología del desarrollo; ética ambiental.
Desde la II Guerra Mundial hasta la fecha la discusión en torno a la complejidad, los límites y el estudio multidimensional del desarrollo ha pasado por varios momentos de redefiniciones y ángulos analíticos comenzando en un primer momento con el énfasis en la dimensión económica, para continuar con las dimensiones políticas, tecnológicas, educativas y culturales, para aterrizar con la dimensión ambiental. En ese sentido, todas las disciplinas de las ciencias sociales han
1 Doctor en Ciencias Agrarias. Profesor-investigador del Departamento de Estudios Culturales, Demográficos y Políticos de la Universidad de Guanajuato Campus Celaya-Salvatierra. Líneas de investigación: Sociología del Desarrollo Rural y Sociología Ambiental. Correo electrónico: alberto_cobos76@hotmail.com.
venido estudiando alguna dimensión del desarrollo: economistas, politólogos, sociólogos, tecnólogos, educadores, antropólogos y ecólogos han vislumbrado una rendija para abordar el desarrollo. A continuación, enunciaremos algunas definiciones. De acuerdo a un antropólogo el desarrollo se refiere a:
Un proceso de cambio por el cual una proporción creciente de los ciudadanos de una nación puede gozar de un nivel de vida material más alto, de mejor salud y una vida más larga, de más educación y mayor control y capacidad de elección sobre su forma de vida. En general se considera que el desarrollo descansa en niveles mayores de productividad del trabajo, que pueden lograrse aplicando la ciencia, la tecnología y formas más eficientes de organización económica y administrativa (Hoben, 2007: 154).
Un sociólogo latinoamericano, concibe el desarrollo como un “proceso de cambio social deliberado que persigue como finalidad última la igualación de las oportunidades sociales, políticas y económicas, tanto en el plano nacional como en relación con sociedades que poseen patrones más elevados de bienestar material” (Paz, 2001: 184).
Por su parte, un sociólogo alemán define el desarrollo como: “procesos y formas del movimiento y del cambio de las estructuras sociales hacia una situación distinta o bien superior. Se distingue entre desarrollo constante o brusco, evolutivo o revolucionario, cuantitativo o cualitativo. Las causas del desarrollo pueden ser endógenas o exógenas al sistema o a la estructura” (Hillman, 2005: 219).
El desarrollo, no obstante, es una idea que está preñada de un futuro optimista que va asociada a la idea de progreso, el evolucionismo y la modernidad, por lo tanto, el concepto de desarrollo está enraizado con una concepción filosófica y económica del mundo occidental, donde la estructura social, la riqueza material y la prosperidad encajan en una constelación sociológica y política ad hoc. En tanto conceptos modernos, evolución, progreso, revolución y desarrollo, son voces que se encuentran preñadas de la idea de futuro, de la aspiración al cambio y del reconocimiento de que nada es perpetuo ni permanente, sino a llegar a ser, un devenir (Enríquez, 2009).
La idea del desarrollo como transformación progresiva de la sociedad comenzó a adquirir su forma moderna desde los primeros escritos de los fundadores de la ciencia social. Los profundos cambios sociales que estaban teniendo lugar en Europa constituyeron la tierra fecunda de la que brotaron las teorías de los economistas y los sociólogos evolucionistas de la segunda mitad del siglo XVIII y XIX. Desde sus inicios, la idea estuvo íntimamente asociada a una visión optimista de la Historia según la cual el desarrollo era definido como progreso. Y aunque nunca faltaron quienes desde distintas posiciones vaticinaron males futuros –como Malthus--, o pusieron de relieve como contrapunto –aunque sin abandonar la visión optimista—la enormidad del sacrificio humano que el proceso conllevaba –como Marx--, tendría que llegar la primera mitad del siglo XX, con los acontecimientos de todos conocidos, para que las voces optimistas se acallaran y los cantos del progreso dejaran, al menos temporalmente, de resonar (Yabar, 1985: 11).
Durante los últimos siglos, una interrogante constante – primero en la reflexión europea y luego en otras partes del mundo-- ha consistido en cómo incrementar la riqueza y el crecimiento económico de las sociedades. La modernidad europea –mediante el concepto de progreso-- fue la primera respuesta sistematizada a dicha pregunta. Así, en tanto invención moderna y ya hacia la segunda mitad del siglo XX, el proceso de desarrollo, tradicionalmente definido como un aumento en el crecimiento económico y un consecuente mejoramiento de la calidad de vida, es estudiado a partir de distintos ámbitos de la realidad social y desde diversos enfoques teóricos y variadas perspectivas (Enríquez, 2009).
Cabe destacar que el desarrollo, como proceso histórico general de transformación de las sociedades, ha enfrentado desde sus orígenes una serie de vaivenes de auge optimista, crisis, desencanto y resurgimiento. En ese sentido, el final de la Segunda Guerra Mundial marcó el resurgir del optimismo asociado a la idea del desarrollo con acentos nuevos,
En contraste estratégico con muchas de las concepciones anteriores el énfasis se coloca ahora en la acción consciente para llevar a cabo el cambio en la dirección deseada, mediante la utilización centralizada o coordinada de los recursos
disponibles. La aspiración al cambio y a los medios institucionales para alcanzarlo se convierte así en el eje central de las preocupaciones políticas estatales. La creación de agencias de desarrollo y la elaboración de sofisticados modelos de crecimiento hizo creer por todas partes la esperanza de un futuro mejor para todos (…) el interés primario por el desarrollo desde épocas recientes ha sido un interés “práctico” por resolver los problemas que acompañan al pretendido logro de un mayor bienestar para todos (…) durante cierto tiempo, el desarrollo se entendió como la capacidad de una economía nacional, cuyas condiciones económicas iniciales habían sido más o menos estáticas durante largo tiempo, para generar y sostener un aumento anual del PNB en tasas del 5 o 7 , o más. Así por ejemplo, en la denominada y declarada por las Naciones Unidas “Década del Desarrollo” (los años 60), la meta propuesta era la de alcanzar un crecimiento del PNB en los países subdesarrollados del 6% anual (Yabar, 1985: 13).
Ahora bien, el desarrollo ha sido objeto de múltiples cuestionamientos por parte de los científicos sociales, particularmente de los antropólogos, así como del movimiento feminista, el movimiento ambientalista y los movimientos indígenas, dados los fracasos, las contradicciones y efectos perversos cosechados por tantas políticas y proyectos de desarrollo implementados en amplias regiones campesinas e indígenas del Tercer Mundo en los últimos cincuenta años. En ese sentido, podemos ubicar los años ochenta como el punto de arranque para el estudio antropológico y crítico del discurso, las prácticas y las consecuencias sociales del desarrollo. Sin embargo, es en la década de los noventa cuando arrecian las críticas de la antropología del desarrollo a la ideología de la modernización, el economicismo, el eurocentrismo, el antropocentrismo, el patriarcalismo y los prejuicios culturales que subyacen en el discurso, las prácticas, los actores y las instituciones promotoras del desarrollo de los países subdesarrollados.
Entre los prejuicios que más han contribuido a sesgar nuestra concepción del desarrollo, destacarían el economicismo y el eurocentrismo (…) en referencia al economicismo, resultaría una obviedad referirse a la centralidad que la teoría
económica neoclásica ha desempeñado en la configuración de las imágenes dominantes del desarrollo, entre ellas, la identificación del desarrollo con el crecimiento económico y con la difusión a escala planetaria de la economía de mercado. Ello ha comportado un notable reduccionismo, al identificar la realidad con un número muy reducido de variables cuantificables, ignorando todo aquello (desigualdad social, ecología, diversidad cultural, discriminación de género) que queda fuera de la contabilidad. El eurocentrismo, por su parte, es otro rasgo inherente del discurso del desarrollo, que desde sus orígenes ha usado el modelo occidental de sociedad como parámetro universal para medir el relativo atraso o progreso de los demás pueblos del planeta (Viola, 2000: 11).
Si en las décadas de los 50 y 60 el mundo experimenta un auge optimista del desarrollo, en la década de los 70 acontecimientos como la crisis del petróleo, las hambrunas, la difusión de algunas tesis neomalthusianas, la crisis de la deuda externa, entre otros, dan lugar a una atmósfera de pesimismo generalizado y creciente desconfianza hacia la idea de desarrollo que anuncia una crisis del modelo de civilización occidental:
A partir de los años setenta, las expectativas de un progreso acumulativo, ilimitado y universal implícitas en el discurso desarrollista comienzan a resquebrajarse. Antes de comenzar a cosechar los resultados de décadas de modernización y de una creciente extroversión de sus economías, los países del Tercer Mundo constatan cómo la distancia económica que les separa del club de privilegiados, no solamente no decrece sino que continua aumentando, al mismo tiempo que caen los precios de sus materias primas en los mercados internacionales, se registra un retroceso de su PIB y se dispara su deuda externa; las principales ciudades del Tercer Mundo, desbordadas por el flujo continuo de migrantes rurales empobrecidos, comienzan a verse rodeadas por enormes bolsas de marginación social (…) por último, la crisis del petróleo y la difusión, en 1972, del informe al Club de Roma sobre los límites del crecimiento, dispararon las primeras alarmas sobre el futuro del planeta en caso de mantenerse el modelo de crecimiento económico sostenido considerado hasta ese momento como la
quintaesencia del desarrollo (Viola, 2000: 18).
Es en este contexto histórico de crisis del modelo de civilización occidental en el cual los antropólogos cuestionan los supuestos socioculturales, éticos, económicos, políticos e ideológicos de la idea de desarrollo a partir de un nuevo campo de especialización antropológica: la Antropología del Desarrollo “que contempla el desarrollo en tanto fenómeno sociocultural, generalmente desde una perspectiva exterior al discurso del desarrollo y mucho más crítica con sus enunciados y sus prácticas” (Grillo, 1985, p. 29). De acuerdo a un antropólogo norteamericano --que ha estudiado los efectos de decenas de proyectos de desarrollo rural financiados por el Banco Mundial en países del Tercer Mundo-
-, la antropología del desarrollo se ha enfocado al estudio de:
Los conflictos sociales y en la dimensión cultural del desarrollo económico. Los proyectos de desarrollo usualmente promueven el empleo pagado y la nueva tecnología a costa de las economías de subsistencia. No todos los gobiernos buscan aumentar la igualdad y acabar con la pobreza. La resistencia de las élites a las reformas es típica y difícil de combatir. Al mismo tiempo, los habitantes locales rara vez cooperan con los proyectos que requieren cambios grandes y arriesgados en sus vidas diarias. Muchos proyectos buscan imponer nociones de propiedad inadecuadas y unidades sociales incompatibles con los beneficiarios a los que se pretende ayudar (Phillip, 2011: 105).
Pero no sólo los antropólogos se han ocupado del desarrollo como campo de estudio, sino también politólogos, economistas y sociólogos. Estos últimos impulsaron la Sociología del Desarrollo o de los países en vías de desarrollo, que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y estuvo orientada al estudio de los problemas generados por los países que se hallaban en proceso de descolonización:
En un principio, la sociología del desarrollo se centró en el proceso de modernización, por lo que básicamente se realizaban comparaciones con el tránsito de las estructuras
preindustriales a la industrialización en Europa. En los años 1960, los seguidores de la teoría de la dependencia de América Latina criticaron este planteamiento (…) los resultados insuficientes de planteamientos y medidas que se centraban en el desarrollo económico (políticas de desarrollo) han hecho crecer la idea, en la sociología del desarrollo, de la necesidad de llegar a un planteamiento multidimensional (…) la sociología del desarrollo carga con la tarea de investigar y criticar las consecuencias de las políticas de desarrollo de los países industrializados sobre las estructuras socioculturales de los países en vías de desarrollo (Hillmann, 2005: 898).
Esta obsesión por estudiar el desarrollo cristalizó en una tendencia que hicieron suya las ciencias sociales de la época, particularmente la economía, la sociología y la ciencia política. A dicha tendencia se le denominó Desarrollismo, es decir, la estrategia de desarrollo que se centró en el desarrollo interno y cuyos elementos fueron: a) industrialización por sustitución de importaciones; b) formación de un empresariado moderno; c) ayudas estatales;
expansión del mercado interno; e) formación e integración de nuevas clases sociales y f) impulso estatal a la exportación (Hillman, 2005).
Algunos autores latinoamericanos han caracterizado al desarrollismo como una corriente política-ideológica de orientación economicista –ampliamente difundida en el mundo a partir del auge expansivo capitalista de los años cincuenta y sesenta – que enfatizó el crecimiento económico cuantitativo sobre la base del aumento de las inversiones, considerando que de ello dependía el logro de otros objetivos de progreso económico, político, cultural y social (Paz, 2004).
En los países latinoamericanos, las críticas al desarrollismo señalan que tiende a negar o encubrir el problema de la dependencia, soslaya cuestiones como la distribución del ingreso, la soberanía política, los problemas ecológicos, y postula un modelo de sociedad inalcanzable e indeseable, propio de los países más desarrollados. También se suele llamar desarrollista a una tendencia de análisis sociológico que interpreta la evolución de los países latinoamericanos en términos de transición de la sociedad tradicional a la modernidad, enfatizado en los fenómenos de industrialización y
urbanización, y planteando la noción de cambio como un proceso de secularización creciente con conflictos y asincronías de las estructuras sociales y políticas (Paz, 2004:183).
Después de la II Guerra Mundial, la institucionalización del desarrollo se tradujo en una diversidad de campos de acción por parte de la academia, los gobiernos y las instituciones trasnacionales que lo promovían, como ha sido el caso de las “Teorías del Desarrollo”, las cuales se convirtieron en objeto de estudio privilegiado de las ciencias sociales y en columna vertebral de la formación de economistas, sociólogos, politólogos, antropólogos, etc. Puede decirse que desde 1945 a la fecha, las ciencias sociales no han parado de producir teorías del desarrollo, así como propuestas de política pública, planes, programas y proyectos encaminados a poner en práctica dichas teorías del desarrollo.
Las teorías del desarrollo, aparecieron como una especialidad de la ciencia económica para dar respuesta a la interrogante sobre las condiciones de desigualdad económica y social que prevalecen entre las naciones, especialmente en los países más atrasados o de renta per cápita baja. Su escenario histórico estuvo enmarcado en el periodo inmediato que prosiguió a la Segunda Guerra Mundial. Momento en el que numerosos países colonizados en Asia y África se independizaron e iniciaron sus respectivos movimientos de liberación nacional y en el que otros países soberanos de América Latina reclamaban impulsar el desarrollo autónomo en el marco de fuertes manifestaciones antiimperialistas (Gutiérrez y González, 2010).
Las teorías del desarrollo delimitaron como campo de conocimiento el estudio de las transformaciones de las estructuras económicas de las sociedades, en el mediano y largo plazos, así como de las restricciones específicas que bloquean dichos cambios estructurales en las sociedades tradicionales, denominadas también como países subdesarrollados, dependientes y emergentes, entre otras acepciones. Sin embargo, no debemos olvidar que el pensamiento económico es una forma de teoría social y que las diferentes teorías están basadas en principios morales particulares, incluyendo concepciones de la naturaleza humana y sobre el valor del mundo no humano
(Gutiérrez y González, 2010: 16).
Cabe destacar que las teorías del desarrollo tienen orígenes históricos, conceptos, autores representativos y supuestos normativos muy distintos entre sí:
El contenido normativo es el rasgo más distintivo de las teorías del desarrollo, pues representa el esfuerzo intelectual y conceptual más acabado para incidir –desde la academia-- en la estructuración del proceso económico, en la distribución de la riqueza y en la procuración del bienestar social (…) los postulados normativos de una teoría del desarrollo consisten en la dimensión ético/política que expresa el compromiso social del sujeto investigador y/o de las comunidades científicas, y que complementa el sistema epistemológico y analítico cuya finalidad es la explicación e interpretación de la naturaleza y dinámica de la sociedad y de sus contradicciones (…) las teorías del desarrollo tienden a ser distintas entre sí debido a que sus sistemas conceptuales se construyen en circunstancias históricas específicas privilegiando el abordaje de determinados ámbitos de la sociedad. Se distinguen también por la prioridad analítica que le otorgan a ciertos actores, agentes, estructuras, relaciones de poder y de dominación que influyen en el proceso de desarrollo y que hacen y rehacen históricamente (Enríquez, 2009: 28).
Algunas de las teorías del desarrollo que se han venido planteando desde los años 50s a la fecha son, entre otras, la teoría de la modernización, la teoría de la dependencia, la teoría de la integración económica, la teoría del desarrollo humano, el desarrollo con perspectiva de género, el desarrollo sustentable, la teoría del colonialismo interno, el enfoque de la transición a la democracia, el nuevo institucionalismo económico, el enfoque de las capacidades humanas, el enfoque del capital social, el enfoque territorial del desarrollo endógeno, el análisis de los agentes y actores sociales y los enfoques neokeynesianos (Enríquez, 2009).
El desarrollo se ha institucionalizado a nivel global, nacional y local. Desde hace poco más de 70 años, las potencias que salieron vencedoras en la II Guerra Mundial como
Estados Unidos, promovieron la ayuda para la reconstrucción y el desarrollo de los países derrotados en la contienda como fueron los casos de Japón y Europa, así como de los países del Tercer Mundo de América Latina, África y el continente asiático. En este contexto, surgieron una serie de organizaciones internacionales, entre las que se destacan agencias, bancos, fundaciones y organizaciones multilaterales como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Banco Mundial (BM), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
En México, los gobiernos de todos los niveles, la sociedad civil y la academia tampoco han sido inmunes a la fiebre por el desarrollo. En ese sentido, las universidades y centros de investigación también se han sumado a esta fiebre desarrollista, impulsando la creación de institutos y centros de estudios del desarrollo, así como de especialidades, maestrías y doctorados en desarrollo regional, desarrollo urbano, desarrollo sustentable, desarrollo rural, enfatizando el estudio de los aspectos agropecuarios, socio-territoriales, sociodemográficos, de sustentabilidad ambiental o de bienestar de las poblaciones rurales y urbanas. Además, una serie de asociaciones y colegios de profesionistas, interesados en el desarrollo a diferentes escalas y dimensiones de política pública, también han hecho lo propio, intercambiando experiencias de investigación en congresos, foros, simposios, seminarios, donde destacan, por ejemplo, las trayectorias de la Asociación Mexicana de Estudios Rurales A.C. (AMER), la Asociación Mexicana de Ciencias para el Desarrollo Regional A.C. y el Consejo Mexicano de Ciencias Sociales A.C. (COMECSO).
La idea de desarrollo nunca ha sido neutral, pues desde su surgimiento siempre fue debatida por la filosofía, las ciencias sociales y las ciencias ambientales. El desarrollo, en tanto instrumento de dominio y conquista de la naturaleza, siempre ha impulsado una visión optimista del futuro a costa de una base de recursos naturales cada vez más limitada,
La era planetaria comenzó a finales del siglo quince, cuando los europeos descubrieron un continente poblado por culturas y dioses desconocidos, hoy la economía es mundial y la ecología se ha vuelto un problema planetario. El crecimiento industrial técnico y urbano incontrolado tiende a destruir la vida en los
ecosistemas locales, a degradar la biósfera, a amenazar la vida misma. Y la amenaza es planetaria. Debemos abandonar para siempre la seudo-misión de dominio y de conquista de la naturaleza, que tanto Descartes como Marx han asignado a la humanidad, como si fuéramos extranjeros a esta naturaleza. Tenemos que abandonar la idea de que hemos encontrado la fórmula del verdadero desarrollo. Llegamos a las crisis, a un camino cerrado en términos de civilización. Nuestro concepto de desarrollo es subdesarrollado. Se trata hoy de controlar el desarrollo descontrolado de nuestra era planetaria. La tierra está en peligro. Estamos en peligro. Y somos nuestro propio enemigo (Antaki, 1992: 35).
Para el movimiento ambientalista la idea de desarrollo ha perdido su inocencia. Ahora se ha transformado en nuestro enemigo y en un viaje constante hacia el colapso de las sociedades humanas. Tal cual un tren incontrolado marchando a toda velocidad sin preocuparse por el destino final. De panacea y utopía el desarrollo se metamorfoseo en su contraparte: una distopía. De ahí las reacciones de crítica y el escepticismo que ha suscitado en el gremio posmodernista, en la antropología del pos-desarrollo, en los movimientos ambientalistas y en los filósofos morales que cultivan la ética ambiental.
Cabe señalar que la idea de desarrollo se ha caracterizado por el predominio de la tendencia hacia la máxima rentabilidad a corto plazo en cuanto al uso y manejo de los recursos naturales. Esto se debe, en parte, al marco de referencia actual representado por los sistemas económicos que privilegian la rentabilidad inmediata, en detrimento de la planeación a largo plazo. De ahí las críticas que se han hecho a la economía: muchas de ellas apuntando a su miopía cortoplacista y a su incapacidad para evaluar y medir los impactos ambientales en el largo plazo, es decir, 10, 20 o 50 años. Por otro lado, la discusión en torno a la manera de conseguir un desarrollo sustentable o sostenible ha estado basada en una serie de problemas mundiales y locales: cambio climático, deforestación, agotamiento de la capa de ozono, pérdida de la biodiversidad, contaminación, erosión, desertificación, urbanización creciente y residuos peligrosos. Muchos autores han diferenciado la problemática global con base en la división geopolítica de países en desarrollo y países industrializados.
A partir de las críticas éticas, políticas, ecológicas y sociológicas al reduccionismo
economicista del desarrollo, ha surgido una nueva propuesta corregida y ampliada: el desarrollo sustentable. El concepto de desarrollo sustentable surgió en la década de los años ochenta, aunque desde 1972 ya había indicios de este nuevo paradigma, con la celebración de la primera reunión sobre medio ambiente, llamada Conferencia sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo. Posteriormente, en 1983 la ONU estableció la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y el Desarrollo, liderada por Gro Harlem Brundtland. El grupo de trabajo, mejor conocido como la Comisión Brundtland, inició diversos estudios, debates y audiencias públicas en los cinco continentes durante casi tres años que culminaron en abril de 1987 con la publicación del documento llamado Nuestro Futuro Común. En este documento se advertía que la humanidad debía cambiar las modalidades de vida y de interacción comercial, si no deseaba el advenimiento de una era con niveles de sufrimiento humano y degradación ecológicas. La Comisión Brundtland definió el desarrollo sustentable como el desarrollo que satisface las necesidades del presente, sin comprometer la capacidad para que las futuras generaciones puedan satisfacer sus propias necesidades. Un concepto que deja entrever una ética del futuro inter-generacional. Sin embargo, los supuestos sociales, éticos, económicos, ecológicos, políticos y utópicos del desarrollo sustentable, tampoco han sido inmunes a las críticas de sus detractores.
Algunos cuestionamientos se orientaron en el sentido de que no quedan claras qué necesidades y aspiraciones humanas hay que satisfacer, es decir, ¿A qué se refiere cuando se habla de necesidades básicas de los pobres frente a la satisfacción de deseos legítimos? ¿Cómo conciliar las necesidades de los pobres frente a las necesidades del mundo desarrollado? ¿Cuántas generaciones futuras han de considerarse en esa solidaridad sincrónica implicada en el concepto de desarrollo sustentable? Otras críticas se dirigieron hacia las dificultades inherentes para pasar del concepto a la práctica; esto es, ¿Cómo bajar los enunciados teóricos generales a decisiones de política concreta para asuntos específicos? ¿Cómo superar intereses antagónicos y con poder desigual en el concierto internacional para balancear las decisiones que hay que tomar? (Gutiérrez y González, 2010: 169).
Ahora bien, el concepto de desarrollo no solo tiene que ver con una dimensión económica, política y social, sino también con la dimensión de los derechos humanos que a nivel global se ha traducido en la firma de tratados, cartas y declaraciones que han conceptualizado al desarrollo y al medio ambiente como derechos humanos emergentes legítimos de los países del Sur, el campesinado y los pueblos indígenas. Estos derechos son: el Derecho al desarrollo, el Derecho al medio ambiente y los Derechos bioculturales. Algunos expertos en derecho internacional público han definido los Derechos Humanos Emergentes como: “las reivindicaciones legítimas, en virtud de necesidades o preocupaciones sociales actuales, dirigidas a la formulación de nuevos o renovados derechos humanos individuales y colectivos en el plano nacional o internacional” (Saura, 2014: 23).
El antecedente de esta nueva generación de derechos humanos se encuentra en la Carta de Derechos Humanos Emergentes, propuesta en Barcelona en septiembre de 2004, que fue adoptada formalmente como Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes en la Ciudad de Monterrey el 2 de noviembre de 2007. Cabe destacar que esta declaración nació de la sociedad civil y tiene como objetivo reformular nuevos y viejos valores y principios con objeto de reforzar el estatuto de ciudadanía basado en los derechos humanos con una aspiración de generalidad que no puede predicarse de otras proclamas similares (Saura, 2014). La Declaración se divide en dos grandes partes:
En la primera, se explicitan los valores y principios que la inspiran: el valor vida; el valor de la igualdad; la solidaridad; la convivencia, la paz, la libertad y el valor supremo de la dignidad humana (…) en su segunda parte, la Declaración incorpora un catálogo de cerca de cincuenta derechos humanos emergentes, divididos en seis partes, que tienen como hilo conductor la democracia: 1) la democracia igualitaria incluye entre otros el derecho a la vida en condiciones de dignidad, incluyendo el derecho agua potable y al saneamiento; el derecho y el deber de erradicar el hambre y la pobreza; el derecho a la renta básica; o el derecho a habitar el planeta y al medio ambiente; 2) la democracia cultural incluye el derecho a vivir en un entorno de riqueza cultural, de reconocimiento recíproco y respeto mutuo entre personas y grupos de distintos orígenes lenguas, religiones y culturas; 3) la democracia paritaria,
incluye el derecho a una representación equivalente entre hombres y mujeres en todos los órganos de participación y gestión públicos; 4) la democracia participativa incluye el derecho a participar en los asuntos públicos y a disfrutar de una administración democrática en todos los niveles de gobierno; el derecho a la ciudad; el derecho a la vivienda y a la residencia 5) la democracia solidaria incluye el derecho al desarrollo y a la protección de los derechos de las generaciones futuras; el derecho a la ciencia, la tecnología y el saber; y el derecho a disfrutar de ciertos bienes comunes universales, como el patrimonio universal de la humanidad, la Antártida, el espacio ultraterrestre, los fondos marinos, los recursos biológicos del alta mar y el genoma humano; 6) la democracia garantista incluye el derecho a disfrutar de un sistema internacional justo; el derecho a la verdad y a la justicia; el derecho a la resistencia; el derecho y el deber de respetar los derechos humanos; y el derecho a la democracia global (Saura, 2014, p. 31).
Paralelamente a esta ola de derechos humanos emergentes por parte de la sociedad civil global, se ha venido gestando una serie de cuestionamientos al núcleo antropocéntrico, tecnocrático y economicista de las teorías y la praxis política del desarrollo por una serie de saberes híbridos como la ética ambiental, la historia ambiental, la economía ecológica, la antropología ecológica, la sociología ambiental, la ecología política y la educación ambiental. Por otra parte, con las nuevas preocupaciones ambientales, la ética normativa y práctica de los últimos 50 años, ha experimentado un renacimiento, extendiendo los campos de interés hacia temáticas como el aborto, la eutanasia, la clonación humana, el valor no instrumental de otras especies no humanas, los ecosistemas y la Tierra; la dieta vegetariana; el reto ético del cambio climático global; los derechos de los animales, el principio de responsabilidad y la ética del futuro del desarrollo sustentable.
Ahora bien, ¿Qué es la ética? Algunos filósofos la definen como el examen de una serie de cuestiones sobre los valores en base a los que vivimos nuestra vida. Investiga la naturaleza de lo correcto y de lo bueno, elabora teorías sobre la base en función de la cual deberíamos elegir, actuar y juzgar en la esfera moral. Otros como la preocupación por los demás, porque la existencia de los otros, las múltiples relaciones entre el yo y los demás
constituyen el punto de partida más universal de todas las formas de ética (Grayling, 2014; Pol Droit, 2010). Sin embargo, la “ética antropocéntrica” que arranca con la filosofía griega, además de centrarse en las relaciones morales entre seres humanos, acentuó la separación ontológica entre mente y materia, permeando el discurso del desarrollo que con la crisis ecológica, comienza a agrietarse para dar pasó a un modelo de ética ambiental que cierra la división marcada por los filósofos griegos:
Con su inicio en los cosmólogos presocráticos y siguiendo con Platón y Aristóteles, hasta llegar a Descartes, la filosofía occidental ha separado la mente de la materia. Como tanto Platón como Descartes nos enseñaron, la mente es superior a la materia y ejerce apropiadamente su dominio sobre ésta. El primer capítulo del Génesis, primer libro de la Biblia, describe que el espíritu de Dios, en medio de las tinieblas, separó la tierra de las aguas, creó el Sol y la Luna y después creó todos los seres vivos: primero las plantas, luego los animales y, por último, el ser humano. El supuesto de la superioridad de nuestra especie que se desprende de este punto de vista ha sido asumido durante siglos en el mundo occidental. Las culturas de África y Asia, en cambio, tienen una visión más integral de los seres vivos, de manera que tienden a considerar todas las cosas como parte de un todo orgánico, sin que ninguna sea inherentemente superior a otra (…) este sentimiento de que todos los seres en la naturaleza somos una familia es la base del movimiento ambiental contemporáneo. La ética ambiental supone que estamos moralmente obligados no sólo entre nosotros, mutuamente, y con los demás animales, sino también con el medio ambiente mismo. La ética biocéntrica hace este llamado y rechaza la jerarquía de teorías más tradicionales que confieren estatus moral únicamente al animal humano (Buss, 2006: 468).
Otra de las preocupaciones que han planteado los filósofos morales y que está relacionada con el desarrollo sustentable, tiene que ver con la responsabilidad hacia las generaciones futuras de seres humanos. Cuestión ineludible, que nos tiene que llevar a la institucionalización académica, política y educativa de una Ética del Futuro, es decir, a una
serie de valores, principios, normas y pautas de conducta que garanticen las condiciones de vida y supervivencia de las nuevas y futuras generaciones de seres humanos y la biosfera si es que queremos concretizar la ética intergeneracional que subyace en el paradigma del desarrollo sustentable. No obstante, esta ética del futuro, tendrá que desmarcarse de la miopía temporal y cortoplacista que ha caracterizado a las éticas tradicionales:
La ética continúa preocupada acerca de lo que no se debe hacer, mientras que el mundo de hoy pide una profunda reflexión acerca de lo que debemos hacer para superar los problemas tan lacerantes que aquejan a la humanidad toda y para hacer del planeta un hogar apto para todos los seres humanos. La ética ha cambiado y va dejando de lado reclamos que hoy ya se ven como antiguos y que se refieren a crisis, accidentes, obligaciones. Hoy el campo de le ética se volvió hacia el futuro, hacia 20, 100 años, como lo señala Hans Jonas, y hoy tiene un nuevo objeto y un nuevo horizonte. Lo que debemos hacer, sin embargo, no procede de lo que ya sabemos, menos aún de las normas vigentes. Exige, por el contrario, una búsqueda teórica y práctica guiada por el objetivo que la sociedad y sus miembros pretendan alcanzar (Sancén, 2013: 18).
De acuerdo a algunos filósofos, en tanto agentes morales, debemos preocuparnos de todos aquellos cuyo bienestar pudiera verse afectado por lo que hacemos, lo que implica reconocer que si una comunidad moral no está limitada a la gente de un lugar, tampoco está limitada a la gente de ningún tiempo específico. Si la gente se viera afectada por nuestras acciones ahora o en un futuro distante es algo que no importa. Nuestra obligación nos debe conducir a tomar en cuenta sus intereses por igual. Una consecuencia de esto tiene que ver con las armas de destrucción masiva. Con la creación de armas nucleares, tenemos ahora la capacidad de alterar el curso de la historia dramáticamente. Si damos el debido peso moral al bienestar de las generaciones futuras, es difícil imaginar alguna situación en la que se justificara el empleo en gran escala de dichas armas. El medio ambiente es otro asunto en el que los intereses de las generaciones futuras tienen gran importancia: no hemos de pensar que el medio ambiente es importante “en sí mismo” para ver que su destrucción constituye
una aberración moral; basta considerar lo que sucederá con la gente si se arruinan las selvas, las algas marinas y la capa de ozono (Rachels, 2007). Preocuparse por el bienestar de las generaciones futuras implica el que las actuales generaciones asuman una ética de la responsabilidad hacia quienes no han nacido:
La ética orientada al futuro no significa, claro está, que hayamos de idear una ética para que la practiquen los hombres futuros (si es que dejamos que los haya). Al contrario. Es una ética que debe regir precisamente para los hombres de hoy; es, como dice Jonas en otro de sus libros, “una ética actual que se cuida del futuro, que pretende proteger a nuestros descendientes de las consecuencias de nuestras acciones presentes”. El camino que lleva a esa nueva ética es largo y difícil (…) cualquiera que fuese la forma y el contenido de las éticas anteriores, todas ellas, dice Jonas, eran éticas del presente, de la “contemporaneidad”. Todas ellas compartían tácitamente tres premisas, conectadas entre sí, que el autor describe de la siguiente manera: 1) La condición humana, resultante de la naturaleza del hombre y de las cosas, permanece en lo fundamental fija de una vez para siempre; 2) Sobre esa base es posible determinar con claridad y sin dificultades el buen humano; 3) El alcance de la acción humana y, por ende, de la responsabilidad humana está estrictamente limitado. Hoy todo eso ha cambiado de manera irreversible. Son hoy tan diferentes, en lo que respecta a su magnitud, las acciones sugeridas por la técnica moderna, son tan nuevos los objetos introducidos en ella y las consecuencias que de ellos se siguen, que ninguna ética anterior puede abarcarlos (Sánchez, 1995: 9).
De acuerdo a algunos filósofos vivimos en “la época moral del largo alcance” donde habrá que asumir una Ética de la Responsabilidad. Cabe destacar que esta época moral de largo alcance ha provocado una mutación en la estructura de la acción humana debido a que el desarrollo del poder tecnológico ha cambiado la esencia de nuestra acción: a) el carácter crecientemente artefactual de la acción humana en las sociedades contemporáneas; b) el carácter crecientemente socializado de la acción humana; c) una creciente dificultad de percepción de la relación real entre la acción individual y sus consecuencias y resultados; d)
extensión espacial y temporal de las cadenas causales puestas en marcha por nuestra acción;
irreversibilidad de muchos de los efectos de nuestra acción; f) carácter acumulativo de los efectos; g) conciencia creciente de la vulnerabilidad, la fragilidad de la naturaleza dentro de la cual actuamos: nos hemos convertido en una fuerza geológica planetaria que pesa cada vez más sobre nuestro vulnerable mundo; h) el nuevo tipo de poder, con sus nuevas estructuras y su nueva concentración, es de tal tipo que una sola persona o un pequeño grupo de ellas (el presidente de EEUU, por ejemplo) puede decidir sobre la existencia de la especie humana; i) la socialización de la ética: la mayoría de los grandes problemas éticos que plantea la moderna civilización técnica se han vuelto cosa de política colectiva (Riechmann, 2005).
En una época moral del largo alcance, la ética como disciplina normativa y práctica, es una materia que no sólo debería dejarse al cuidado de los filósofos, sino también incluir a los historiadores, antropólogos, politólogos, sociólogos, psicólogos, artistas, ingenieros, expertos en gestión de riesgos, organizaciones de la sociedad civil, pueblos indígenas, gobiernos, partidos políticos y empresas para “debatir y dialogar” en torno a los valores éticos que deben guiar al modelo de desarrollo que la sociedad pretenda alcanzar: “dado que el verdadero objeto de la ética es el debate en torno a cuál es la mejor especie de vida humana, necesitamos de todos los recursos que podamos conseguir para enriquecerla e informarla” (Grayling, 2015: 252).
El desarrollo y sus modalidades como desarrollo nacional, desarrollo sustentable, desarrollo regional, desarrollo rural o desarrollo urbano no se pueden quedar al margen del análisis ético-político y las ciencias sociales. En ese sentido, ninguna teoría, programa o política de desarrollo debe quedar exenta del escrutinio sociológico de los valores éticos, sociales, económicos, políticos, culturales y ambientales que la acompañan: ¿Desarrollo para qué?, ¿Para todos o para las élites nacionales y trasnacionales?, ¿Desarrollo con desigualdad social, ecocidios y etnocidios?, ¿Es posible el desarrollo de México con ética ambiental, inclusión de la diversidad cultural, justicia social y democracia participativa? Para algunos autores si es posible responder de manera afirmativa a la última pregunta:
La ética ambiental propone un sistema de valores asociado a una racionalidad productiva
alternativa, a nuevos potenciales de desarrollo y a una diversidad de estilos culturales de vida. Se trata de ver los principios éticos del ambientalismo como sistemas que rigen la moral individual y los derechos colectivos, su instrumentación en prácticas de producción, distribución y consumo, y en nuevas formas de apropiación y transformación de los recursos naturales. Los valores ambientales surgen contra la cultura del poder fundado en la razón tecnológica y la racionalidad económica. Frente a la producción de masa, el desarrollo centralizado, la congestión de las megaciudades, la homogeneización de la cultura, la producción y el consumo, y los sistemas jerárquicos y autoritarios de toma de decisiones, se reivindican los valores de la subjetividad, la diversidad cultural, la democracia participativa y la tolerancia. La ética ambiental vincula la conservación de la diversidad biológica del planeta con el respecto a la heterogeneidad étnica y cultural de la especie humana. Ambos principios se conjugan en el objetivo de preservar los recursos naturales e involucrar a las comunidades en la gestión de su ambiente. Se enlazan aquí el derecho humano a conservar su cultura y tradiciones, el derecho a forjarse su destino a partir de sus propios valores con los principios de gestión participativa para el manejo de sus recursos, de donde las comunidades derivan sus formas culturales de bienestar y la satisfacción de sus necesidades (Leff, 1998: 116).
Actualmente existe un consenso sobre la crisis sobre el concepto del desarrollo en el área de las ciencias sociales que cuestiona sus supuestos eurocéntricos, economicistas, patriarcales, antropocéntricos, tecnocráticos y cortoplacistas. En ese sentido, el desarrollo ha perdido su inocencia como sinónimo de crecimiento económico, la crisis ambiental y los movimientos ambientalistas han puesto el dedo en la llaga al señalar la “finitud” de la base de los recursos naturales sobre la que han descansado algunas teorías económicas y desarrollistas a ultranza.
Desde 1945 a la fecha el desarrollo como panacea de los países ricos y los países del Tercer Mundo para resolver problemas ancestrales como la pobreza, las enfermedades, el desempleo, el analfabetismo y el atraso tecnológico, ha tenido que atravesar por diferentes momentos de redefinición conceptual, axiológica, política e ideológica. Del desarrollo económico se ha transitado a un concepto de desarrollo sustentable que teóricamente busca
reconciliar lo que en la práctica se contradice una y otra vez, es decir, la tensa y conflictiva relación entre economía, sociedad y medio ambiente.
Por otra parte, los filósofos morales y de la ciencia, así como los ecólogos han cuestionado los costos sociales y ambientales que han acarreado las teorías y las políticas del desarrollo sobre los ecosistemas, la biodiversidad y las tradiciones culturales campesinas e indígenas. En ese sentido, campos del saber híbrido como la ética ambiental, la ecología política, la sociología ambiental o la antropología ambiental, han señalado la necesidad de cambiar nuestros actuales patrones de desarrollo consumistas, pues de lo contrario la supervivencia de las nuevas y futuras generaciones no estará garantizado.
El desarrollo como institución humana que busca la satisfacción de las necesidades básicas y muchas veces superfluas requiere de una atención multidisciplinaria, transversal, ética y prospectiva que deje atrás sus grandes limitaciones y anacronismos señalados por la antropología del pos-desarrollo. Las sociedades humanas se encuentran en una encrucijada, pues son varias las amenazas, riesgos y peligros que se ciñen en las décadas venideras. En ese sentido, problemas como el cambio climático, la perdida de la biodiversidad, la deforestación, la contaminación y sobreexplotación del agua, el avance de la desertización, la explosión demográfica, la proliferación de enfermedades, las crisis cíclicas del capitalismo, el auge del terrorismo y la xenofobia, son algunos de los retos que enfrentan las ciencias sociales en la redefinición del desarrollo.
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