Elena Catalina Gutiérrez Franco1 y María Elena Meza de Luna2
Resumen: En el presente escrito abordamos las problemáticas en la experiencia de vida y el ejercicio profesional para llevar a cabo prácticas de autocuidado, que se llegan a presentar en personas que se dedican al trabajo con mujeres violentadas. El objetivo es formular una reflexión crítica sobre las condiciones en la vida de los y las trabajadoras, que son derivadas de su mismo trabajo con temáticas de violencia, las cuales pudieran no estar siendo atendidas propiamente. Partiremos del concepto de “cuidado de si” de Michel Foucault para analizar dichas prácticas de autocuidado.
Abstract: In this paper we address the problems in life experience and professional practice to carry out self-care practices, which are presented in people who work with women who have been aggressed. The objective is to formulate a critical reflection on the conditions in the life of the workers, which are derived from their work with issues of violence, which may not be properly addressed. We will start with Michel Foucault's concept of "self-care" to analyze these self-care practices.
Palabras clave: Trabajo con víctimas de violencia; Traumatización vicaria; Cuidado de si; Prácticas de autocuidado
En México la violencia es un fenómeno que ha ido en constante crecimiento, en particular, la
1 Licenciada en psicología clínica y estudiante de la Maestría en Estudios de Género, por parte de la Universidad Autónoma de Querétaro, miembro estudiante de la Red Temática en Estudios Transdisciplinarios del Cuerpo y las Corporalidades, kat_1389@hotmail.com.
2 Es Doctora (cum laude) en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Barcelona. Está adscrita a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Es parte del Sistema Nacional de Investigadores/as. Su interés se centra en la construcción de justicia y paz social, para tal logro ha investigado temas de violencia y de comunicación (ver su perfil). Se empeña en desarrollar intervenciones basadas en el conocimiento científico, esto la ha llevado a participar en la creación de IIPSIS, Investigación e Intervención Psicosocial, A.C., (www.iipsis.mx) asociación dedicada a fortalecer el respeto de los derechos humanos en las juventudes y la niñez, mezamariel@gmail.com.
violencia hacia las mujeres es un tema acendrado que no discrimina por edad, por zona, por etnia, por trabajo, etc. Se estima que el 61.1% de mujeres de 15 años a más, han enfrentado en su vida al menos un incidente de violencia por parte de algún agresor, 43.9% por parte de su actual o última pareja, esposo o novio y 34.3% en espacios públicos o comunitarios (ENDIREH, 2016). De manera que en las últimas décadas se ha dado reconocimiento internacional respecto a esta problemática. En 1979 en la Asamblea General de las Naciones Unidas se aprobó la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (Rico, 1996), a partir de ahí se han generado leyes e instituciones tanto nacionales como estatales para trabajar con ello. El 6 de marzo de 1997 se crea por decreto el Consejo Estatal de la Mujer, el 27 de marzo del 2009 se promulga la “Ley Estatal de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia” (institutoqueretanodelasmujeres.gob.mx) y en el mismo año, el 1° de junio, se crea la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres (www.gob.mx/conavim). Sin embargo, se ha visto que trabajar en instituciones de este tipo llega a involucrar un fuerte desgaste.
El presente trabajo aborda una de las problemáticas que gira en torno a las prácticas de autocuidado existentes en el personal que atiende a mujeres violentadas (MV) desde un entorno institucional. Algunos testimonios exploratorios que he realizado con trabajadoras en instituciones que atienden mujeres violentadas (IAMV) refieren que estas instituciones son reproductoras de esquemas violentadores. Si bien se han generado varios protocolos institucionales para poner un freno y erradicar de manera efectiva la violencia, ésta es reproducida en ocasiones dentro de las mismas instituciones por quienes trabajan dando atención. Sin embargo, dicho fenómeno podría ser un síntoma derivado del desgaste ante el trabajo continuo con temáticas de violencia, de la carencia del seguimiento y de la atención que se brinda al propio personal que labora en dichas instituciones, y sobre todo, a la casi nula información y ejecución de prácticas de autocuidado por parte de estos mismos.
Indudablemente, es necesario apoyar el buen funcionamiento de las instituciones que atienden a mujeres violentadas (IAMV), donde se propicie la generación de ambientes empáticos, ya que su labor es crucial en el apoyo a víctimas de violencia. Sin embargo, reconocemos la dificultad que esto puede embargar para quienes se encargan de la atención. En este escrito nos abocaremos a analizar el fenómeno el cuidado de sí en un contexto en el que la práctica
profesional está atravesada por el estrés que puede generar el atender las experiencias de violencia.
La estructura del presente documento parte de una visión general respecto de lo que es la violencia, acercándonos a una de sus variables: la violencia de género, y su relación con la salud y cómo está influenciada en gran medida por las construcciones socio culturales respecto al género, proyectándose incluso en instituciones creadas para erradicar estas expresiones de la violencia que afectan tanto a mujeres como a hombres. En este punto se ahondará en algunos protocolos institucionales, para hacer visible el hueco respecto al cuidado de los y las trabajadoras que trabajan con temáticas como la violencia de género y sus víctimas. Una vez esclarecido estos puntos, se describirán algunas de las manifestaciones que suelen presentarse con mucha frecuencia en este tipo de trabajos, así como su sintomatología para poder tener más claro el cómo poder visualizarlas y con ello trabajarlas.
Después, se hará un recorrido histórico alrededor del concepto del cuidado de sí, retomando principalmente lo construido por Michel Foucault, para vislumbrar los cambios y modificaciones que ha atravesado este concepto gracias al paso de los avances de la medicina, la ciencia y la misma cultura, hasta llegar a las propuestas actuales sobre las prácticas de autocuidado y su posicionamiento dentro de la vida cotidiana de los sujetos y las instituciones que se dedican a trabajar con temáticas de violencia.
El trabajo abre una ventana a la reflexión, posibilitando no solo un acercamiento a la aceptación y promoción de dichas prácticas, sino a la posibilidad de llevar éstas a un nivel cultural, como fenómeno social integrado a la cotidianidad de los seres humanos y con ello poder realizar cambios significativos en la sociedad.
Entender la violencia de género y como esta llega a posicionarse dentro de las instituciones que pretenden ponerle un freno, es importante para establecer algunas de las fuentes de donde pueda estarse generando o reproduciendo, para así tener un punto de partida claro y trabajar efectivamente para contribuir al entendimiento de los factores que posibilitan o impiden el ejercicio de prácticas de autocuidado.
Quiero comenzar de una manera general abordando el concepto de violencia propuesto
por la ONU y citado por la Dra. María Guadalupe Huacuz Elías: Violencia:
“todo acto por el cual se usa la fuerza (física, verbal y/o emocional) para lograr que otra u otras personas hagan o dejen de hacer algo, aunque no estén de acuerdo. Todo acto de abuso o coerción en el que una persona con mayor prestigio o poder atenta contra los bienes, libertad, salud y derechos humanos de otras personas, amenazándolas u obligándolas a realizar actividades que las puedan poner en peligro y que vayan en contra de su voluntad e integridad como seres humanos (ONU)”. (Huacuz, 2010, p.12)
A través de la historia de la humanidad hemos sido espectadores de una larga lista de actos violentos. Violencia a través de las múltiples guerras, ya fuera para conquistar territorios ajenos o por cuestiones ideológicas, violencia cuando se quemaron a miles de mujeres por ser acusadas de brujería, violencia cuando se impuso a pueblos indígenas una religión diferente a la que ya tenían, violencia cuando personas de color fueron utilizados y utilizadas como esclavos por gente de “raza superior”, etc.
El común de todos estos acontecimientos históricos yace en los diversos tipos de relaciones de poder que a lo largo de la historia se han establecido en diversas culturas, porque se entiende que al hablar de relaciones de poder hay muchos abordajes, donde se ubica el ejercicio de relaciones tanto benéficas y productivas entre personas, como otras tantas que obedecen al orden de la dominación del otro. Aquí se abordarán las ultimas mencionadas, que alimentan en gran medida la dinámica de la violencia, donde algunos pocos mantienen el control y el mando de aquellos y aquellas más vulnerables en diversos ámbitos (que no tienen un acceso equitativo a recursos como educación, acceso a la justicia, a algunos bienes materiales u oportunidades de crecimiento personal o económico que les permitan tener otro estilo de vida que rompa con la relación “amo-dominado”), inclusive como este tipo de relaciones de poder incide en cómo cuidamos de nuestra persona, tanto en lo físico como en lo mental.
Toda esta dinámica y ejercicio de relaciones de poder aún hoy en día se mantienen y se manifiestan en los diferentes círculos socio culturales. Las relaciones de poder que degeneran en la violencia pareciera que son aceptadas, normalizadas y reproducidas como parte de la vida
cotidiana entre las personas (hombres y mujeres), de acuerdo a categorías, determinaciones y atributos establecidos socialmente por la cultura, en base a una determinación de genotipo (Lagarde, 1994). Un caso claro es la violencia de género. Marcela Lagarde hace mención sobre la cultura dominante que atraviesa a los géneros diciendo que, de las atribuciones que hablan únicamente del orden del sexo biológico se extienden atributos específicos a hombres y mujeres, y éstas, además, “asignan características económicas, sociales, jurídicas, políticas y culturales” (Lagarde, 1994, p.4).
Esto juega un papel importante, porque nos permite observar con claridad esta dinámica entre los ejercicios de relaciones de poder, específicamente los vinculados a las construcciones alrededor del cuerpo de las personas. Siendo seres humanos determinados de acuerdo al sexo biológico, se logra eclipsar momentáneamente la generación de pensamiento subjetivo y crítico, donde se pueda poner en tela de juicio las determinaciones establecidas en torno al cuerpo sexuado. A partir de la construcción de la categoría de género que permea sobre estos cuerpos, es como también se tiene un dominio sobre estos. Esta categoría construye un orden social partiendo de asignar atribuciones a los portadores de esos cuerpos (Lagarde, 1994) de tal manera que si alguien sale del estándar marcado, puede llegar a ser excluido, señalado y violentado al privarle de sus derechos humanos, y por supuesto, esto tiene gran impacto en la manera en que ejercemos cierto tipo de prácticas que pueden influir significativamente en nuestro autocuidado.
Marta Lamas reafirma este punto cuando hace mención sobre cómo cada cultura establece un conjunto de prácticas, ideas, discursos y representaciones sociales que dan atributos específicos a mujeres y hombres, que además, reglamentan y condicionan la conducta objetiva y subjetiva, ya que la sociedad construye ideas de lo que deben ser las mujeres y los hombres (Lamas, 1996). La normalización de estos esquemas ha establecido una dificultad abrumadora para visualizar las problemáticas que trae consigo la justificación de la violencia de género y como barrera para la ejecución de prácticas de autocuidado entre las personas.
Sin embargo, frente a este tipo de antecedentes, surgieron grupos como los frentes feministas, que abrieron la perspectiva de análisis respecto a este tipo de construcciones culturales en torno al género y sus repercusiones sociales. Dando pie a establecer que la violencia también es, en gran medida, permeada por este tipo de construcciones, las cuales llegan a establecer criterios de discriminación y abuso en relación a los atributos dados a cada sexo.
Se puede determinar entonces que la violencia de género es:
“Todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de la libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o privada (ONU, 1993)”. (Huacuz, 2010, p.12)
Lo siguiente sería preguntarnos sobre la relación entre la violencia de género y la salud de las personas. Partiendo del concepto de salud que establece la OMS, esta se entiende como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” (http://www.who.int/suggestions/faq/es/), por supuesto que estos puntos pasan por la incógnita del género, atravesados al mismo tiempo por las construcciones socioculturales antes mencionadas, ¿qué se construye acerca del bienestar físico, mental y social, a partir de lo que se ha estructurado que debe ser una mujer o un hombre? ¿y como esto tiene relación con la violencia de género y las prácticas de autocuidado?
Un punto de acercamiento es a partir de la división sexual del trabajo y los roles/ estereotipos de género. Dadas las construcciones que establecen lo que debe ser un hombre o una mujer, también se asignaron roles específicos en el campo laboral, conductas y prácticas en relación a la salud.
“Basándose en los estereotipos sobre el rol del género, se entiende que los hombres deben desarrollar una actividad central o productiva, mientras que las mueres están destinadas a una actividad periférica o reproductiva”.(Cruz, sf, p. 49)
Con la gama de estereotipos de género, se incorporaban características de acuerdo a los atributos físicos, por lo que las mujeres eran puestas del lado de la ternura, lo delicado, lo débil, encargadas del hogar y de la crianza de los hijos, mientras que por el contrario, el hombre contaba con la fuerza, representantes de la familia y principales proveedores de lo económico, temerarios y arriesgados, incapaces de involucrarse con las tareas del hogar y los sentimientos, que son propiamente femeninos (Cruz, sf).
Este tipo de afirmaciones, trae consigo consecuencias. Por un lado, justifica la violencia de género, en medida que se limita la participación de ambos en prácticas que les sean benéficas, ya que social y culturalmente están restringidas por su condición de género. También por el forzamiento de desempeñar un papel específico frente a la sociedad con fines de poder encajar y no ser discriminado y por supuesto, por el riesgo al que se exponen física, emocional y mentalmente al cuestionar los roles y estereotipos. Cabe enfatizar que la permanencia de este tipo de estereotipos trae consigo repercusiones en la salud de hombres y mujeres.
Se ha demostrado que en el cumplimiento de los estereotipos de género, las funciones y tareas que debe desempeñar cada persona, pueden volverse factores estresantes o de riesgo importantes, inclusive para llevar a cabo prácticas de autocuidado. Por ejemplo, con la inclusión de la mujer al campo laboral, las mujeres que son madres de familia, realizan una triple jornada laboral, al cumplir con los roles del trabajo, del hogar y de ser madre al mismo tiempo, lo que implica en ocasiones que estos sean factores que detonan estrés (Cruz, sf), ya que en la visión sobre las madres que se entregan y dan todo por su familia, muchas veces dejan de lado su propio bienestar y cuidado. Por otro lado, gracias a los estudios sobre las masculinidades, se ha dado cuenta que los hombres se rigen por el modelo de una masculinidad hegemónica que los presenta como dominantes y fuertes. Al intentar cumplir esos estereotipos de tener mayor independencia, ser naturalmente violentos y temerarios, llegan a tener prácticas que resultan riesgosas para ellos. Incluso establecen presiones y limites sobre su vida en relación a no demostrar afecto, sentimientos, sensibilidad y no tener un papel activo durante la crianza de los hijos, por lo que el autocuidado es un tema casi inexistente en lo que refiere a los hombres (De Keijzer, 2003).
Lo interesante de la relación entre estos factores (violencia de género – salud) es que determinan fuertemente no solo la apariencia de las personas, sino también su conducta y pensamiento, mismos que traspasan la barrera de lo personal y se llevan al ámbito de la socialización. Es aquí donde la violencia de género permea en diversos espacios públicos, inclusive en las instituciones creadas para ponerle un alto, ya que, al seguirse reproduciendo ciertos estereotipos en base al género, generan un choque entre los modos arraigados culturalmente, los valores y estándares de atención que pretenden lograr y la manera en que los y las trabajadoras ejercen prácticas de autocuidado para llevar a cabo sus funciones dentro de estas mismas.
Una vez reconocida la problemática que representa la violencia de género y su relación con el ejercicio de prácticas de autocuidado, se tiene que reconocer que incluso dentro de las instituciones que han sido construidas para erradicarla, no hay una garantía sobre técnicas que permitan abórdala eficientemente. De hecho, se ha reportado que es un problema de salud pública y de violación de derechos de las personas (que tiene más peso y representación sobre la violación de los derechos de las mujeres), que impone una problemática importante para los gobiernos y donde existen serios rezagos (Huacuz, 2010,). De ahí la pertinencia del presente trabajo, en tanto que se empeña en estudiar uno de los posibles problemas que surgen dentro de las instituciones para trabajar la violencia de género, más en específico, las situaciones donde quienes trabajan en las IAMV violentan a quienes buscan cobijo.
Cabe señalar que ha habido un esfuerzo considerable para mejorar la eficiencia de las instituciones de atención de la violencia de género, a través de leyes, propuestas y protocolos de actuación para prevenirla y atenderla. Sin embargo, se ha encontrado que dichas instituciones cometen revictimización (Meza-de Luna, 2010), en donde las instituciones terminan reproduciendo la violencia bajo los esquemas donde se normalizan este tipo de conductas, no solo con quienes llegan a esta, sino también dentro de la relación entre los mismos trabajadores y trabajadoras. Por ejemplo, asignando responsabilidades a las víctimas de la violencia que reciben, en lugar de aterrizar el problema con perspectiva de género. De hecho, se ha señalado que:
“…hay una gran variedad de acciones orientadas a prevenir la violencia y prestar atención y apoyo a las víctimas, pero en general éstas se realizan sin coordinación, con escasos recursos y con diferentes orientaciones. Tampoco existen diagnósticos ni criterios metodológicos compartidos, lo que impide contar con cifras comparables que sirvan de base para la planificación de políticas.” (Rico, 1996, p.9)
Todo ello aunado a otras prácticas (por ejemplo, ineficacias del sistema, desinterés, falta de formación), esto confirma que por más que el punto sobre la igualdad esté como punto central en el art.4° de nuestra constitución, la sociedad desigual tiende a repetir este tipo de esquemas desiguales en todas sus instituciones (Lamas,1996), lo que hace que la falta de autocuidado puede
llegar a incrementar las deficiencias en el funcionamiento en las IAMV.
Dentro de la violencia de género en el ámbito laboral, se estima que el 26.6% de las mujeres que trabajan o trabajaron alguna vez, experimentaron algún acto violento, principalmente de tipo sexual y de discriminación por razones de género o por embarazo (ENDIREH, 2016). Y en relación a las prácticas de cuidado, hay 11.1 millones de personas de 12 años y más que realizaron trabajos de cuidado de uno o más integrantes de su mismo hogar, lo que representa en 28.4% de las y los integrantes de su mismo hogar, y de estos, el 39.9% en el caso de las mujeres y 15.9% para los hombres (ELCOS, 2012). Estas cifras corroboran una vez más lo antes debatido, y es de vital importancia considerar prácticas de autocuidado para dar un giro significativo a la violencia de género, pudiendo tener un punto de partida desde el trabajo en las instituciones y su inserción en los protocolos existentes.
Al analizar los protocolos institucionales existentes en el estado de Querétaro encontramos que el autocuidado está desatendido en las IAMV. Una característica fundamental es que los protocolos son desarrollados para cumplir con objetivos específicos, de acuerdo a estos, se puede visualizar que siguen tres vertientes principales:
Atención. Establecer procedimientos para dar atención a personas que solicitan un servicio, como lo marca el “Protocolo para la atención de usuarias y víctimas en los Centros de Justicias para las Mujeres en México” (2012).
Establecer los lineamientos de conducta y de ética con los cuales se rigen y dirigen quienes trabajan dentro de las instituciones, así como establecer los procedimientos a seguir en caso de que no se cumplan estos criterios, ejemplos de este tipo son “Código de conducta del INMUJERES” (2016) y “Procedimiento y protocolo para la atención de quejas y denuncias que se presenten ante el comité de ética y de prevención de conflictos de interés del Instituto Nacional de las Mujeres” (2017).
Relaciones entre trabajadores. Estos protocolos buscan salvaguardar la integridad y seguridad de quienes trabajan en las mismas instituciones, como se puede ver en el “Protocolo para la prevención, atención y sanción del hostigamiento sexual y acoso sexual en las dependencias y entidades de la administración pública federal” (2016).
Con esto podríamos decir que las instituciones gubernamentales al servicio de la sociedad y al cuidado de sus mismos trabajadores y trabajadoras cubre todas las áreas de trabajo posibles
con los protocolos establecidos. Sin embargo, dentro de estos protocolos se propone de manera muy precaria, casi inexistente, el trabajo directo con las manifestaciones derivadas de trabajar con temáticas de violencia que se pueden presentar y manifestar en los y las trabajadoras de estas dependencias, y que se relaciona en gran medida con la carencia de prácticas de autocuidado ante el impacto que puede generar en la propia persona que atiende a quienes han experimentado violencia. Justamente, este es el vacío que quiero resaltar.
Efectivamente, algunos protocolos institucionales están dirigidos a un trabajo directo con el personal, donde se menciona la importancia o la necesidad que tiene que se dé capacitación y talleres sobre sensibilización de algunas temáticas, entre las rescatadas, el acoso sexual laboral, el hostigamiento sexual, violencia hacia las mujeres y cursos de certificación para la formación constante de las personas que trabajan con víctimas de violencia y todos estos a su vez con perspectiva de género. Si bien, la formación y capacitación constante es un factor importante para saber realizar una tarea determinada, estos pequeños puntos marcados dentro de los protocolos, van dirigidos a la cuestión del control y “autorregulación” de ciertas conductas que pueden interferir en los estándares éticos, de calidad y de responsabilidad que ofrecen las instituciones. Sin embargo, no abarcan un trabajo directo con los diferentes posicionamientos subjetivos y los trasfondos de cada problemática que pueden manifestar los y las trabajadoras en su ejercicio profesional con temáticas de violencia. También se resalta la vaguedad hacia quienes va dirigido este tipo de asesoramiento, formación o capacitación. Lo que resulta problemático ya que favorece la reproducción de esquemas violentadores de los que hemos hablado y que podrían ejercerse por diferentes instancias en las IAMV.
Estos puntos son claramente observables casi al final del Código de Conducta del INMUJERES:
“Este código de conducta del INMUJERES proporciona una orientación clara y útil sobre los modelos de acción esperados por toda persona que desempeña un cargo público en este instituto, como un mecanismo de autorregulación individual desde un punto de vista ético y responsable, siendo una referencia y apoyo para la toma de decisiones”. (INMUJERES, 2017, p.21)
También podemos rescatar los incisos b, c y d del “Protocolo para la prevención, atención y sanción del hostigamiento sexual y acoso sexual en las dependencias y entidades de la administración pública federal” (CONAVIM, 2016, p.7), en los cuales se abordan las acciones específicas para prevenir estas conductas dentro de las instituciones:
Asegurar que la totalidad del personal reciba al menos una sesión anual de sensibilización sobre el hostigamiento sexual y acoso sexual.
Brindar facilidades para el proceso formativo de sensibilización de las y los integrantes de los comités y para la certificación de las personas consejeras.
Promover una cultura institucional de igualdad de género y un clima laboral libre de violencia, y documentar la campaña de difusión que anualmente se lleve a cabo, entre otros, para prevenir y erradicar el hostigamiento sexual y acoso sexual.
Es interesante analizar estos puntos dentro de los protocolos, ya que nos acerca a otro marco de observación, la falta de responsabilidad sobre la demanda de un tipo atención específica que surge en el personal institucional frente al trabajo con temáticas de violencia, y que debe proporcionarse a las y los trabajadores de las instituciones. Con esto no quiero decir que las instituciones no tomen en cuenta sus responsabilidades hacía con la sociedad y los valores que profesan en función de aplicar, lo más posible, procedimientos éticos que hablen y reflejen una calidad de atención a la víctima, pero resulta contradictorio y cuestionable que si bien parte de la responsabilidad de las instituciones radica en proveer recursos, ya sean cursos de sensibilización o de certificación, se deje de lado el cuidado de quienes están expuestos a la atención de la violencia “el nivel de cuidado de los equipos, que es responsabilidad de los niveles directivos e institucionales, en términos de generar condiciones “cuidadosas” y protectoras para el trabajo de sus equipos” (Arón y Llanos, 2004, p.6), debe ser algo prioritario, ya que finalmente las instituciones están constituidas y se realizan por la gente que trabaja en ellas.
Es decir, por un lado, las instituciones emplean prácticas que se pensaría cumplen con satisfacer esta demanda de atención, sin embargo, la realidad en la experiencia de las personas que trabajan dentro de la institución y de aquellos y aquellas que se han acercado a estas, dan testimonio sobre que las mismas instituciones reproducen esquemas de violencia y que no hay medidas que aborden el trabajo directo con este tipo de manifestaciones.
La falta de programas de cuidado de si y la fomentación de prácticas de autocuidado en
personas que trabajan con víctimas de violencia pueden tener efectos nocivos al afectar el trabajo institucional, porque “al no contar con modelos explicativos sobre estos fenómenos, la tendencia habitual de los equipos es atribuirlos a déficit personales, tanto propios como de los demás integrantes del grupo de profesionales” (Arón y Llanos, 2004, p.2). Aquí radica la importancia de analizar el cuidado de sí en la experiencia de vida y prácticas de los y las trabajadoras de las instituciones dedicadas a la prevención y atención de la violencia de género. Con el fin de favorecer tanto su calidad de vida como de potenciar la calidad del servicio que ofrecen dentro de las instituciones. Esto último, sabiendo que las decisiones que sustentan nuestras acciones están impregnadas de factores de los cuales no necesariamente, y en la mayoría de las veces, somos conscientes y que podrían sabotear los resultados esperados, por lo que deberíamos tomar consciencia de su presencia (Turvey y Coronado, 2016). Justamente, este trabajo pretende estudiar cómo el alejamiento del cuidado de sí y de las prácticas de autocuidado, podría ser un factor que contribuya a la poca visibilización de violencia en las personas que laboran en las IAMV al tiempo que van generando mermas en la salud personal y en la eficiencia del servicio que se desarrolla en estas instituciones.
Hay criterios subjetivos presentes en todo momento, nuestra forma de pensar y ver el mundo depende mucho de nuestra historia personal, de nuestra personalidad y nuestros procesos de razonamiento. Es por ello, que el trabajo institucional se ve constantemente incompleto, ya que se deja de lado o no se llega a tomar como un problema serio la subjetividad del trabajador, la cual puede permear y nublar su visión en relación a situaciones que requieren una perspectiva de género efectiva, así como un trabajo empático donde no se vuelva a violentar a quien llega a la institución.
Según Cabazat (2002), el trauma psicológico tiene una relación significativa con la generación de sucesos de orden social, político y cultural. Si bien el trauma permea en todos los ámbitos, desde lo personal hasta lo social; este tiene manifestaciones muy específicas dentro de cada una, llevándonos a pensar que “las manifestaciones del trauma recorren horizontal y verticalmente a la sociedad” (Cazabat, 2002, p.38). El estudio del trauma ha estado ligado a la historia de la humanidad y a las condiciones políticas de cada época, dando testimonio de acontecimientos que
marcaron esta historia. Por ejemplo, a las grandes guerras y a las repercusiones que tuvieron después, esto a partir del estudio de los efectos psíquicos que se vivenciaron posteriormente de esos momentos, la consecuencia eminente a nivel social para registrar sus estragos y con ello elaborar tratados políticos que no permitieran que esto volviera a afectar a la población. El autor retoma el trabajo de Judith Herman (1997), quien realiza una clasificación y divide la historia en tres etapas que corresponden a los momentos sociopolíticos donde se elaboró un estudio del trauma:
El estudio de la histeria: en este punto retoma los trabajos realizados en París por Charcot, quien notó una relación entre la histeria y los traumas sufridos, dándole crédito por su contribución a mirar desde otra perspectiva los discursos e historias de la gente, que antes eran tomados como simulaciones o incluso posesión de algún demonio. Después del trabajo de Charcot, sus alumnos, Freud y Pierre Janet, además de vincular como causa de la histeria al trauma psicológico, señalaron que éste producía un estado alterado en la conciencia. Por supuesto los estudios de Freud en relación a la histeria continuaron, atribuyendo los recuerdos de abusos sexuales a fantasías y deseos infantiles.
Las neurosis de guerra: aquí rescata los trabajos realizados en relación al trauma y su sintomatología a partir del estudio de las consecuencias de la guerra y el combate de los movimientos que dieron origen a la primera y segunda guerras mundiales y las guerras de Corea y Vietman. Quien retoma los estudios sobre las neurosis de guerra es Charles Myers, que en 1915 postula que los síntomas que presentaba un soldado eran de orden psicológico. En 1941 Abraham Kardiner describe síntomas asociados al estrés postraumático. Por supuesto también se vio el paso de los psiquiatras en la creación de conceptos para el DSM, que gracias al trabajo de Charles Figley, un veterano de guerra que investigó sobre el tema, crea su libro “Stress disiders among Vietman veterans”, donde aborda las características de lo que luego se conocería como trastorno por estrés postraumático, dando pie al reconocimiento de la existencia de un trastorno producido por eventos traumáticos. De este trabajo, la American Psychiatric Association, incorpora el diagnóstico de trastorno por estrés postraumático en el año de 1980.
La violencia doméstica y sexual: Herman hace mención que gracias a los movimientos feministas de los años 70 se dio un giro en la mirada social, que se volcó en
una realidad que fue dejada de lado durante mucho tiempo: la violencia sexual y doméstica de mujeres, niñas y niños. A partir del estudio de estos hechos, revelaron que las víctimas de violencia sexual y doméstica presentaban una sintomatología muy similar a la de los veteranos de guerra. Trabajos rescatables en este ámbito fueron los foros organizados en 1971 por New York Radical Feminists para hablar sobre los efectos de la violación, también el trabajo de Ann Burgess y Linda Holstrom para hablar de síndrome de trauma por violación; y en 1979 la introducción del término “síndrome de mujer golpeada” por Leonore Walker. Todos estos antecedentes dieron pie a que en el año de 1985 fuera fundada, por iniciativa de Charles Figley, la ISTSS (International Society for Traumatic Stress Studies), una sociedad internacional de profesionales dedicados al estudio del trauma psicológico.
Cazabat (2002) hace hincapié en la importancia de no abandonar hoy en día el estudio del trauma psicológico, ya que son múltiples sus manifestaciones, ya sea que tengan un origen en lo natural como los huracanes y terremotos, o que sean producto del ser humano como el terrorismo, la marginalidad, el aumento de la criminalidad, etc., y que su estudio yace en la responsabilidad de los profesionales que se dedican a la profundización de estos temas.
Dentro de este marco histórico contextual, en el estudio de las interrogantes que rodean al trauma psicológico tenemos un campo de aproximación a nuestro tema de interés en este trabajo, a través del estudio de las manifestaciones que se presentan cuando nos encontramos frente a sucesos y hechos traumáticos, para permitirnos entonces, ahondar aún más sobre las posibilidades que tenemos para hacerles frente. Esto no está muy alejado de lo que podemos encontrar dentro de las IAMV.
De este punto Teresa E. Ojeda (2006) menciona:
“Trabajar dentro del campo de la violencia y, específicamente en la atención a víctimas de violencia sexual, conlleva a enfrentar con mayor intensidad y cualitativamente diferente las situaciones que se presentan tanto en el contexto de la propia atención, en las víctimas que acuden a los servicios, como en relación a las propias experiencias de los profesionales de la salud que realizan esta labor.” (Ojeda, 2006, p. 21)
También resalta un punto importante al hablar de “estados de tensión” y marca dos posibles fuentes de sus orígenes:
Origen externo: Cuando este tipo de tensiones provienen de circunstancias externas al profesional de la salud, pone como ejemplo la practica laboral, que va desde escuchar a las víctimas constantemente, identificar su vulnerabilidad, la observación de las carencias en los protocolos de atención y en las instituciones, la falta de recursos que limitan su trabajo, etc.
Origen interno: Cuando estas tensiones provienen del mundo interior de los mismos trabajadores, menciona que estas se producen cuando en el trabajo con víctimas se confrontan valores, creencias y pensamientos personales, así como caer en un estado de reconocerse de la misma manera vulnerable y temer pasar por una situación similar a la de los casos que atiende, al rememorar alguna situación de violencia que se experimentó en el pasado, al tener sentimientos de culpa al no ver que se haya efectuado un cambio significativo en la víctima que se atiende, etc.
Para los fines de la investigación, es pertinente hacer un recorrido conceptual sobre las manifestaciones que más se presentan en los y las trabajadoras que cumplen un cargo de trabajo dentro de instituciones que atienden a víctimas de violencia, así como sus características más visibles. Ya que la importancia de poder mencionarlas, sus características, así como su sintomatología, radica principalmente en que hay una gran variedad de estas. Tener la oportunidad de describirlas hace posible poder identificarlas con mayor facilidad, sin dejarlas pasar por alto o no dándoles la importancia que representan sus repercusiones.
Hay una lista significativa de manifestaciones que llegan a presentarse con personas que trabajan principalmente con temáticas de violencia o sobrevivientes de eventos traumáticos. Dentro de las más conocidas, mencionadas y estudiadas, se encuentra el estrés traumático secundario, el burnout, la traumatización de los equipos, la contaminación temática, los riesgos de equipo y la movilización de las propias experiencias de violencia. Para fines de este trabajo se aborda el concepto y sintomatología del primero mencionado.
Para comenzar hay que marcar como un punto importante que en este tipo de manifestación se
pueden encontrar a lo largo de la literatura varios términos a modo de sinónimos que lo describen, Bernardo Moreno Jiménez y colaboradores (2004), hacen una recolección de estos términos y mencionan algunos como:
traumatización secundaria (Follete, Polusny y Milbeck, 1994)
persecución secundaria (Figley,1982)
tensión secundaria traumática (Figley, 1983, 1985, 1989; Figley y Stamm, 1997)
traumatización vicaria (McCann y Pearlman, 1990; Pearlman y Saakvitne, 1995a), y
sobreviviente secundario (Remer y Eliot, 1998ª; 1998b)
El estrés traumático secundario o traumatización vicaria es definido como las emociones y conductas resultantes de enterarse de un evento traumático experimentado por otro. Se producen en las personas que trabajan directamente con supervivientes de estos eventos traumáticos, quienes prestan atención a estas personas se sienten comprometidas y responsables de ayudarlas, lo que genera un proceso de cambios en su bienestar psicológico, físico y espiritual, que probablemente afectará en gran medida no solo a la persona que brinda la atención, sino también a su familia, a la organización a la que pertenece y a los beneficiarios de su trabajo. Este tipo de manifestación es un proceso que se desarrolla a lo largo del tiempo, tiene el efecto de que la persona reproduzca en sí mismo los síntomas y sufrimiento de las víctimas, apareciendo cuando el trabajador se contacta con sus propias experiencias de abuso y maltrato, consciente o no, actuales o pasadas, las cuales aún no son integradas en su vida. (Guerra, Fuenzalida y Hernández, 2009; Pearlman y McKay, 2008; Arón y Llanos, 2004; Moreno, Morante, Losada, Rodríguez y Garrosa, 2004; Ojeda, 2006)
Ojeda (2006), aborda la sintomatología que caracteriza a la traumatización vicaria destacando tres puntos fundamentales que presentan quienes trabajan con víctimas de violencia:
Re experimentación de los acontecimientos traumáticos: manifestándose por medio de sueños, pesadillas y recuerdos recurrentes que generan malestar y angustia cada vez que la persona rememore la situación traumática.
Evitación y embotamiento de la reactividad general: referido como el esfuerzo que tendrá que realizar la persona para evitar pensamientos, actividades,
personas y lugares que le recuerden la situación traumática, presentándose como una disminución de interés y participación en actividades significativas.
Estado de alerta incrementado: consecuencias de estar en un estado de hipervigilancia, se pueden ver dificultades para conciliar el sueño, irritabilidad, explosiones de ira y respuestas exageradas de sobresalto.
Complementando con el trabajo de Pearlman y McKay (2008), ellos aportan otros puntos característicos que se presentan en esta sintomatología son los problemas para:
Manejar las emociones.
Aceptarse o sentirse a gusto con uno mismo.
Tomar buenas decisiones.
Manejar los límites entre uno mismo y los demás.
De relaciones.
Físicos como dolores, enfermedades, accidentes.
Sentirse conectado con la realidad circundante.
Pérdida del sentido de vida y de la esperanza.
Puede incidir negativamente en el trabajo, los compañeros de trabajo, el funcionamiento de la organización en general y la calidad de la asistencia que se presta a los destinatarios del propio trabajo.
Dada la amplia gama de manifestaciones que se presentan en el trabajo institucional con víctimas de violencia, se hace evidente que a la par se realicen propuestas que tengan como fin prevenir este tipo de fenómenos que ponen en riesgo la efectividad del trabajo institucional, pero aún más importante, ponen en riesgo a los pilares que hacen funcionar a las mismas instituciones: sus trabajadores y trabajadoras.
La concepción de cuidado, su significado, el cómo ha sido entendido y puesto en práctica a lo largo de la historia, tiene que ver un constructo cultural que ha sido encarnado en una serie de actividades que tienen relación con ritos, creencias, actitudes, representaciones y conocimientos que una cultura tiene sobre este concepto. Al mismo tiempo que varios factores como la ciencia, la historia y la cultura misma, han tenido un papel fundamental para su
evolución y el cómo concebimos el cuidado hoy en día (Uribe, 1999).
Haciendo un recuento, podemos remontarnos a la cultura griega. Michel Foucault es uno de los pensadores que rescata este recorrido y evolución de lo que se conocerá como “epimeleia heautou” la inquietud de sí mismo, una de las principales practicas realizadas por las corrientes filosóficas, y su cobijo más adelante, por el cristianismo, lo cual modificó este tipo de ejercicio.
Para los antiguos griegos era importante la realización de este tipo de práctica donde se daba una mayor importancia sobre las relaciones que tenía un sujeto consigo mismo, este tipo de actividades tenía que ver con el cuidado del cuerpo, lo correspondiente a los regímenes de salud, el ejercicio físico, la alimentación, el cuidado sobre los excesos al satisfacer algunas necesidades; pero al mismo tiempo tenía que ver con un cuidado del alma, mediante la constante reflexión y mesura de las actividades que uno llegaba a realizar y como esto a su vez estaba también ligado a un tipo de relación con los otros. Foucault marca el cuidado de sí como una práctica ascética, “un ejercicio de sí sobre sí por el cual uno intenta elaborarse, transformarse y acceder a un determinado modo del ser” (Foucault, 2000, p.258). Para esto era necesario el conocimiento de sí, para llegar a un tipo de práctica “ethos de la libertad”, lo cual implica que el cuidado de sí es también un cuidado de los otros, ya que involucra relaciones complejas que siempre apuntan al bienestar de esos otros, en un sentido de la no-dominación, aquí el ethos implica una relación hacía con los otros en la medida que el cuidado de sí vuelve capaz de ocupar, en la ciudad, en la comunidad o en las relaciones interindividuales, el lugar que le compete, ya que el cuidado de si implica también una relación con el otro (Foucault, 2000). En un sentido, se puede decir que el cuidado de sí estaba dirigido a la formación no solo de los ciudadanos, sino también de sus gobernantes, ya que:
“…el que cuidase como se debe de sí mismo, se encontraría por ese mismo hecho en grado de conducirse como se debe en relación a los otros y por los otro. Una ciudad en la cual todo el mundo cuidase de sí como debe, sería una ciudad que andaría bien y que encontrará allí el principio ético de su permanencia.” (Foucault, 2000, p.264)
Sin embargo, con la llegada del cristianismo, quienes heredaron y dieron otro giro a las prácticas de las antiguas escuelas filosóficas, como el examen de sí y la dirección de la
conciencia, redireccionaron este tipo de prácticas de autocuidado, las cuales fueron traducidas a otro contexto marcado por otras modalidades que fungían a un ejercicio de poder y sobre métodos para extraer la verdad del sujeto (Foucault, 2016). Aquí ya no se apuntalaba a la forma de autocuidado establecida por los griegos, sino que se cambió el simbolismo y el significado que se daba al cuidado con la relación del contacto del cuerpo propio y del otro, y se transformó a una preocupación más centrada en lo individual (Uribe, 1999). Los cuidados centrados en el cuidado del espíritu por medio de prácticas de control corporal, por medio de ejercicios de poder que tenían que ver ahora con la confesión de los pecados para tener acceso a un bienestar y purificación del alma (Foucault, 2016).
Por otro lado, también tiene que tomarse en cuenta la evolución de la traducción que se hizo del cuidado de sí y las prácticas de autocuidado con el avance científico, médico y tecnológico, evolución que marco una distorsión en el cuidado de sí, y al mismo tiempo, en relación con la cultura, determinó las prácticas de autocuidado que son propias de hombres y mujeres.
Para este punto, retomaré el trabajo realizado por Tulia Uribe (1999), quien remarca significativamente los puntos centrales dentro de este recorrido sobre las modificaciones en la concepción del término del cuidado de sí y como se han establecido y promocionado las prácticas de autocuidado hasta nuestros días. Empieza retomando los conceptos que la lengua inglesa desarrolló con relación al cuidado; en esta se conceptualizaron dos tipos de cuidado que aludían a naturalezas diferentes: los cuidados de costumbre, que estaban relacionados a la función de conservar y dar continuidad a la vida, cuidados de tipo biopsicosocial que son proporcionados y aprendidos dentro del proceso de socialización; y, los cuidados de curación, que van dirigidos a la necesidad de curar todo aquello que sea obstáculo para la vida, utilizados para el tratamiento de la enfermedad, incluyendo los cuidados de tipo terapéutico.
Por el lado de la medicina, resaltan dos factores que han influido de manera considerable al concepto y prácticas de autocuidado: en primer lugar, la medicina desarrolló un sistema de salud enfocado en la cura de la enfermedad y no para promover la salud; y, segundo, la utilización de los términos cuidar y tratar como sinónimos a partir de la separación que hace el modelo biomédico del cuerpo y sus funciones, dando la separación entre cuerpo y espíritu. Esto tuvo como consecuencia que todo lo referente al término de cuidado, englobara automáticamente
todo lo relacionado e inherente a la enfermedad y su curación. Al mismo tiempo, mediante la educación para la salud, se modificó en gran medida el estilo de vida de las personas, por medio de ejercicios de prohibición, imposición, del uso del miedo y las advertencias, que determinaron que tipo de prácticas de autocuidado eran avaladas y aprobadas para mantener el bienestar de las personas, lo que derivó más adelante en programas dirigidos a la prevención, y una vez más, no en la promoción de la salud. Tanto la prevención como la promoción, tienen como fin la salud, sin embargo, la prevención sitúa el punto de referencia a partir de la enfermedad, cuyo límite y fin es la muerte, por otro lado, la promoción hace énfasis en la optimización del estado de bienestar, entendiendo la salud como un camino sin principio ni final, implantando políticas saludables y cambios en el entorno de vida de la persona (Uribe, 1999).
Por supuesto que aquí también se rescata el papel de la cultura y como esta permea en los comportamientos humanos y con ello como se ha adaptado el concepto del cuidado de sí y las prácticas de autocuidado. En este sentido, Uribe (1999) menciona que en la relación autocuidado- cultura se pueden distinguir tres ejes importantes:
Los comportamientos están arraigados en creencias y tradiciones culturales: en este sentido las personas dirigen sus comportamientos de acuerdo a su sistema de creencias y tradiciones culturales, los cuales determinan en gran medida las prácticas de autocuidado, ya que este sistema de representaciones están permeadas por la acumulación milenaria de supersticiones y mitos que en un inicio ayudaron a dar explicación a ciertos fenómenos a falta de una explicación con base científica, lo que ha derivado actualmente en una dificultad para transformar prácticas que tienen relación con el autocuidado.
La existencia de las paradojas comportamentales: estas fueron descritas por De Roux G para poder entender el comportamiento de las personas frente a las prácticas de cuidado, él las definía como comportamientos nocivos que tienen las personas con conocimientos saludables. Esto ponía en evidencia la existencia de patrones que no eran acordes a los comportamientos saludables de la población que esperaba el sistema de salud y los conocimientos de la gente sobre riesgos específicos y su conducta respecto a estos conocimientos, dando cuenta que la gente no necesariamente dirigía sus prácticas hacia la salud, solamente cuando estas se sentían enfermas. Si el fenómeno no es reconocido como nocivo porque está adaptado culturalmente, no hay una relación con prácticas de autocuidado.
La socialización estereotipada del cuidado de acuerdo con el sexo: las diversas formas y asignaciones al cuidado que se han establecido a lo largo de la vida humana, fueron establecidas principalmente por la división sexual del trabajo y la ubicación social dada por la cultura a hombres y mujeres, donde de acuerdo a atributos de cada sexo, se establecieron qué prácticas eran propias de los hombre y cuales propias de las mujeres, dándoles a estas últimas el rol de cuidadoras natas, por su condición de poder dar vida. Este tipo de estereotipos marcó, y sigue marcando, la forma en que hombres y mujeres se posicionan frente al cuidado de sí y las prácticas de autocuidado, ya que se ha regulado y condicionado todo un conjunto de comportamientos, actos, creencias, ejercicios y saberes con relación al cuerpo, a la enfermedad y a la salud.
Una vez habiendo revisado parte fundamental del trayecto histórico respecto a los orígenes de las prácticas de autocuidado y de la participación activa de la cultura para su entendimiento y aplicación hoy en día, podemos visualizar con mayor claridad algunos de los conceptos empleados por algunos autores que hablan de este tipo de prácticas hoy en día, así como las propuestas puestas sobre la mesa para retomarlas en nuestra cotidianidad.
Desde un punto de vista del trabajo de Morales y colaboradoras (2003), conceptualizan que el autocuidado hace referencia a las actividades que efectúan los individuos, las familias o las comunidades, con el fin de promover la salud y prevenir, limitar y restablecer la enfermedad cuando sea necesario (Morales, Pérez y Menares, 2003).
Por su lado, Tulia Uribe (1999) describe el autocuidado como:
“Una práctica que involucra líneas de crecimiento en las que toda persona debe trabajar cotidianamente para tener un desarrollo armónico y equilibrado. Estas líneas de crecimiento que propician un desarrollo de las habilidades afectivas, cognoscitivas y sociales” (Uribe, 1999, p.116)
Es en este sentido la autora menciona que el autocuidado posee principios que deben ser tomados en cuenta para su promoción:
El autocuidado es un acto de vida que permite a las personas convertirse en sujetos de sus propias acciones, como un proceso voluntario de la persona para consigo
misma.
El autocuidado como una filosofía de vida y una responsabilidad
individual íntimamente ligada a la cotidianidad y a las experiencias vividas por las personas.
El autocuidado como una práctica social que implica un grado de conocimiento y elaboración de saberes que dan lugar a intercambios y relaciones interindividuales.
Haciendo contraste con lo anterior, María Jesús Izquierdo (2004), vincula lo social, el cuidado y los géneros. Genera un punto de reflexión a partir de la observación de las categorías sociales impuestas a partir del género y como estas permean en las prácticas del cuidado.
Rescatando puntos fundamentales en su propuesta sobre el cuidado, menciona que el cuidado se encuentra dentro de la encrucijada entre la razón y la emoción, donde se trata de una actividad racional que tiene origen por un estado emocional (Izquierdo, 2004). En este sentido, se pone relación entre los dos aspectos, el emocional y lo racional, a manera que se tiene que alcanzar un grado de conciencia sobre nuestras propias emociones, no solo para entenderlas, sino también para actuar conscientemente sobre éstas.
Izquierdo (2004) remarca este punto, diciendo:
“El cuidado, más que una actividad o grupos de actividades particulares, es una forma de abordar las actividades que surge de la conciencia de vulnerabilidad de uno mismo y de los demás” (Izquierdo, 2004, p. 133)
Retomar y reflexionar sobre el concepto del cuidado de sí, nos permite tener un acercamiento certero sobre qué prácticas favorecen no solo el ejercicio profesional de aquellos y aquellas que trabajan con temáticas de violencia, sino como una forma en la que se puede mejorar de forma considerable su calidad de vida y al mismo tiempo, al dar promoción a las prácticas de cuidado, se contribuye a ir solidificando una cultura consiente e informada que sepa hacer frente a la abrumadora ola se sucesos actuales y que llenan de desolación a más de un alma.
Habiendo revisado los conceptos de algunos profesionales que han tenido un acercamiento al cuidado de si y a las prácticas de autocuidado, como al estudio de las
manifestaciones que pueden derivar de la carencia de estas mismas. Sale a relucir de múltiples formas la importancia que tienen este tipo de prácticas dentro de las IAMV, haciendo resaltar que no se puede quitar el dedo sobre el reglón que habla de una carencia abrumadora y que se engloba en la pregunta: ¿Quién cuida a los que cuidan?
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