Enrique Mejía Reyes1
Palabras clave: sujeto lector; prácticas de lectura
La ponencia es parte de la investigación en proceso del Cuerpo Académico en Formación (CAEF) “Prácticas y subjetividad docente en contexto de reconfiguración educativa”; el cual tiene como propósito construir la relación discursiva entre subjetividad y práctica docente, siendo que ésta última es un proceso por el cual los docentes se van constituyendo como sujetos en un entorno de reforma educativa. “… si la práctica docente existe en espacios y tiempos específicos y si también pensamos que dichos quehaceres están inevitablemente imbricados de subjetividad,
entonces le estamos dando un papel sobresaliente a la acción y al lenguaje de los involucrados en la escuela. Pero, cabe preguntarnos, ¿de qué tipo de sujeto docente estamos hablando?” (Mejía, Madrigal, Jiménez y Castañeda, 2016, p. 3).
En el campo educativo existe la convención, a nivel curricular y en las prácticas de enseñanza, respecto a que la lectura es el medio para nuevos aprendizajes. Muchos son los avances sobre el papel dinámico del lector en tanto usuario de lo escrito (Zavala, Niño y Ames, 2004) y (Carrasco y López-Bonilla, 2013), pero todavía está por saberse lo que produce el sujeto lector en tanto subjetividad, lo cual ya no es lo pragmático y objetivo sino lo simbólico y necesario para sí mismo con relación a su mundo. En esta ponencia advierto un sujeto desterritorializado y descentrado (Guattari, 1996), esto es: un lector que no necesariamente piensa en su escisión para colocarse por encima del texto, explotarlo o mutilarlo según sus intereses. Aquí me refiero a otro, a aquel que tiene un apego en las letras para “vivir”, para “no enfermarse” y construir una forma de leer alternativa.
En lo específico, dentro del CAEF, la Liga de Generación y Aplicación de Conocimiento (LGAC) indaga “Prácticas de lectura en espacios escolares y extraescolares, me he planeado lo siguiente: ¿qué posibilidades existen respecto a la relación entre estos sujetos y sus procesos de apropiación de la cultura escrita dentro del campo educativo?, ¿qué discursos y prácticas descentrados sobre la cultura escrita pueden contribuir al estudio sistemático sobre la relación lector/texto? Estas preguntas pueden ser un aliciente y una guía para desdoblar las prácticas laterales y desocultar las enunciaciones alrededor de la lectura dentro de las instituciones escolares.
El objetivo de esta ponencia es recuperar, en el contexto de la educación básica, las inventivas de los sujetos; con esto me refiero a maestros o a estudiantes que sin hacer “uso efectivo de lo que leen”, tal vez sí crean espacios para leer distintos a los convencionales. Busco colocar en tensión ciertas versiones institucionalizadas de la lectura, lo cual aplica al campo educativo, ya que ahí se condensan las restricciones sociales (traducidas en políticas educativas, planes y programas de estudio, normas escolares, etcétera) con las prácticas de los sujetos educativos, quienes con sus saberes y trayectorias producen desde sus propios espacios y tiempos modos diferentes de significar los textos.
Dentro de los espacios y tiempos educativos es muy apropiado pensar que la lectura y el uso sistemático de libros de textos tarde o temprano llevará a los estudiantes a un aprendizaje acorde a sus necesidades de desarrollo intelectual y que, se supone, se empareja con las exigencias propias de la sociedad actual. Desde la educación maternal hasta la universidad, la lectura forma parte de lo institucional del conocimiento que como sujetos aprendemos a través de múltiples dispositivos. De tal modo, es ya una convención establecer la relación inquebrantable entre lectura y escuela. Muchas son las aseveraciones respecto a las ventajas pedagógicas y estructuras de promocionar y sobre todo enseñar los rudimentos del lenguaje en la escuela; desde luego que esto va emparejado con la cobertura, la eficiencia, tan mencionada en los últimos años, y el derecho de todos por aprender y conocer el mundo a través de la escritura. ¿En qué momento quedó asentado este acuerdo?
El supuesto del aprendizaje permanente acorde a las exigencias de tiempos cada vez más complejos y demandantes se sustenta en una idea de progreso que no emana de la lectura ni propiamente de sus prácticas (por lo menos de sus prácticas primigenias). El concepto actual de progreso surge del proyecto de modernidad, cuya intención fue dejar atrás la tutela divida para entrar a un mundo cada vez más libre, acorde a los dictados ya no de los principios teológicos y tradicionales, sino de la razón y la libertad individual. Los sujetos modernos tendrían que hacer valer su razón en un sentido cosmopolita (Kant, 2000). En este mismo sentido, el famoso ¡Sapere aude!, exigía el “atrévete a pensar” de forma pública, razonada, a través de la palabra oral y también escrita, ya sea en las tertulias, cafés literarios, debates, etcétera.
Pero el proyecto de modernidad debía extenderse y no quedarse en las minorías letradas. La singularidad de los hombres comunes, de aquellos hasta entonces con poco o nulo acceso a una educación debían acceder al espíritu universal de la época (Hegel, 1998). Su estado de naturalidad debían trascenderlo a lo que la modernidad les tenía preparado: su humanidad. ¿Cuál era el camino a seguir? Habría que seguir un largo y sinuoso camino, porque la consolidación de una nueva etapa de la humanidad implicaba el paso de un estado de quietud y de simple conservación a uno de develamiento y movimiento.
El discurso filosófico y político promovió una educación secularizada, apegada a los principios de ciudadanía, esto es, cada cual debía hacer valer en su pensamiento, en su conducta y
en su ética su categoría de humano. “Los deberes para consigo mismo [consisten] en que el hombre tenga en su interior una cierta dignidad que le ennoblezca ante todas las criaturas, siendo su deber no desmentir esa dignidad de la humanidad en su propia persona.” (Kant, 1991, p. 82). Bajo este criterio, era posible sentar los pilares para la consolidación de dicho proyecto. El hombre debía tener una dignidad insustituible, objetivada en su libertad dirigida por su razón; para que esto fuera posible, era necesaria la educación escolarizada como el dispositivo por excelencia para la enseñanza y el aprendizaje.
Desde entonces, únicamente sería válido el saber emanado de la ciencia ilustrada, el cual sería trasmitido en los libros de texto valorados como modos de acceso al saber, pregonados y defendidos a ultranza por la escuela moderna. Poco a poco el libro y la lectura se fueron aliando con la institución escolar para hacer un triedro quien, en su afán por difundir determinada cultura, socavó a los libros al reino de lo formal, de lo culto y como aspiración a la erudición. De tal modo, la escuela sería un espacio de circulación de textos acordes al proyecto ilustrado para así hacer posible el proyecto de humanización. La razón sin dispositivos de acción sería una mera abstracción y la cultura como derecho debía tener un cauce; por ende, la escuela y los libros eran la veta para tan gran proyecto. Sólo así (…) por la educación el hombre puede llegar a ser hombre. No es sino lo que la educación le hace ser. Se ha de observar que el hombre no es educado más que por hombres que igualmente están educados. (Kant, 1991 p. 31-32).
Voy a señalar un aspecto que considero necesario problematizar porque es fundamental en todo el discurso de modernidad: el sujeto en la escuela moderna se transformó y con él las formas de subjetivación. Solamente expongo un ejemplo al respecto. Hay una alusión de Nietzsche sobre el lector y la lectura; el lector necesita guardar silencio, necesita dejarse invadir por el texto, requiere escucharlo antes de imponerle su cultura y sus prejuicios. Esta invitación del filósofo de Basilea puede escucharse totalmente anticuada y fuera de contexto dentro de una oleada de teorías y corrientes que apelan a toda costa el papel activo del lector, entendido como un sujeto crítico, constructor de sentido y lleno de bagajes que le posibiliten enfrentarse a textos de diversa índole. “El arte al que me estoy refiriendo no logra acabar fácilmente nada; enseña a leer bien, es decir, despacio, profundizando, movidos por intenciones profundas, con los sentidos bien abiertos, con unos ojos y unos dedos delicados” (Nietzsche, 1994, p. 33). La alusión recuerda una práctica de la escuela pitagórica, donde la escucha era elemento indispensable de la
apropiación como parte sustancial de la formación (Foucault, 2002). ¿Es posible que en nuestras escuelas se promueva a la escucha como una técnica de lectura?, ¿qué condiciones se requieren para esta posibilidad? No tengo la respuesta, pero sí considero que tanto la hermenéutica como la semiótica el texto siempre va a decirnos algo y eso hay que respetarlo (Beuchot, 2009).
Vista como una práctica antiquísima, dada en espacios y tiempos sociales y culturales, la lectura establece un punto de inflexión cuando es llevada a la escuela. Lo anterior por una razón: su invención es anterior y exterior a la institución escolar, que por cuestiones de racionalidad moderna, se haya más preocupada por el aprendizaje Leer y aprender, dos verbos transitivos, hoy ya asimilados, enunciados como gemelos, pero en realidad tal vez parientes lejanos. Esta distinción se pasó por alto en el proyecto de escuela moderna; se pensó que la escuela sería el motor del progreso a partir de dos principios: uno epistemológico y otro moral. El primero apela a que
(…) todos pueden ser educados, al concebir la naturaleza humana como algo mejorable; (el segundo apela a una deontología), según el cual todos deben ser educados, porque todos pueden serlo, bien sea con el fin de corregir sus limitaciones, de protegerlos de los influencias que coarten el desarrollo expansivo o para proporcionarles los materiales para su desenvolvimiento. (Gimeno, 2005, pp. 55, 56)
Conceptualmente hablando, la lectura una práctica socio histórica que una comunidad de sujetos, como usuarios de la cultura escrita e insertados en determinado espacio cultural, producen todos los días con los textos que circulan en su entorno más próximo (Chartier, 2000, Gee, 1986, Barton y Hamilton, 1998, Mejía, 2011). Para el caso de la escuela, debo ser más explícito y mencionar que lo pedagógico, lo cultural y lo simbólico están integrados en las aulas través de lo que los Nuevos Estudios de Literacidad han llamado “eventos letrados”, entendidos como aquellos fenómenos comunicativos que involucran textos escritos existentes siempre dentro de patrones socioculturales más amplios (como el espacio y el tiempo).
De tal manera, intento abordar una realidad escolar compleja, donde existen múltiples
factores que le dan ciertas formas de existencia, pero también propicia inercias que posibilitan una red de fenómenos llamados “cultura”, entendida como la construcción colectiva de experiencias pedagógicas, sociales y culturales sustraídas a lo cotidiano para hacer posible la relación entre los miembros que en la escuela guardan una posición. En palabras de Julia (2013) la cultura escolar es el conjunto de normas y prácticas que van definiendo saberes a enseñar y las conductas a seguir. De manera general observo las normas y las prácticas. Las primeras se refieren a horarios laborales, planes y programas, legislación educativa; respecto al asunto que nos atañe, el enfoque del Plan de estudios 2011 respecto a la lectura señala que:
La habilidad lectora en el siglo XXI está determinada por significados diferentes. En el siglo XX, la lectura traducía predominantemente secuencias y lineamientos convencionales, y en la actualidad es la base del aprendizaje permanente, donde se privilegia la lectura para la comprensión, y es necesaria para la búsqueda, el manejo, la reflexión y el uso de la información. (SEP, 200, p. 43-44)
En este mismo tenor, Programa Nacional de Lectura y Escritura, que formalmente funcionó en México hasta 2013, pero que los maestros lo siguen llevando a cabo a través de los acervos de la Biblioteca de Aula y la Biblioteca Escolar, ha sido el eje rector de la promoción y apoyo para los objetivos curriculares de la educación. “… la biblioteca escolar está al servicio de la enseñanza y del aprendizaje” (Castán, 2008, p. 91).
Por lo que respecta a las prácticas, he podido rescatar lo que a diario se va haciendo en la escuela: comisiones, cuadernos y libros que circulan en el aula, pero sobre todo los modos en que acceden y hacen uso de ellos los ahí involucrados. Las prácticas son la cristalización de una cultura: formas de leer y escribir; uso del espacio en el aula; los gestos del cuerpo (voz, movimientos, intercambios de miradas); socialización de lo que se escribe y se lee; los procesos de evaluación; etcétera. ¿Dónde termina la norma para dar paso a la invención de las prácticas?, mejor todavía, ¿qué características tiene las formas de leer en espacios institucionalizados como la escuela?
Los estudios de acceso, apropiación y uso de la cultura escrita en contextos escolares han aportado elementos interesantes para comprender cómo las mediaciones socio históricas
demarcan y posibilitan modos de leer y escribir. Pero ¿cada grupo se apropia de la escritura de la misma manera? Tenemos que desdoblar la idea de que leer es un verbo transitivo para describir la relación texto/lector/contexto.
De ser así, habrá que cuidar la tendencia de que como comunidad de interpretación hagamos la labor de canonizar ciertos textos, pero sobre todo, “Los temas, objeto de trasmisión didáctica, son protegidos de la historia mediante ejercicios de relectura repetición apartados del cambio cultural. En este sentido, la canonización tiene que ver con las prácticas de aprendizaje institucionalizadas, caracterizadas por desempeñar una doble función: integrar a los programas disciplinarios los autores clásicos y estudiar el pensamiento de un autor en cuestión, no teniendo en cuenta la dimensión diacrónica y sociocultural que tal cosa supone” (Tani, 2004, p. 7).
Entonces ya no hablo de la lectura como sustantivo, como definición o noción susceptible de ser discutida a priori o con conceptos estáticos. Cuando pensamos a un sustantivo de esta forma, es porque ya lo visualizamos bien montado y clavado en nuestra vida, es como pensar un roble que ha echado suficientes raíces en el tiempo y se muestra firme. Propongo suspender la noción de sustantivo, dejarla a la deriva, problematizarla, volver a mirarla para plantearla en términos ya no sólo de práctica, de un modo de hacer, de un quehahcer cotidiano asequible, propio de nuestras aulas y asequible a los maestros y alumnos, porque se vemos con cuidado no lo es. Es necesario trascender esta figura; esta verdad hay que escudriñarla, desde su parte más su superficial hasta su signo más profundo.
Hay varios modos de reconstruir las prácticas de cultura escrita en espacios y tiempos escolares. Los avances de la investigación educativa constatan las formas de relación entre los actores educativos y los soportes escritos que circulan en las aulas como, de hecho, en las últimas décadas en nuestro país sabemos mucho más que en épocas anteriores respecto a las formas de disponibilidad, acceso, apropiación y uso de lo escrito. Lo anterior, se traduce en términos educativos, en tener mayor conocimiento respecto a su promoción, aprendizaje, evaluación, atravesados siempre por lo curricular, acorde a cada nivel de estudios (Carrasco y López-Bonilla, 2013). Este es el suelo desde donde me ubico para buscar horizontes diferentes que me posibiliten una mirada, pero toda visión tiene un límite, un “hasta aquí”, ¿cuál es ese límite?,
¿cómo dar cuenta de él?
Una de las máximas aspiraciones en mi trabajo como investigadores es tomar cierta distancia de los convencionalismos que pudieran ponerse en juego en el campo de la cultura escrita. Pareciera que esta declaración está por demás decirla, porque ¿quién que se ocupe de la investigación no ha declarado fomentar y producir conocimiento? Como estudiante y como aprendiz del oficio de investigación, pronto he caído en la cuenta de que indagar sobre lo que los sujetos escolares hacen con los textos, exige “hacer vacilar, fisurar lo que funda, en la configuración de saber que es la nuestra, la inteligibilidad y la interpretación de toda obra” (Chartier, 2001, p. 17), dicho esto en términos foucaultianos, porque una metodología que coloque en tensión la relación lectura y escuela, y en consecuencia, vaya encontrando rasgos diferentes de leer, no es más que una alusión directa a las formas de subjetivación.
La triada lector, texto e institución escolar puede mirarse como la mejor salida para la educación, pero cuando se trata de “[…] especificar esquemas de operaciones” (Certeau, 2010, p. 36), de las convenciones sociales y los protocolos de los textos que circulan en las aulas y de quienes los usan, rescatar detalle no es asunto sencillo, obvio y transparente. Por largos lapsos de tiempo al día y a través de alrededor de una decena de ciclos escolares, maestros y alumnos se relaciona con textos no hechos por ellos, ajenos a sus prácticas, no propios a los intereses de su contexto y al de los niños. ¿Serán como dice Certeau, cazadores en tierras ajenas que alteran lo literal de los textos, siendo así impertinentes ante lo preestablecido? Es un reto para los profesionales de la educación y para la investigación educativa.
Si pudiera comprender las diversas formas de subjetivación con los textos, entonces podría conocer cómo el lector y sus formas de leer se transforman, no de forma repentina ni por causa efecto, tampoco a través de reformas o decretos normativos o leyes, o por lo menos, no son estos los únicos factores que promueven los cambios. No pasaría por alto que las transformaciones están en las tensiones entre las experiencias individuales con los textos (que ya de por sí viene regulados discursivamente) y las reglas y representaciones sociales respecto a lo que es leer. “Cada lector, en cada una de sus lecturas, en cada circunstancia, es singular. Pero esa singularidad está atravesada por el hecho de que ese lector se asemeja a todos aquellos que pertenecen a una misma comunidad cultural” (Chartier, 2000, p. 58).
He observado, de manera sistemática, las prácticas escolares no como indefinidas
repeticiones o como una serie de afanes cotidianos que los sujetos construyen para apuntalar sus procedimientos, pues daría cuenta de valoraciones, formas de apropiación y uso de lo escrito acordes a objetivos ya demarcados. Pienso que las prácticas de cultura escrita (así como las demás) están imbricadas de sucesos, acontecimientos que salen a escena para hacerse de un espacio y un tiempo propios; nadie la provoca, nadie la promueve, pues “ésta se produce siempre en el intersticio”. (Foucault, 1992, p. 17). Efectivamente, en las sociedades letradas como la nuestra, leer textos dentro de la escuela va a perseguir fines netamente curriculares, por ejemplo, las bibliotecas escolares y de aula están al servicio de la enseñanza y el aprendizaje, es decir, son medios para conseguir tales fines. No obstante, quien han historizado al respecto (Chartier, 2000, 2008 y 2006) y (Darnton, 2003 y 2011) y quienes han visto a la lectura verdaderamente como un verbo transitivo como Larrosa (2003) y Petit (2008), nos han hecho reflexionar sobre la posibilidad de pensarla de otro modo.
No son pues los eventos letrados o los bloques visibles a partir de un objetivo prediseñado lo que significa el re-conocer en las prácticas algo discontinuo. Es el acontecimiento, el suceso, no como el proceso de causa-efecto o como el sacer provecho necesariamente de una enseñanza.
Suceso –por suceso es necesario entender no una decisión, un tratado, un reino, o una batalla, sino una relación de fuerzas que se invierte, un poder confiscado, un vocabulario retomado y que se vuelve contra sus utilizadores, una dominación que se debilita, se distiende, se envenena a sí mismo, algo distinto que aparece en escena, enmascarado (…) No se manifiestan como las formas sucesivas de una intención primordial; no adoptan tampoco el aspecto de resultado. Aparecen siempre en el conjunto aleatorio y singular del suceso. (Foucault, 1992, p. 21).
La escuela es espacio que lejos de ser una abstracción, es una construcción discursiva y material. Lo que ahí sucede es una cristalización de factores principios y fines de diversa índole; lo que aquí me interesa tiene que ver con las formas de relación con lo escrito, las cuales se materializan en formas de interacción maestro/alumno/textos. “La secuencia y el orden de los contenidos, el rito del dato, el control de la trasmisión, la demanda de respuesta textual, la posición física para responder, no son sólo formas vacías, sino que son en sí mismas una manera
que altera y resignifica (…)” (Edwards, 2005, p. 147).
Es necesario mencionar que las observaciones y las entrevistas se han realizado semiestructuradamente teniendo en cuenta lo siguiente:
Tiempos y espacios donde el maestro lee a los alumnos. Uso de los espacios y ,ateriales del aula, por ejemplo, libros de texto, acervo de la Biblioteca de Aula, lo escrito en el pizarrón, exposición de temas.
Tiempos y espacios donde los alumnos leen en silencio, para sus pares y/o bajo la vigilancia del maestro. Han sido múltiples, por ejemplo, al cumplir una tarea, cuando hojena libros sin algún objetivo de clase, etc.
Usos asignados (alternativos) a los formatos impresos que circulaban en la institución escolar. Son las formas emergentes, dispersas y “espontáneas” de lectura dadas en la institución escolar.
Entiendo que por las inercias propias de nuestro sistema educativo existe una normalidad en las formas en que se entiende la lectura como política cultural, como medio de aprendizaje y como posibilidad de desarrollo personal. No obstante, pareciera que dichos avatares están ya dichos. La sociedad piensa que en la escuela se leen para un mejor mañana y los maestros leen con los alumnos para que éstos objetiven sus aprendizajes. Me propongo un viraje que consiste en “Tomar distancia, tomarse tiempo –para separar el destino de la suerte, para emanciparlo de la suerte, para darle la libertad de enfrentar y desafiar la suerte-: esta es la tarea de la sociología” (Bauman, 2000, p. 220) que adquiere pertinencia en el campo de la lectura para no dejarla a la deriva de los designios de políticas ajenas a ella y centrar el estudio en la relación que establece el lector con sus textos. Lo anterior pareciera un horizonte, prefiero por el memento llamarlo sólo un destello, porque quitarle al destino el poder de decisión es en este momento una mera apuesta por el sujeto que indaga, pero sobre todo, por el sujeto que produce sentido al leer.
Esta forma de conocimiento entiende al lector como el que selecciona conocimiento acorde a lo que necesita para vivir según las exigencias del mundo. Chartier problematiza al lector de forma más intempestiva al plantearse dos preguntas que orientan toda su obra
intelectual: “¿Cómo los textos, convertidos en objetos impresos, son utilizados (manejados), descifrados, apropiados por aquellos que los leen (o los escuchan a otros que leen)? ¿Cómo, gracias a la mediación de esta lectura (o de esta escucha), construyen los individuos una representación de ellos mismos, una comprehensión de lo social, una interpretación de su relación con el mundo natural y con lo sagrado?” (Chartier, 2006, p. I). Aquí ni la lectura ni el lector son desarrollo de habilidades, ni acceso a una mejor forma de vida; tampoco alude a una práctica que busca la obtención de conocimientos para ser competente. Chartier es pertienete para pensar al lector desde tres planos: como el que se subjetiva en la lectura; como partícipe en un entramado semiótico de significación; y entonces ya la lectura recupera al sujeto como ser problemático.
Si por subjetividad vamos a entender los procesos y experiencias a través de los cuales los seres humanos nos estamos produciendo, entonces, es innegable la necesidad de comprender las formas de subjetivicación en la lectura. Pienso en lo que Foucault llama las “formas fundamentales de la existencia” (2010b, p. 64). Para las instituciones escolares modernas leer dejó de exigir un posicionamiento y empezó a entenderse como una puerta de acceso a conocimientos diversos; como un medio que diera paso a la objetivación de aprendizajes y más recientemente al perfeccionamiento de habilidades instrumentales. En otras palabras: la lectura sigue siendo una tecnología, aunque ya no necesariamente epimeleía; al ser extensiva se vuelve crisol donde también puede ser una tecnología de poder no poseída u ostentada por determinados sujetos, sino ejercida en las prácticas de sujeción; enfatizar indagaciones sobre esto último “[…] es una lucha, no porque nadie tuviera aún conciencia de ello, sino porque tomar la palabra sobre este tema , forzar la red de la información institucional, nombrar, decir quien ha hecho qué, designar el blanco es una primera inversión del poder” (Foucault, 2005, p. 31-32). Lo anterior nos ayudaría a pensar en el lector ya no como repositorio de saberes, sino como sujeto de sentido capaz de producir lugares donde los demás no están, donde los otros fijan la mirada, llámese enfoques curriculares, autoridades, empresarios, académicos y las convenciones sociales); nos permitiría observar el “sesgo” de sus formas de apropiación, donde no consumen para guardar sino que sus prácticas en realidad son “artes de hacer” (Certeau, 2010).
Los lectores de nuestras escuelas, queramos verlo o no, construyen una representación de sí mismos, del mundo globalizado que les ha tocado vivir y que irrumpe lo natural y lo sagrado. Dicha representación, hace falta decir, está imbricada de una producción de sentido donde ellos
como sujetos son partícipes. Esta necesidad, “[…] supone cancelar esa frontera entre lo que sabemos y lo que somos entre lo que pasa (y que podemos conocer) y lo que nos pasa (como algo a lo que debemos atribuir un sentido en relación a nosotros mismos)” (Larrosa, 2003), p. 29).
Toda experiencia existe en lo capilar de la vida escolar, en sus intersticios y en cada instante. En una escuela, hay criterios administrativos: registros, en el uso de formatos administrativos; estos protocolos ya son una forma de relación con la cultura escrita, porque inevitablemente exigen una relación con las letras. Pero también hay criterios pedagógicos: desde la calle se identifica la escuela con un rotulo y dentro de ella, de igual forma cada grupo y dentro de ellos, las paredes están repletas de oraciones, mapas, números y demás elementos propios de cada grado y secuencia programática.
Tiempos determinados para cantar y leer, posición del cuerpo rígida y ortopédicamente alineada hacía un punto específico (la imagen del libro), espacios asépticos donde no hay objetos que se usan cotidianamente: lápices, cuadernos, libros; sonidos ajenos a la voz de la maestra para que la lectura fluya y al final pueda existir una apropiación.
Los estudiantes están ordenados en espacio institucional y socio históricamente determinado para las actividades de enseñanza y aprendizaje; me refiero con esto a que las mesas y las sillas están ubicadas para que los estudiantes tengan la mirada hacía el pizarrón y hacía el maestro quien tiene el privilegio de leer a otros. Mientras lo hace sus labios están llenos de elocuencia y autoridad para dar vida a personajes, pasajes y lugares que no están en el aquí y en el ahora de la escuela; en otras palabras, su lectura en voz alta es una representación, dicha forma de leer sería casi inerte si no hace uso de gestos y del cuerpo. Para ser más elocuente, “La lectura no es sólo una operación abstracta de intelección: es la puesta en marcha del cuerpo” (Chartier, 2006, p. 110). De este modo, la operación de construcción de sentido efectuada en la lectura (o la escucha) como un proceso históricamente determinado cuyos modos y modelos varían según el tiempo. los lugares y las comunidades (Chartier, 2006, p. 51). En los pliegues, los gestos, diálogos y comentarios de los alumnos alrededor de un texto; en la forma en que los maestros usan el espacio del aula, se puede observar lo inadvertido. “El niño garrapatea todavía y macha su libro escolar; aun cuando sea castigado por ese crimen, se hace un espacio, firma su existencia como autor” (Certeau, 2010, p. 37).
Como puede verse, trato de no caer en versiones únicas y eternas de lo que los seres
humanos hacemos con las letras. Digo todos los días, porque en cada paso, en cada palabra intercambiada, en cada idea, hay un modo distinto de relación con la frase, el letrero, el mensaje, el cuento escuchado o el documento para entregar. Si las investigaciones respecto a lo leído ya tuvieran el mundo atrapado en un puño, tanto escritores como editores ya tendrían el itinerario preciso para controlar el significado en sus lectores; por su parte éstos podrían descifrar con total pulcritud el mensaje y en ámbitos literarios serían los mejores imaginantes, ¿o tal vez estarían nulificados? Por fortuna los mundos de la lectura tipo reloj no existen, porque, pienso, somos sujetos en permanente movimiento.
Aunque parezca mentira, hablar de lectura en tiempos donde más que nunca circula cultura escrita, resulta por demás difícil. Digo esto no porque sea inaccesible el tema; la representación iconográfica de un lector o de un texto inevitablemente nos adentra a ese mundo, tal vez superficialmente, pero nos adentra. El lector como representación está cargado de toda una historicidad, y también de convenciones; de una discontinuidad, y también de acomodos. Como se puede ver, al tener un timón cuyo rumbo no es tan claro, hay muchos caminos posibles; ahí reside la dificultad cuando trato de estudiar la lectura, en tener un tótem borroso y aún por configurar.
Más que ser un concepto lleno de argumentos y abstracciones acordes a una disciplina, la lectura es una práctica tan familiar que la hemos naturalizado, la hemos hecho nuestra, pareciera que es un conocimiento asequible, hecho a nuestra medida. En medio de un crisol de otras muchas formas de hacer, las formas de manipular un texto, de mirarlo, de desplegar su sentido, pareciera que ya son del todo conocidas, ¿por qué ya no nos damos la oportunidad y la paciencia de ver el detalle de esta práctica? Decimos leer es esto, o es aquello, también sabemos lo que ya no es. Habrá que dejar de conceptualizar el verbo leer para intentar mirarlo como apego, sensibilidad, afectividad, recuerdo y olvido (Petit, 2008). ¿No podría ser eso también una práctica?
Como modo de hacer que está en la otra cara de la vida racionalizada, hay, pienso, tiempos y espacios que se pasan por alto, tiene una importancia lateral, marginal, por no decir nula. Ante esto, algunos se han preocupado por saber cómo nos hemos ido conformando como sujetos. En ese camino han descubierto que no sólo es la sujeción la forma prevaleciente por la cual nos hacemos llamar sujetos; también hemos accedido a espacios y tiempos yuxtapuestos a
los modos reconocidos por la mayoría. Es ahí “…donde la invención tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real varios espacios, varios emplazamientos, incompatibles entre sí.” (Foucault, 2008)
Quienes tenemos la carga de muchos años de escolaridad nos es difícil ver en los textos una posibilidad de defensa, de cobijo o de delimitación ante lo ya dictado por los convencionalismo sociales. Cuando hablo de textos no me refiero con exclusividad a esos objetos empastados o cosidos de muchas páginas que se exhiben en grandes tiendas o en altos anaqueles resguardados con pulcritud en celofán. Tampoco a los libros de texto que se reparten en las aulas, a los diccionarios. Los textos pueden ser libros de texto, voluminosos, revistas, electrónicos, narrativos, científicos, siempre y cuando el lector produzca una relación con ellos. ¿Cómo se ha desplegado el discurso que inevitablemente relaciona a los textos con las instituciones escolares?,
¿en qué momento se coloca o se colocó en un lugar marginal esa relación entre lector y texto? Estamos tan ensimismados en los procedimientos, en los pasos a seguir; pensamos a la estantería de textos como lo que está ahí lejos de nosotros y que cuando vamos a ellos, sólo es para extraerles algo útil, fructífero para una calificación, una rúbrica y un aprendizaje; entonces los volvemos a dejar.
Pero parece que estamos ante una mole, una espacie de roca de pocos lados; todo es un ajuste de cuentas, donde se puede leer para otros, pedirles que lean, promover la disponibilidad y el acceso a lo escrito, socializar textos y demás prácticas con la finalidad de que ese otro devuelva objetivamente un aprendizaje.
Es pertinente saber eso, pero es todavía poco. Los escollos, lugares poco vistos y voces no reconocidas tanto de maestros como de alumnos; ese instante entre el manipular una hoja o un libro y la “entrega” de reportes de lectura traducidos en algunas líneas escritas por los niños, en la respuesta a algunas preguntas ya sean orales en el papel, ahí, pienso, reside el acontecimiento, es ahí donde adquiere materialidad la lectura como práctica entrelazada con la institución social llamada escuela. Entonces podría pensarse que intento una epoche, pero no es así, es lo azaroso, lo discontinuo y la materialidad (Foucault, 1992, p. 49) para entonces acceder a lo lateral de los estudios de cultura escrita: los procesos de coacción ejercidos por los discursos sobre los sujetos
que discurren en los espacios y tiempos escolares, pero también las huellas de los lectores.
Lo anterior transfigura lo que he buscado; lo vuelve otro, lo hace inestable por su multiplicidad. Habrá que poner entre paréntesis la definición que pregona a la lectura como sólo interpretación, aprendizaje formal. Sé de los riesgos que corro al aventurarme a caminar por senderos no recorridos. El más importante es el errar, porque pensar un fenómeno de modo distinto al que comúnmente se ha hecho puede provocar serias aversiones. Como dije al inicio, es necesario repensar los discursos que rondan las prácticas de lectura. ¿Con esto busco una nueva forma de comprenderla, una nueva palabra? No lo sé. Cuando se tiene a la lectura como timón, se deambula en dirección a lo desconocido, a través de preguntas donde tal vez se encuentre una verdad (Nietzsche, 2000). Sí veo en este intento la posibilidad de tensar mis suposiciones de lo que entiendo por leer; es algo semejante a lo que hizo Derridá, aludido por Bauman: “Construir un hogar en una encrucijada cultural resultó ser la mejor ocasión concebible para someter el lenguaje a prueba por las que rara vez pasa en otras partes, para ver en él cualidades generalmente inadvertidas, para descubrir cuáles son sus verdaderas capacidades y cuáles son las promesas que nunca podrá cumplir” (2000, p. 217).
¿Cuándo se desmembró a las palabras de su sentido original para pasarlas a un formato propio de las convenciones editoriales e institucionales? Hoy puedo decir que en los sistemas de pensamiento se han retraído formas de vida y expresión a un orden bien estructurado a través de mallas discursivas en las que todos ejercemos un poder para dar existencia a lo somos.
Pero en los espacios y tiempos dedicados a la educación, al aprendizaje de lo apropiado según ciertos criterios estipulados en el tiempo y que se despliegan en la enunciación, en el uso del cuerpo, en los rituales, prácticas, modos de relación y demás formas, existen formas de relación con lo escrito que quiero empezar a exponer. Los maestros, en tanto portadores de un sinfín de saberes y acciones, han podido observar y promover formas de lectura exentas de lo cuantificable, lo medible y lo convencional. Es difícil que nuestra sociedad, tan mediatizada por el conocimiento escolarizado, dude de las ventajas de invertir recursos de todo tipo para la educación para que los sujetos ahí reunidos establezcan una relación eficiente.
Sin embargo, entre las formas de decir, enseñar y valorar lo que la escuela es, los maestros han podido dar cuenta de otras formas de relación con lo escrito que no se circunscriben a un uso inmediato y objetivo de lo leído. Los alumnos que la comunidad escolar considera
“problemáticos”, es decir aquellos que cotidianamente expresan su rechazo a las convenciones escolares: normas, tiempos ya dichos, modos de proceder, formas de decir la sexualidad, uso del cuerpo, expresión de la afectividad, esos alumnos han encontrado en los libros el pretexto para intentar producir espacios y tiempos diferentes dentro de la institucionalidad. ¿Cómo es eso? Habrá que penar por un momento en una alumna que solamente va a la escuela a leer, ¿y eso que tiene de sorprendente?, ese es un objetivo de los planes y programas más innovadores. Comento que soy literal en la frase, desde que llega hasta que termina el horario escolar lee. La maestra en un ambiente externo a la escuela colocaba en sus labios las palabras de la alumna “Maestra… si no leo me enfermo”. La niña de 6o grado presenta problemas de hipoacusia, remitida a lo largo de su educación primaria al servicio de la Unidad de Servicios de Atención a la Educación Regular (USAER), con un aprovechamiento escolar bajo, “… se le va pasando de año”. En los cinco años anterior no se tiene conocimento informal o formal (en las catillas de evaluación o expedientes) de su inclinación por la lectura. Mucho menos de sus preferencias. Son las novelas que llega desde temprano a leer y hasta el final de la jornada de trabajo.
En otros casos los estudiantes que ejercen resistencia ante el conocimiento escolar, esos que “no ponen atención”, aquellos que “siempre están molestando a los demás…”, los que pegan”, “algunos otros con problemas de todo tipo en su casa”, pueden tener en los textos una especie de apego que los invita a otra condición. No existe relación alguna entre la búsqueda de una calificación o de un mejor nivel de aprovechamiento, de lo que se trata es de dejar una huella en lo leído, de hacer de los textos, tal vez, una trayectoria que se desplaza no sé a que dirección, pero que tiene la froma de una estaregía frente a las rutinas a las que se enfrentan los alumnos todos los días.
El entretejido de historias personales de aprender a leer y escribir muestra una distribución desigual de oportunidades de apropiarse de la escritura (…) A partir de estos testimonios, podemos constatar que la escuela no siempre detenta el monopolio pretendido sobre el acceso a la escritura, ni tampoco garantiza este aprendizaje (…) Los individuos se apropian la escritura en determinadas situaciones de la vida, que a su vez están determinadas por diversas historias culturales. (Rockwell, 2000)
Hay muchas preguntas más que comentarios al respecto. Pero sí veo una posibilidad de pensar la idea de apropiación en términos más trasversales, más dinámicos y no solo como un proceso que tarde o temprano tenga que arrojar lenguaje verbal en un examen o en un escrito. Estar frente a un texto o varios durante cinco horas no tendría que reducirse a una evaluación, porque, por mucho, hemos empobrecido la socialización de lo leído. Alguna vez un grupo de niños me respondió cuando los invité a escuchar una lectura: “…¿y me va a preguntar? Pareciera que ya saben el camino y ya no lo quieren recorrer. Hay bastantes motivos por los que somos sujetos lectores en constante movimiento, y en ese proceso podemos excluir, clasificar y enunciar de determinado modo el mundo y a los otros, el punto de quiebre lo encuentro cundo en vez de ir a la nada, hay quien subvierte los discursos que los acechan. “Ahora me llevan libros para que se los lea…”, cuando por una decisión institucional, surgida por un reclamo de padres de familia ante una pérdida de tiempo, se prohibió la “Hora del té” para leer y conversar sobre cuentos y otras lecturas. Perdiodicamente los alumnos llevan libros a la escuela para ser leídos, hojeados, manipulados y usados a su manera muy particular; es importante recalcar que no son los libros de otros ciclos escolares, podría decir que son los que escapan al orden de los acervos racionalmente elaborado. Cabe hacer aquí una moción, la historia de la cultura escrita nos dice que simpre ha existido una lucha entre la dispersión y el control por lo que se edita; es decir, lo que se ha buscado es conservar la memoria de la escritura, pero también controlarla: únicamente guardar y divulgar lo socialmente valioso, útil para la vida de nosotros. De esta forma, los libros que circulan en las instituciones son los que las reformas y políticas culturales consideran necesarios conservar y hacer llegar a las nuevas generaciones. Sin embargo, el resto de lo disperso, es lo que algunos de estos niños desean leer, ¿qué significa eso?, ¿por qué tal necesidad de buscar en lo extraño, en lo lejano, una espacio y tiempo diferente?
Estoy lejos de tener un suelo firme respecto a lo que es la lectura y el lector; más que afirmar, será necesario seguir preguntando, buscando. En algún momento de la historia la lectura y la escritura fueron prácticas de purificación y han pasado por múltiples facetas hasta llegar a ser medio para aprender. No obstante, sobrevivir en una institución que fomenta la competitividad, la estandarización de las habilidades y la evaluación de lo que se aprende, tal vez los libros y la lectura sean los espacios para crear otra forma de ser, otra subjetividad. ¿Heterotopías y cronotopías? No lo sé, pero tampoco lo puedo negar, porque estar siempre en tiempos de crisis
(hablo de esos alumnos ya clasificados por la comunidad) la lectura a decir de Petit puede formar una identidad.
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