Leticia Cufré1 y Emiliano Duering2
Palabras clave: Prácticas sociales violentas; Subjetividad; Instituciones sociales; espacio público
Llevamos varios años investigando diversos tipos de violencias en zonas marginadas y violentas del Estado de Veracruz, de la Ciudad de México y del Bajío, desde una perspectiva interdisciplinaria. Han trascurrido dos décadas de estrategias y acciones gubernamentales cuyos resultados nos llevan a preguntarnos si han logrado detenerlas o si por el contrario, las prácticas sociales violentas se siguen incrementando. Por otra parte, más allá de las evidencias empíricas y
1 Investigadora del Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación de la Universidad Veracruzana. Maestría en Psicología Clínica UAQ. Doctorado en Ciencias Políticas y Sociales UNAM. E, Mail: Jacaranda33@hotmail.com
2 Profesor investigador de La Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Querétaro, coordinador de la Licenciatura en Estudios Socioterritoriales UAQ. Maestro en Urbanismo por la Universidad Federal de Río de Janeiro y Doctor en Urbanismo por la UNAM. E. Mail: emiliano.duering@gmail.com
de las estadísticas, el clima de violencia que vivimos cotidianamente nos cuestiona hasta dónde captamos el problema en nuestros trabajos académicos, o cuán fuerte es la escisión entre quienes estudian problemas sociales y quienes toman decisiones. Vamos a iniciar esta reflexión comentando las dificultades de abordar un tema que, por su naturaleza, es altamente implicante; ya que pone en crisis toda pretensión objetivista.
Una de las primeras dificultades que enfrentamos es que la magnitud y trascendencia del problema excede en mucho a su cuantificación y, sin embargo, las informaciones provenientes de fuentes oficiales o no, académicas o periodísticas, son casi exclusivamente, datos numéricos. A nuestro alcance tenemos cuantificaciones y descripciones estadísticas, casi siempre presentadas junto a grandes dudas relacionadas con la producción de esos mismos datos. Se supone que existe una muy alta proporción de cifra negra, es decir que no se denuncian, (más del 80%) y que, de los casos registrados, sólo una pequeña proporción se conoce realmente y se le da seguimiento. Resulta bastante obvi la necesidad de conocer y precisar este fenómeno si pretendemos incidir eficazmente en él. Los datos numéricos no alcanzan y resulta difícil ir más allá de ellos si categorizamos las violencias como el sin-sentido, o cuando las situamos en esa zona de lo que resulta innombrable o indecible. Si no se puede decir, no se puede pensar, ni mucho menos cambiar (Badiou, 2005). Lamentablemente en demasiadas discusiones académicas los datos numéricos colman el vacío de sentido (Beyung-Chul Han, 2014).
Tratamos de compartir las reflexiones de nuestro equipo cuya base empírica fueron los registros del trabajo en campo, a partir de los cuales analizamos las modalidades de relación entre humanos caracterizadas por el uso preponderante de la coerción, así como la incidencia que sobre esa modalidad de vínculo tienen ciertos “climas o ambientes sociales.” También incorporamos el estudio de algunos efectos de las prácticas sociales violentas que nos aportaron información sobre ellas, como es el caso de las afectaciones al lazo social que modelan el “clima” y por lo tanto, deberían considerarse al elegir estrategias aplicables en el mediano plazo. No podríamos pensar en obtener resultados en el corto plazo ya que nos interesan las elaboraciones colectivas con el protagonismo de la comunidad. En cuanto al proceso colectivo, Davoine y Gaudillère (2004: 59) opinan “que es tan viejo como las sociedades humanas. Primero pasó por los juegos del lenguaje de transmisión oral, “que consisten en el sonido de la voz, la expresión de la cara y las acciones en las cuales se tejen para hacer texto, lazo social, memoria, y por tanto, olvido posible”.
En resumen: la reconstrucción del lazo social no puede hacerse con intervenciones individuales y sin dicha recomposición no es posible superar los daños sufridos. Finalmente, sin ese proceso, y con altos índices de impunidad se siguen alimentando violencias; es inútil llamar al olvido.
En lo que respecta a la academia, no tenemos la expectativa de abarcar el problema desde un único campo disciplinario, ni desde la exclusividad de una línea de pensamiento. Nosotros trabajamos con equipos interdisciplinarios y desde la investigación acción, entre otras razones, porque cuando el tema afecta seriamente a nuestros sujetos investigados y resulta implicante para los investigadores, cualquier trabajo de campo, aún tratándose de la encuesta más “neutral”, opera como una intervención sobre los sujetos interpelados, por lo cual, la prudencia y la ética aconsejan incluir ambos sujetos en el análisis (Vasilachis, 2006).
Roger Chartier (2011) en una serie de programas de radio en los que entrevistó a Pierre Bourdieu dijo que la sociología, la historia y la antropología, aunque se centren en objetos distintos, presentan como rasgo común “la voluntad de restituir los actos, las estrategias, las representaciones de los individuos y las relaciones entre estos”. Esta voluntad de restituir está en el fondo de nuestras motivaciones.
La noción de “clima social” se suele captar fácilmente, pero es difícil de explicar. Marc Angenot (2010: 17) postula que no hay movimientos sociales, práctica social ni institución sin un discurso de acompañamiento que les confiera sentido, que los legitime y que disimule, en caso de ser necesario, su función efectiva. Lo explica desde el discurso sin necesitar de la idea de que existe un espíritu de la época que impregnaría a los seres humanos, sino que hay límites de lo pensable y lo decible, invisibles para los que están adentro y que tienen, a lo sumo, un margen de correcciones y alteraciones. Existe en toda época una hegemonía de lo pensable, no una coherencia, sino cierta contrainteligibilidad. El autor propone tomar en su totalidad la producción social de sentido y de la representación del mundo, lo que presupone el “… sistema completo de los intereses de los cuales una sociedad está cargada” (pg22). Cuando analizamos esa carga en términos de prácticas sociales violentas debemos recordar que se trata de una forma de vínculo entre humanos que excede el nivel cognitivo, sino que se juegan factores emocionales y afectivos, del orden del “estado de ánimo” aunque reconozcamos que en ocasiones es un orden de ideas que “nos dicen demasiado poco y con demasiada vaguedad”(Hobsbawm, 2013: 165)
Sin embargo pensar así nos aproxima a una faceta de la experiencia de lo social que quizás, aunque no pueda plasmarse definitivamente, produce efectos de realidad ya que refiere a un factor de influencia en el comportamiento de las personas y que, de una u otra manera, es generalizable la percepción y la emoción frente a un “clima o ambiente” con características particulares: pesado, ligero, violento, o muchas cosas más. Respecto al clima de violencias en nuestra sociedad que nos exige adaptarnos a la distancia que ella misma marca entre las esperanzas y posibilidades, dice textualmente Bourdieu (1999:308) “ si de veras se pretende reducir esas formas de violencia visible y visiblemente reprensible, no hay más camino que reducir la cantidad global de violencia, en la que no suele repararse, y que tampoco suele sancionarse, que se ejerce de modo cotidiano en las familias, las fábricas, los talleres, los bancos, las oficinas, las comisarías, las cárceles, o, incluso, los hospitales y las escuelas, que es en el último análisis la “violencia inerte” de las estructuras económicas y los mecanismos sociales, fuente de violencia activa de los hombres.”
Cuando encontramos que la población tenía problemas serios con las instituciones encargadas del bienestar social debimos ampliar nuestras exploraciones, en el entendido de que las prácticas sociales violentas no se multiplican en el vacío; sino que para entenderlas debíamos tomar en cuenta que hay diversos factores condicionantes del clima social en el que proliferan.
Para Elinor Ostrom (2015:39), “las instituciones son prescripciones que los seres humanos usamos para organizar todas las formas de interacciones repetidas y estructuradas, incluyendo las que acontecen en familias, barrios, mercados empresas, clubes deportivos, iglesias asociaciones privadas y gobiernos a todas las escalas”. A ella le preocupa si existe un bloque universal ante la variabilidad de los comportamientos humanos y para su comprensión trata de definir su organización en diversas capas. Nosotros contrastamos esta perspectiva con la de Castoriadis para quién el concepto de institución significa “normas, valores, lenguaje, herramientas, procedimientos y métodos de hacer frente a las cosas y, desde luego al individuo mismo. Marcan la continuidad posible en una sociedad cambiante y, en ese sentido tienen un papel decisivo en la producción social de subjetividades y en la producción de un “clima social”. Para este autor Los sujetos son fragmentos ambulantes de la institución llamada sociedad.
El “clima o ambiente social” depende de muchos más factores y situaciones que el número
de delitos, de muertos o de violencias cotidianas de baja intensidad, también depende de la forma de funcionamiento y de la eficacia de los dispositivos de protección de la población, cuya responsabilidad, en gran parte, está en manos de instituciones sociales. Las instituciones, gubernamentales o no, ocupan un espacio social que relaciona el nivel “macro”, en el que el Estado opera a través de ellas, con el nivel “micro”, singularizado en la producción social de subjetividades adaptadas al sistema (Guattari, 1995)
Desde que fueron creadas por el Proyecto Moderno, las instituciones han transitado por el auge y la decadencia del Estado Benefactor y, últimamente, desde la instauración del proyecto neoliberal y la globalización, son particularmente lesionadas por el debilitamiento del Estado Nación y de la idea de Bien Común; El Estado no desaparece como cosa en sí; lo que está en cuestión, es su capacidad de otorgar sentido, instituir subjetividad y organizar el pensamiento (Lewkowicz 2008:11) como mega institución. Así mismo el Estado debería marcar ejes mediante los cuales las instituciones, que son su base técnico administrativa, pueden funcionar con cierta coherencia. Ante ese vacío, las instituciones sociales, tal como las conocemos actualmente, sufren y refractan el impacto de la crisis del sistema.
La existencia o no de redes institucionales en las que cada entidad mantenga cierta correspondencia con el conjunto de la red es un elemento constitutivo del clima social, a la vez que lo condiciona. Como ya hemos mencionado, un clima social negativo promueve el incremento de prácticas sociales violentas. Sin embargo, el papel de las instituciones sociales es olvidado, o escamoteado, en la mayoría de los estudios sobre violencias. A pesar de ello es imposible negar la participación institucional, en tanto que forma parte, real o imaginaria, de los mecanismos de protección y de la percepción de seguridad que tiene la población. Para Elinor Ostrom (2015:170) “decir que el contexto importa no constituye un enfoque teórico satisfactorio” o, al menos, es insuficiente ya que debemos explicar concretamente cómo está construido ese contexto. Todas las instituciones sociales tienen su campo de acción específico, su misión y su visión, además de ser un ámbito de producción de significaciones imaginarias sociales que mantienen unida a la sociedad y legitiman el sistema (Castoriadis, 2010). No se limitan a la producción de bienes y servicios. En México tienen relaciones poco claras y explícitas, con los mecanismos psicosociales de protección, entendidos como las modalidades organizadas de respuesta social y las comunidades que sufren violencias de todo tipo. Ante la crisis del Estado Nación, las instituciones pierden la base que les
permitía organizarse como una red y, ante el riesgo, de estallamiento desde dentro (Fernández, AM.2007) dan prioridad a las maniobras de sobrevivencia de la propia institución en desmedro de los esfuerzos en la búsqueda de los fines que hasta entonces les dieron sentido.
Algunas víctimas de violencia nos han narrado que cuando pretendieron denunciar una desaparición las respuestas fueron insólitas: “No puede denunciar hasta después de las 72 horas” “Seguro que se fue con el novio” “Debe estar en Europa”. El resultado es la retraumatización que aumenta el sufrimiento, que se expande y promueve la reproducción de las conductas violentas.
Ante el riesgo tácito o expreso que amenace la existencia de las instituciones de bien público, un mecanismo interno de protección de las mismas es la búsqueda de homogenización de su personal, generándoles malestar al tener que desempeñar sus labores en un ambiente poco democrático. Por otra parte, el exceso de controles internos incrementa los mecanismos burocráticos hasta el absurdo de favorecer la corrupción e impunidad, dificultando la posibilidad de una respuesta eficaz a las necesidades de una población lastimada por las prácticas violentas, situación empeorada porque se cierran las posibilidades de participación comunitaria que no sean organizadas por la propia institución.
Quizás esto resulte más claro si lo vemos desde nuestras experiencias de investigación en campo o desde situaciones que para todos se han vuelto cotidianas. Entrevistamos a promotoras de una Secretaría de Estado (cuya misión manifiesta es el desarrollo comunitario), una expresión asumida por ellas era que son “la cara de la Secretaría en la comunidad” y que su función es llevar los programas de la Secretaría. Varias de ellas asumían con orgullo y responsabilidad un movimiento desde el gobierno a la comunidad, sin que imaginaran que función incluyera un mensaje de la comunidad al gobierno. Posteriormente entendimos la relación entre esta postura gubernamental y las dificultades que debió afrontar nuestro equipo para promover el agenciamiento y la participación espontánea.
Ante la fractura de la idea de Nación hay instituciones cuyo accionar se reduce al mantenimiento de su propia subsistencia. Como usuarios, habitualmente nos quejamos de la mala atención recibida, responsabilizando individualmente a los empleados, no obstante que a nivel de medios masivos de comunicación, cada institución de gobierno hace propaganda de su propio accionar como si fuera un ente independiente, y ocupa en ello una parte importante de su presupuesto, sin tomar en cuenta el fracaso de esa estrategia comunicativa, fácilmente detectable a
partir de que en estos años, no ha decrecido la confianza de la población en las instituciones.
El clima de violencia produce sujetos vulnerables, entendidos como individuos sin posibilidades de representación en su cultura, caídos de las mallas institucionales y del lazo social, elementos que otorgan identidad referencial y representatividad ante el otro. En nuestra modernidad tardía, “sólo existo si un sistema me reconoce y me nombra” (Lewkowicz 2007) y la negación de la existencia es la expresión más clara de la violencia estructural.
En las investigaciones en campo implementamos tres estrategias:
indagar sobre la percepción de los ambientes en relación con las violencias,
las condiciones de posibilidad de violencias desde una perspectiva socioespacial y
las huellas o efectos de las mismas.
Partimos desde preguntas muy simples: ¿A qué nos referimos al hablar de “ambiente de violencia”? ¿Cuáles son los condicionantes del territorio sobre las violencias? ¿Qué modificaciones de nuestro entorno provocan o incrementan sensaciones de inseguridad?
Este proceso desembocó en la revisión de algunos ejes de la relación espacio-sociedad, de las herramientas conceptuales y de las técnicas que permitían una aproximación a los efectos socioespaciales de las violencias, las huellas y a los condicionantes espaciales que inciden en la reproducción de las mismas.
Otra línea de pensamiento se orientó a las condiciones de posibilidad de las intervenciones tendientes a crear ambientes menos violentos. En ello trabajamos mediante el análisis y la crítica de casos particulares, con los que se intentó transformar las condiciones socioterritoriales de reproducción de las violencias.
Los estudios sobre esta problemática se han intensificado a partir de las crisis socioeconómicas de los años 80 (Carrión, 2001) y han surgido al menos dos enfoques que muestran los polos en el abordaje, por un lado, los trabajos en prevención situacional del delito, donde se observa al territorio como un factor de posibilidad del crimen. Representante de esta línea es la llamada “Teoría de las ventanas rotas”. Por otro lado, surgieron estudios que buscan complejizar la mirada del espacio como escenario y aportan a su comprensión.
Veamos por partes: en primer lugar, hablar de la modalidad de las violencias no es una referencia exclusiva a la acción, sino que es un constructo teórico metodológico con el que se pretende comprender y categorizar prácticas sociales coercitivas. Como tal, no está exento de las luchas por el sentido que menciona Bourdieu (1985) refiriéndose al campo científico. Cabe señalar que, a pesar de la gran cantidad de debates sobre la delincuencia en las urbes, comúnmente se trata de forma indistinta la violencia urbana, la agresión física en las urbes y el vandalismo, sin embargo, son modalidades muy distintas, aún asumiendo que el usar la ciudad como medio disciplinar para beneficio de alguna persona o grupo tendrá como consecuencia formas de resistencia violentas. Hablar del espacio como un factor determinante de prácticas sociales violentas parece ser esencial, pero también algo obvio, ya que el espacio urbano es uno de los determinantes de todas las prácticas sociales y, a su vez, es resultado de las mismas. Milton Santos (2002) explicó que el espacio humano es un factor, un producto y una instancia social, en otras palabras, la ciudad es, simultáneamente, resultado de las actividades del hombre, un condicionante de ellas y un escenario de la vida pública y privada. La pregunta no es si el espacio determina las violencias urbanas, sino de qué manera lo hace en cada caso. Continuando con Milton Santos, es posible inferir entonces que el ambiente urbano violento puede ser víctima, cómplice o escenario del crimen.
El escenario no debe ser entendido solamente como el espacio donde suceden los eventos, sino como una instancia pública con reglas implícitas de conducta, por lo que es comparable el papel del espacio público al de una institución. Entendemos pues que, la producción del espacio urbano será inteligible solamente si buscamos esos sentidos en la relación del espacio con las formas sociales de las que surge y a las que, es muy probable, tienda a reproducir. En particular, el espacio urbano actual denuncia algunas de las modalidades disciplinarias de la modernidad, como lo es la segregación de la población o el diseño panóptico de los lugares dedicados al encierro (de locos, delincuentes, desocupados y “mal vivientes”, como en las cárceles y los hospicios) al mismo tiempo que nos introduce a la sociedad del control maquínico que para algunos autores sería característica de la llamada posmodernidad o modernidad tardía (Deleuze, 1997).
Una de las condiciones de posibilidad en la reproducción de las violencias, que está íntimamente engarzada en el espacio, es el miedo y las creencias en torno a él. Un logro de un sistema represor suele ser el hacernos creer que las zonas degradadas son focos de agresión o, peor aún, supuestamente son concentraciones de violencia urbana, zonas donde habitan personas
peligrosas que pueden pasar de un momento a otro a ser nuestros enemigos. Es un pre-juicio siempre presente para el desarrollo del trabajo en campo.
Veamos algunas de las dificultades más frecuentes de nuestro equipo en campo. En algún momento al entrar en colonias consideradas peligrosas, todos hemos sentido tensión ante las miradas de los pobladores, nos alteraban y nos inspiraban temor. Lo cierto es que esta situación ponía en evidencia al menos dos cuestiones; por un lado, el hecho de que algunas pequeñas escalas territoriales identificables, como los barrios, favorecen la integración de grupos, aunque, y debido a, que sus residentes resienten la estigmatización y segregación por ser pobres. (Una de nuestras entrevistadas nos decía: “para mí la mayor violencia es que me digan que soy de Iztapalacra”)
Por otro lado, se hace necesario indagar sobre la asociación entre el miedo y las características físicas del espacio urbano, pues, en la actualidad, la construcción social del miedo ha dado como uno de sus efectos la dificultad de discriminar entre:
la degradación del espacio,
la violencia contra el espacio y
el ejercicio de violencia por medio del uso del espacio urbano.
La incapacidad de decodificación del ambiente nos enfrenta a la sensación de incremento de la vulnerabilidad y, por lo tanto, de miedo frente al entorno. La tensión de las miradas sobre nosotros en una colonia popular entonces cobra sentido.
Además de lo que hemos dicho, tratar de comprender la relación entre el ambiente urbano y la reproducción de las violencias, implica estudiar en cada caso las características físicas del sitio respecto a la percepción de la población, puesto que la inseguridad no se mide sólo en relación a la cantidad de robos o asesinatos, ni al servicio o alcance de los equipamientos públicos de una zona, sino a las huellas que las violencias han dejado.
Las marcas de violencias, tanto en el territorio, en el cuerpo o en la psique, están vinculadas, aunque no siempre pueden analizarse de manera independiente. Basta recordar un incidente violento que nos haya sucedido en un espacio para pensar que ese sitio es peligroso. En tal caso
¿dónde está la huella de la violencia; en la memoria de las personas o en el sitio?
A pesar de lo dicho sobre el análisis particularizado, es posible distinguir algunas características generales de estos fenómenos. Por ejemplo, las violencias dejan marcas en la psique a modo de traumas y retraumatizaciones, que muchas veces coadyuvan a sustentar mecanismos de
reproducción de otras violencias. El efecto inmediato de las violencias es la incapacidad de pensar con claridad lo que sucede. En el mediano plazo, el efecto de esta herida es la incapacidad de pensar cómo actuar responsablemente frente a esa misma u otras violencias, así se llega a establecer o aceptar la agresión como una forma de vínculo permanente.
Por otro lado, en el cuerpo, las violencias dejan marcas a modo de heridas o cicatrices, o incluso daños severos que pueden llevar a que el portador resignifique su propia estructura corporal para adaptarse a la nueva situación, sea por una cuestión de inclusión social (esconder cicatrices consideradas feas) o porque la lesión implique una alteración de sus movimientos. El efecto de esta huella es personal y social a la vez, puesto que pone en juego la posibilidad de la persona de ser incluida en su entorno.
Finalmente, en el territorio, las violencias, como ya se mencionó, actúan al menos de tres formas correlacionadas; como sede, factor y producto de prácticas sociales violentas. Mencionaremos sólo algunas ideas al respecto. El espacio como sede de la violencia, en la forma más oficialista de verlo es la zona del crimen, es decir, el territorio en el que suceden distintos tipos de agresiones. Esta modalidad socioespacial de inscripción de las violencias, al igual que los monumentos, dejan sus marcas en la memoria colectiva de lo público, tiene efectos simbólicos en el espacio y prescribe formas sociales de comportamiento.
La modalidad de violencia urbana como factor se refiere a la determinación de la forma urbana en la fragmentación del tejido social y en la jerarquización del habitar la ciudad. Es decir, la segregación, parafraseando a F. Sabattini (2003) entendida como la división estigmatizada del espacio urbano en relación a las características socioeconómicas o raciales de la población, se consolida como un acto de agresión constante contra algunos grupos e incrementa el temor de otros, puesto que se constituye un imaginario en el que se posibilita la geo referenciación del peligro y se asocia como enemigos a los habitantes de ciertas zonas. Esto se refuerza con que la diferenciación del espacio es asimilada desde la jerarquización, de tal suerte que los que habitan en lugares privilegiados suelen ser los que tienen más derechos a uso de los beneficios públicos urbanos. Por otro lado, la segregación aumenta la distancia simbólica de los ya marginados a los servicios públicos, con lo que se ve menguado su derecho a la ciudad.
Esta modalidad de violencia urbana tiene efectos en los procesos de identificación de las personas con su espacio; los locatarios de áreas urbanas segregadas pueden asumir que su condición
es temporal, que sólo es una escala en su ascenso social, lo que dificulta la apropiación del espacio y el compromiso con los otros residentes del barrio.
Imagen 01. Espacio público en Fuentes de Balvanera Guanajuato, Bajío. Se observa el descuido de lo público a favor de lo privado. La basura proviene de los residentes que lanzan los deshechos desde los patios traseros de sus casas, cuando no pasa el servicio de recolección de basura. (Foto: E. Duering).
Por otro lado, el espacio entendido como un producto social transformado por la violencia, lo podemos señalar cuando el espacio público es una víctima aparente del vandalismo. Significa que una persona o grupo deteriora un objeto constitutivo del espacio público para obtener algo de los demás. En ello se juega el límite de la libertad de expresión y las formas de resistencia frente a los mensajes edificados en la ciudad. En la entrada a una favela de Río de Janeiro se leía una pintada: “Somos el terror. Pero no queremos miedo, queremos respeto”.
La arquitectura hegemónica crea espacios disciplinares y comúnmente violentos, desde la perspectiva anteriormente señalada, ante los cuales parte de la población reacciona dañando
inmuebles. Por lo dicho, la precariedad y el deterioro intencional del espacio deben ser leídos de manera diferenciada, de esta forma podrán detectarse otras transgresiones a los inmuebles más allá del graffiti. Esta modalidad de violencia urbana tiene efectos en la imagen y lectura cotidiana de la ciudad. Al respecto, Kevin Lynch ha estudiado que la imagen urbana es asimilada inconscientemente por los habitantes de la ciudad, quienes condicionan su comportamiento y recorridos a esa lectura, por lo que muchas veces se suelen evitar las zonas deterioradas, pues se les vincula a sitios violentos.
Es indispensable sanar las heridas de la violencia para no generar más daños ni propiciar la reproducción de las mismas. Sanar nunca será sinónimo de borrar ni mucho menos de maquillar
¿Qué es un lugar o una persona sin marcas? Es un ente sin memoria. Las heridas en la ciudad deben mostrarse para que no agreda el olvido.
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