Miguel Rodrigo González Ibarra76
Palabras clave: confianza institucional; incidencia política; democracia ética; construcción de ciudadanía.
En las últimas décadas en América Latina, específicamente en México, el fenómeno de la corrupción se ha expandido por diversos ámbitos, lo que ha generado un desprestigio de la política y de los políticos, con la consiguiente crisis de confianza de la ciudadanía. En este contexto, la pobreza, la desigualdad económica entre la población, el aumento del crimen organizado en las ciudades y la violencia social contribuyen a debilitar la calidad y estabilidad de la democracia en la región y, con ello, abonan a un clima donde los ciudadanos estén insatisfechos y confíen cada vez menos en las instituciones y funcionarios públicos. En la
revisión de la literatura existe un cierto consenso sobre la existencia de un círculo vicioso que tiene atrapado a los funcionarios públicos y las élites políticas, y se advierte un debilitamiento de la legitimidad del Estado de Derecho y la gobernabilidad democrática.
Este trabajo tiene como objetivos analizar cuál es la relación de la confianza institucional con la ética pública y la construcción de ciudadanía, así como establecer de qué modo la incidencia política contribuye a la construcción de una democracia ética en México. Como premisa de trabajo consideramos que si bien las instituciones tienen como misión garantizar la estabilidad política y la coordinación social, y con ello contribuir a la creación de confianza institucional, es importante revalorar los procesos generados desde las organizaciones de la sociedad civil, a través de la incidencia política, con la finalidad de coadyuvar en la construcción de una ciudadanía activa y en la definición de una democracia ética efectiva.
El argumento de este trabajo se concibe desde una perspectiva cualitativa en el sentido de que este método de investigación permite analizar variables y contrastar una realidad compleja y con diversos significados en el estudio de actores sociales e instituciones. En este sentido, se realizó una revisión bibliográfica de los temas principales y una selección de datos mismos que consideramos evidencias para comprender la relación entre confianza institucional, ética pública y construcción de ciudadanía en México. Para concluir, se efectúan una serie de reflexiones que apuntan hacia una mayor comprensión de los temas y se incluye la bibliografía utilizada y consultada para este trabajo.
De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE, 2014), se entiende por la noción de confianza a la acción de confiar; en segundo término, se alude a la esperanza firme que se tiene de alguien o algo; así como a la seguridad que alguien tiene en sí mismo; a la presunción y vana opinión de sí mismo. Cuando se trata de una persona la confianza advierte que se tiene un trato íntimo y familiar, y cuando se dice acerca de una cosa, se refiere a que ésta posee las cualidades recomendables para el fin que se destina. Asimismo, se alude a una palabra de apoyo que es utilizada en diversos fenómenos que permite a las personas llevar a cabo una acción individual o colectiva; o bien, apunta hacia una creencia relativamente generalizada acerca de que las intenciones de los otros serán apropiadas para llevar a cabo las nuestras.
Portinaro (2016, 149) aclara que la confianza debe entenderse a la relación fundada en un diagnóstico realista de la contingencia del mundo, así como advierte una cierta convicción de que entre los actores existe un interés solidario en neutralizar esa contingencia. En este sentido, se advierte que la confianza refiere a una expectativa de experiencias con valor positivo para el actor, concebida en condiciones de incertidumbre, más en presencia de una carga cognitiva y emocional con aspectos que permiten superar el umbral de la mera esperanza. “La confianza es ante todo un recurso socio-moral y un bien común, que no puede producirse artificialmente, son que se genera mediante un proceso evolutivo; es, por tanto. Un resultado acumulativo – involuntario, al menos en parte- de acciones orientadas hacia algo distinto (Portinaro, 2016, 150).” En este mismo sentido, se dice que la confianza es potenciador de socialización, ya que genera una espiral virtuosa en la cual las relaciones sociales se intensifican. Así, la confianza adopta múltiples aspectos: la confianza en sí mismo, y la autoestima personal; la confianza en los demás (interpersonal), y la confianza en las instituciones (sistémica). Esta última se considera una expectativa general sobre la persistencia y la estabilidad del mundo social y la validez de las reglas que gobiernan sus interacciones.
Hardin, desde otra perspectiva, (2010:30-34), dice que la confianza por lo general es una relación tripartita que advierte una afirmación sobre la confianza a individuos y asuntos particulares; es una noción cognitiva que demanda conocimiento, creencia y valoraciones; la confianza implica expectativas sobre la conducta y el reconocimiento de un contexto que las rodea. Desde una visión racional, la confianza no depende directamente de sus intereses sino, más bien, de si éstos están encapsulados en los intereses de la persona en quien confía. Asimismo, reconoce que la confianza es una categoría compleja que requiere analizarse en razón con quienes tenemos relaciones en curso. “Cuanto más rica y más valiosa sea la relación para nosotros, es probable que confiaremos más y seremos más dignos de confianza en ella.”
Por su parte, Hevia (2003:15) ha señalado que la confianza supone una actitud de sentido común que es utilizada en los procesos de interacción entre actores sociales en contextos particulares. Este autor propone que, cuando se alude a la confianza, se puede comprender como una cosa y como una acción que es propiedad de los sujetos; y, por otro lado, como propiedad de la relación, es decir, como actividad. Asimismo, destaca la noción de Fukuyama en el sentido de que por confianza se puede comprender “la expectativa que surge dentro de una comunidad de
comportamiento normal, honesto y cooperativo, basada en normas comunes, compartidas por todos los miembros de dicha comunidad (Cit., Hevia: 15, Fukuyama, 1996:45).”
Evidentemente, esta última acotación advierte un reconocimiento de los valores o normas que se constituyen y comparten entre los miembros de un grupo, y que permiten la cooperación e intercambio entre los mismos, así como una revisión de los aspectos sociales y culturales que se presentan para comprender la formación de capital social y, en este sentido, la gestación de confianza y desarrollo entre sus miembros.
Ahora bien, aunque el término ha sido objeto de múltiples puntos de vista en el ámbito de la ciencia política, consideramos que la confianza institucional constituye una propiedad fundamental para comprender la constitución, los mecanismos y las estrategias que utilizan los regímenes y sus gobiernos para confrontar la complejidad de los problemas públicos. Además, es posible que la confianza -en el ámbito de las instituciones- sea un elemento que permita comprender las diferencias entre el funcionamiento y la integración de un sistema político y concretamente de las relaciones que se establecen entre un gobierno y sus gobernados.
A este respecto, y de acuerdo con Lujan (1999: 20), la confianza se invoca en la medida de que se presenta un conflicto y crisis de legitimidad, y con frecuencia se vincula con aquellas preocupaciones que generan inestabilidad. En este sentido, Huntington (1992: 36) advirtió que la falta de confianza en la cultura de las sociedades crea no sólo obstáculos para la formación de instituciones públicas sólidas, sino genera deficiencias en los mecanismos de relación y lealtad hacia los intereses nacionales y públicos, y a sus aptitudes y capacidad organizativa.
Desde otra perspectiva teórica, Luhmann (1996:14-21), ha explicado que la noción de confianza constituye una forma efectiva para reducir la complejidad de un sistema; la confianza es un mecanismo que realiza una función específica pero esencial en todo el sistema (sea una persona, una interacción o una organización) que es la de reducir la complejidad. En este proceso se advierten aspectos que la definen como un mecanismo social derivado de creencias y motivaciones y como aquella apuesta acerca de las acciones contingentes futuras de otros. La confianza es una apuesta al futuro; es decir, involucra una relación con efectos sobre el presente.
Desde las iniciativas que ha planteado la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), se explica que la confianza alude a la integridad como una condición fundamental de los gobiernos con la finalidad de proveer un marco ético confiable y efectivo para
la vida económica y social de los ciudadanos. En este sentido, se advierte la necesidad de generar mecanismos de institucionalidad que, en un marco democrático de igualdad, justicia y tolerancia, son los componentes para el establecimiento de un buen gobierno y de sus administraciones públicas. En este sentido, la integridad advierte que la conducta de los servidores públicos sea acorde con la misión del organismo donde se desempeñan, atiendan de manera confiable la función pública, y los ciudadanos reciban un trato justo e imparcial sobre la base de la legalidad y la justicia, así como se los públicos sean utilizados de forma eficiente y correcta, y con mecanismos de transparencia y rendición de cuentas (Cfr., OCDE, 2000, 11).
En este orden de ideas, la noción de confianza advierte una relación con la cultura de una sociedad abierta, participativa e informada en los asuntos públicos y sobre el funcionamiento de su gobierno en términos de la institucionalidad democrática. En efecto, la confianza cumple un papel fundamental en el desarrollo político de una colectividad en razón de que las instituciones constituyen un marco de legalidad y atienden los requerimientos para el intercambio, la convivencia y la cooperación. Así, la confianza social es indispensable para generar y promover una cultura cívica y participativa, y que posibilita el intercambio, la cohesión social y la acción colectiva de los ciudadanos; además de que es un indicador para conocer la institucionalidad democrática y el ejercicio gobierno.
Siguiendo a Uvalle (2003:15) la institucionalidad democrática se comprende como un sistema de capacidades que permiten la gobernación de las organizaciones civiles y ciudadanas. La institucionalidad es un atributo de la vida pública que debe construirse a partir del convencimiento de voluntades particulares y la articulación de los intereses que definen el sentido mismo de la acción colectiva. Si lo público no se forma como espacio de convivencia responsable, no existen las condiciones para impulsar la institucionalidad democrática; y, por lo tanto, generar confianza en los asuntos de interés público.
La institucionalidad democrática permite no sólo impulsar un eje de articulación, sino su diseño e implementación se enlaza con los procesos de participación y representación política que son inherentes al paradigma de la sociedad abierta. Es importante matizar que cuando decimos que existe un proceso de institucionalidad democrática se advierte un análisis sobre la vigencia del orden institucional, político y social con la finalidad de valorar su maduración y consolidación de la sociedad, así como de la creación y operación de las estructuras y procesos
institucionales para contrarrestar la incertidumbre y lograr la creación de bases confiables de su desarrollo (Uvalle, 2003-17-18).
En suma, la institucionalidad democrática se construye a partir de referentes basados en la participación colectiva y representación social; se orienta a definir las reglas de un régimen político determinado a fin de facilitar la cooperación de los agentes políticos a favor de la estabilidad y la gobernabilidad democrática. La institucionalidad es producto de la confianza y de los arreglos eficaces entre actores (sociales e institucionales) que garantizan las relaciones entre sociedad y Estado sin desconocer los conflictos, la pluralidad, la cultura y las diferentes capacidades, intereses y valores. La institucionalidad democrática es importante porque permite reconocer el papel que tienen las autoridades en la generación de confianza en sus instituciones, políticas y procesos de gobierno impulsados para atender la coordinación, estímulo y desarrollo de los intereses públicos y comunes.
Finalmente, la institucionalidad democrática es el medio de comunicación entre la sociedad, el Estado, el mercado y los ciudadanos, y contribuye a las reglas del juego que garantizan las actividades público, privadas y sociales se desarrollen de una forma relativamente armónica. En este sentido, la institucionalidad genera el espacio para la interacción de los ciudadanos en la vida pública y con ello contribuye la posibilidad de garantizar la vigencia de las libertades civiles y públicas de un modo justo, con un sentido de igualdad y armonía en la comunidad política. Así, todo sujeto individual y colectivo posee determinadas capacidades para definir sus intereses y traducirlos en objetivos. Los actores actúan en contextos complejos donde las instituciones tienden a solucionar problemas de coordinación estabilizando las expectativas sociales mediante la provisión de información y sanciones, así como estructurante comportamientos en una dirección equilibrada. La institucionalidad refiere a la confianza en el sentido de que son conceptos íntimamente ligados, ya que todas las formas de confianza refieren a instituciones y reglas que advierten un conjunto de expectativas acerca de que éstas actúen con base en los principios de responsabilidad y ética en la actuación.
Con base en los elementos conceptuales del inciso anterior, es importante aclarar qué entendemos por incidencia política en el contexto de los procesos de democratización que han experimentado
los llamados regímenes democráticos en las últimas décadas en América Latina, así como de los cambios sociales y políticos registrados en el ámbito de lo público no estatal y de la presencia e innovación de organizaciones civiles, en los cuales es común utilizar la noción de incidencia por diversos actores sociales, públicos y privados.
En este sentido se puede definir como incidencia política a los esfuerzos de la ciudadanía organizada desde la sociedad civil para influir en la toma de decisiones, así como para promover cambios en las personas que tienen poder de decisión en asuntos de importancia para un grupo en particular o para la sociedad general (WOLA, 2002, 6). La incidencia en política puede adoptar diversas estrategias dirigidas a influir en la toma de decisiones a nivel local, nacional e internacional, y con frecuencia refiere a un tema o problema por medio de un cambio en las políticas públicas (Miller, 2013,5-6).
Las estrategias de incidencia pueden incluir actividades realizadas en redes de organizaciones, así como mediante los medios de comunicación para formar opinión pública, generar cabildeo con actores claves involucrados y comunicar temas con líderes de opinión, investigación, formación de coaliciones y alianzas, entre muchas otras actividades generadas en el espacio público (Cfr., Cobb, 1976). Cabe señalar que la noción de ciudadanía puede comprenderse como un medio para generar empoderamiento de los ciudadanos e impulsar procesos de participación e incidencia política de un modo organizado y activo. La noción de ciudadanía advierte múltiples posturas teóricas y conceptuales, sin embargo, la esencia del concepto subraya el espacio legal y los derechos cedidos por el Estado a los ciudadanos (Marshall, 1950).
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de 2004, dice que la ciudadanía es un tipo de igualdad básica asociada al concepto de pertenencia a una comunidad y que tiene que ver con derechos y obligaciones de los que todos los individuos están dotados en virtud de su pertenencia a un Estado nacional (PNUD, 2004). La ciudadanía no sólo implica el reconocimiento de derechos y obligaciones, sino es necesario considerar el reconocimiento de una situación de desigualdad institucionalizada de recursos y poder en las sociedades; su naturaleza tiene que ver con la propia visión y construcción de quienes impulsan iniciativas y estrategias de cambio e incidencia hacia lo político y hacia las políticas. De esta manera, se puede concebir a una ciudadanía activa y promotora de sus propios derechos, de legitimación de sus
procesos de lucha e intervención en aquellos ámbitos y espacios donde se generan sus prácticas sociales determinadas y donde se justifica el motor de su acción colectiva (Informe País, 2014, 23-25).
Es importante destacar que el ejercicio de una ciudadanía activa requiere de un Estado de derecho efectivo, responsable y confiable que sea capaz no sólo de garantizar los derechos ciudadanos, sino de respetar las iniciativas autónomas generadas entre la sociedad civil a fin de garantizar y dar sentido a la democracia. Así, la participación ciudadana constituye un motor para generar agenda política y procesos de intervención en políticas públicas con múltiples fines donde principalmente destacan la inclusión social, la rendición de cuentas, la transparencia y la inclusión en las diferentes fases de la política pública, entre otras acciones relacionadas con el desarrollo de las actividades económicas y el fortalecimiento del tejido social.
En efecto, el estudio de la incidencia política es importante porque permite aclarar de qué modo y en qué fases los actores y las organizaciones promueven procesos de activación e iniciativas sociales no sólo hacia los programas de gobierno, sino hacia las estructuras políticas para su revisión. En este sentido es posible que, las organizaciones, sus dirigentes o visionarios, tengan clara la distinción sobre cada una de las etapas que integran el ciclo de las políticas públicas, es decir, establecimiento de la agenda, formulación de la política, implementación, monitoreo y evaluación, a fin de valorar los mecanismos de incidencia y las estrategias que utilizarán para su despliegue hacia el ámbito público y político.
González y Villar (2003), dicen que las funciones que asumen las organizaciones de la sociedad civil en los procesos de incidencia en las políticas públicas se pueden reconocer en los ejes de formulación de propuestas, innovación, provisión de servicios, monitoreo y movilización social. En la primera función se destaca principalmente una estrategia de coalición y busca del apoyo público para lograr no sólo promover sus opciones de política, sino intervenir directamente en el diseño y formulación de políticas. Para el caso de la innovación las organizaciones definen un conjunto de propuestas y soluciones en pequeña escala para ser ensayadas hacia escalas mayores que no se habían considerado por parte del gobierno.
Respecto a la provisión de servicios, se parte de la premisa de que las acciones que promueven las organizaciones son las que la propia autoridad gubernamental necesita hacer o al menos considerar. Por su parte, las acciones de monitoreo refieren a las actividades que realizan
las organizaciones para asegurar que el gobierno realice lo que tiene que hacer y se ejecuten las políticas en base a lo establecido. En lo que respecta a la movilización, las organizaciones generan no sólo lazos e intercambios con otros actores interesados en motivar la acción colectiva hacia un tema, sino que también promueven la coordinación, la formación de redes y alianzas políticas y realizan protesta por otras vías políticas utilizando recursos no institucionales.
Siguiendo con González y Villar, es posible reconocer las funciones específicas que realizan determinadas organizaciones, aunque muchas de ellas formulan propuestas al tiempo que movilizan y plantean otras acciones de innovación o prestación de servicios; además de generar nuevas perspectivas hacia el tema. De la misma manera, es importante considerar la existencia de ciertas fuentes de legitimación en el proceso de incidencia con respecto a su acción; o bien, que se reconozca o se considere justificado el derecho a ejercer influencia en las diferentes fases de la política pública. La construcción de diferentes fuentes de legitimidad de las organizaciones ante diferentes audiencias durante el proceso de influencia de políticas es una tarea continua (interna y externamente) que se requiere para el mantenimiento de las coaliciones y la extensión de su propuesta hacia otros campos y actores. En este sentido, el reconocimiento de valores y uso de símbolos, así como las tareas de conocimiento, redes de información e investigación, entre otras, permite impulsar áreas de oportunidad, lograr una mayor legitimidad con respecto a su representatividad, transparencia y rendición de cuentas. “Mientras algunas organizaciones buscan incidir en la política bajo una autoridad técnica o moral y eso constituye una fuente de legitimidad para algunas audiencias, otros grupos cuestionan su acción con demandas de legitimidad política, en tanto se sienten excluidos del proceso de toma de decisiones de la organización que habla por ellos (González Bombal, Villar, 2003, 24).”
Así, es necesario subrayar que las dimensiones del éxito de las organizaciones en los procesos de incidencia advierten un análisis del contexto social y político en el que se proponen incidir a fin de reconocer aspectos de poder claves para reconocer el trabajo de los grupos y las instituciones y con ello contribuir a la confianza institucional. En este sentido, es posible identificar algunas áreas o variables de análisis relacionadas con la dimensión de las políticas, la democracia, el fortalecimiento de la sociedad civil y la ciudadanía.
Para el primer caso, se asume que existe una expectativa y, considero que hasta cierta confianza, de que se formulen o se generen los cambios en las políticas o en las legislaciones
vinculadas a los temas. A nivel de un régimen democrático, es importante ubicar los cambios respecto a la ampliación del espacio público para la deliberación democrática, así como reconocer el papel del gobierno y su participación en el proceso de políticas públicas. A nivel organizacional, se espera el fortalecimiento de la capacidad institucional y la legitimidad de las organizaciones que participan en el proceso de políticas públicas. En este caso, se prevé que las tareas de incidencia generen no sólo efectos importantes en la construcción de ciudadanía en términos del reconocimiento y uso de sus derechos, sino que también se logre generar un impacto en las condiciones de vida, oportunidades económicas y sociales, entre otras que impulsen las capacidades de las personas.
Vale la pena matizar que: “Entre la participación en políticas e incidencia en las políticas existe un amplio abanico de posibilidades, con extremos de alta incidencia en la política con poca participación social y su contrario de alta participación social y baja incidencia en la formulación e implementación de nuevas políticas (González Bombal, Villar, 2003, 27-28).” De esta manera, uno de los desafíos importantes de las organizaciones es generar acciones de incidencia que promuevan no sólo el uso de herramientas que atiendan las diferencias y promuevan el diálogo, sino que también es relevante la formación de alianzas y el intercambio político con otros actores para analizar temas y establecer acuerdos que permita el diálogo en base a la ley y a los recursos de participación por la vía democrática, y con ello aportar a la construcción de una ciudadanía con otros principios y valores éticos y que correspondan con los que se establecen en un régimen democrático.
Para comprender cuál es la relación de la confianza institucional con la ética pública y la construcción de ciudadanía, y poder establecer de qué modo la incidencia política contribuye a la construcción de una democracia ética en México, es necesario referirnos a la importancia de la ética pública en los procesos de gobierno. De inicio, Villoria e Izquierdo señalan que: “La Ética se compone de un conjunto de juicios y de reglas que sirven para orientar nuestro comportamiento en la vida. Se comporta como una autoridad interna por la que regulamos nuestros actos y juzgamos nuestra conducta como la de los demás (2016, 15).” La ética tiene una relación con la moral, la cual se refiere al conjunto de normas y creencias respecto a la
consecución de una vida buena y justa, y conforme a la práctica de las mismas. Si bien existe un cierto consenso acerca de que la moral tiene como misión orientar la conducta de los hombres, la política, por otro lado, tiene como objetivo generar interrelaciones para alcanzar y mantener el poder político con la función de atender conflictos sociales a través de decisiones públicas.
Siguiendo a Villoria, la política se distingue de las relaciones comunales, mismas que se basan en relaciones familiares y grupales y generan solidaridad espontánea; “en estas relaciones la pertenencia es fruto de circunstancias naturales, no de actuaciones voluntarias y las relaciones de intercambio están regidas por pautas simbólicas, tradiciones, y reglas estatus, estima y confianza (2016, 120).” Asimismo, la política se distingue del mercado en la medida de que éste se caracteriza por la existencia de agentes autónomos que buscan maximizar sus beneficios y entran en relaciones de intercambio económico. De ahí la necesidad de considerar un orden comúnmente aceptado y construir instituciones para asegurar el orden; es decir, la política implica la elaboración de normas y de su cumplimiento que proviene de la voluntad activa de los miembros de la comunidad y que se ejecutan a través de sus representantes.
Ciertamente, la política advierte acciones para alcanzar y expandir el poder, pero, asimismo, sirve para atender conflictos sociales y para la búsqueda de un interés común de una comunidad social y política compleja en la actualidad. Aristóteles señala que la ética forma parte de la política y constituye la ciencia más importante (1985, Libro I, Cap. 2). Tanto la moral como la política requieren conocer el bien del hombre, atender lo que es justo y honesto con la finalidad de determinar lo que es conveniente hacer.
En este orden de ideas, consideramos que es menester cultivar el bien del Estado y, en esa medida, generar una armonía entre ética y política ya que ambas tienen como objetivo hacer el bien del hombre. La primera, a través del fortalecimiento de las decisiones individuales y, la segunda, por medio de decisiones públicas que afectan la colectividad. Precisamente, la estabilidad de una organización política requiere de una igualdad relativa entre sus miembros y de justicia social que logre no sólo proteger, sino fundamentalmente orientar las decisiones de gobierno hacia el bien común y no hacia los intereses de los gobernantes. De forma más precisa, y en términos generales, la moral advierte lo que es conveniente hacer para el hombre en su persecución del bien, ordenando sus preferencias a través de la razón; mientras, la política, rige a la sociedad para alcanzar el bien común, legislando lo que le conviene hacer o evitar.
Cuando aludimos a la importancia de la ética pública en los procesos de gobierno destacamos los principios y normas para ser aplicados en los temas de gobierno y administración pública y, esencialmente, en la conducta de los individuos que desempeñan un cargo público. Bautista (2013, 59) apunta que la ética pública se concibe como un área de conocimiento de contenido universal que agrupa valores y virtudes orientados por el espíritu de servicio público y tiene como fuente la evolución humana. En otras palabras, la ética pública se refiere al perfil, formación, conducta responsable y comprometida de las personas que se desempeñan en la función pública, y tiene por objeto principal lograr que las personas que ocupen un cargo público lo realicen con diligencia, honestidad, razón, consciencia, madurez del juicio, responsabilidad y sentido del deber, entre otras funciones que advierte una función pública digna y virtuosa.
Ahora bien, aunque una democracia se caracteriza por generar condiciones para la participación ciudadana, la libertad de expresión, libertad de asociación, alternancias en el gobierno, competencia política a través de elecciones libres, periódicas y correctas, la ética pública tiene como función cultivar la inteligencia en valores y moderar el carácter de los gobernantes. La ética en la política se propone rescatar la dignidad humana, así como coadyuvar en la lucha contra la desconfianza ciudadana frente a la corrupción y diferentes actos que atentan contra la estabilidad del Estado; cuando éste descuida la importancia de la ética en la formación de sus representantes públicos, se ponen en marcha los motores de la corrupción como la codicia, la avaricia y el anhelo de poder en el contexto de una sociedad de consumo que contribuye al deseo de poseer, acumular riqueza y obtener placer. De ahí, la necesidad de establecer y reforzar los valores y principios éticos, así como la necesidad jurídica para constituir un Estado Ético.
Una alternativa para construir un régimen político basado en principios éticos es considerar la formación de ciudadanos virtuosos en el sentido de promover las condiciones por las que los individuos aspiren a vivir de forma correcta y con sentido. La construcción de ciudadanía implica, entonces, desarrollar el sentido de identidad, pertenencia y confianza hacia el lugar y organización en el que se interactúa socialmente por medio de la participación política. Para desarrollar esta actitud es necesario generar ciudadanos virtuosos, bien formados y con capacidad crítica para potenciar sus procesos de interacción con la comunidad política y para conducirse con ética y responsabilidad en los procesos de gobierno y cargos públicos a los que aspiren gobernar con plena consciencia, responsabilidad y juicio.
En este debate es importante aclarar que la construcción de ciudadanía política alude a una forma de socialización de la política y a la ampliación de lo público. En una perspectiva más amplia Álvarez (2016, 94), señala que la ciudadanía consiste en un conjunto de actores agrupados en torno a un criterio común y que generan lazos en tanto comparten en una comunidad política experiencias de memoria, derechos, obligaciones, responsabilidades y sentido de vida; así como consiste en un espacio que construye identidad, que se construye como resultado de experiencias políticas o de vida en común. Cuando invocamos la noción de ciudadanía se infiere a un carácter activo y participativo. En este sentido, la participación ciudadana es la intervención de los individuos en actividades públicas, en tantos portadores de intereses sociales. Pliego señala que “la decisión de participar es resultado de un actuar reflexivo, de una decisión; no se trata de una decisión apoyada en la sola ponderación de los costos y beneficios que derivarían de la participación […] es más bien una decisión racional de los individuos entendidos como personas, esto es, condicionada por el conjunto de características que integran su contexto vital (Pliego, 2000; 28)". La participación se vincula con actividades relacionadas con actos de representación política, campañas electorales y actividades comunitarias en las cuales se advierten, por un lado, acciones con un significado político y, por el otro, labores destinadas hacia lo público.
Precisamente, uno de los mecanismos que contribuyen a la construcción de una ciudadanía y democracia ética es la incidencia política que realizan grupos, organizaciones y colectivos en el ámbito de la política no institucionalizada entre la sociedad civil. En efecto, la incidencia política es un ejercicio que refiere a los esfuerzos planificados por la ciudadanía y que tienen como propósito influir en políticas y programas estatales a través de diferentes estrategias de persuasión, colaboración e interacción con el Estado. Las acciones de incidencia van de la mano con la construcción de procesos de organización y gestión social en temas diversos y plantea una alternativa relativamente autónoma para intervenir en los asuntos de interés público y político.
Como se estableció anteriormente, la incidencia es un medio a través del cual los individuos, grupos y sectores de la sociedad se involucran en procesos políticos promoviendo iniciativas colectivas y con la finalidad de que los gobiernos sean más responsables, éticos y transparentes en el ejercicio de sus funciones. La incidencia es un ejercicio de empoderamiento, colaboración y construcción de capital social que permite reforzar valores individuales y
colectivos, y contribuye a la transformación de las relaciones de poder entre el Estado y la sociedad civil organizada hacia un plano de mayor igualdad y justicia. En este mismo sentido, la incidencia contribuye a la modificación de la cultura política y aporta el fortalecimiento de las capacidades político-administrativas del Estado.
Ante la pérdida de confianza y escasa confiabilidad en las acciones de los partidos políticos, la incidencia política es un puente que permite enlazar a los ciudadanos con las entidades públicas y el mercado para generar influencia, intercambiar recursos, información y bienes entre los actores, así como para generar organización autónoma y alternativa a los procedimientos e interlocución tradicionales. En esta medida, contribuye a la innovación social y a la gestación de una democracia ética basada en las relaciones de convivencia, cooperación y armonía entre los miembros de la comunidad.
Siguiendo a Bautista: “La ética en la democracia es el hilo que une las relaciones de convivencia, de armonía entre los miembros de la comunidad. Los valores y principios éticos son los guías que marcan el rumbo hacia una sana democracia, hacia la madurez del sistema político (2017, XIV).” El fortalecimiento de la ética pública y la promoción de acciones de incidencia política son recursos fundamentales para lograr cambios en la política y las políticas; articular la construcción de agenda de gobierno que tengan como misión favorecer los intereses del colectivo principal y generar procesos de inclusión social más amplios y que se comprendan desde otra perspectiva más acorde a las demandas y necesidades de los asuntos públicos y se visualicen las alternativas de solución.
Desde esta perspectiva, la relación entre ética pública e incidencia política resulta indispensable para comprender, analizar y explicar los procesos que desde las organizaciones de la sociedad civil y el mercado tienen como finalidad la construcción de ciudadanía como pertenencia a la comunidad política; de otro modo, la construcción de ciudadanía advierte un ejercicio activo de los derechos sociales y político, así como una formación cívica en el sentido de la responsabilidad y el cultivo de la ética pública para comprender y, en su caso, tomar parte en el ejercicio de gobierno.
Debido a los actos de corrupción que se registran en una gran parte de los países en el mundo, incluido México, así como a los problemas en el funcionamiento y calidad de la democracia, es necesario poner de relieve la importancia de la ética pública y la incidencia
política para atender los vacíos político-institucionales y fortalecer la cooperación y el intercambio con mayor voluntad. En este sentido, el orden social moderno advierte un sentido ético y de equidad en la elaboración de las decisiones públicas y apunta hacia la urgente necesidad de revisar los arreglos que contribuyan al establecimiento de una mejor institucionalidad democrática. Como se indicó antes, la institucionalidad democrática no es un concepto vacío sino requiere de prácticas y arreglos eficaces que garanticen que la sociedad y el Estado convivan sin desconocer los conflictos, los desacuerdos y las tensiones presentes en una sociedad abierta, plural y culturalmente distinta. En síntesis, consideramos que una sociedad se proyecta a través de valores éticos y se dirige a través de instituciones para coordinar, estimular y llevar a cabo procesos de cooperación y confianza en beneficio de la comunidad y del bien común entre sus ciudadanos. En este sentido, la construcción de ciudadanía advierte la necesidad de generar espacios y prácticas que potencien la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos y coadyuvar a la gestación de igualdad de condiciones entre sus miembros para el ejercicio de sus derechos políticos, sociales y humanos.
Villoria e Izquierdo (2016, 150-151) en su trabajo intitulado Ética Pública y Buen Gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público, dicen que frente a la corrupción política no se puede pedir menos política, sino política de mayor calidad. Además, apuntan que la tendencia actual de nuestras sociedades es olvidar que la política nace para evitar la guerra civil, y que su fin es generar un gobierno que promueva el interés general. La despolitización y apatía democrática existente no contribuye a la creación de espacios democráticos y, por el contrario se aprecian carentes de confianza donde el poder se encuentra en espacios opacos de decisión fuera del ámbito político y control de los ciudadanos.
En este sentido, los intentos para fortalecer la institucionalidad y la calidad de la democracia exigen el establecimiento en el mediano plazo de una democracia ética en la medida de que es necesario restaurar las capacidades políticas y administrativas del Estado e incluir cada vez más a la sociedad civil en la política y en los asuntos públicos con la finalidad de producir una mejor legalidad y legitimidad en la construcción de una política colectiva y de bien común.
Los desafíos para construir una agenda política -con contenido ético y democrático- son
enormes dados los balances generados por organismos locales e internacionales para nuestro país. Por ejemplo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señala que al finalizar el año de 2017, a México se le evalúa como un país donde el crecimiento económico es fuerte, pero las desigualdades persisten en todo el territorio; un país que en los últimos años ha impulsado reformas políticas y económicas, pero donde persiste la falta de inclusión social y la desigual económica en los ingresos de las personas. Dice la OCDE que: “El crecimiento de la productividad de México repuntó recientemente en los sectores que se beneficiaron de las reformas estructurales: energético (electricidad, petróleo y gas), financiero y de telecomunicaciones [además señala que:] La apertura comercial, la inversión extranjera directa, la integración en las cadenas globales de valor y los incentivos a la innovación han impulsado las exportaciones, en especial las de automóviles. Sin embargo, otros sectores se han rezagado, al verse afectados por regulaciones locales demasiado rigurosas, instituciones jurídicas débiles, informalidad arraigada, corrupción y desarrollo financiero insuficiente (2017, 4).”
Fuente: Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, 2017.
Desde otro ángulo, la OCDE indica que el ingreso económico más alto se concentra en pocas regiones del país donde muchas familias viven no sólo en la pobreza, sino también en los sitios donde la inseguridad es alta y las oportunidades son menores para los jóvenes. Aunque existe un avance en la construcción de políticas públicas para la inclusión social, en México persiste la discriminación y la violencia social y la participación es limitada en el mercado laboral
formal. Si bien México recientemente se ha convertido en un importante exportador mundial de automóviles y otros productos electrónicos con amplia calidad en el mercado mundial, la inversión en su población es muy deficiente, ya que se observan desafíos importantes como los altos niveles de pobreza urbana, extensa informalidad en la economía, tasas bajas de participación política femenina en espacios laborales, rezago escolar, exclusión financiera, una norma de derecho endeble y niveles persistentes de corrupción y delincuencia política en la vida comunitaria.
Las “reformas estructurales” del actual gobierno no han logrado crear sinergias para resarcir los enormes rezagos y las fallas de gobierno para motivar un cambio real en el crecimiento, el bienestar y la distribución del ingreso. Para la OCDE, las reformas han sido una estrategia importante para afrontar la crisis y el crecimiento de la productividad, pero la tendencia hacia los próximos años es la decreciente utilización de la mano de obra en el mercado laboral, el fortalecimiento de las competencias y generar salarios adecuados. Los desafíos urgentes para atender son la pobreza extrema, reducir la desigualdad en los ingresos, mejorar las oportunidades económicas, disminuir la informalidad, aumentar la participación femenina y fomentar prácticas empresariales más éticas y responsables. “Las desigualdades siguen creciendo en todos los estados y sectores, lo que subraya la divergencia de un México moderno, muy productivo, que compite a escala mundial, ubicado principalmente en la frontera con Estados Unidos, el corredor central y las zonas turísticas; y un México tradicional, menos productivo, con empresas informales a pequeña escala que se ubican sobre todo en el Sur (OCDE, 10-11).” Además de lo anterior, se infiere que el país enfrenta un entorno externo débil e incierto, ya que la economía mundial se mantiene en una situación de poco crecimiento y muchas economías de mercados emergentes carecen de impulso. En este sentido, los precios de los productos básicos y los ajustes en las políticas monetarias han sido relativamente flexibles, pero existe un riesgo permanente que desalienta la inversión productiva y los incrementos en el empleo.
Según este organismo es necesario hacer que la política fiscal no sólo sea más congruente, sino sostenible y transparente a través del fortalecimiento del gasto social en programas para combatir la pobreza extrema; coordinar mejor la recaudación del impuesto sobre la renta y ampliar las bases impositivas; desde otra postura, es necesario adoptar políticas para un desarrollo sostenible que atiendan la desigualdad, discriminación y amplíen las oportunidades del
mercado laboral. En este orden, se recomienda hacer que el crecimiento sea más incluyente a través de fortalecer las políticas y los programas contra la informalidad, la innovación y la lucha contra la corrupción, y generar un cambio en la cultura de la legalidad a través de procesos más claros y confiables (OCDE, 2017, 13-14).
Por otra parte, y de acuerdo con el reporte de Transparencia Internacional intitulado Las personas y la corrupción: América Latina y el Caribe, 2017, en los últimos años se han observado en la región de América Latina y el Caribe tendencias preocupantes que advierten un deterioro de los derechos humanos y el debilitamiento de las estructuras de gobernanza. De acuerdo con esta entidad, México ocupa el lugar 95 de 123 en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. En América Latina, su lugar es el sexto entre los países con la mayor percepción de la corrupción y entre los miembros de la OCDE es el país con la peor reputación en corrupción. En este marco, los temas sobre el aumento de la violencia y de la inseguridad, el asesinato de periodistas y líderes en la sociedad civil revelan que en México existen graves problemas para mantener la gobernabilidad y estabilidad política. Asimismo, en este informe se deduce que más del 50% de los entrevistados dijo que pagó sobornos, o bien, tuvo que realizar algún regalo a funcionarios para acceder a servicios de tipo educativo y hospitalario, así como para obtener un documento de identidad o un servicio público.
Asimismo, y como se deriva del gráfico anterior, se sostiene que seis de cada diez personas que viven en América Latina y el Caribe creen que el nivel de corrupción aumentó (62%). Las personas que viven en México perciben altos niveles de corrupción (entre el 61% el 64%). En cambio, menos de una de cada cinco personas en Uruguay manifiestan que los policías son sumamente corruptos (19%). En Brasil y Costa Rica son los más proclives a manifestarse de acuerdo con que es socialmente aceptable y denunciar la corrupción. En este tenor, la encuesta muestra que entre aquellos que denunciaron efectivamente un incidente ante las autoridades, más de uno de cada cinco (21%) señala que se tomó alguna medida contra el autor, mientras que más de una cuarta parte (28%) manifiesta haber padecido consecuencias negativas. En suma, los países de Colombia, República Dominicana, México, Perú y Venezuela tienen el peor resultado respecto a los índices de soborno y se percibe un alto grado de corrupción en los cuerpos policiacos, de aquí que los ciudadanos se sientan con desconfianza y una opinión negativa hacia los esfuerzos gubernamentales contra la corrupción. Lo anterior, advierte serios riesgos al mantenimiento de la democracia y a la gobernabilidad política en la región y deriva la necesidad de generar acciones en todos los niveles del gobierno y la sociedad civil de manera conjunta.
En síntesis, Transparencia Internacional, sobre la base de los resultados de la encuesta, sugiere construir otras estrategias de política para reducir los sobornos en los servicios públicos, en la cual los gobiernos logren optimizar los procesos burocráticos y definir plataformas de atención y canales más eficientes y responsables. Por otro lado, sugiero preparar a la sociedad civil para participar en la lucha contra la corrupción por medio de la generación de arreglos que permitan la interacción conjunta de procesos participativos y de la incidencia de grupos y organizaciones de la sociedad civil en la gestación de iniciativas, monitoreo y consejos consultivos para atender el déficit de credibilidad y acceso a la información pública. En este sentido, es necesario atender el acceso a la justicia y el Estado de Derecho a través de procesos de investigación objetivos, eficaces y eficientes que logren eliminar la impunidad e inmunidad política en temas de corrupción; asimismo, se recomienda que los gobiernos favorezcan las condiciones para reducir la corrupción como una condición clave para una lograr una sociedad justa y equitativa.
Como se puede deducir de los estudios de la OCDE y Transparencia Internacional en
2017, la corrupción es una de las variables que más afecta el desarrollo de la economía y el desarrollo de la política en México. A este respecto, y de acuerdo con datos de Riquelme (29 julio, 2017), en el diario El Economista, una parte importante de los mexicanos considera que su actual presidente (Enrique Peña Nieto) no ha realizado las acciones necesarias para combatir este problema. Por el contrario, los estudios de opinión señalan que nueve de cada 10 mexicanos piensa que la corrupción es un problema de todos los días; la entidad federativa con una mayor percepción de la corrupción es la Ciudad de México, donde 95.1% de sus habitantes considera que las prácticas de corrupción son muy frecuentes o frecuentes, casi 10 puntos porcentuales por encima de la media nacional, que es de 88.8 por ciento. El estado que menor nivel de percepción presenta es Querétaro, con 73.3 por ciento. En otro apunte, se deduce que el ciudadano también es un agente fundamental de la corrupción. Sin embargo, los mexicanos consideran corruptos a sus vecinos, amigos y/o familiares. Solamente 30% de los encuestados dijo conocer el marco regulatorio en materia de corrupción mientras que 49% afirma desconocerlo y 16% los conoce sólo parcialmente, aunque la ignorancia no exime de responsabilidad.
En consecuencia, la corrupción se ha convertido en los últimos años en el principal tema de investigación en razón de que pone en evidencia el bajo desarrollo moral y la escasa o inexistente puesta en práctica de instrumentos éticos para fomentar la integridad pública entre la sociedad y el Estado. Siguiendo a Villoria e Izquierdo (264-265), el bajo desarrollo moral no tiene un fundamento racial ni cultural, sino que es fruto sobre todo de la ausencia de educación, valores, principios, interacción y educación. En países como México la desafección en la política y las condiciones en las que se desarrolla la mayor parte de la población advierten la necesidad de crear mecanismos para el fortalecimiento del desarrollo cognitivo como elemento central para
impulsar cambios en la conducta individual y colectiva. “Si se quiere promover una sociedad con desarrollo moral elevado, las familias deben generar espacios de diálogo y de interacción, espacios que faciliten la toma de rol, ponerse en la situación del otro […] es conveniente que las escuelas fomenten la autonomía y la libertad de expresión, que abran el debate sobre la justicia y la moral, que fomenten el contacto de puntos de vista diferentes y que abran la participación en la definición de reglas y en el ejercicio de poder (Villoria e Izquierdo, 265-266).”
Como lo exponen los estudios citados, la corrupción se desarrolla con mayor fuerza en aquellas naciones donde existe desigualdad económica. Mientras más alta es la desigualdad y mayores las diferencias de estatus, existen mayores posibilidades para generar inseguridad e infelicidad. De tal modo, la desigualdad, en sus diferentes significados, conlleva a una reflexión seria en la agenda del gobierno actual con el propósito de motivar el diseño de políticas públicas de nueva generación para producir confianza. La confianza generalizada es fundamental para la generación de solidaridad social y potenciar la igualdad en la democracia. Por el contrario, la desigualdad contribuye al aumento de la injusticia, y a que la riqueza y el poder se perciban conectados con la corrupción. La desigualdad genera, asimismo, que las instituciones funcionen de manera desigual, discriminatoria y parcial.
“La desigualdad es el caldo de cultivo del capital social negativo […] de un conjunto de redes de extorsión, de favores mutuos entre oligarquías, que aseguran la impunidad y lanzan el mensaje de que ésa es la forma normal de lograr las cosas […] es difícil confiar en instituciones públicas que den respuestas universales e imparciales cuando existen niveles de desigualdad brutales (Villoria e Izquierdo, 2016, 270-271).” En efecto, en aquellas sociedades como exactamente nuestro país, donde la ignorancia y la pobreza son muy elevadas no existen condiciones para lograr cultivar la confianza de los ciudadanos en las instituciones, es decir, la política no se comprende como un espacio de deliberación para la toma de decisiones en beneficio de la comunidad política, sino como un espacio opaco al que se desea acceder para conseguir beneficios particulares. En este marco, es importante nuevamente destacar el valor de la ética, y específicamente de la ética pública y la incidencia política, para reorientar el sentido de la política y revigorizar la confianza en el gobierno y la legitimidad de las instituciones del Estado.
Ahora bien, y considerando los puntos antes indicados, es importante subrayar que la
conformación de un Sistema Nacional Anticorrupción en México tiene una oportunidad para generar no sólo los principios, las bases generales y las políticas públicas que son necesarias para la coordinación entre autoridades de todos los órdenes de gobierno en materia de prevención, detección y sanción de hechos relacionados con la corrupción, sino es necesario incorporar los proyectos e iniciativas desde grupos y organizaciones de la sociedad civil con la finalidad de atender los vacíos relacionados con la fiscalización y control de recursos.
De la misma manera, es necesario impulsar las directrices básicas que oriente el accionar de las políticas públicas, definir las bases de participación de la ciudadanía para intervenir en la creación de una cultura de integridad, confianza y ética en el servicio público. No está de más señalar que, a la fecha, la discusión de la agenda para conformar el Sistema Nacional Anticorrupción está en marcha, pero antes de constituirse, ya se observan varios desafíos para su operación vinculados principalmente la escasa coordinación gubernamental y a la complejidad que se deriva del análisis de la corrupción en sus múltiples dimensiones y manifestaciones a nivel local y federal, lo cual advierte serios retos para lograr un modelo claro y con una institucionalidad firme hacia los próximos años.
Este trabajo planteó como interrogantes analizar cuál es la relación de la confianza institucional con la ética pública y la ciudadanía, y de qué modo la incidencia política contribuye a la construcción de una democracia ética en México. En este sentido, y para generar un mayor debate teórico-empírico, aportamos una serie de tesis para el debate y la reflexión permanente.
La construcción de la confianza institucional y la ética pública es un ingrediente primordial para vigorizar la institucionalidad democrática. La institucionalidad democrática requiere de la articulación de esfuerzos en los diferentes sectores (público, social y privado) de la comunidad política con la finalidad de encauzar mayores procesos de participación y representación política. Asimismo, cuando se invoca el fortalecimiento de la institucionalidad democrática se advierte un análisis sobre la vigencia del orden institucional, político y social con la finalidad de valorar su maduración y consolidación política, es decir, comprender desde una perspectiva abierta y plural, la creación y operación de las instituciones para contrarrestar la incertidumbre y lograr la creación de confianza en los procesos de gobierno.
Una variable que aporta al análisis y mejora de la institucionalidad democrática para el combate a la corrupción es la incidencia política generada desde la sociedad civil hacia las políticas públicas y la construcción de ciudadanía. Sin embargo, la relación de los procesos de incidencia con el fortalecimiento de las capacidades políticas y administrativas del Estado, advierte componentes complejos en la medida de que este proceso se vincula con aspectos sistémicos y de poder en la vida política e institucional.
La construcción de ciudadanía reconoce la importancia de los derechos sociales, políticos y humanos que las personas tienen para intentar influir en el diseño de la política social y de proyectos concretos en beneficio de atender la desigualdad en sus condiciones de vida. De ahí que la participación de los ciudadanos, a través de la incidencia política y de la generación de proyectos sociales alternativos, permite abonar a la renovación de las capacidades políticas desde la propia comunidad e incide en la demanda de una mejor gestión pública del Estado; asimismo, contribuye al fortalecimiento de los mecanismos para enfrentar el abuso de poder y los atender los problemas como la corrupción, pobreza, inseguridad y el desempleo, entre otros.
Para que un régimen democrático madure y genere las condiciones de mayor igualdad, libertad y equidad entre sus ciudadanos es necesario romper el círculo vicioso de la corrupción política. En este sentido, se requiere incorporar a la ética pública en los procesos de gobierno y en las diferentes esferas de la sociedad civil con la finalidad de que los individuos adquieran elementos para una mejor formación ciudadana y con un conocimiento claro acerca del funcionamiento del Estado y su comunidad política. Cuando aludimos a la construcción de una democracia ética en México subrayamos la importancia de fortalecer las relaciones de convivencia, de armonía entre los miembros de la comunidad a través de valores y principios éticos que serán las guías que marcan el rumbo hacia una sana democracia y hacia la madurez del sistema político en su conjunto. La construcción de ciudadanía en México es un proceso que requiere potenciarse a través de la acción colectiva y la incidencia política con la finalidad de que los ciudadanos no sólo expresen sus preferencias político- electorales a través del voto, sino se inmiscuyan en prácticas referidas a la creación de igualdad de condiciones y derechos ciudadanos que permitan fortalecer las relaciones de intercambio y la capacidad político institucional del Estado y de su comunidad política. En este sentido, y ante el déficit de confianza institucional que se observa en una gran parte de las instituciones políticas
en México, es necesario vincular los esfuerzos de la sociedad civil organizada para atender, desde otra perspectiva autónoma y descentralizada, las prácticas de exclusión y discriminación detectadas, así como las diferencias de poder y clase social en la distribución de recursos en la sociedad.
Finalmente, una democracia sin ética no sólo pierde el rumbo, sino carece de los instrumentos básicos para gobernar y crea vacíos que serán utilizados por personas, grupos y organizaciones carentes de un perfil ético. En este sentido, la creación de proyectos de incidencia política en el ámbito de las organizaciones de la sociedad civil es una alternativa para potenciar no sólo el interés de los ciudadanos en los asuntos públicos, sino para impulsar procesos de organización política basados en principios éticos de convivencia y, sobre todo, para mantener o alcanzar la libertad en el seno de una comunidad política. En este sentido, la relación de la confianza institucional con la ética pública constituye un puente de aprendizaje para lograr la generación de solidaridad social y potenciar la igualdad en la democracia de una forma clara y efectiva.
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