Fernando Barrientos del Monte1
Palabras clave: ciencia política, democracia, sociología de la ciencia
A partir de finales de los años 40 y en la década de los años 50 que es claro el crecimiento de la influencia de la ciencia política norteamericana en gran parte del mundo debido a la migración a Estados Unidos de varios politólogos europeos durante el periodo de entreguerras. Este es el primer ejemplo de la relación entre democracia y ciencia política. Se trata de identificar las principales Corrientes teóricas y disciplinarias que prevalecieron durante los periodos autoritarios tales como el institucionalismo derivado de la tradición jurídica de las primeras escuelas de
1 Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Florencia, Italia. Profesor-Investigador en la Universidad de Guanajuato. Líneas de Investigación: Política Comparada, Política y Elecciones en América Latina, Historia de la Ciencia Política. f.barrientos@ugto.mx.
ciencia política, así como las corrientes de la sociología política. Tanto el derecho como la sociología fueron las disciplinas que impulsaron la ciencia política en sus inicios, pero al mismo tiempo dificultaron su autonomía. Fue hasta las últimas décadas del siglo XX, pero principalmente en los tres primeros lustros del siglo XXI que a la par de la democratización en América Latina y en otras partes del mundo, que la ciencia política y las perspectivas analíticas propiamente politológicas se han fortalecido en el contexto de las ciencias sociales. Se trata de observar también, a la par, las condiciones estructurales para el desarrollo de la ciencia política: escuelas, revistas académicas y asociaciones. Estas variables, las intelectuales y las estructurales, permiten evaluar el grado de desarrollo de la ciencia política hasta nuestros días en América Latina. La ciencia política ha logrado su autonomía como ciencia social, pero enfrenta aún viejos y nuevos problemas: su desarrollo es desigual en la región, y las seudociencias y las corrientes posmodernistas la están colonizando, socavando sus pretensiones de cientificidad.
La política “es el ‘hacer’ del hombre que más que ningún otro, afecta e involucra a todos”; esta definición de Giovanni Sartori (1979: 9) clarifica que esencialmente la política es praxis, pero que a su vez está precedida por un pensar sobre éste hacer. Igualmente vislumbra que es una praxis colectiva, que ineludiblemente está conectada con el concepto de poder (Bobbio, 1999: 102). En las acepciones tradicionales, el poder político, como lo ha definido Thomas Hobbes es el ejercicio de “los medios presentes para obtener algún bien manifiesto futuro” (Leviatán, Cap.
X) o como un conjunto de medios para conseguir efectos. Igualmente se ha determinado como una relación, en la cual uno o unos imponen su voluntad a uno u otros. Max Weber por su parte considera que el concepto ‘poder’ al ser indefinido, debería comprenderse como dominación, de esta manera se puede individualizar las formas de dominación que existen en la sociedad. De esta manera se entiende que el poder está ineludiblemente relacionado con la política porque es praxis orientada a la consecución de ciertos fines colectivos o individuales imponiendo una voluntad sobre otras. Mucho se ha escrito sobre la política tanto como parte fundamental de la convivencia de los seres humanos, como en La República de Platón y en La Política de Aristóteles. Igualmente esta praxis nunca ha estado exenta de desconfianza e insatisfacción como sucede en la actualidad, ya en el siglo I D.C. el escritor griego Plutarco subrayó en sus Consejos Políticos:
“en todo pueblo existe una mala disposición y un recelo contra los que ejercen la política”. Durante muchos siglos se han escritos cientos de tratados sobre el ejercicio de la política, en la antigüedad libros como La Ciropedia de Jenofonte o La Ilíada de Homero fueron utilizados por políticos de la época como referencias para el ejercicio del poder. Durante el medievo en Italia aparecieron los Specula y los institutiones, ambos géneros literarios destinados a los príncipes y gobernantes de la época (Pedullà, 2013: xx). Asimismo en los años del barroco español (entre los siglos XVII y XVIII), muchos escritores se cuestionaban sobre el arte del gobierno, pues presumían que la política descansaba sobre la base de “reglas que podían ser aprendidas por medio de la experiencia que las lecciones de la historia nos enseñan” (Fernández-Santamaría, 1986: 144).
En la modernidad El Príncipe de Nicolás Maquiavelo abrió una discusión que aún sigue vigente: la política tiene sus propias reglas, por ello es diferente, sobre todo de otras formas de actuar como la moral y la religión; es independiente, es decir, que sigue sus propias leyes; es autosuficiente, pues se explica a sí misma; y es causa primera, generadora no solo de sí misma como señala Giovanni Sartori, sino también del resto dada su supremacía (Sartori, 1979: 196). Esta perspectiva sobre que es la política, incómoda para muchos, produciría no solo amplias críticas, como las tantas obras que contra Maquiavelo se escribieron (vid. Panella, 1943), así como condenas y censuras derivado de su ingreso al index de los libros prohibidos por la Inquisición en 1559 hasta su salida a mediados del siglo XIX.
El debate en torno a la idea del poder político como elemento central de la política continuó durante varias décadas entre los siglos XIX y XX precisamente en el contexto del nacimiento de la ciencia política. Pero si con Maquiavelo la política tenía sus propias reglas, con el surgimiento del liberalismo y la difusión de la igualdad y la libertad como fundamentos del modelo republicano y de la democracia modernas, la política se convirtió en un asunto que no solo competía a príncipes y gobernantes sino a grupos sociales más amplios bajo la orientación de la idea de la ciudadanía y sus derechos. El liberalismo postuló que la legitimidad del poder deriva de los individuos como ciudadanos, por lo tanto el poder debía ser entendido tomando en cuenta dicha condición. Para algunos teóricos del elitismo como Gaetano Mosca, Robert Michels o Vilfredo Pareto, el poder político tiende a la centralización, derivado de una inercia universal: en el mundo han existido y existen los gobernantes, quienes detentan el poder y mueven los hilos
de la política, y los gobernados, sujetos y receptores de los efectos de la política.
Empero no se pude asumir que categóricamente esta relación existe en todas las sociedades. Se sabe que el poder no tiende a la estabilidad, sino más bien se mueve entre diversas cuestiones (issues), y éstas pueden cambiar o persistir, generando coaliciones entre grupos de intereses y ciudadanos, y su duración puede ser momentánea o semipermanente. De las críticas al elitismo se derivan la postura de los teóricos del pluralismo, cómo Robert Dahl -entre otros-, quienes concentran su atención, no sólo sobre los recursos del poder, sino en su ejercicio. Para los pluralistas el poder significa a) “la participación en la toma de decisiones” y por lo tanto que,
b) el poder sólo puede ser analizado después de haber estudiado cuidadosamente una serie de decisiones concretas.
Ambas ideas sobre el poder político, la elitista y la pluralista nos acercan mejor al estudio de la política en la actualidad, pero muchas preguntas siguen abiertas: ¿cómo se ejercita el poder político?, el cual muchas veces va más allá de los objetivos del proceso de toma de decisiones (decision making). Así tampoco ofrece criterios objetivos para distinguir entre cuestiones (issues) “importantes” y aquellas “no importantes” que muchas veces se presentan al mismo tiempo en la arena de lo política. Más aún, hoy el poder político se presenta en diversas arenas: por excelencia en el ámbito de las relaciones internacionales, dónde hasta hace pocas décadas el poder se orientaba por las relaciones entre estados y naciones, en la actualidad se vislumbra el poder de organizaciones no estatales con influencia en la toma de decisiones: los medios de comunicación, los grandes emporios empresariales, las organizaciones políticas internacionales (Banco Mundial, OMC, FMI, etc.) pero también organizaciones no políticas que compiten por el monopolio de la violencia como lo es el crimen organizado.
¿Qué hace un politólogo? ¿Para qué sirve la ciencia política? Son quizá las preguntas que regularmente hacen los estudiantes que por primera vez se acercan a la disciplina para evaluar si desean estudiarla como carrera de grado. Empero, son también algunas de las preguntas que siguen a los politólogos profesionales desde hace décadas pero que se derivan de cuestiones teórico-metodológicas más profundas. A finales de la década de los años veinte del siglo XX Walter Lippman (1929) señalaba “Nadie toma la Ciencia política en serio, pues nadie está
convencido de que sea una ciencia o que tenga influencia importante sobre la política”. Para 1965, cuarenta años después, David Truman (citado por G.A Almond, 2005: 97), en el marco de un congreso de la American Political Science Association decía con palabras igualmente pesimistas:
“Como Raquel, la amada pero estéril esposa de Jacobo, que se preguntaba así misma y a Dios cada mañana «¿estoy encinta?», o «lo estaré?», así cada vez, cada presidente de ésta asociación, en éstos eventos anuales se preguntan: «¿somos una ciencia?» o «podremos serlo?»”
En el siglo XXI es factible -nuevamente- preguntarse ¿es ya la Ciencia Política una verdadera ciencia? La respuesta es sí, sin duda. Ello se puede constatar no sólo en los numerosos congresos anuales nacionales e internacionales que llevan a cabo las diversas asociaciones de politólogos a nivel mundial, sino en las decenas de publicaciones especializadas que sobre la disciplina existen hoy en diversas lenguas y que son referencia obligada para los estudiosos, y sobre todo en la creciente oferta académica en ciencia política de grado y posgrado en muchas universidades públicas y privadas en el mundo.
Ahora bien, como señaló Gabriel A. Almond (1990), “la ciencia política ha prosperado materialmente, pero no es una profesión feliz”. Ello se debe principalmente a su fragmentación interna, entre diversas metodologías y teorías, entre cientificistas y antiprofesionistas, etc. Dicho malestar, que no es nuevo en la disciplina, ha generado en los útimos años un fructífero debate sobre todo en E.U.A. sobre su presente y futuro permitiendo al mismo tiempo observar una ciencia viva y cada vez más consolidada. Este debate ideológico-metodológico al interior de la ciencia política gira precisamente en torno a su cientificidad. Por un lado, se ha puesto en entre dicho su futuro argumentando que ésta “es un gigante con pies de barro” (Sartori, 2004); y por otro, se ha dicho que la ciencia política no es “todavía una Ciencia”, que debiera olvidarse de los clásicos y emular a la economía y los modelos explicativos de otras ciencias duras como la Física (Colomer, Taagepera, el at.). Ambas posturas podrían pasar desapercibidas e intrascendentes, no obstante, tienen impacto al interior de la disciplina como profesión. En este ensayo se argumenta que en realidad este debate no es insólito pues discusiones similares se generaron en sus inicios y sobre todo en el contexto del nacimiento del “conductismo”. Lo que si parace nuevo son los dilemas que se han generado sobre el futuro de la disciplina: existe una área con tendencia a dominar la ciencia política – la línea dura donde están los cientificistas puros- que impulsa
investigaciones con 'camisas de fuerza' metodológicas, tratando de renunciar no sólo a los clásicos del pensamiento, sino también a crear grandes teorías. ¿Qué tan “nueva” es esta posición? ¿Cuáles son los problemas que genera dentro de la disciplina?
En América Latina dicha discusión ha sido incipiente y en ciertos casos visceral, y ello como consecuencia de varios factores, entre los que destacan la fuerte presencia de la tradición del estudio de la política desde las perspectivas normativa y sociológica, y la tardía asimilación de estándares metodológicos de análisis empírico. Para algunos politólogos la “infelicidad” de la ciencia política está en que todavía no logra convertirse en una ciencia aplicable, salvo algunas de sus subdisciplinas como en las políticas públicas; pero también porque en su recorrido por lograr su autonomía frente al derecho, la economía y la sociología, y en su afán de cientificidad se alejó de su propio objeto de estudio: la política. Sin embargo, tal alejamiento no es propio del estado actual de la disciplina. Ya en 1975 en la presentación de la Revista Latinoamericana de Ciencias Políticas publicada en Chile se leía “La política ignora la ciencia política, y ésta, a su vez, no se preocupa por la política” (Godoy, 1975:5, citado por Werz, 1995:135) y para 1995 un sociólogo señalaba que no debía sorprender que “llamemos Filosofía Política o Ciencia Política a un saber que desprecia y casi desconoce los intereses y necesidades de los políticos” (Escalante, 1995:11).
En opinión de Michel Oakeshott (1998: 27), la ciencia política se ha deslindado de la filosofía política en su afán de responder a la cuestión ¿que hará el gobierno?, y no solo eso,
¿cómo lo hará?, ¿quién o quienes intervendrán?. Pero los libros de consejos políticos, biografías de grandes políticos u otras obras similares no son producto de la ciencia política, sino de la praxis política. Como señaló Herman Heller, constituyen otro tipo de conocimiento: “la política práctica constituye un arte; más precisamente por serlo, no resulta comunicable, no es materia docente ni discente (sic), y ha de estimarse como capacidad innata, no transmisible, ni sujeta a racionalizaciones” (Heller, 1933: 24). Cuando los teóricos políticos frente a la política de una manera científica, revelan hechos que contradicen las expectativas democráticas, y cuando los mismos eruditos tratan de justificar esas expectativas, sus argumentos morales tienen poco peso profesional (Ricci, 1984: 21 y ss.)
El análisis del desarrollo de la ciencia, como forma de conocimiento propio de las sociedades modernas, está intrinsecamente relacionada con la sociedad en la que se desarrolla. Marx y Engels por ejemplo, consideraban esta relación con base en solo algunos elementos causales tales como las bases económicas (la estructura) y las ideas (la super estructura). La ciencia es entonces el reflejo de las relaciones entre la estructura y la superestructura: «las ideas dominantes en cada época han sido siempre las ideas de la clase dominante». Pero también es cierto que hay momentos de incompatibilidad entre el sistema de las ideas y la estructura que explican el desarrollo del conocimiento. Es esta relación entre estructuras y sistemas de ideas es lo que explica el interés de la ciencia sobre determinados problemas, pero también en cómo se desarrolla precisamente el conocimiento sobre los mismos (Merton, 1977a: 68 y ss.). Respecto a la Ciencia Política coincide el argumento que Sartori (1971:3) señalaba en el primer número de la Rivista Italiana di Scienza Política: “La noción de «ciencia política» se entiende en relación de dos variables: 1) el grado de organización del saber –pensamiento científico- y 2) el grado de diferenciación estructural de los agregados humanos –configuraciones sociales-”.
“La política –siguiendo a Sartori (1979: 9)- es el ‘hacer’ del hombre que, más que ningún otro, afecta e involucra a todos”. A tan sucinta y a la vez amplia enunciación, habría que agregar que la política es también la materia de análisis que más ha interesado por siglos a filósofos, historiadores, intelectuales y hombres de ciencia de las más diversas disciplinas del conocimiento, desde teólogos como San Agustín, poetas como Dante Alighieri, y numerosos juristas como Hans Kelsen y Carl Schmitt, por ello ninguna disciplina podría adjudicársela como su materia exclusiva. Pero el estudio empírico de la política privilegiando, más no de forma exclusiva, procedimientos científicos si es propio de la ciencia política de nuestro tiempo. Hoy pocos pondrían en duda que el estudio del poder político y los fenómenos sociales que lo rodean es la base de la Ciencia Política, sea en su acepción amplia o estricta (Duverger, 1978: 519). La ciencia política del Siglo XXI no es la misma que se practicaba en el siglo XVIII y hasta la primera mitad del siglo XX. Salvo en las universidades estadounidenses, en el resto del mundo habían pocas facultades de ciencias políticas (Dahl, 1996: 85); la ciencia política como tal, era apenas una materia de estudio entre otras tantas en muchísimas universidades. No sorprendería lo que Giovanni Sartori (1997: 95) veía en Italia, por ejemplo:
“Desde que era estudiante me sorprendió que en Italia tuviéramos facultades de Ciencias Políticas en las que, en la práctica, no había un estudio dedicado exclusivamente a la política, en nuestras facultades había derecho, un poco de historia, un poco de economía, estadística, geografía, filosofía, pero no existía ninguna asignatura que permitiese a los estudiantes entender la política”.
Durante muchos años, se desarrolló la ciencia política sin método; hoy la disciplina esta consolidada gracias a que precisamente, para alcanzar su autonomía de otras disciplinas, se centró en desarrollar sus métodos. Aunque todavía las fronteras de la disciplina no estén claramente definidas ni deslindadas de las ciencias sociales que la rodean de manera clara (Sorauf, 1967: 11). Empero, hoy resurgen nuevos cuestionamientos tales como ¿Fue el camino correcto?; ¿es la ciencia política una ciencia incomprendida?. En el contexto latinoamericano, tales cuestionamientos adquieren mayor relevancia si tomamos en cuenta que la disciplina en la región está en un momento crucial: un crecimiento de la disiciplina sin comparación respecto de las décadas pasadas.
Los análisis introspectivos de la ciencia política regularmente se centran en las teorías y
los métodos, la epistemología en sí, pero en los últimos años también han reaparecido cuestiones que tratan de determinar el status científico de la ciencia política respecto de otras ciencias sociales (vid. Strasser, 1977: 16). Tales cuestionamientos son válidos en la medida que buenas respuestas legitiman la disciplina y al mismo tiempo señalan las disyuntivas a las que está sujeta. Uno de los últimos grandes cuestionamientos surguió en el verano del año 2000 cuando apareció un movimiento anónimo, denominado «Perestroika» dentro de la American Political Science Association (APSA), difuminando un correo electrónico en el cual llamaban la atención por un cambio paradigmático dentro de la asociación, señalando críticamente los sesgos dentro de la disciplina en Estados Unidos, calificándola de parroquial, con una tendencia parcial hacia la metodología cuantitativa, la teoría de la elección racional, la estadística y el uso de modelos formales (Monroe, 2005:1). En el conjunto de análisis que se derivaron de ese famoso movimiento, quedó de manifiesto que la inconformidad era más profunda e iba más allá de la APSA, sino en todos los países dónde se desarrolla la disciplina. El movimiento «Perestroika» no deplora ni trata de inhibir el estudio de la política con métodos de análisis empírico, sino de mostrar que los resultados logrados con tales orientaciones non son tan fructíferos como para justificar su hegemonía dentro de la disciplina (Zambernardi, 2008: 49).
La actual ciencia política es heredera de aquella de corte «institucionalista», practicada ampliamente hasta los años cincuentas y sesentas del siglo XX –y aún hoy pero en menor medida- muy cercana a las disciplinas del derecho y la sociología, e igualmente heredera directa de las diversas tradiciones de estudios que nacieron de la conjunción de varias disciplinas que aún hoy conocemos como ‘ciencias políticas’. Era una ciencia a la cual, según R.A.W. Rhodes (1995:
53) no le preocupaba la metodología, o al menos no como en la actualidad existe, pues era una ciencia que se limitaba a describir y explicar las instituciones y las acciones políticas, y – siguiendo a Heller (1933: 25)- se cuidaba muy poco –y lo sigue haciendo- de guiar la conducta política para una actuación acertada. La investigación sistemática sobre la política no estaba difundida en todo el mundo. El institucionalismo, como paradigma dominante, no hacía referencia sobre cómo debía producir el conocimiento. Dicha ciencia política, identificada como “tradicional”, atraía contínuamente a sus filas a las mejores mentes allí dónde se estudiaba la política, pero las ideas y los descubrimientos poco cambiaban con el pasar de los años (Easton, 1968: 46).
Durante muchos años las Ciencias Sociales, y consecuentemente la ciencia política, se negaron a aceptar el positivismo y el neopositivismo como modelo a seguir, pues se consideraba que eran propios de la ciencias naturales, no obstante que precisamente la generalización del método científico permitió de hablar de la unidad de la ciencia en contraposición a las construcciones lógicas del racionalismo apriorístico de los sistemas filosófico-religiosos (Neurath, 1958: 31). La polémica entre Eric Voegelin (1952) y Hans Kelsen (1954) es el ejemplo de la tensión en el contexto de la transición hacia la nueva ciencia política. Para Voegelin, la ciencia política estaba siendo destruida por el positivismo debido a su intento de volverse objetiva por medio de la exclusión rigurosamente metodológica de todo «juicio de valor», y al mismo tiempo, esa destrucción sirvió para ponderar por encima las proposiciones objetivas respecto de los juicios de valor, que por su propia naturaleza son subjetivos y por lo tanto no científicos (Kelsen, 2006: 34). Muy al contrario, Kelsen abogaba por una ciencia social subsidiaria de los ideales de objetividad y pureza metodológica, con una cuidadosa distición entre ciencia e ideología (Arnold, 2006: 252 y ss.).
Herman Heller en 1933, más severo y escéptico señalaba que, dominada por el empirismo y el positivismo la ciencia política, más que alejarse de la metafísica, se convertía en antifilosófica la cual supone que “todos los anhelos políticos justificados pueden deducirse mediante el análisis de hechos de experiencia”, pero la ciencia política –continúa Heller- dista mucho de haber logrado la ansiada objetividad (Heller, 1933: 53). Diez años después, Benedetto Croce (1945), menos escéptico, ubica a la ciencia política empírica como parte del interés perpetuo de conocer los hechos privados de “espiritualidad” tratando de clasificar y determinar leyes empíricas para determinar caracteres y relaciones, concordancias y discordancias de los efectos (Croce, 1945: 44 y ss.).
Esta tensión se explica -en parte- porque hasta antes de la década de los cincuenta del siglo XX se tenía la tendencia de hablar de las ciencias políticas en plural, costumbre que según Duverger (1978: 537) disimulaba, más o menos, la idea de qu todas las ciencias sociales, e incluso todas las ciencias humanas, tienen relación más o menos directa con la vida política, de modo que no existe un saber especial del saber poítico. La ciencia política al singular como ciencia autónoma surgió en la segunda posguerra, y con mayor precisión, en E.U.A., derivado de las condiciones de estabilidad social en ese país en contraste con lo que sucedía en Europa; sin
por ello ser una “ciencia estadounidense”, pues fueron en gran medida científicos sociales europeos, quienes habiendo emigrado a dicho país, aprovecharon las capacidades institucionales y las inercias científicas de aquellos años para sentar las bases de la disciplina que hoy conocemos. La nueva ciencia de la política nació con el «conductismo», producto de un movimiento iniciado en la Universidad de Chicago entre las décadas de los años 20’s y 30’s del Siglo XX, enarbolando ciertas premisas respecto a los datos, los métodos, los conceptos y sobre todo nuevas metas teóricas. Estos elementos que para otras ciencias parecían obvios, no lo eran para la ciencia política. En palabras de David Easton (1968: 21), la “ciencia política es probablemente la última de las ciencias sociales que ha sentido los efectos de la razón cientifica en su forma más desarrollada”, es decir, ese movimiento hacia normas de investigación más exactas y exigentes. Desde el punto de vista de Giorgio Sola (1996: 19), Power and Society (publicado en 1950) de Harold Laswell y Abraham Kaplan, y The Political System de David Easton (publicado en 1953) marcan el paso entre la “vieja” y la “nueva” ciencia política. El primero cierra la época de la ciencia política tradicional tratando de sistematizar de manera definitiva el patrimonio teórico y conceptual desde Aristóteles hasta la Segunda Guerra Mundial, mientras que Easton abre la era de la politología contemporánea, al señalar los presupuestos de una ciencia que debe concentrarse en los fenómenos políticos empíricos de manera autónoma y libre de valores. Difícilmente pude decirse que el «conductismo» fue un movimiento monolítico y universalmente aceptado, pero si provocó una serie de confrontaciones que delimitaron la vieja y la nueva ciencia política (Sorauf, 1967: 24). Más aún, el conductismo se enfrentó a aquellos que dentro de la misma disciplina pusieron en duda que los métodos empíricos bastaran para realizar descubrimientos sobre los hombres y las instituciones y articular proposiciones teóricas. En 1959 James K. Pollok señalaba:
“…la experiencia ha mostrado que el método cuantitativo, aunque útil y aun indispensable en el estudio de ciertos tipos de comportamiento político que se prestan a la cuantificación, no es muy provechoso para tratar con las relaciones más vitales que constituyen la estructura del poder. También parece claro, que los recientes énfasis en la metodología alejan a sus devotos del mundo práctico, conduciéndoles a un reino de abstracciones autosuficientes. Este «nuevo escolasticismo», como ha sido justamente
llamado, está más plenamente desarrollado en la sociología, pero también ha dejado sentir su impacto en la ciencia política como puede verse si se consulta parte de nuestra literatura reciente, repleta de símbolos matemáticos.” (Pollok, 1959: 174).
La cuestión de que tan adecuada era introducir métodos rigurosos para la investigación política se mezcló con el problema de su fracaso para la ciencia social en general (Easton, 1968: 22). Al respecto Christian Bay (1967: 13) señalaba: “muchos de los análisis sobre el comportamiento político generalmente no logran articular realmente sus indicadores sobre los valores y sus desviaciones, y el impacto político de esta supuesta literatura neutral es por lo general conservadora y tiene un sentido especialmente anti-político”. En poco tiempo se argumentó que el conductismo desaparecería (Dahl, 1961: 770) y se hablaba del “post- conductismo” como una contracultura dentro de la disciplina; una tendencia intelectual persuasiva que tenía el objetivo de repensar el camino de la ciencia política. A diferencia del conductismo que propuso en su momento una vía -quizá muy estrecha para muchos-, el post- conductismo ofreció respuestas muy eclécticas (Ricci, 1984: 189). La fractura metodológica no es reciente, ya desde finales de los años 50’s del siglo XX Charles S. Hyneman (1959), antes que el movimiento Perestroika en el año 2000, había notado que en la ciencia política estadounidense era muy marcada. Hanyman se preguntaba sobre los conflictos al interior de la ciencia política estadounidense: “¿Quá tanto hemos estudiado?; ¿Qué caminos debemos seguir? ¿Cómo tratar los valores?; ¿Qué hacemos con los clásicos?” A cada pregunta se presentaban al menos dos grupos de respuestas a las que correspondía a posiciones casi irreconciliables unas con las otras. Éstos conflictos eran relevantes pero sobresalía aquel que miraba la cuestión del método en la disciplina: “Una parte substancial de un conflicto intelectual del cual está plagado la ciencia política estadounidense tiene que ver con la cuestión metodológica. Y éstas diferencias respecto a la posición metodológica refuerza las diferencias respecto otros aspectos, como la definición de cual es nuestro objeto central de estudio” (Hyneman, 1959:151). Hyneman propugnaba por una ciencia política que se asemejase a las ciencias naturales no en la búsqueda de la exactitud, sino de regularidades que permiten encontrar causas y efectos, apoyados en el arsenal teórico acumulado a lo largo de los años respecto al pensamiento político.
La ciencia política tiende a seguir modas, aunque no siempre de la misma forma (Rhodes, 1997: 67). Es un hecho que el pluralismo de paradigmas y metodológico es una virtud de la misma disciplina. La diversa sucesión de paradigmas, primero del conductismo como una crítica al institucionalismo y la Teoría del Estado, luego la aparición de la teoría de sistemas y los estudios del desarrollo, y posteriormente la teoría de la acción racional y el neo-institucionalismo es una muestra de ello. El pluralismo no solo es de perspectivas, dentro de cada campo de especialización o subdisciplina, tales como la política comparada, la administración pública, las relaciones internacionales, la comunicación política o la teoría política normativa, conviven igualmente grandes corrientes ideológicas y teorías en continua tensión (Molina, 2007: 19). Su fuerte presencia quizá explica la (re)aparición de la fractura metodológica. Recapitulando, la ciencia política logró consolidarse una vez que asumió los presupuestos del positivismo, no porque existiera una fe ciega en estos, sino porque le permitieron sobre todo desprenderse de su dependencia hacia otras disciplinas. A diferencia de otras formas de conocimiento como la filosofía, la ciencia necesita del método y fue la búsqueda y el desarrollo del método comparado que le permitió a la ciencia política consolidarse como tal. Pero las “revueltas” contra la ciencia y dentro de la ciencia son un ejemplo más de la dependencia que tiene la disciplina y quienes la practican con la sociedad en la cual se desarrolla (Merton, 1977b: 356). ¿Cuál es el origen entonces del resurguimiento de las fracturas dentro de la ciencia política? ¿O es que éstas nunca han desaparecido? A principios de los años setenta del siglo XX, Giovanni Sartori se preguntaba “¿Cuál es el balance […] de la cientificidad del ejercicio del politólogo? La mayoría se lamenta que la ciencia política no sea todavía demasiado «ciencia»” (Sartori, 1972: 256). Por otro lado se criticaban los excesos del hiper-factualismo al cual había empujado la revolución conductista y que los mismos impulsores habían reconocido. Sartori señalaba que el abandono del proyecto conductista, solo prefiguraba que “el navegar de la ciencia política continuará siendo peligroso y difícil” dado que a veces se negaba la política y a veces la política se comía a la ciencia (Sartori, 1972: 263). Para G.A. Almond (1988) desde la aparición del conductismo se desarrollaron dos (nuevas) fracturas internas, una ideológica –izquierda y derecha- y otra metodológica –dura y blanda-, que han hecho prevalecer una incómoda fragmentación (1988). Dichas fracturas son más claras en la influyente ciencia política estadounidense, pero también se pueden observar en
Europa y en América Latina. Con el tiempo y como consecuencia de los cambios en la política mundial la fractura ideológica se ha desvanecido aunque no ha desaparecido. Pero es la fractura metodológica la que más se ha abierto dando lugar a una disputa intelectual que parece invisible. Siguiendo a Almond (1988) en ésta fractura metodológica se visualizan dos grupos: Los Hardliners, o la línea dura, en la cuál se encuentran los autores que desarrollan estudios de carácter cuantitativo, econométrico y estadístico. En este polo se promueve el uso de sofisticados programas estadísticos para elaborar análisis politológico. No sólo se trata de encontrar asociaciones para explicar las variables dependientes, sino que prácticamente se exige encontrar correlaciones estadísticas. Con el apoyo de la computadoras, y gracias al desarrollo de software sofisticado de las últimas décadas se ha privilegiado el ‘aumento del número de casos’, lo que ‘facilita’ el uso de correlaciones y regresiones estadísticas. Aquí se encuentran los –viejos y nuevos- seguidores del rational choice, por ejemplo J. Buchanan, W. Ricker, y en los últimos años G. Tsebelis, A. Prezeworski y Rein Taagepera. Los Soft-liner’s, o la línea blanda, dónde se encuentran los autores y estudios que privilegian el análisis histórico, descriptivo y cualitativo. En éste polo se privilegia la elaboración de conceptos y categorías de análisis antes que la cuantificación, la comprensión antes que el análisis estadístico, así como la valoración de los procesos políticos desde una perspectiva histórico-sociológica y no una mera suma de eventos a lo largo del tiempo. En esta línea se encuentran los seguidores de los que podríamos denominar ‘métodos tradicionales’ como G. Sartori, S. Huntington, R.A. Dahl, T. Scokpol, J. Linz y otros. La ciencia política ha avanzado, pero sería un error considerar que la fractura metodológica no es más que una curiosidad intelectual: por un lado, en las últimas décadas los hardliners han reforzado su posición al interior de la disciplina, no porque hayan desarrollado mejores teorías, o hayan logrado explicar mejor los fenómenos políticos –cierto, algunos se explican mejor desde ciertas perspectivas, como las elecciones y las decisiones políticas-, sino porque se han beneficiado de los avances en la computación y de las nuevas tecnologías de la información. Dicho reforzamiento ha tenido como consecuencia: una insatisfacción hacia dicha corriente dominante –de allí la posición del movimiento «Perestroika» (2000) y de Sartori (2004)- y al mismo tiempo una limitación a la innovación fuera de los cánones metodológicos dominantes, dada la dinámica interna de la disciplina que se mueve por mecanismos endógenos como la propia formación universitaria y las publicaciones especializadas. La línea dura ha impactado
fuertemente el corpus metodológico de la Ciencia Política. El famoso libro de Gary King, Robert
O. Keohane y Sidney Verba, Designing Social Inquiry –por muchos conocido como el «KKV»- publicado por primera vez en 1994, se presentó con el objetivo –quizá pretensioso- de “hacer más científica la investigación cualitativa” bajo el argumento de que la lógica de investigación cuantitativa y cualitativa en realidad eran la misma: la inferencial (King, et. al., 1994: 18). La idea es que la ciencia política puede obtener buenas generalizaciones sobre lo inobservado a partir de lo observado. Empero, entre las recomendaciones sobre todo diriguidas a los jóvenes politólogos era que en el diseño de la investigación, para lograr mejorar las generalizaciones, se aumentaran el número de observaciones. Para muchos no pasaron desapercibidos sus controversiales argumentos, que en estricto sentido ponderan la investigación cuantitativa como superior a la cualitativa, y prácticamente desdeñando en cierta medida la teoría y la filosofia políticas. Como David D. Laitin (1995) notó, el discurso del «KKV» trataba de conciliar el lenguaje “soft” de la ciencia política con la línea “hard” de los seguidores del lenguaje estadístico (Laitin, 1995: 454). Pero el «KKV» asumió que su idea podía generar un lenguaje unificado en la ciencia política, empero termina ponderando a los métodos cuantitativos por sobre otros, y desconociendo que los avances de la ciencia política –y de las ciencias sociales en general- no han dependido de la lógica inferencial en la investigación, sino de la buena construcción de teorías de las cuales se pueden extraer buena hipótesis. Como sabemos, King, Keohane y Verba tuvieron una amplia respuesta y análisis a sus presupuestos en el libro coordinado por Henry E. Brady y David Collier (Rethinking Social Inquiry, 2004), dónde en un balance de las convergencias y divergencias en torno a la influyente obra en cuestión señalaron –de manera resumida- que para llevara a cabo buenas inferencias causales son necesarios los fundamentos teóricos, además de que muchas aportaciones de los métodos cualitativos no pueden ser menospreciados por no ceñirse a los cánones del cuatitativismo, entre otras (Collier, Seawright y Munck, 2004: 46). Brady, con sarcasmo señaló que «KKV» era un buen sermón, pero no teología, es decir, tenía buenas intenciones pero no ofrecía algo trascendente (Brady, 2004: 66). Los hardliners no están de acuerdo sobre todo con el pluralismo metodológico y con cierta presunción han resucitado los principios del positivismo extremo que supone es portadora de la verdad ‘metodológica’ para llegar al saber politológico. La defensa de esta situación se resume en las afirmaciones de J. Colomer (2004: 358), para quien “un signo evidente de debilidad teórica”
de la ciencia política actual es que “todavía se siga colocando a los autores llamados “clásicos” en el mismo nivel -o incluso más alto- que a los investigadores contemporáneos”, y continúa, “casi ningún escrito de Maquiavelo o de Montesquieu o de la mayoría de los demás habituales en la lista sagrada sería hoy aceptado para ser publicado en una revista académica con evaluadores anónimos”. En su afán de mejorar su posición dominante, argumentan que el futuro inmediato de la ciencia política es emular a las ciencias duras como la física hasta llegar a tener una metodología de estudio igual o superior a la economía. Rein Taagepera (2008) ha llevado al extremo el argumento al señalar que no obstante la amplia difusión de los métodos estadísticos en las ciencias sociales, sus resultados son en estricto sentido descriptivos. Taagepera no tiene dudas de que la importación de métodos de otras ciencias poco ha ayudado a la ciencia política, y apela a que si realmente los politólogos desean hacer ciencia, ésta debe asumir algunas presunciones de las ciencias “duras” y pasar de ser una ciencia que describe a una ciencia que prescribe (Taagepera, 2008: 12-13). La visión de Taagepera es sí, el claro ejemplo de la línea dura dentro de la disciplina; empero logra al mismo tiempo señalar que la lógica en el uso de métodos estadísticos “sofisticados” en el análisis político adolece precisamente de lógica: se asume que las variables independientes (xn) interactuan con la dependiente (y) de manera simultánea cuando en realidad hay una secuencia interactiva (Taagepera, 2008: 56-57).
Los Softliners, por su parte, argumentan que la ciencia política contemporánea ha olvidado la teoría y la filosofía así como las grandes preguntas y, sobre todo, ha hecho del rigor metodológico el objetivo de la investigación. Para algunos es paradójico el uso indiscriminado de modelos estadísticos como si su mero uso hiciese más ‘científicas’ nuestras afirmaciones; tomando otra vez el ejemplo de las ciencias duras, Coleman (1986) señala que “mucho de lo conocemos sobre la física fue descubierto sin el beneficio de los modernos sistemas de comprobación”. Stanley Hoffman, un fuerte defensor del método histórico tradicional ha señalado irónicamente que “el estudio ideal en la ciencia política contemporánea es el análisis comparado de la regulación sanitaria de la pasta en ciento cincuenta países. De ésta manera existe un número suficiente de casos para hacer generalizaciones y ni siquiera es necesario comer un espagueti: lo único que basta son los datos” (citado por Cohn, 1999:31).
La fractura metodológica, entre la línea dura y la línea blanda, es persistente, primero con la aparición del concutismo, y ahora con la presencia “dominante” de quienes promueven fuertemente los métodos cuantitativos. De allí que después de más de cincuenta años de desarrollo de la ciencia política (al singular) todavía importantes politólogos tienen una visión de la profesión que refleja cierta indefinición al interior de la disciplina y cierto temor hacia su cientificidad. Algunos de los más influyentes politólogos1 no están convencidos de ser científicos políticos, como Robert H. Bates, para quien los científicos son aquellos que hacen “ciencias duras” y pueden comprobar sus hipótesis, y él “solo pocas veces se ha sentido científico”. Adam Przeworski incluso llega a señalar que en los últimos años han sido los economistas, y nos los politólogos quienes han llevado a cabo mejores aportaciones a la política comparada. Otros politólogos, como James C. Scott, piensan que la disciplina está entre la ciencia y el arte, más aún, señala que los politólogos no deben aspirar a asemejarse a las ciencias naturales ya que el rigor metodológico ha llevado a la ciencia política contemporánea a centrarse en cuestiones triviales. Otros, aún reconociendo los desarrollos de las últimas décadas no están convencidos de ser ‘científicos’, como David Collier, porqué la ciencia política “poco se parece a las ciencias naturales”, o prefieren definirse scholars -como Huntington- y no scientist, al contrario de cómo se asume Theda Skocpol, una de las mejores representantes del análisis histórico-político. Empero, otros como Barrington Moore Jr., Arend Lijphart y Juan Linz, aunque convencidos de ser científicos, señalan que en las ciencias sociales ésta identificación no puede tener el mismo sentido que en las ciencias naturales.
La ciencia política la definen a final de cuentas, quienes la practican (Stoker, 1997:19). Y
éstas dubitaciones de varios de los principales maestros de la disciplina muestran cierta incomodidad con su estado actual, pero también deberían ser una preocupación para los futuros politólogos, porque para ser una verdadera ciencia, no sólo es importante que otras comunidades científicas la consideren como tal, se requiere que misma comunidad que desarrolla los estudios entorno a los fenómenos tratados debe estar convencida de que lo que se hace se hace bien y se hace de forma científica.
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Notas
1 De aquí en adelante se hace referencias a las entrevistas que aparecen en Munck y Snyder, 2007.