J. Enrique Sevilla Macip1
Palabras clave: violencia; Estado; sociedad; guerra contra el narcotráfico
A mediados de la década pasada, académicos y estudiosos de los procesos de transición a la democracia parecían coincidir en que México había dejado atrás la sombra del autoritarismo inherente al periodo histórico de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En tal escenario, se anticipaba que el nuevo desafío para la sociedad y la ciencia política mexicanas era
ya no tanto garantizar el ejercicio de procedimientos democráticos, sino garantizar una democracia de calidad, i.e., un buen gobierno. Claudio Holzner, por ejemplo, señaló que “desde el punto de vista puramente procedimental, no queda duda de que la transición y consolidación mexicanas han sido exitosas” (Holzner, 2011: 83). Sin embargo, consideró que la “principal debilidad yace en las formas en que el sistema político mexicano funciona en práctica, como resultado principalmente de instituciones débiles que no imponen efectivamente el Estado de derecho, protegen los derechos civiles y políticos, combaten la corrupción, recaudan impuestos o restringen a poderosos intereses privados” (Holzner, 2011: 84).
La percepción de estas debilidades se ha acentuado considerablemente a raíz de que, en 2007, el entonces presidente Felipe Calderón decidió declarar una “guerra sin cuartel” en contra de las organizaciones criminales del narcotráfico. La consecuente ola de violencia – cuyo factor más notorio es el incremento exponencial en el número de homicidios violentos a partir de entonces y, con algunos altibajos, hasta el día de hoy – derivada de la guerra contra el narcotráfico ha desembocado en una erosión tanto de las capacidades institucionales cuanto de la confianza que la sociedad deposita en los diversos órganos del Estado (Flores, 2015: 284-287). De acuerdo con la Encuesta Nacional de Identidad y Valores de 2015, la confianza de los mexicanos en la gran mayoría de las instituciones del Estado registró un promedio menor a 5 (de una escala de diez). En orden descendente, las instituciones peor evaluadas son: los gobiernos estatales (4.9), el gobierno federal y la Presidencia de la República (4.8), el Senado (4.6), la policía (4.3.), y en último lugar, los partidos políticos y la Cámara de Diputados (4.2).
Más aún, y aunque todavía no muestra los bajos niveles que la confianza en las instituciones, la confianza social también se ha deteriorado, entendiendo por este concepto la definición que de ella dio Robert Putnam, a saber, “normas de reciprocidad generalizada y confianza aprendidas en redes de compromiso cívico”. De acuerdo con la encuesta referida en la nota anterior, el porcentaje de mexicanos que reflejan una confianza social “alta” es de 42.5%, frente a un 45.3% “media” y un 12.2 “baja”. Algunos de los ejes determinantes de la desconfianza social son la extranjería y la clase social percibida (Flores, 2015: 281-283).
Así, la debilidad real de las instituciones del Estado, aunada a la debilidad percibida por una ciudadanía que desconfía de las mismas, y a un estado de violencia generalizada, sugieren que México está al borde de una situación en la cual la gobernabilidad se encuentra colapsada y la
capacidad del Estado mexicano de cimentar un horizonte de futuro es prácticamente inexistente. Decía Pierre Rosanvallon (2007: 295) que gobernar significa “en primer lugar hacer inteligible el mundo, dar instrumentos de análisis y de interpretación que permitan a los ciudadanos manejarse y actuar de manera eficaz”. En la actualidad, el Estado mexicano parece ser incapaz de cumplir con esta función, lo que se refleja en el determinación que el antropólogo Claudio Lomnitz hace de México como “una nación desdibujada”: “la sociedad mexicana ya no se conoce a sí misma. Su representación política y simbólica se ha distorsionado profundamente en muchos sentidos y está lista para estallar” (Lomnitz, 2016).
A la luz de este diagnóstico preliminar, el proyecto de investigación que esta ponencia presenta propone un análisis comparativo de las experiencias de violencia política en dos países latinoamericanos: México en el marco de la guerra contra el narcotráfico (2007 al presente); y Colombia durante el conflicto armado que data desde la década de los sesenta del siglo pasado y hasta el día de hoy. Con la comparación se pretenden analizar los efectos que el ejercicio generalizado de la violencia política tuvo en las relaciones entre Estado y sociedad en cada uno de los tres países y, para Argentina y Colombia, cómo es que estos esquemas de vinculación y enfrentamiento entre Estado y sociedad desempeñaron y siguen desempeñando en el proceso de reconstrucción nacional después de la violencia – o el proceso que Michel Wieviorka ha llamado “salida de la violencia” (Wieviorka, 2016: 89-106).
Consciente de que en los casos tanto mexicano como colombiano todavía no se puede hablar de una salida formal de la coyuntura violenta (i.e. todavía hay enfrentamiento violentos entre diversos actores armados), y que incluso ambos países se encuentran en estadios fundamentalmente distintos en el tránsito hacia la reconciliación, se cree que el ejercicio comparativo ayudará a hacer hincapié en la importancia del número y naturaleza de los actores involucrados en la violencia para poder construir alternativas de salida y reconociliación nacional.
Considerando que se trata de un proyecto de investigación elaborado desde la realidad mexicana, el principal objetivo del mismo es realizar un diagnóstico detallado de las relaciones entre el Estado y la sociedad mexicanos en un contexto como el que se ha configurado durante la última década a raíz del inicio de la llamada guerra contra el narcotráfico. A partir de ello, se procede a realizar el ejercicio de comparación y contraste de la experiencia mexicana con su contraparte colombiana, a fin de buscar identificar ideas y procesos políticos y sociales que puedan
ser de utilidad al momento de discutir y elaborar propuestas para una “salida de la violencia” en el contexto de México. Para esto, se analizará cómo las relaciones entre el Estado y la sociedad en el escenario colombiano han desarrollado los procesos de reconciliación o “salida de la violencia”.
Aunado a los dos objetivos centrales ya definidos, conviene hacer una acotación en torno a la razón detrás de la elección del caso colombiano como referente pues, como se sabe, cada uno de los países propuestos en el análisis se encuentra en un estadio distinto en relación al proceso violento que motiva su inclusión en la investigación. En Colombia se ha alcanzado un acuerdo de paz con el grupo guerrillero más importante – las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) – cuya efectividad de implementación todavía está por verse, al tiempo que todavía hay actores armados que permanecen movilizados, notoriamente las llamadas bacrim (acrónimo de “bandas criminales”) y la guerrilla maoísta del Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Frente a este escenario, la violencia que se vive en México desde hace al menos una década se mantiene con el mismo nivel de intensidad, no sólo en la percepción de la ciudadanía (según cifras de INEGI, 72% de la población se siente insegura en su entidad federativa, prácticamente la misma proporción que en años previos [INEGI, 2016]), sino también en la información estadística disponible sobre ocurrencia de delitos de alto impacto (Ángel, 22 de junio de 2016). Aunque desde el último año del gobierno del expresidente Calderón los índices de violencia se habían mantenido relativamente estables e incluso reflejaban una ligera tendencia a la baja, el presente año ha registrado un retorno a los niveles de violencia de años como 2011, e incluso superándolos.
Más aún, y dado que la dinámica de la violencia en México ha sido planteada por el Estado en términos de una guerra contra criminales comunes (e.g. narcotraficantes), sin mayor programa político o aspiraciones de conquista del poder estatal, la posibilidad de concertar una paz negociada entre los actores armados es contradictoria con los términos con los cuales el Estado ha representado simbólicamente la guerra (“son ellos o nosotros”, Felipe Calderón dixit), dando lugar a lo que Alejandro Hope llama una “falsa disyuntiva” entre una guerra total hasta la victoria final de uno de los bandos y una paz negociada que resulte en la pasividad del Estado frente al crimen (Hope, 2012).
En su Barómetro del Conflicto 2010, el Instituto de Investigaciones sobre Conflictos
Internacionales de Heidelberg (HIIK, por sus siglas en alemán) calificó por primera vez la situación de la violencia en México como una “guerra”, tanto por la magnitud de las víctimas de los enfrentamientos armados entre grupos del crimen organizado, y entre éstos y las fuerzas de seguridad del Estado, cuanto por la intensidad de los combates y la extensión territorial del país que abarcan. Esta categorización se ha mantenido en las sucesivas ediciones del Barómetro hasta el día de hoy. Y apenas a principios de mayo, el británico Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS, por sus siglas en inglés) publicó su Armed Conflict Survey 2017, en el cual señala a México como el segundo país más violento del mundo, tan sólo después de Siria (Sampaio, 9 de mayo de 2017). Más allá del debate sobre la metodología que usan estos estudios – razón por la cual el gobierno de México ha tendido a rechazar sus conclusiones – lo cierto es que la situación de violencia en México bien puede ser catalogada como una guerra o conflicto armado interno.
Es posible que la naturaleza irregular de los bandos en conflicto, así como la aparente ausencia de una lucha por el poder político, puede llevar a pensar en la situación de México simplemente como una epidemia de violencia criminal en gran escala. Después de todo, desde hace varias décadas los estudiosos de la guerra han hecho notar que las “delimitaciones clásicas entre diversas situaciones de conflicto armado se han difuminado” (1999: 14). En el mismo sentido, al enfrentarse al problema de definir una guerra civil, Peter Waldmann planteó tres conclusiones: 1) la ausencia de un solo prototipo de guerra civil, pues se trata de un concepto de amplio espectro;
2) la incapacidad del modelo clásico de guerra internacional (dos o más bandos claramente identificables en conflicto) para explicar una guerra civil; y 3) la ociosidad de buscar una definición terminante que abarque toda forma pensable de guerra civil (Waldmann, 1999: 35-36). Ante este escenario, el término de guerra asimétrica resulta adecuado para referirse a la situación de México en el marco de la guerra contra el narcotráfico, pues se trata de un conflicto donde la naturaleza y capacidades operativas de cada uno de los actores difiere fundamentalmente; en este caso, las fuerzas de seguridad del Estado, los cárteles del narcotráfico, grupos de autodefensa en algunos puntos del territorio (notoriamente Michoacán y Guerrero), y otras bandas criminales menores.
Por guerra asimétrica debe entenderse un conflicto armado en el que la naturaleza y capacidades operativas de los actores involucrados son considerablemente dispares. Desde la teoría de las relaciones internacionales, una primera aproximación al concepto provino de Andrew Mack (1975: 175-200). En dicho texto, motivado principalmente por las complicaciones y posterior
derrota de Estados Unidos en la guerra de Vietnam – frente a un enemigo considerablemente inferior en términos de capacidades militares – Mack argumentó que el desenlace de un conflicto asimétrico dependía de la resolución relativa con la cual cada actor enfrenta el combate, así como de los intereses que cada uno considera en juego. Esta explicación es sugerente para casos como el referido fracaso de Washington en su intervención en el sureste de Asia; sin embargo, su poder explicativo disminuye conforme se contrasta conflictos armados en los cuales se enfrentan más de dos actores en oposición, y donde los intereses no entrañan necesariamente la destrucción irreversible del enemigo.
Ante ello, Ivan Larreguín-Toft (2001: 93-128) propuso explicar las guerras asimétricas a la luz de la interacción entre estrategias, i.e. analizar las estrategias de acción de cada uno de los actores como una respuesta a la utilizada por el otro, y a partir de ahí evaluar su éxito o fracaso. En su teoría sobre el conflicto asimétrico, este autor presupone que el actor con mayor poder relativo es generalmente el que inicia las hostilidades; y a partir de este presupuesto, establece cuatro tipos ideales de estrategia, dos consideradas “directas” y dos “indirectas”. El resultado del conflicto dependerá del uso e interacción de estrategias por parte de cada uno de los actores en el momento adecuado.
La delimitación de fronteras entre los actores armados, así como la identificación de objetivos claros en el uso de la violencia por parte de cada uno de ellos resulta complicado no sólo en el ámbito práctico (i.e. aquél que concierne a la formulación e implementación de políticas públicas para enfrentar el problema de la inseguridad pública), sino también en un plano teórico y analítico. Más aún en un escenario donde el Estado mexicano no cuenta con el monopolio de la violencia legítima dentro de su territorio. Por tanto, el análisis de una guerra asimétrica de esta naturaleza con la consecuente descomposición social que prohíja, así como la discusión y articulación de propuestas para contrarrestarla y salir de la violencia, exigen un análisis que parta del estudio de las relaciones entre el Estado y la sociedad.
De tal suerte, se cree que la pertinencia de una investigación como la que se plantea reside en dos motivos principales. Por un lado, la necesidad de actualizar la discusión teórica en torno al referido tema de las relaciones entre el Estado y sociedad. Y específicamente en un contexto de violencia política generalizada que, por su propia naturaleza, tiende a trastocar los fundamentos de dicha relación al propiciar una situación de anomia en la cual las relaciones de poder que mantenían
determinado orden social no pueden hacerlo ya más – o al menos no pueden hacerlo de la misma forma en cómo lo hacían antes, y se encuentra inmersas en un proceso de replanteamiento, que en este caso se da por medio de la violencia. Así pues, la guerra contra el narcotráfico en México y la conversión de buena parte de la sociedad mexicana en víctima – directa o indirecta – de la violencia, plantean un reto teórico que la ciencia pólitica tiene pendiente enfrentar.
Por otro, el generalizado sufrimiento humano en México a raíz de la guerra contra el narcotráfico exige comenzar a plantear posibles escenarios de acción para transitar hacia un nuevo esquema de relaciones de poder y configuración social-institucional que permita a la sociedad salir genuinamente de la violencia, por medio de la reconciliación. Y aunque los factores que rodean el escenario mexicano – el panorama político de la eternizada transición democrática o la ubicación geopolítica del país y su vecindad con Estados Unidos – lo vuelven un caso en muchos sentidos distinto a los procesos de violencia política que han enfrentado en otras latitudes latinoamericanas, éstas experiencias mantienen un potencial ilustrativo en cuanto a la manera en que las relaciones sociales de poder se reconfiguran después de un conflicto armado, sean cuales sean sus características particulares.
A mediados del siglo pasado, el antropólogo social William Stokes identificaba una corriente de opinión según la cual, en América Latina, “la violencia parecía estar institucionalizada en la organización, mantenimiento y cambio de los gobiernos, independiente del contexto racial, social, económico o regional del país que se trate” (Wolf y Hansen, 1972: 403). Después de todo, en aquellos momentos Colombia vivía el periodo histórico conocido como “la Violencia” – enfrentamientos entre el Partido Liberal y Conservador durante la década de los cincuenta. Y aunque para entonces el polvo de la lucha revolucionaria mexicana ya estaba en gran medida asentado, la violencia todavía desempeñaba un papel importante dentro de los mecanismos de control social establecidos por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) para enfrentar aquellos esfuerzos de disidencia que no podía incorporar a las redes de poder del régimen.
Ahora bien, releyendo el párrafo anterior queda evidenciado el hecho de que un estudio del ejercicio del poder en la América Latina de las décadas de los cincuenta o sesenta del siglo pasado estaba excesivamente concentrado en el Estado. Todos los mecanismos de control social emanaban
o desembocaban en alguna estructura estatal, por lo cual, desde esa percepción, la lucha por el poder era inevitablemente la lucha por el control del aparato del Estado.
De ahí la importancia de que, antes de incursionar en el análisis histórico de las dos experiencias propuestas, se considera importante plantear un debate teórico en torno a las relaciones entre Estado y sociedad y, posteriormente sobre al menos tres términos que serán fundamentales para sustentar la aproximación comparativa del trabajo: poder (y relaciones de poder), violencia y reconciliación.
El enfoque que adoptará esta investigación concibe al Estado y la sociedad no como dos entidades separadas – ni teórica, ni prácticamente – sino como dos esferas que agrupan un denso nodo de interacciones sociales y que, por lo mismo, se traslapan constantemente. Para fundamentar esta percepción, se abrevará de las sociologías del Estado que plantean actores como Michael Mann y Joel S. Migdal. En su obra Las fuentes del poder social, Mann critica la fetichización del Estado en los estudios sobre el poder, y plantea cuatro tipos ideales del ejercicio del poder, junto con cuatro “fuentes” del mismo en la interacción social. Los cuatro tipos ideales identificados por el sociólogo británico de ejercicio del poder son: 1) extensivo, o la capacidad de organizar grandes cantidades de personas sobre una amplia extensión territorial; 2) intensivo, o la habilidad para organizar y controlar altos niveles de movilización y compromiso de las personas; 3) “autoritativo”, o aquél que detentan las instituciones formales (i.e., el aparato estatal); y 4) difuso, o que se esparce de manera espontánea, inconsciente, y de forma descentralizada entre las personas, resultando en prácticas sociales que implican relaciones de poder mas no órdenes explícitas (Mann, 1986: 7-9).
Al mismo tiempo, las cuatro fuentes de poder social – capaces de ejercer cualquiera de los cuatro tipos ideales de poder arriba descritos – son: ideológica, económica, militar y política. Para Mann, cada una de estas fuentes conlleva un tipo específico de organización de las fuerzas sociales. Con todo, la característica más innovadora de su aproximación es que concibe a estas fuentes como dinámicas y sin un orden jerárquico definitivo entre ellas. Desde su enfoque, las relaciones de poder existentes entre el Estado y diversos grupos sociales se pueden estudiar reconociendo la densidad de un fenómeno inasible como el poder, y su capacidad de transitar de formas sutiles a través de las fronteras entre actores analíticamente diferenciados (e.g., Estado y sociedad).
Por su parte, la concepción de la relación entre Estado y sociedad para Migdal ha sido llamada como “modelo del Estado en la sociedad” (cursivas mías). Es decir, que asume al Estado
como parte de la sociedad, y no como una entidad separada, distinta, con lógica propia (Escalante Gonzalbo, 2011: 10). Así, el énfasis de la teoría del Estado de Migdal se encuentra en los procesos: en las luchas entre coaliciones cambiantes y las reglas de conducta diaria pues, en opinión del sociólogo israelí, son estos procesos los que determinan “cómo las sociedades y los Estados crean y mantienen distintas formas de estructurar la vida cotidiana” (Migdal, 2011: 27) (de hacer inteligible el mundo, dijera Rosanvallon). Conviene entonces, citar in extenso la definición que este autor propone para el Estado, a saber:
El Estado es un campo de poder marcado por el uso y la amenaza de violencia y conformado por: 1) la imagen de una organización dominante y coherente en un territorio, que es una representación de las personas que pertenecen a ese territorio; y 2) las prácticas reales de sus múltiples partes (Migdal, 2011: 34).
Es importante señalar que estos dos componentes del Estado – imágenes y prácticas – pueden tanto reforzarse entre sí como ser contradictorias y mutuamente destructivas. Podría pensarse, entonces, que es en este segundo caso, cuando imágenes y práctica del Estado operan en sentido inverso, cuando las reglas que estructuran la vida cotidiana comienza a resquebrajarse y a generar anomia. Es entonces, a partir de estas concepciones de Estado y sociedad, que el presente proyecto de investigación propone atajar los tres conceptos enlistados como centrales para el desarrollo del argumento: poder, violencia y reconciliación.
Con respecto a la noción del poder, el presente trabajo pretende abrevar en un principio de la amplia obra que el pensador francés Michel Foucault realizó en torno a ella. Ya desde la década de los setenta del siglo pasado, el filósofo identificó claramente la incapacidad de las aproximaciones analíticas al poder que se limitaban al estudio del soberano, i.e., el aparato estatal. Dice el filósofo francés que “el poder no se construye a partir de ‘voluntades’ (individuales o colectivas), ni tampoco se deriva de intereses” (Foucault, 1992: 157-158).
Comentando sobre los movimientos revolucionarios de filiación marxista de la década de los setenta, Foucault señaló que “una de las primeras cosas que deben comprenderse es que el poder no está localizado en el aparato del Estado, y que nada cambiará en la sociedad si no se transforman los mecanismos de poder que funcionan fuera de éste, por debajo de él, a su lado, de una manera
mucho más minuciosa, cotidiana” (Foucault, 1992: 108). En otra entrevista por aquellos años, señala que el poder es “cierta modificación, la forma a menudo diferente de una serie de conflictos que constituyen el cuerpo social [...]. El poder es algo así como la estratificación, la institucionalización, la definición de técnicas, instrumentos y armas que son útiles en todos esos conflictos”. A partir de estas dos citas generales, se puede deducir que en el pensamiento de Foucault el poder es un concepto relacional. Asimismo, una relación de poder es un continuum dinámico que va reaccionando frente a las diversas experiencias que los actores involucrados en la relación incorporan a su concepción de la misma.
Muchos autores han construido posteriormente sobre la obra de Foucault, haciendo hincapié en algunos aspectos específicos de su pensamiento. Un caso de especial relevancia, y cuya obra también se consultará de forma extensiva en el transcurso de esta investigación es el del filósofo italiano Giorgio Agamben, que ha recuperado el concepto de biopolítica – desarrollado por el francés hacia el final de su vida – para plantear la hipótesis de que las relaciones de poder en las sociedades contemporáneas se dan en el marco de un “estado de excepción convertido en regla” (Pereyra, 2011: 31-54). Por biopolítica debe entenderse aquél momento en que las relaciones de poder implican la gestión política de la vida humana, rasgo que en opinión de Foucault se estaba generalizando en las sociedades occidentales. Agamben, por su parte, construye sobre esta idea al sugerir que una consecuencia previsibile de la gestión biopolítica de la vida es la normalización del “estado de excepción”, esa figura jurídica mediante la cual los dispositivos de aplicación de la ley (e.g. el Estado) suspenden esa misma ley con la intención de restaurar un orden jurídico-social que ha sido puesto en jaque en determinada coyuntura crítica (Pereyra: 2011: 36).
En cuanto a la idea de violencia, parecería evidente que en las aproximaciones centradas en el Estado, éste fenómeno se definiría como una de las formas en que el aparato estatal ejerce su poder. Sin embargo, una vez que hemos definido al poder en términos que trascienden su concepción racional-burocrática como monopolizador de la violencia legítima, es importante enfrentarse al concepto de violencia desde una perspectiva distinta. Aprovechando que ya se introdujo la noción de Agamben sobre el “estado de excepción permanente”, conviene notar que la violencia desempeña un papel central dentro de la misma. Y es que, en opinión del italiano, cuando la suspensión de la ley que implica el estado de excepción pasa a ser una condición cotidiana, el uso de la fuerza en la búsqueda por salvaguardar al derecho desde fuera de su propia esfera se
convierte en “una pura violencia sin logos, que pretende actuar un enunciado sin ningún referente real” (cit. en Pereyra, 2011: 37). Además de Agamben, la discusión teórica sobre la violencia también incluirá algunos comentarios sobre el ensayo “Para una crítica de la violencia” de Walter Benjamin, y cuyo legado se observa en el análisis del propio Agamben; e incluso se comentará el análisis que Jacques Derrida hizo en torno a los binomios justicia-derecho y derecho-violencia, aproximación que en algunos planos se enfrenta con la visión del italiano.
En un sentido práctico, la violencia se ha definido de formas muy distintas. Harold Nieburg, por ejemplo, la describe como “la más severa forma del poder físico”, y concibe la posibilidad de que sea ejercida, más allá de su legalidad, por el Estado, así como por grupos privados o incluso individuos particulares (Nieburg, 1969: 11-12). Yves Michaud, por su parte, entiende a la violencia como aquella interacción, directa o indirecta, mediante la cual uno de los actores dirige su ataque a otro “bien sea en su integridad física, moral, en sus posesiones o en sus dimensiones simbólicas y culturales (Michaud, 1978: 20). A su vez, Vincenzo Ruggiero (2009: 3-4) hace un análisis sociológico de lo que él llama violencia política – categoría que distingue explícitamente de la violencia sin adjetivos. Sin embargo, el autor italiano termina limitando considerablemente su concepción del término, al restringirlo a la dicotomía entre violencia institucional – la que ejercen las fuerzas de seguridad del Estado – y violencia anti-institucional, o aquella emanada de grupos con reivindicaciones de justicia frente al propio Estado. Huelga decir, desde esta percepción parecería que la violencia de un cártel del narcotráfico quedaría excluida de la definición de violencia política de Ruggiero.
Este problema se antoja similar al ya referido en la investigación de Peter Waldmann con respecto a la definición de la guerra civil y su capacidad para incorporar conflictos asimétricos con actores sin reivindicaciones políticas o la intención de conquistar el poder estatal. Por tanto, aunque en el desarrollo del proyecto se volverá a la obra de Ruggiero, conviene hacer constar la discrepancia con respecto a los límites establecidos con relación al concepto de violencia política. Por último, vale la pena retomar los tres ejes que Michel Wieviorka plantea como posibilidades para el estudio de la violencia: el sistémico, que concibe a la violencia como resultado de una crisis social de envergadura que conlleva a una frustración radical a nivel ya individual, ya colectivo; el que podría llamarse utilitario o instrumental, pues entiende a la violencia como un medio para la obtención de alguna ganancia; y el cultural, según el cual la violencia emana de
prácticas y actividades culturales institucionalizadas por medio de la tradición (Wieviorka, 2004: 145).
El último concepto de la tríada propuesta es el de la reconciliación. Como es de esperarse, y como sugiere la investigación científica realizada incluso en el comportamiento de algunos primates, la víctima de alguna agresión previsiblemente razonará que el responsable de su condición está en deuda moral con ella (Santa-Barbara, 2007: 173-174). La forma más sencilla de cancelar esa deuda es mediante el ejercicio de una violencia proporcionalmente similar a la sufrida en contra del agresor, comúnmente conocido como venganza. Sin embargo, la venganza no es el única respuesta posible, ni la más deseable, en tanto que es susceptible de crear un círculo de violencia infinito. La forma para evitar esto es la reconciliación, que Joanna Santa-Barbara define como “la restauración de un estado de paz en una relación, en la cual los actores se han comprometido de descartar el uso de la violencia entre sí”. El método que los actores – víctima y victimario – habrán de decidir para transitar hacia la reconciliación puede tomar muchas formas, i.e., justicia retributiva, una simple disculpa pública por parte del ofensor o la concesión del perdón de la víctima, o cuando sea posible, justicia restaurativa (volver al statu quo ante de la situación de violencia). Según Santa-Barbara (2007: 175), disposición y capacidad de los actores para involucrarse en un proceso de reconciliación dependerá de al menos tres dimensiones del sufrimiento de la víctima: la intencionalidad con la cual se le infligió; la irreversibilidad del daño causado; y la personalización de las agresiones.
Hasta este momento, en el transcurso de esta ponencia se ha utilizado la acepción de ‘reconciliación’ arriba planteada como un sinónimo de la expresión recientemente acuñada por Michel Wieviorka sobre la “salida de la violencia”. Aunque según el caso de estudio, en efecto podrían usarse como expresiones intercambiables, la idea de salir de la violencia conlleva algunas particularidades en las cuales vale la pena reparar. De acuerdo con el sociólogo francés, el proceso de salir de la violencia “comienza cuando la violencia real ha terminado, o es posible preparar su final por medio de vías distintas a las que ésta ofrece” (Wieviorka, 2016: 92). Asimismo, Wieviorka plantea que esta salida debe darse al menos en cuatro niveles de análisis, que aunque en la realidad están constantemente traslapados, vale la pena identificarlos analíticamente por separado, a saber: individual, comunidad o grupo social, sociedad nacional, y en el plano internacional (Wieviorka, 2016: 96). Por último, para este autor salir de la violencia implica también comprender la diemsnión
de los procesos de des-subjetivación y subjetivación que estuvieron presentes al momento del ejercicio de la violencia en cuestión. En términos generales, podría decirse que mientras el concepto de reconciliación se concentra más en el ámbito práctico-técnico (implementación de mecanismos sociales o institucionales concretos), en tanto que un análisis sobre la salida de la violencia exige mayor profundidad sociológica y antropológica.
Pensando en los casos de estudio propuestos en este proyecto, surgen algunas preguntas con respecto al tema de la reconciliación: ¿Qué hacer, por ejemplo, cuando la responsabilidad no es objetivamente discernible y responde más bien a procesos de percepción? La situación se complica todavía más cuando las fronteras entre los actores responsables de la violencia no son claramente discernibles, ni social ni analíticamente. En una apreciación a vuelo de pájaro de los tres casos cuyo análisis se propone en el presente proyecto, podría decirse que en el caso argentino, las víctimas pueden identificar claramente al Estado como responsable objetivo de la violencia que los convirtió en víctimas. En el conflicto armado colombiano, debido a la proliferación de actores tanto estatales cuanto no estatales en el ejercicio de la violencia, esta distinción entre víctima y victimario – condición de posibilidad para avanzar hacia la reconciliación – se vuelve más complicada aunque, como lo prueban los sucesivos intentos de establecer la paz con los diversos grupos guerrilleros y la promoción de políticas públicas para la desmovilización de actores paramilitares, permanece posible.
En México, a partir de la declaración de la guerra contra el narcotráfico por parte del ex presidente Calderón en 2007, la difusión de la violencia en todo el territorio nacional y su ejercicio irregular por parte tanto de fuerzas del Estado cuanto de grupos del crimen organizado y otras milicias irregulares, aunado a la endémica corrupción y la progresiva y creciente ausencia de legitimidad del Estado mexicano después de la alternancia política, han resultado en un escenario de violencia generalizada. En contraste con la Colombia en conflicto armado desde la segunda mitad del siglo pasado, la delimitación de las fronteras entre los actores así como la lógica detrás de la violencia que ejerce cada uno de ellos, son factores difíciles de sistematizar analíticamente. Se espera que un análisis histórico de las condiciones y los hechos que se desarrollaron (o se continúan desarrollando) en cada uno de los tres países, arroje luz sobre el debate planteado hasta el momento, que en buena medida se ha reducido al ámbito teórico.
Ya en el transcurso de esta ponencia he planteado que la investigación propuesta se trataría de un estudio comparativo. Al respecto, conviene hacer algunas acotaciones, en vista de que en investigaciones previas – en otras vetas temáticas – me había concentrado en estudios del caso mexicano, partiendo del presupuesto de una “originalidad originalísima” (Jesús Silva Herzog dixit) del país, aún frente a sus contrapartes latinoamericanas. Y aunque mantengo la convicción de que el escenario de violencia en el que se encuentra México actualmente es esencialmente distinto al que vive Colombia, por las razones ya expuestas, se considera que el estudio comparativo reporta ventajas considerables.
En términos generales, Lijphart define al método comparativo simplemente como uno más de las metodologías básicas de la ciencia política – siendo las otras experimental, estadística, y estudios de caso – para establecer proposiciones empíricas generales (Lijphart, 1971: 682). Más adelante especifica que se trata de un método para descubrir relaciones empíricas entre variables, y no una manera de medir dichas variables. A partir de esto, y pensando en términos de variables para el estudio aquí planteado, habría que decir que la variable independiente es la experiencia violenta – constante en los casos a investigar – en tanto que las dependientes serán, entre otras, el contexto histórico nacional e internacional, el tipo de gobierno o el número de actores involucrados. Precisamente con respecto a las variables, Lijphart advierte que uno de los principales problemas en el método comparativo es su incorporación de un amplio número de variables y el reducido número de casos que incluye en su investigación (Lijphart, 1971: 685). Sea como fuere, y por algunas de las razones ya planteadas, la naturaleza del problema a estudiar y los objetivos propuestos dejan el método comparativo como la mejor alternativa.
Decía Luis Villoro (cit. en Núñez Rodríguez, 2016: 50) que “el hombre necesita resguardarse de la inseguridad, pero también del sinsentido. Para aceptar de buena gana un orden de dominación, requiere que le muestre cómo su pertenencia a él dota a su vida de un sentido”. Las estadísticas que reporta el INEGI y que se citaron previamente con respecto a la confianza social e institucional reflejan, por un lado, la incapacidad del Estado de derecho para dotar de certidumbre y sentido las vidas de millones de mexicanos; y por otro, la violencia generalizada desatada por los ataques a los
esquemas de distribución y ejercicio del poder social amparados por el crimen organizado, que luchan por reposicionarse de cara al futuro.
Terminar con la guerra mexicana, entonces, exige algo más que nuevas políticas en materia de seguridad pública, o incluso que nueva legislación sobre el papel de las fuerzas armadas en la seguridad interior. Exige una revaloración integral de las relaciones entre Estado y sociedad, lo cual se cree, podrá aportar claves interesantes no solo a la discusión teórica contemporánea sino también a la discusión pública en torno a mecanismos para recuperar la seguridad pública.
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