Mehdi Mesmoudi1
Palabras clave: transhispanidad; Jorge Luis Borges; Octavio Paz; Juan Goytisolo; literatura en lengua española.
“El Indostán atribuye sus grandes libros a la labor de comunidades, a personajes de los mismos libros, a dioses, a héroes o, simplemente, al Tiempo. Nadie puede compilar una antología que sea mucho más que un museo de sus “simpatías y diferencias”,
pero el Tiempo acaba por editar antologías admirables.
Lo que un hombre no puede hacer, las generaciones lo hacen” (J. L. Borges, 1980 [1968]: 7)
El mundo con la caída del muro de Berlín ha conocido una serie de transformaciones profundas en distintos ámbitos de la vida de los individuos y su relación con el entorno. La modernidad y sus relatos de salvación absoluta –cobijados bajo los ideales del estado-nación y el liberalismo decimonónico– entró en una crisis irremediable, dándonos cuenta de la evolución de la categoría estadocéntrica a un corporativismo teórico, teniendo en cuenta que el propio universalismo es una contingencia histórica. Desde el punto de vista académico, con el positivismo la sociología, la ciencia política y la historia1 sin dejar de lado los estudios orientales2 habían objetivado el mundo considerándolo una realidad externa estática, inamovible y esencialmente pura. Entre los cincuenta y los sesenta, surge una nueva conciencia a la hora de concebir lo real y abordar sus caracteres fenoménicos. Desde la historia de los anales –sin olvidar la historia conceptual, la historia de las mentalidades, la historia cultural–, el estructuralismo hasta los Estudios Culturales (en su versión anglosajona y francófona) y sobre todo el poscolonialismo –en la obra de Said y su recepción en el nuevo milenio– han abierto una enorme franja en la forma de observar los fenómenos de estudio.
A partir del último tercio del siglo pasado, las ciencias sociales3 han incursionado en una
vertiginosa dispersión organizacional y reflexión paradigmática donde da cuenta del desplazamiento e intercambio de marcos de referencia de disciplinas a otras; y por ende, de una falta de verificación procedimental de las operaciones cognitivas4. Los conceptos y las categorías se trasladan constantemente y apuntan hacia lo que Foucault ya venía advirtiendo sobre “los equilibrios estables”, “las regulaciones constantes”, “las continuidades seculares”, “los movimientos de acumulación”, “las saturaciones lentas”, “los grandes zócalos inmóviles y mudos” (2010 [1969]: 11) e invitaba a observar, más bien, mediante la pregunta siguiente: “¿cómo especificar los diferentes conceptos que permiten pensar la discontinuidad (umbral, ruptura, corte, mutación, transformación)?” (14)5. Unos tres años atrás, el propio Foucault mediante un texto de Borges criticaba la tradición taxonómica del conocimiento científico prácticamente desde Descartes, instando a superar lo que Gaston Bachelard llama “el obstáculo epistemológico”; es decir, “lo que siempre debiera haberse pensado” (2000 [1948]: 15), “la
imposibilidad de pensar esto” (Foucault, 2012 [1966]: 9. La cursiva es del autor).
Lo anterior nos lleva a cuestionar permanentemente la operación de observación en todos los campos del saber, incluyendo los saberes biológicos, geológicos y matemáticos ¿es real lo que observamos? ¿Es verídica la imagen bajo la cual se manifiesta aquello que intentamos divisar?
¿Hasta qué punto la observación es resultado de una percepción o el tímido gesto de una interpretación? ¿Al interpretar no estamos concesionando los límites facultativos de la percepción? ¿La operación de observación no es el principio de una apropiación selectiva y depurada de un fenómeno aparentemente externo del que observa? ¿Acaso observar no implica incidir en lo real? ¿Y si se incide en lo real no estamos, entonces, ante algo que se construye? Los saberes y los campos del conocimiento no pueden operar decimonónicamente en una época de cambios, rupturas y umbrales. El reino de la complejidad está asentado en los campos cognitivos –sea cual sea su inscripción teórico-metodológica– puesto que la complejidad es una perspectiva, una forma de observar y abordar un fenómeno de estudio. Ningún saber está al margen de la complejidad que viene a instaurar la emergencia de concebir el límite desde donde se trasluce la discontinuidad y las desviaciones, no como efectos especiales o producto de una irregularidad externa, sino como una propiedad interna de los procesos cognitivos y una necesidad de alimentar la reflexividad en el subsistema del conocimiento que tiene lugar en el sistema sociedad.
Abordar la hispanidad es incursionar en los intercambios históricos, sociales y culturales de bienes inmateriales y simbólicos, estéticos, literarios y artísticos entre autores, agentes y generaciones de nuestra lengua distintas regiones de la cartografía hispánica, es decir: una historia geocultural de la hispanidad. La historia geocultural de la hispanidad es la historia de los distintos desplazamientos, reordenamientos, reajustes y reorganización del espacio geopolítico que gira en torno a lo que histórica y socioculturalmente hemos designado o vislumbramos como “hispanidad”. Hablo de un nosotros porque el proceso de esta formación geocultural ha sido permanentemente colectivo y no individual, interno y no externo a la comunidad que se sabe parte de ello.
El espacio geocultural no es exclusivo de una entidad que obedece empáticamente a
ciertos componentes, caracteres, ingredientes que tienen relación histórica, sociocultural y económica con la herencia hispánica; o bien, concebir este espacio como un lugar que se expresa única y exclusivamente en una de las lenguas que el propio espacio geocultural de la hispanidad concibe como suya(s) o registra en la memoria de sus usos y prácticas lingüísticas y socioculturales. La historia geocultural de la hispanidad iría en contra de estos presupuestos porque lo que dejan ver es la idea de cierta permanencia, inmovilidad y ansiedad por la protección y la salvaguarda de esto que nos pertenece; en otras palabras, la historia geocultural de la hispanidad es el ocaso de estos presupuestos y la emergencia no de lo nuevo, sino de revisar en estos mismos dispositivos discursivos ciertas lagunas donde descansan las inconsistencias que desenmascaran la problemática relación de nuestro espacio geocultural con sus límites y sus fantasmas.
Si América fue el resultado de la empresa mental y hermenéutica de Cristóbal Colón, América Latina también ha sido una obra europea6. Arturo Ardao –que reivindica la labor de Chevalier en 1836 y Tisserand en 1861 en los albores de la intervención napoleónica al México independiente– sostiene su idea de la latinidad en la voluntad de integración espiritual y continuidad cultural tanto con la Península Ibérica como la Itálica donde comparten además de una lengua madre como hilo conductor de esta latinidad, una herencia histórico-cultural respaldada en un acervo mítico-literario y bibliotecario además de un espíritu latino, así como una proximidad geocultural que desborda las fronteras de Europa y América (1986: 9-63). En respuesta al interés colonial de Francia, y la amenaza del nuevo imperio del norte, las figuras de José María Torres Caicedo y Francisco Bilbao se vuelven primordiales para el naciente discurso latinoamericanista, donde el chileno ensalza por primera vez la idea de “nuestra” América.
Leopoldo Zea hace hincapié en la nueva Hispano-América cuya auténtica independencia radica en su emancipación mental que se realiza con la corriente positivista entre 1880 y 1900. Esta modernización de los esquemas sociales, políticos, culturales y económicos implicaba ingresar al mundo aunque fuera tarde a juicio de Alfonso Reyes, y tomar el control de su propio destino, decidir en cuenta propia los caminos por donde debían transitar las nuevas naciones americanas. Esto implicaba, a juicio de Zea y el propio Reyes, la superación de los discursos que habían representado a América desde los tiempos de Colón hasta la época virreinal; es decir, es una vertiente del discurso europeo de la Ilustración que Edward Said llamó “orientalismo” (2005,
2006, 2009) aunque guardando ciertas diferencias geodiscursivas con la producción textual y científica que abordó el oriente con sus usos y tradiciones culturales.
Eduardo Mendieta en un espléndido artículo proporciona cuatro periodos bastante señalados dentro del discurso latinoamericanista que ha ido a la par de la formación geocultural de la hispanidad: a) un latinoamericanismo criollista durante la segunda mitad del siglo XIX centrado en el discurso que problematiza lo que Zea considera “la emancipación mental, política y espiritual de nuestra América”. La pareja temática en torno a la cual reflexionan Rodó, Martí, Echeverría y toda la literatura regionalista es la de civilización y barbarie; b) un latinoamericanismo volcado hacia las naciones americanas entre la II Guerra Mundial y la Guerra Fría donde América Latina es un área en torno a la cual se produce una alta gama de estudios: los Latin American Studies; c) un latinoamericanismo crítico entre finales de los cincuenta y finales de los sesenta que oscila entre la Teología de la Liberación (Dussel, Quijano, Villoro) y los Estudios Culturales (Canclini, Giménez) donde se exacerba la oposición entre América Latina y los Estados Unidos, buscando deconstruir las representaciones orientalistas de los Latin American Studies; d) un latinoamericanismo post-latinoamericano desde finales de los sesenta hasta nuestros días con características transnacionales y que ya no piensa desde un lugar preciso de enunciación –la mayoría de sus intelectuales están en la diáspora– ya que “deshace los mapas mentales del emperador” (Mendieta, 2006: 81). En esta misma línea donde Mignolo es otro integrante, Mendieta reivindica una “comunidad crítica latino transamericana”.
Frente a los discursos ilustrados de América Latina se ha erigido otro discurso que plantea una mirada alternativa e incluso opuesta. El indigenismo7 –no es el mismo en Perú que en el México de Cárdenas ni es tampoco similar durante la Guerra Fría– históricamente ha reivindicado una serie de elementos que plantean lo indígena como lo esencialmente fundamental
–Vasconcelos reivindica una “raza cósmica”– en la constitución étnico-racial, sociopolítica y cultural de América. En esta contienda ideológica del discurso indigenista han aparecido otros conceptos geoculturales como Afroamérica, Indoamérica e incluso Afroindoamérica donde además de lo indígena, se busca visibilizar sobre todo en el Caribe el aspecto de África (Senghor, Césaire) como un lugar predilecto de origen de todas las cosas; en otras palabras, América Latina se debe a su doble atalaya indígena y afroindígena para alcanzar un desarrollo próspero y óptimo sin caer en los epistemicidios aunque se deja entrever un afrocentrismo exacerbado.
En el cuarto período que sugiere Mendieta cabe realizar una reconsideración conceptual, teórica y cultural. El autor habla de una entidad “transamericana” lo que nos lleva a seguir anclados en el discurso en torno a lo americano; y por ende, no nos permite salir ni de esa categoría espacial ni de su contraparte iberoamericanista. En contraparte, y siguiendo con la evolución global y transoceánica del mundo contemporáneo, más que un período sugiero una condición transhispánica que supera ambas visiones contrapuestas en torno al legado hispánico, e incluso no solo integra ambas orillas en una región atlántica, sino que esta geocultura se desborda por sus límites y conversa de manera cotidiana con otras regiones con que inicialmente no tiene nada en común. Por poner un ejemplo preciso se encuentra el área surmediterránea en lengua española. Esta condición transhispánica nos obliga a replantear nuestra cartografía de la hispanidad y nuestro lugar en ella, también reformular nuestra geopolítica con “los fantasmas del pasado”; es decir, una mirada crítica hacia los relatos que dan cuenta de “nuestro pasado”.
La condición transhispánica es un concepto que moviliza el tiempo hacia el presente. Los cuestionamientos que se realizan se ejecutan en el aquí y el ahora. De esta forma, el pasado pierde cierta autoridad moral sobre los agentes actuales y el porvenir se abre camino hacia nuestros ojos. El porvenir no con una visión futurológica o redentora del presente, sino simplemente lo que nos acecha, lo que nos compromete y nos lanza hacia el mundo. Este concepto, que propongo como una categoría de análisis, no solo expresa –y a la vez explora y exprime– la condición sintomática de nuestros tiempos, sino que devela los hábitos y las costumbres de una sociedad contemporánea y visibiliza sus expectativas de futuro. En otras palabras, el problema que estaría planteando sería, primero, mostrar cómo las condiciones de vida de nuestras sociedades en lengua española con sus formas y estilos “posmodernos” obedecen a una “nueva época o condición”; segundo, si esta “condición transhispánica” implica, por tanto, un nuevo dominio de empiricidad para las ciencias sociales y las humanidades, o al menos demandaría nuevos abordajes más acordes a la contemporaneidad para enfrentar los desafíos de nuestros tiempos y en consonancia con la reorganización global y transnacional del mundo.
Para hablar de una condición transhispánica es preciso señalar varios antecedentes de distintos ámbitos de la vida de los individuos que muestran la solidez conceptual y teórica de esta categoría de análisis puesto que permea no solo nuestro mundo en lengua española, sino se
conjuga de forma dialéctica con el orden global e interconectado del mundo contemporáneo. Cabe señalar dos argumentos que Mendieta indica en su cuarto periodo asignado al discurso latinoamericanista post-latinoamericano: la década de los setenta y los ochenta corresponde a la migración latina hacia los Estados Unidos, por tanto, sus intelectuales radican en la diáspora; y en consecuencia, el carácter de este discurso es diaspórico; es decir, es crítico no solo con el discurso occidental hacia la “América española”, sino que no simpatiza con el discurso latinoamericanista tradicional que trataba de “descolonizarse epistémicamente” de las coordenadas ideológicas e intelectuales de Europa y el pensamiento norteamericano entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX.
Los antecedentes que permiten hablar de una condición transhispánica de nuestros tiempos son diez y son los siguientes:
En el plano geográfico estamos presenciando un nuevo interés por la reorganización cartográfica del mundo sobre todo durante la Guerra Fría y la caída del muro de Berlín. La geografía servía para trazar el mapa de los emperadores y sacar a la luz esas regiones que se descubrían, se conocían y se dominaban; en las últimas décadas se realiza para tener en cuenta la interconexión a escala global que existe entre distintas regiones adversas del mundo y las condiciones que hacen posible esa interrelación.
En el plano filosófico-conceptual existe una transformación del discurso moderno que sostenía los grandes relatos de salvación y hoy transita hacia las postrimerías que por un lado critican implacablemente la modernidad, y por otro reformulan sus coordenadas socioculturales y políticas. Después de 1989, se acelera el presente en una vertiginosa búsqueda sin un pasado moralizante ni un futuro redentor. La condición transhispánica de nuestros tiempos está cimentada bajo la lógica del caos y la incertidumbre donde no hay mundo mejor, solo mundos posibles y distintos.
En el plano del sentido, la tradición es profundamente cuestionada por los agentes actuales donde los maestros ya no son concebidos desde una plataforma de autoridad moral e intelectual. Por tanto, el pasado se aleja del presente y el futuro ya no tiene cabida en una sociedad cada vez más presentista8. La herencia se vuelve una carga que nadie puede sostener puesto que no permite caminar hacia el frente. Todos los saberes contemporáneos –los Estudios culturales, el poscolonialismo, los estudios subalternos, el decolonialismo, los estudios de género,
los queer studies– se enfrentan al patriarcado, al canon, al colonialismo y al eurocentrismo desde distintas trincheras ideológicas y discursivas.
En el plano socio-histórico se puede ubicar dentro de lo que Eric Hobsbawm llama “la revolución cultural” (2014: 299) y que sitúa entre 1966 y 1976, fecha que coincide con los movimientos sociales –que a juicio a Alain Touraine sustituyen a las revoluciones– de corte racial, pacifista, feminista y ambientalista en las grandes ciudades como París, Madrid, México, Nueva York entre otras. Gracias a estas movilizaciones sociales y políticas se lleva a cabo una transición académica sobre todo en la región angloamericana de los Estudios culturales hacia los estudios poscoloniales y subalternos donde se pudo demostrar que el subalterno sí podía romper su silencio (Spivak, 2007) y lograr representarse a sí mismo (Said, 2009 [1978]) lejos del filtro benefactor de occidente (Santos, 2012).
En el plano disciplinar hay una intensa transversalidad de los marcos de referencia entre las ciencias sociales. En la disciplina literaria todo empieza por Borges en “El Quijote de Menard” (1939) en relación a la recepción textual que luego la Escuela de Constanza y Umberto Eco estructurarían tres décadas después. Foucault rescata esa deuda inicial con Borges y en respuesta al agotamiento del estructuralismo de Sartre, Lévi-Strauss y Lacan propone una especie de epistemología de la teoría literaria. Casi una década después Bourdieu junto con Baudrillard introducen una sociología del consumo cultural como una plataforma sociocultural que aborda el proceso de la creación, la circulación y la recepción editorial de un bien literario y artístico. Roger Chartier se interesaría en la experiencia lectora contemporánea que se da en ciertas sociedades (2006 [1999]: 151-193) que coincide con la evolución del soporte físico del libro (195-225). Otros intelectuales como Said y Todorov reivindican una alteridad silenciada anteriormente por los estudios orientales, criticados ferozmente debido a su mirada clasificatoria y marginadora. Lipovetsky continúa con la labor sociológica de la literatura al abordar el fenómeno de las modas y las tendencias en las sociedades del espectáculo.
En el plano literario surge el famoso “Boom latinoamericano” que busca desafiar las coordenadas de la tradición literaria y ensalzan lo que Rodríguez Monegal definía como “grandes máquinas de novelar” (1968) que marcan a los novelistas del Atlántico en lengua española e ingresan a la región atlántico-mediterránea. La editorial Seix Barral del poeta catalán sirve de plazuela literaria para los jóvenes escritores como Mario Vargas Llosa y Juan Marsé. Entre 1958
y 1971 se escriben doce grandes novelas de nuestra lengua en la segunda mitad del siglo pasado. Otro rasgo de este período es que muy pocos publican en su país de origen: Juan Goytisolo lo hace en México (Goytisolo, 2007: 274-275), Vargas Llosa en Barcelona, Julio Cortázar en Bruselas.
En el plano del discurso hay una complejización nocional del “autor” y “la obra” en el sentido de que no pueden ser concebidos como unidades homogéneas e invariables. Foucault prefiere emplear el concepto de “transdiscursividad” en el entendido de que existen autores que no solo producen obras, sino que provocan una serie infinita del comentario y la crítica en torno a esas obras. Hoy en día se lee a los nietzscheanos, marxistas y freudianos que a Nietzsche, Marx y Freud. Esta sobreacumulación de bienes discursivos (citas, referencias indirectas, crítica, revisión de los presupuestos, revisión de la obra completa, traducción, etc.) en torno a los autores insignia nos lleva a alejarnos de ellos; y por ende, implica un retorno obligado. Borges, Paz y Goytisolo representan los últimos clásicos y a la vez nuestros contemporáneos en lengua española.
En el plano supradiscursivo estamos ante una entidad que va más allá del discurso textual y de la oralidad, pero que no regresa a su origen escritural como sostenían Lévi-Strauss, Lacan y Barthes. Foucault se había adelantado en esta cuestión afirmando: “Tal vez sea tiempo de estudiar los discursos ya no solamente en su valor expresivo o sus transformaciones formales, sino en las modalidades de su existencia: los modos de circulación, de valoración, de atribución, de apropiación de los discursos varían con cada cultura y se modifican en el interior de cada una […]” (2015 [1969]: 42). De este modo, transitaríamos de la transdiscursividad moderna hacia una transdiscursividad contemporánea. Por poner un ejemplo, de qué manera se puede valorar, comprender y reflexionar en torno al turismo a la hora de apropiarse de elementos constitutivos de la literatura como Federico García Lorca y se convierte en una firma internacional en torno a la cual se alberga un sinnúmero de actividades promocionales de corte turístico cultural con la finalidad no solo de conmemorar –como en el caso de este año 2018– la figura y la obra de unos los grandes poetas de nuestra lengua, sino también de la ciudad de Granada como un espacio literario íntimamente ligado a la firma.
Bajo esta premisa supradiscursiva se puede plantear que Borges es una tarjeta postal de Ginebra, una calle de Buenos Aires, una biblioteca de Sevilla, un ciego de Tánger o incluso el jardín que adorna la tumba de Omar Jayyâm. Octavio Paz es una moneda, un oficio
gubernamental, una pluma presidencial, una silla de embajada, un haikú en París y un cubículo en Stanford. Juan Goytisolo es una calzada en el Cairo, una biblioteca en el Instituto Cervantes de Tánger, una silla polvorienta en el Café France de Marrakesh, una sombra en una callejuela de la ciudad de México, un subrayado en un texto de Fuentes. Estas firmas son supradiscursivas, están más allá del discurso. No necesitarían del discurso –en este caso, literario– para operar pero tampoco se agotan en el mero discurso.
En el plano cultural existe una hibridación de los aspectos culturales de distintas regiones del mundo global e independientemente de su lugar de origen. Bauman sostiene una condición líquida en los procesos socioculturales, políticos y económicos. No obstante, el individuo está en esa “lucha nietzscheana” –sobre todo en el tercer mundo y en las comunidades rurales y alejadas de las megalópolis– frente a la ausencia de Dios y frente al hombre posmetafísico. La condición transhispánica de nuestros tiempos se alimenta profundamente de esta versatilidad identitaria y la reorganización cultural del mundo en el nuevo milenio.
En el nivel económico Hobsbawm afirma una transformación sobre todo en el ámbito empresarial donde a partir de los sesenta la mayoría de las empresas internacionales hoy en día se han fusionado unas con otras, originando las transnacionales donde es extremadamente difícil identificar sus sedes. Esto pasa con Iberia que hoy está fusionada con British Airways y pasa con Random House Mondadori. Richard Sennet habla de un mercado global que sucede a la organización imperial de los Estados Unidos. Frente a esta condición “offshore” del mercado, implicaría un “estado global” (Castells, 2001: 271-302) para enfrentar los desafíos jurídico- normativos de corte financiero de las transnacionales.
Dentro de esta lógica global del mundo –como estadio limítrofe entre la modernidad tardía y los tiempos contemporáneos–, que, más o menos, se puede periodizar desde finales de los sesenta hasta el nuevo milenio, se despliegan varias globalidades no menos importantes. Esta nueva dinámica epocal dentro de la hispanidad a partir de ahora la denominamos transhispanidad. Para ello es preciso rediseñar las épocas histórico-culturales mediante las cuales ha incursionado la hispanidad y observar cómo emerge un fenómeno distinto que implique un nuevo dominio empírico dentro de las ciencias sociales y las humanidades. Dentro de esta lógica, Marc Bloch
sugiere identificar esos cortes epistemológicos y es la función del historiador –extensivo al historiador de la literatura y del arte– atender a la emergencia conceptual de ciertos fenómenos de lo real (Florescano, 2012: 33-34 Apud. Bloch, 1996: 140-141).
Se puede dividir la hispanidad en tres grandes épocas y cada época contiene dos períodos, uno de gestación o latencia y el segundo de conformación o plenitud.
La época proto-hispánica se divide en un período prehispánico, las lenguas están en formación, hay comunidades reunidas en torno a “sistemas pictoglíficos” y del sistema de la oralidad, las sociedades son teocráticas y sus economías son feudales, todavía no se puede hablar de centros ni periferias sino de taifas o “señoríos eclesiásticos”. En el período virreinal, la cultura monárquica católica por fin entra en contacto con las culturas precolombinas, hay un profundo mestizaje a pesar del proceso violento de la latinización, pese a la destrucción de gran parte del mundo prehispánico y la pérdida de los saberes originarios en el proceso de la traducción es difícil asumir una condición colonial ya que estamos frente a una empresa premoderna –incluso preeuropea– los territorios americanos son virreinatos (dominios, reinos con autonomía) que gozaban de sus propios usos y costumbres aunque con el beneplácito normativo peninsular, esta situación cambia a raíz de las reformas borbónicas durante el reinado de Carlos III y con ello se refuerza las diferencias entre peninsulares y americanos y son el germen de las disputas entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, Sor Juana escribe pensando en Góngora y Juan Ruiz de Alarcón en Lope de Vega, los conceptos de “metrópoli” y “dominio” apuntan a la noción de “centro” y “periferia” que se consolidan en la segunda época del siglo XIX.
La época hispánica corresponde al proceso revolucionario que data de 1807 a 1808 y alcanza hasta el porfiriato. Se divide en un período posvirreinal de cuño revolucionario aunque conservador puesto que en los tiempos de Juárez el concepto de “revolución” es sustituido por el de “reforma”, Rubén Darío modifica nuestra cartografía literaria iniciando lo que Octavio Paz llama “la tradición de la ruptura” iniciando la modernidad en nuestras letras. Y un período modernizador de cuño positivista y luego indigenista con características neo-marxistas, data del porfiriato hasta la Guerra Civil española, con el conflicto armado y las políticas internacionales de Cárdenas se realiza una interesante reorganización del espacio geocultural hispánico donde la cuestión republicana es ensalzada por doquier incluso en la Francia marxista y anarquista de la cual el integrante más importante es Albert Camus.
Desde una visión atlántica, por un lado España experimenta dos procesos republicanos fallidos a raíz del desencuentro entre liberales, republicanos, comunistas y anarquistas (Hoyos Puente, 2012: 25-56) que provoca el conflicto armado del 36; y por otro lado, América Latina a través de sus libertadores y sus caudillos experimentan distintas formas de dictaduras y totalitarismos. En el período modernizador (1890-1939) de cuño positivista y marxista existe una reformulación geocultural de nuestra lengua, aparecen nuevos centros como la ciudad de México, Buenos Aires y Bogotá y se consolidan otros como París y Madrid. España deja de ser una escuela literaria y es sustituida por Francia como el núcleo espiritual e intelectual de la geointelligentzia latinoamericana. Ser revolucionario, en palabras de Rubén Darío, sería <être en garde>. París se vuelve el centro de la cultura y las artes9.
La época reciente de nuestra hispanidad la denomino la condición transhispánica de nuestros tiempos y abarca también dos períodos. Uno de latencia donde se reacomoda la geocultura contemporánea de nuestra lengua desde el conflicto armado en España hasta prácticamente la década de los sesenta. En esta temporalidad embrionaria, los refugiados no solo republicados de España, sino de otras regiones de la hispanidad, experimentan un conflicto en torno al tiempo: un pasado glorioso donde reposa la patria intocable y sagrada y un presente en decadencia ligado a un futuro redentor. El espacio es una noción que se amplía sobre todo entre la Posguerra y la Guerra Fría: estamos frente al concepto de “geopolítica” hablando de los dos bloques que son un revoltijo ideológico entre victoriosos y derrotados de la II Guerra Mundial. Cada geopolítica redefine sus límites lo que supone una continua transgresión de los límites de la geopolítica a la que se enfrenta.
La transhispanidad es el discurso normativo, retórico y narrativo en torno al mundo de nuestra lengua del nuevo milenio, su relación que tiene consigo mismo y con el exterior. Su disposición transhispánica tiene su germen en el siglo XIX tanto en el plano ideológico y político, como en el plano literario y cultural. Es un fenómeno sociocultural de un tiempo y espacio determinados puesto que toda dinámica sociocultural es obra de su sociedad y de su tiempo y espacio. Es el cuadro visible y explicativo de la ruptura de las formas simbólicas en que hoy los individuos se relacionan con su entorno de la lengua española ya que esta transformación en los hábitos y formas de relacionarse con el tiempo y el espacio supone el crepúsculo de las antiguas formas que son parte de los tiempos modernos de nuestra hispanidad. Esta realidad reconfigurada
de usos y costumbres de los agentes de este tiempo no implica, a pesar de obedecer a un crepúsculo, una naturaleza antagónica u opuesta, sino una condición acelerada de los mismos; es decir, la frenética circulación de los bienes materiales e inmateriales ligados, sobre todo, a la literatura como el libro y sus extensiones textuales y architextuales en la región atlántico- mediterránea hispánico-lusa.
La transhispanidad forma parte de lo contemporáneo puesto que está inscrita en el mundo teledirigido por las instancias globales y transnacionales, a través de los medios digitales y virtuales, gobernado por los valores de lo inmediato, lo efímero y lo continuamente renovado donde ya no hay lugar para los grandes relatos de las religiones, la moral, el derecho y otros códigos normativos de la modernidad. Esta circunstancia del presente da la espalda al pasado y está muy ligada al futuro; no obstante, la transhispanidad no niega al pasado, pero confronta las representaciones esencialistas y hegemónicas del pasado considerando el presente un espacio de crisis y decadencia. La transhispanidad admite que el pasado no es una categoría antropológica estática, sino una construcción histórica y cultural que varía conforme pasa el tiempo, teniendo en cuenta, sobre todo, el pasado en su etapa escriturística de la historia10, motivo por el cual admite que el pasado es un texto o un conglomerado de textos que convergen, conversan y se refutan implacablemente. Esto nos lleva a plantear la transición de un pasado homogéneo a distintos pasados flexibles. Esta consideración tiene implicaciones serias ya que la trinidad formada por pasado/presente/futuro que valora los productos en antiguo/moderno es reemplaza por la pareja inactual/actual. El presente es una plataforma observacional que funciona como actualización de los fenómenos observados que se acumulan en una suerte de archivo comunitario y mental.
La transhispanidad es una propedéutica conceptual y teórica de los relatos de la
hispanidad, es un ejercicio de revisión y crítica de los presupuestos de una tradición intelectual que se ha pronunciado históricamente, al menos, desde hace dos siglos, y que socioculturalmente han conformado una geointelligentzia hispánica. Es una deconstrucción del lugar que ocupa esas narraciones y abre el espacio para nuevos lugares que pueden ocupar susodichos relatos. Si la transhispanidad es una cuestión procedimental señala el ámbito de la metodología; por ende, la operación transhispánica es exclusivamente textual, apunta solo a los textos y su lugar de trabajo es el presente. Lo anterior invita a pensar, efectivamente, que puede existir una vecindad con otros saberes subversivos como los Estudios culturales, poscoloniales, subalternos, decoloniales,
de género y queer; de hecho, la transhispanidad se distancia de los estudios de género y queer al considerar que ambos saberes todavía piensan desde la categoría de la identidad.
La transhispanidad como un concepto contemporáneo no puede operar a través de categorías transhispánicas inactuales. Debe construir, o más bien, actualizar sus propias categorías, entre las cuales figura la temporalidad. El tiempo que marca la transhispanidad y que señala como germinación ideológica y política de sus preceptos apunta a la modernidad plena; es decir, a raíz de las revoluciones liberales y las independencias en la región atlántico- mediterránea. O para ser más preciso, desde el momento en que Rubén Darío se hace visible en el París decadentista.
Después de la II Guerra Mundial surge un creciente interés de los Estados Unidos hacia Europa, de esta forma el Atlántico se vuelve el espacio predilecto de estas incursiones sobre todo mediante el Plan Marshall. Debido a la naturaleza isleña de Gran Bretaña, toda su concepción del mundo es desde una nave, su visión es heterotópica y flotante. Esta condición oceánica de las ciencias sociales es heredada por sus viejas colonias como los Estados Unidos y Canadá. Entre 1949 y 1969 hay un auge de la academia en torno al espacio, desde el Mediterráneo de Braudel y el Pacífico de Chaunu, la historia atlántica angloamericana, pasando por la ciencia ficción, hasta la ciudad y lo urbano en Lefebvre llegando a la célebre misión Apolo 11 al espacio después del histórico discurso de Kennedy en 1961. Los estudios transatlánticos a finales del siglo pasado han revolucionado también el ambiente académico de nuestra literatura al concebir la historia literaria de nuestra lengua en su condición de intercambio volátil y flotante, subrayando los préstamos literarios, las influencias recíprocas, concibiendo el área atlántica como un lugar compartido entre distintos agentes literarios a lo largo de la historia. Pasamos de una perspectiva atlántica a un modus operandi transatlántico desde hace un poco más de tres décadas (Ortega, 2015).
Los estudios transatlánticos –que se originan dentro de los estudios literarios y culturales llevados a la práctica por hispanistas y comparatistas (Ortega, 2003: 105) – como “un campo híbrido y en desarrollo” (Gerassi-Navarro y Navarro, 2009: 614) es la versión contemporánea de los estudios latinoamericanos que han transitado desde la década de los cincuenta por los estudios culturales, el poscolonialismo hasta los estudios decoloniales y queer. Tanto la versión latinoamericana de Julio Ortega como la iberoamericana de Juan Antonio García Galindo caen en esa visión hegemónica y un tanto hostil en el sentido de que el catedrático de la Universidad de
Brown asume una condición latinoamericanista, esencialista, de la tradición transatlántica mientras que el historiador malagueño reivindica el legado y la labor de España en este engranaje histórico-cultural de nuestra hispanidad teniendo en cuenta la región mediterránea que tiene en frente. Habría que preguntarnos ¿hasta qué punto una perspectiva transatlántica es útil y pertinente para abordar los fenómenos transmitidos y compartidos desde un punto de vista literario e intelectual en la escritura de Juan Goytisolo en las últimas dos décadas que corresponden a su estancia en Marruecos o incluso desde su trilogía novelesca de la década de los sesenta? ¿Es posible comprender el conglomerado textual de Octavio Paz o de Borges o del propio Goytisolo desde esta postura transatlántica o habría, más bien, que ampliar los horizontes observacionales?
Mientras los estudios transatlánticos conciben el área atlántica como el lugar de la trama de su discurso –su eje transatlántico es América Latina / Estados Unidos / Europa–, la transhispanidad la contempla como una simple categoría espacial. De hecho, es una de sus cinco categorías relacionadas con el espacio. Las otras cuatro son la perspectiva atlántica ya empleada por la historia atlántica angloamericana, la perspectiva mediterránea originada por Fernand Braudel en 1949, la perspectiva transmediterránea que hoy se concibe a la hora de hablar de la poesía de las dos orillas tanto en el norte de Marruecos como en Andalucía. La perspectiva innovadora que se integraría en el discurso de la transhispanidad sería el área atlántico- mediterránea donde los agentes de nuestra lengua en el norte de África, por ejemplo, son considerados como parte importante y conforman esta singular cartografía transhispánica de nuestra literatura. Si partimos de una lógica de “interconectividad atlántica” (Ortega, 2015) – que presupone indagar acerca del “nomadismo cultural y las identidades fronterizas” (Ortega, 2003:
106) – y no de una causalidad neopositivista, implica una mirada integradora al papel de Marruecos y la región norafricana en la llamada “otra literatura española” o “literatura marroquí en nuestra lengua” hacia lo que se podría llamar nuestra literatura mediterránea del nuevo milenio. Desde Cervantes hasta Goytisolo hay una continua presencia norafricana en el dominio literario tanto de España como de América Latina; por ende, una perspectiva atlántico- mediterránea permitiría apreciar nuestra literatura desde una plataforma más amplia, diversa y en su condición diaspórica y de aventura. Una mirada cosmopolita no implica una perspectiva heterotópica, flotante y verdaderamente transatlántica como reivindican los estudios
transatlánticos.
Foucault admite que la literatura surge con el Marqués de Sade entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX (2013 [1963]: 77-104); por tanto, toda literatura es moderna. Desde Baudelaire hasta Octavio Paz todos eran conscientes de que la literatura obedecía a cuatro principios foucaultianos: a) el simulacro11; b) el efecto de biblioteca12; c) la crítica; d) la transgresión13. La literatura que ha tomado en cuenta estos cuatro lineamientos inaugura la modernidad en términos estéticos, literarios, artísticos y culturales. Octavio Paz –el teórico par excellence sobre la modernidad en su sentido más amplio– afirma que nuestra modernidad fue un asunto de forma y no de convicciones morales y políticas; en otras palabras, la modernidad es más bien una época posbarroca que un período con su propia autonomía de modos y formas del quehacer sociopolítico y cultural de su momento.
La pregunta acerca de nuestra relación con el tiempo –el presente, el pasado, el futuro– se puede establecer mediante una mirada paralela en cuanto a la forma en que nos relacionamos con los clásicos y los contemporáneos. Nuestra modernidad se resume en la misión de esa sagrada tradición que debe ser venerada, custodiada y reproducida sin transgredirse. El auténtico espacio temporal donde los intelectuales de nuestra lengua se preguntan por primera vez en torno a su tradición, la cuestionan y la reafirman, buscan en otros lugares nuevos sellos y rasgos a esta fuente de donde bebieron sus predecesores. A diferencia de la tradición española –concebida como algo ya dado, articulado, prefigurado, clausurado–, en América Latina significaba el momento en el que empezaba a pronunciarse. Además del <Neuzeit> koselleckiano o más bien de
<Sattelzeit> “tiempo axial” como un periodo “a caballo” de honda mutación, hay que señalar también esta región como un “espacio nuevo” de ideas. En otras palabras, nuestra modernidad está literalmente iniciando con un tiempo y espacio nuevos, o al menos totalmente distintos del Antiguo Régimen. Es la gran encrucijada de la que nos habló Octavio Paz al referirse a América como un continente que no había tenido una Edad Media ni su Siècle des Lumières, y que surge con los tiempos modernos (2014 [1994]: 551). ¿Cómo se despliega una tradición sin nada, o casi nada, que le pueda anteceder? ¿Qué implica que una región como América Latina surja en los tiempos nuevos sin una idea clara de tradición? Es el desafío que busca emprender la
transhispanidad al ligar en un solo espacio el área atlántico-mediterránea hispánico-lusa para concebir conjuntamente una tradición flexible, abiertamente cuestionada, confrontada permanentemente para seguir emergiendo como condición de posibilidades para distintos agentes de nuestra lengua más actuales.
Con Rubén Darío surge nuestra modernidad literaria y cultural. En el dominio de nuestra lengua se puede hablar de un verdadero acontecimiento. Rubén Darío realiza la gran ruptura al movilizar la tradición que ya no tenía lugar entre los clásicos, que apuntaba Pedro Salinas, ni otros de otras lenguas; es decir, su concepción de la tradición no era el gesto de mirar hacia atrás, sino de observar qué había en el presente, quiénes escribían en su tiempo. Su noción de “tradición viva” no apuntaba a los clásicos sino a los contemporáneos, sus contemporáneos, porque retornar al pasado es petrificarlo, enmudecerlo. Darío lee a Baudelaire, Mallarmé14 y sobre todo Verlaine en su lengua sin ninguna traducción o un puente de mediación. Nuestro primer poeta moderno no solo lee a Verlaine, sino que dialoga con él. Rubén Darío va mucho más allá de una simple reescritura de la tradición, la transgrede, la desplaza hacia otros satélites literarios y culturales. Es por eso que se dice comúnmente que un escritor vanguardista es autor de su tiempo; pero, sobre todo, es “un precursor” porque se eleva del tiempo de sus contemporáneos. ¿Qué significa Rubén Darío para la América Latina de su tiempo y qué podía ofrecer a la orilla atlántico-mediterránea levantina? ¿Cómo han leído los propios escritores de esta orilla del Atlántico modernista al nicaragüense como Leopoldo Lugones, Juan José Tablada y el propio Borges o Huidobro? Estas preguntas son pertinentes porque abordan a Rubén Darío no solo como poeta, sino a un precursor, el que inicia lo que planteo en este trabajo con la transhispanidad como un desplazamiento discursivo en nuestra literatura.
Hablar de “nuestra literatura atlántico-mediterránea” implica integrar la orilla norafricana
al excepcional diálogo transatlántico de nuestra literatura prácticamente desde los tiempos de Sor Juana Inés de la Cruz y Rubén Darío hasta nuestro milenio. Octavio Paz es el primero en emprender una verdadera historia literaria transoceánica –como se puede apreciar en su Dominio Hispánico en el segundo volumen de sus Obras Completas (2014 [1994] – de nuestra lengua en consonancia con otras literaturas como la francesa y de otras como la estadunidense. La emergencia contemporánea de una espacialidad transhispánica hace hincapié en la herencia compartida de un legado literario y cultural hacia una concepción atlántico-mediterránea de
nuestra literatura moderna y contemporánea: “la tradición […] no sólo [es] el hecho de escribir en la misma lengua sino el de compartir una herencia literaria” (530); en otras palabras, y trayendo a Carlos Fuentes a la reflexión con la figura de Borges: “Borges abolió las barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia delante con un sentimiento de poseer más de lo que habíamos escrito, es decir, todo lo que habíamos leído, de Homero a Milton y a Joyce” (Fuentes, 2011: 145. Las cursivas son mías). El propio Fuentes afirmaba que Goytisolo “nos recuerda a los escritores de lengua española de América que pertenecemos a un tronco común y que nuestras ramas, y a veces nuestras flores, pertenecen todas al mismo árbol de la literatura” (410). Fuentes siguió con este guiño al incluir a su amigo primero en La nueva novela hispanoamericana (409) y luego en La gran novela latinoamericana reivindicando el reino de Cervantes que medinea por las callejuelas literarias y los fenotipos textuales.
Aunque Paz fue el artífice de esta historia transatlántica de nuestra literatura, José Gaos es el iniciador en esta contienda al reunir en su categoría de “pensamiento en lengua española” a todos los intelectuales y pensadores que usan nuestra lengua, incluyendo a los trasterrados como fue su caso. Una concepción transhispánica con alcances atlántico-mediterráneos de nuestra literatura; en primer lugar, pondría fin a la historia de las ideas que sigue asediando nuestra historia literaria y la propia crítica, además del esoterismo estructural en sus últimos aleteos; en segundo lugar, aproximaría la historia literaria y la crítica al ámbito de las ciencias sociales donde se podría alimentar de sus abordajes más recientes como la deconstrucción, la sociología de la literatura o el ámbito editorial tan relegado hoy en día al mundo del marketing y la publicidad; en tercer lugar, reorganizaría nuestra cartografía literaria acorde al nuevo milenio superando la perspectiva nacional y continental (geopolítica) de las literaturas; y en cuarto lugar, dialogaría de forma renovada con las otras literaturas como las de expresión francesa, inglesa, árabe, etc.
La transhispanidad literaria y articulada desde los presupuestos literarios e intelectuales de Borges, Paz y Goytisolo implica un paso importante para iniciar con aquella crítica formal que el propio Paz afirmaba que no existía (2014 [1994]: 917); es decir, un corpus doctrinal contemporáneo acorde a los desafíos más reciente de nuestro milenio y capaz de abordar nuestras letras desde una atalaya transhispánica, privilegiando el diálogo intenso que existe entre los
autores y las obras independientemente de su lugar de adscripción o género literario en que escriban, teniendo en cuenta que “cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro” (Borges, 2014 [1953]: 282). Un autor – un precursor, una literatura, un bosque, una tradición– que es capaz de influir en uno de los libros cruciales de las ciencias humanas de los últimos cincuenta años, cuando Foucault admite: “Este libro nació de un texto de Borges” (2012 [1966]: 9).
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Notas
1 El archivo es un monumento mudo del pasado del que hay que hacer hablar.
2 ¿Era necesario viajar para tener conocimiento profundo de las culturas que se quiere estudiar o es suficiente con el conocimiento de las lenguas para abordar los textos desde aparente exterioridad y neutralidad? Víctor Hugo habla de un siglo XIX orientalista. Los primeros filólogos eran orientalistas: Silvestre de Sacy, Ernest Renan, Friedrich Nietzsche y otros alemanes prominentes.
3 Foucault las describe como “ciencias de la discontinuidad análoga, disciplinas dudosas, informes, destinadas a estar debajo del umbral de la cientificidad” (2012 [1966]: 357-398).
4 En este sentido cabría hablar de in-disciplinas. Foucault emplea en L’archéologie du savoir (1969) una
vez el concepto “disciplina” para referirse a la historia de las ideas.
5 A Foucault siempre le ha llamado la atención el nivel preconceptual, el momento o los momentos en que los conceptos van adquiriendo visibilidad teórica y operatoria en los procesos científicos. Bajo esta premisa, todo concepto es una formación conceptual. Todo concepto es mesoconceptual.
6 Otro argumento para la tesis de Edward Said cuando admitía que los orientales no podían representarse a sí mismos. Si realizamos una alusión, ningún pueblo, ninguna cultura, puede llevar a cabo un ejercicio de autodefinición étnico-racial, sociocultural y política. Son siempre los otros los que definen a los propios. Todorov ya había apuntado a un principio de barbarización que se despliega en esta operación genuinamente antropológica.
7 Recomiendo el reciente libro Ucronía y alteridad: notas para la historia de los conceptos políticos de
Indoamérica, indigenismo e indianismo en México y Perú 1918-1994 (2016) del historiador Luis Arturo Torres Rojo.
8 Hace alusión a la concepción que François Dosse tiene del presentismo contemporáneo.
9 Henri Matisse sostiene que el auge de París como centro de gravitación artística y cultura data de 1885 a 1935.
10 Aquí hago alusión al formidable planteamiento que Paul Ricoeur establece para la historiografía y que hoy es el problema central entre historiadores contemporáneos como Ankersmit y Dosse; es decir, las líneas divisorias entre la escritura literaria y la escritura historiadora.
11 No hay ninguna alusión al Teatro en cuanto a la puesta en escena. El simulacro aquí es un contraluz más
amplio.
12 Aunque en el Quijote ya existía una referencia a este “efecto de la biblioteca”; es decir, la referencia intertextual de otras obras y otros autores. No obstante, el simulacro es apenas teorizado como juego y no algo premeditado e implícitamente en la obra.
13 Es lo que Paz llamaba “la tradición de la ruptura” y que no existe en el propio Quijote. Aunque el propio Quijote es concebido como el umbral de esa crisis de la referencia puesto que Don Quijote no distinguía entre las palabras y las cosas.
14 En esa época tanto Baudelaire como Mallarmé ya conocen a Edgar Allan Poe, ya lo han leído y lo están
traduciendo. La poesía francesa de su momento está impregnada del espíritu aventurero del poeta neoyorquino.