Irisela Sánchez Pérez1
Palabras clave: absorción de agravios; subjetividad colectiva; movimientos y agravios morales; dimensión moral del conflicto; subjetividad y conflicto social
El fin último de este trabajo es participar de la discusión teórico-metodológica en ciencias sociales, contribuyendo con una propuesta propia de articulación teórico-metodológica específica, que sirve para captar y aprehender procesos implicados en la construcción de los sentidos de movimientos sociales, mirando de cerca a la militancia que los sostiene; sin desestimar las contribuciones que importantes perspectivas teóricas, reconocidas
internacionalmente, han hecho al conocimiento científico social, pero atendiendo a la vez a las limitaciones que toda herramienta puede tener. El caso que estudiamos con la articulación expuesta fue el movimiento de resistencia del Sindicato Mexicano de Electricistas, a raíz de la extinción del organismo Luz y Fuerza del Centro.
Recurrimos a la adaptación e innovación de estrategias metodológicas para construir datos significativos en varios niveles de la realidad, bajo la premisa de que coexisten órdenes de procesos estructurales que se condensan en un proceso histórico particular, condicionando la crispación y el estallido abierto de conflictos entre sujetos en el campo político, en medio de procesos dinámicos de relaciones interpersonales en la arena conflictual, que acontecen en universos intersubjetivos de significaciones compartidas, mismas que favorecen patrones de reconocimiento recíproco (Honneth,1997) al nivel de los individuos y sus grupos. En el proceso de hetero-reconocimiento los actores sociales se reafirman, no sólo reconstituyéndose como sujetos políticos1 -o no-, sino en términos generales, afirmando una identidad particular, tanto personal como colectiva.
En el movimiento estudiado nos propusimos enfocar, para visibilizarla, la dimensión moral del conflicto y logramos dar cuenta de sus consecuencias e implicaciones para los activamente movilizados. A nivel de superficie de la realidad2, advertíamos la experiencia colectiva e individual del menosprecio, humillación e indiferencia de sectores de la sociedad que sentían los trabajadores, pero a un nivel más profundo, pudimos observar además de esos estragos de la propia lucha, un movimiento de autoexclusión y auto-segregación de la base social, contribuyendo involuntariamente de ese modo a reproducir en la sociedad, el ocultamiento de los daños morales, como otro tipo de agravios que deben ser atendidos y reparados por los Estados. Aspecto este último que nos parece de necesaria atención por las ciencias sociales y de interés para la sociedad; asimismo es importante en la interpretación de la movilización, negociaciones, demandas y reivindicaciones que hacen los ciudadanos agraviados, y/o que se sienten agraviados en algún aspecto de sus vidas.
Por ello la otra dimensión de interés es la subjetividad colectiva, indiscernible al margen de la afectividad de los implicados en un conflicto social; una implicación de indispensable atención, si el énfasis cognoscitivo es comprender la duración de un movimiento a partir de la cohesión de sus militantes, en función de las ideas que se producen y se circulan
intersubjetivamente, justificando las acciones colectivas llevadas a cabo, así como en función del carácter objetivo de las propias acciones.
Nuestro acercamiento a la lucha social y la resistencia política de los trabajadores ante la decisión del titular del Ejecutivo mexicano de desaparecer su fuente de empleo, trastocando por completo sus proyectos de vida, según fueron asimilando los participantes, ocurrió en un momento histórico de debilitamiento generalizado de las organizaciones sindicales en el país y a nivel mundial3. No nos detendremos aquí en analizar a qué se debe dicho debilitamiento, tan sólo señalamos que se explica por factores internos a las propias organizaciones y externos, procedentes de la política económica y la política laboral de los gobiernos y que en el caso de México, esas piezas fundamentales de sostenimiento del régimen político durante el siglo XX que fueron los sindicatos nacionales de industria -como el SME-, a la vez que entraron en crisis internamente, han estado reflejando en los últimos lustros la crisis del régimen político mexicano, cuyo proyecto hegemónico neoliberal, introducido en los 90s y fines de los 80s (Altvater y Mahnkopf, 2008; Hirsch, 2001), demanda, para la articulación del consenso estatal en torno de núcleos de valor e interés empresariales y de otros agentes contemporáneos influyentes -como las firmas calificadoras del “riesgo país” y las corporaciones multinacionales-, un complejo de ideas e instituciones que en la práctica desvalorizan el trabajo y revalorizan el capital.
En resumen, lo que en la investigación pretendimos fue comprender y dar cuenta de cómo
se construyen los sentidos que sostenían una lucha de resistencia y qué papel jugaba la pertenencia de los participantes en la misma, a determinadas organizaciones.
Algunas definiciones previas a la exposición de la propuesta específica del abordaje de la subjetividad colectiva y la dimensión moral de los conflictos sociales, utilizadas en la investigación, se hacen necesarias. El movimiento social es entendido como una totalidad que comprende la movilización, la negociación y la construcción de espacios-organización.
Recurrimos a la categoría de totalidad (Zemelman, 2012) para aprehender el conjunto articulado de acción colectiva, discurso y frentes de batalla que configuraron el movimiento de resistencia enfocado. La totalidad no es todos los hechos sino una óptica epistemológica desde la que se delimitan campos de observación que permiten reconocer la articulación en que los hechos
asumen su significación específica. Se puede hablar de la totalidad como exigencia del razonamiento analítico (Zemelman, 2012: 50).
Conocer los movimientos exige delimitar sus contornos, siguiendo la definición de conocer la realidad social, de Osorio (2001:24). Sería el esfuerzo por desentrañar aquellos elementos que lo estructuran y organizan, en tanto que, concebimos, los movimientos son unidades complejas, totalidades parciales concretas. En la configuración de la realidad existen jerarquías de determinación, incidencias de modo diferenciado; por ello, en su aprehensión desde la totalidad “debe partirse de la delimitación de contornos si queremos acercarnos [a aquélla]” (Zemelman, id.:100).
Se reconoce en los dos autores contemporáneos citados en torno a la categoría analítica de totalidad, la influencia de Karel Kosik, quien señaló:
El proceso del pensamiento no se limita a transformar el todo caótico de las representaciones en el todo diáfano de los conceptos, sino que, en este proceso, es diseñado, determinado y comprendido, al mismo tiempo, el todo mismo. (Kosik, 1965:s/d).
La idea de totalidad comprende la realidad “en sus leyes internas y descubre, bajo la superficialidad y casualidad de los fenómenos, las conexiones internas y necesarias”, “ la totalidad no significa todos los hechos. Totalidad significa: realidad como un todo estructurado y dialéctico, en el cual puede ser comprendido racionalmente cualquier hecho” (id.).
En la dimensión temporal de la movilización, que constituye el correlato tangible expresivo de un movimiento -a menudo nombrada indistintamente en otros estudios como “el movimiento”-nos decantamos por las principales acciones colectivas de los militantes como medio de intelección de la evolución de la lucha y del pensamiento sobre ella. Entonces, no creemos necesario el seguimiento cronológico exhaustivo de un movimiento -que es una de las vías que expresan el conflicto social-, para dar cuenta de su sentido histórico y coyuntural.
Buscamos en cambio adentrarnos en experiencias de quienes estaban protagonizando efectivamente la resistencia, no permanecer en la superficie de la realidad, para poder captar el universo de significaciones que se compartían en la base social del movimiento, merced a una
cultura política de fuerte arraigo y una historia centenaria del ramo eléctrico y aquellas otras significaciones que se iban concatenando en el devenir de la lucha, relacionadas con los sentimientos de humillación y menosprecio, así como con la falta de solidaridad social resentida por la militancia; lo que representa un ángulo diferente de análisis y lectura del conflicto social.
Para construirlo efectuamos varias operaciones. Actualizamos el pensamiento gramsciano de la hegemonía, recuperando directamente al filósofo político italiano a través de su obra y releyéndolo a través de intérpretes contemporáneos. Entre ellos ubicamos a Enrique Dussel (2009) en lo relativo a la importante contribución gramsciana de la noción de un bloque histórico de fuerzas; a Oliver (coord.) y otros (2013), con respecto a la actualidad misma del pensamiento de Gramsci en general y en particular a la enmienda del error común de insertar su teoría de la hegemonía en las sociedades, en una concepción rígida de “supra” e “infra” estructura de la sociedad, como partes desarticuladas entre sí; donde se supondría que los subalternos están desvalidos y no ejercerían contrapoder alguno, como entes pasivos; mientras la intelectualidad de los dominantes avasalla de manera absoluta a todos los pensadores potenciales a su paso. 4 Con los mismos autores Oliver, Ortega, Quintero y Savoia (en Oliver, coord.,2013) reanimamos la lectura de Gramsci y su noción de Sujeto. En particular, el carácter singular concreto del sujeto empírico de una conciencia histórica que se forja en función del posicionamiento en la relación de fuerzas en el trabajo social en un momento dado, mediada por la praxis (id.:23).
Reelaboramos la noción de praxis, retomando a Castoriadis (1983), como un hacer-
sabiendo; hacer el mundo histórico por medio de la actividad “técnica” (p.123) que entraña un saber, como técnica aplicada a objetos, pero no en el sentido de que se tiene conocimiento exhaustivo de la cosa u objeto. Siempre queda un margen de incertidumbre sobre los efectos del hacer a partir de lo que se sabe, pero lo esencial en este punto es que los seres humanos hacen, en función de proyectos (véase Castoriadis, 1983: 126 y ss.). Y en tanto que proyectos de realizaciones de la índole que sea, están por devenir, no están dados.5
Llamamos praxis a ese hacer en el cual otro, o los otros, son considerados como seres autónomos y como el agente esencial del desarrollo de su propia autonomía. La verdadera política, la verdadera pedagogía, la verdadera medicina, puesto que han existido alguna vez, pertenecen a la praxis”. “En la praxis hay un por hacer, pero este por hacer es
específico (…)”. (Castoriadis, 1983:129).
Para discernir la praxis del sujeto político, un sujeto empírico en el sentido gramsciano señalado arriba; cuyo hacer puede trascender históricamente o acotarse en los márgenes de lo instituido que ha devenido hegemónico, revisamos la vigencia epistemológica de la teoría de la hegemonía, actualizando su lectura a partir del concepto proyecto hegemónico utilizado por autores que podemos inscribir en la corriente de la Teoría Crítica renovada, tales como Altvater y Mahnkopf (2008) y Joachim Hirsch (2001).
Un proyecto de hegemonía se va instalando en función de las posibilidades de difusión de grandes narrativas por los grupos desde posiciones particulares en la estructura de poder, motivando alianzas y aleaciones que penetran diversas capas en las sociedades, abriéndose paso para obtener legitimidad y consenso. Cuando una idea logra el respaldo social apoyado en esos mecanismos de preservación y obtención del poder que son la articulación del consenso y el proceso de legitimación, se instala como idea hegemónica.
Es muy importante poner atención a lo aquí expresado, para entender por qué los miembros de un movimiento social y los activistas sociales en general, cuando combaten ideas hegemónicas del proyecto histórico en turno en la formación social en cuestión, necesitan construir un nuevo consenso en torno de núcleos de valor alternativos a los existentes, para lo cual deben primero identificarlos, tener claridad intelectual. A esto se refería Antonio Gramsci cuando argumentaba hace un siglo, la trascendencia de la reforma profunda intelectual y moral en la lucha de los contrarios, hegemónicos y contrahegemónicos (véase i.e. Gramsci, 2001:6). Y cuando desde la cárcel explicaba en torno a la Restauración europea que los teóricos del Antiguo Régimen se percataron del anti-historicismo de las ideologías pequeño-burguesas, que no reconocían herencia cultural alguna. A la vez que rechazaban el sistema ideológico aristocrático y los valores del Antiguo Régimen, rechazaban a su contrario, el historicismo “popular”, viéndose impelidos los sujetos del estrato social pequeño-burgués emergente, a forjar una visión propia del mundo (Gramsci, 1975b:155).
A propósito de visiones e ideologías, vale precisar nuestra concepción de que los sujetos se representan de un modo específico el mundo y en consonancia con ello a los objetos en el mundo; asimismo, que dichas representaciones los habilitan para sentir y convivir en el magma
de la afectividad colectiva que predomina en la cultura de su sociedad y en las prácticas sociales en que se desenvuelven.6
A este plano de la afectividad colectiva nos acercamos a partir de una conjunción de ideas de Cornelius Castoriadis (1999) y Pablo Fernández (2000). El primero postuló la existencia de un imaginario radical instituyente y un imaginario instituido -ambos de naturaleza colectiva, no individual-, a propósito del proceso histórico-social merced al cual se crean y se sostienen a sí mismas las sociedades, cuyas significaciones imaginarias sociales son portadoras de las instituciones creadas por los humanos en/para la reproducción de la sociedad misma. En la investigación fue el imaginario instituido el que más captamos. Proponemos pensar las significaciones como un universo compartido en mayor y menor grado entre los grupos y sectores diversos de la sociedad, a partir de sus historias de vida muy concretas, fechadas en un tiempo y espacio particular en que se diseminan como el magma de un volcán, abrasando las representaciones de los sujetos de sí y del mundo que los rodea:
¿Qué puede dar al número incalculable de gestos, actos, pensamientos, conductas individuales y colectivas que componen una sociedad, esa unidad de un mundo en el que cierto orden (orden de sentido, no necesariamente de causa y de efectos) puede siempre ser encontrado tejido en el caos?. (Castoriadis, 1983:78).
La respuesta de Castoriadis; la misma que concibe como el cemento que mantiene unidad a una sociedad, son eso: las significaciones sociales imaginarias. Más exactamente las instituciones en el sentido de actos de creación del lenguaje, de las herramientas, normas, valores, etc. (Castoriadis, 2006: 77). “¿Cuál es entonces el origen de esta unidad?” (p.78), “…esta unidad deriva a su vez de la cohesión interna de un entretejido de sentidos, o de significaciones que penetran toda la vida de la sociedad, la dirigen y la orientan: es lo que yo llamo las significaciones imaginarias sociales” (id.).
Ahora bien, imposible que un magma tal de significaciones no pertenezca de algún modo al plano de la afectividad de las sociedades, cuando “no son ni racionales (no podemos “construirlas lógicamente”) ni reales (no podemos derivarlas de las cosas, ni son reflejos especulares); no corresponden a “ideas racionales” y tampoco a objetos naturales” (p.79).
De ahí que conjuntamos el planteamiento del filósofo griego con otra idea y autor: con la idea de afectividad colectiva, así nombrada por Pablo Fernández (2000), para quien el humano es afectivo como condición inmanente, no es un ser funcionalmente dividido en compartimentos como el “emocional” por un lado, “racional” por otro, “conductual” por un tercero. Interpretamos que es por esta condición humana integrada, cuya suposición básica compartimos, que Fernández sostiene: “no existen objetos como los sentimientos: existen sus situaciones” (id. p.62). Por ejemplo cuando los militantes de un movimiento social se “sienten” “dolidos” por la indiferencia de la sociedad hacia su lucha, no es que “duela” algo abstraído del entorno, esa “cosa” llamada indiferencia social; dolía, en el caso estudiado esmeíta, la situación como totalidad en que se encontraban.
Y puede advertirse que lo que “duele” en las relaciones sociales, es en última instancia el no-dolor, o indolencia de otros grupos sociales ante su situación. Y que se cuestiona en un mismo acto de sentido la falta de “comprensión” de la sociedad. Es decir, apelaban los electricistas a una racionalidad en los otros, que lo mismo que invocaba una razón, invocaba un conocimiento y una empatía por parte de esa sociedad indiferente, respecto del alcance de la extinción de su fuente de empleo que los “arrojó” “a la calle”.
Relevante para el estudio del conflicto social es la afectividad colectiva, que recreamos a partir de las dos contribuciones anteriores conceptualizándola como magma afectivo, que circunda la cultura de una sociedad infiltrando las prácticas sociales en que se desenvuelven los sujetos, porque concibe al poder, en el caso de Fernández, como un afecto y porque asume que toda afectividad de los colectivos encarna en los sujetos singulares, sin perder por ello su naturaleza construida socialmente. Dicha teorización del plano afectivo critica el encasillamiento del empirismo de las ciencias que pretende atrapar los sentimientos en cosas. Asimismo, es significativa en nuestro aparato esta noción, porque sostiene que el poder es un afecto: “la primera razón por la cual lo es consiste en que no necesitamos definirlo porque no sabríamos cómo: se siente y es indescriptible” (Fernández, 2000:55).
Pese a su inefabilidad, intenta una aproximación inteligible del poder, al plantear:
“El poder propiamente dicho es el impulso del origen y la creación (…). El hecho de crear conlleva de suyo el de cuidar esa creación; por ello este impulso, casi instinto, es un poder
de expansión y de control: sin lo primero no sobrevive y sin lo segundo se desperdiga (…) y tampoco sobrevive”. (Fernández, 2000:55).
En su momento para acceder al plano afectivo del movimiento de resistencia investigado y en particular a la experiencia colectiva de empoderamiento o indefensión, nos apoyamos en entrevistas en profundidad, focalizadas y de levantamiento testimonial, pero también en comunicaciones personales registradas en notas de campo. Y no podíamos obviar las imágenes de las redes sociales de la base social esmeita -como aquella en que corren de su “territorio SME” a los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad-; ni podíamos dejar de lado el análisis de las temperamentales consignas de los trabajadores movilizados.
1. Imagen del muro de Facebook de un militante de la resistencia electricista
Fuente: Xozoxo Uxo, 18 de septiembre de 2012.
La base social de los movimientos no escapa al fenómeno de una afectividad colectiva, se ve abrasado por un magma afectivo sociohistóricamente articulado que tiene entre sus afectos al poder y un ejercicio específico de las relaciones de poder. Relaciones que no son únicamente verticales organización-gobierno, o entre los antagonistas de un conflicto, sino que son también horizontales como en el caso observado. Esta aproximación al fenómeno nos permitió advertir la tensión interna entre los liderazgos y aunado a las nociones posmodernas del agenciamiento de los recursos y de las aleaciones temporales, pudimos elaborar una nueva categoría, la de Liderazgos Situacionales De / En Emplazamientos Específicos.
Hasta aquí sobre el orden afectivo para pasar a otro de los órdenes de realidad a que
buscamos acceder al estudiar un movimiento que se constituyó expresamente político. El de las determinaciones sociales estructurales. Al asumir el presupuesto de la multideterminación y condicionamientos de las estructuras en que se mueven estos sujetos políticos que son los trabajadores electricistas agremiados del SME, quienes jurídicamente no dejaron de tener la condición de trabajadores los primeros tres años y sociológicamente no pierden esa condición social por causa de la extinción de LFC, suponíamos la existencia de una jerarquía en las determinaciones o condicionamientos de su comportamiento militante. Metodológicamente era necesario primero identificar cada fuente de condicionamiento y delimitar sus contornos.
Técnicamente recurrimos, entre otras estrategias, a la compilación y análisis de documentos fundacionales para el estudio de la historia del colectivo protagonista de la indagación -como su primer órgano, Rojo y Negro (1915)- con el fin de dilucidar el momento histórico en que el sindicato se autodefinió al nacer como anticapitalista, con una definición de izquierda y de clase.
Las autodefiniciones importan porque condicionan la pervivencia de una subjetividad colectiva específica, que puede ser muy conveniente o traducirse en un obstáculo a la hora de potenciar un movimiento social coyuntural, hacia un movimiento orgánico. En términos de la distinción gramsciana entre lo orgánico y coyuntural, la resistencia sindicalista fue un fenómeno de coyuntura que dependía del movimiento orgánico de la clase trabajadora del país, con respecto de cuyo momento histórico y contexto de fragilidad del Trabajo, debía estudiarse. No partimos del significado que da Gramsci al movimiento coyuntural como uno que “da lugar a una crítica política mezquina, cotidiana, que se dirige a los pequeños grupos dirigentes y a las personalidades que tienen la responsabilidad inmediata del poder” (Gramsci,1975a: 67), ya que el gremio todo el tiempo replicó al gobierno desde posiciones históricas bien conocidas y documentadas; pero la distinción orgánico/coyuntural de un movimiento actuado por una organización que se identifica como clasista, resultó ser significativa en el discernimiento de los sentidos histórico, político e identitario elucidados.
Nos adentramos en el sindicato singular en que se formaron trabajadores con un tipo de subjetividad específica7 (Ibáñez, 2001:291), constituida por conocimientos, motivaciones, representaciones en el sentido del imaginario social -no especular- y unos valores forjados en la lucha. En este punto es importante atender al hecho de que la aproximación a la subjetividad de
un actor social, a la vez que implica analizar e interpretar los condicionantes estructurales, demanda diferenciar entre la clase de organizaciones a que pertenece el actor enfocado - sindicalismo relativamente independiente - y la organización singular concreta, en cuyo entramado de relaciones circula un universo compartido particular de significaciones. Analizamos en particular las significaciones de dos Objetos en las representaciones esmeitas: del Sindicato y del Trabajo.
Asimismo analizamos las determinaciones del estallido del conflicto social SME- Gobierno procedentes de la flexibilidad laboral introducida con la política económica neoliberal en México, así como de la privatización de la industria eléctrica a nivel global, abriendo mercados energéticos controlados por multinacionales y desplazando la mano de obra calificada mexicana, con tecnologías e inversiones que NO se hicieron en LFC previo a su extinción y que históricamente se fueron dejando de hacer, prácticamente desde que fue creado el organismo.
En concreto, al indagar la actualización ideológica militante desde sus añejas creencias y consignas históricamente aprendidas, se hace necesario identificar los agravios sufridos por la base social del movimiento, tanto como la manera en que son absorbidos dichos agravios; así como diferenciar una estructura centenaria y su generación actual de miembros. A la absorción de los agravios nos referimos más adelante.
De la perspectiva estructuralista de corte marxista utilizamos dos herramientas conceptuales de que se han servido tradicionalmente las explicaciones de la acción colectiva: el concepto de agravios y el concepto de organización (Tarrow, 2004). La organización está referida en esta visión a la vanguardia que conduce el movimiento. Un tercer elemento útil que extraemos del compendio de Sidney Tarrow y que nosotros ponderamos en el intersticio de perspectivas teóricas diferentes, sin que pueda definirse como “estructuralista” o “posestructuralista”; rescatado por él a su vez, de autores como William Gamson, Erving Goffman y David Snow, es la idea de que se crean marcos culturales comunes para la acción colectiva.
Al introducirla Tarrow aclaró que es tributaria del legado de Antonio Gramsci. En virtud de que nuestra aproximación a la dimensión subjetiva y moral del conflicto pretendía capturar no sólo los productos de procesos como pueden ser los acuerdos alcanzados entre las partes en conflicto; sino los procesos mismos en su acontecer, tuvimos que hacer algunas variaciones al
uso original que tiene en Tarrow esta herramienta teórica. Por ejemplo; mientras que el autor expone una tarea de simbolización de la vanguardia dirigente, nosotros observamos y dimos cuenta analíticamente de cómo es que la creación y recreación de marcos culturales comunes para inscribir en ellos el sentido de su resistencia, no sólo era una proveniente del Comité Central, sino de la base militante. Por una parte la dirigencia, que procedía del anterior grupo dominante Unidad y Democracia Sindical, previo a la extinción de Luz y Fuerza del Centro, decidió cambiar el nombre del grupo por el de Once de Octubre “para recordar la ilegalidad” de las acciones oficiales, a decir de un dirigente en entrevista. Este tipo de tareas de la vanguardia u organización, necesaria para recordar a la militancia el origen y naturaleza de los agravios que los debía mantener unidos y en resistencia, no era únicamente realizada por el CC, ya que por otra parte toda la base del movimiento encontró en el conteo de los “resistentes” y del tiempo de resistir en las calles y sin salario, un marco común de sentido del para qué estar y continuar juntos, vigilantes del rumbo de las negociaciones. Abajo lo abordamos en más detalle.
Acorde a Tarrow (2004) la dirección de un movimiento es la que estratégica y conscientemente en todo momento realiza la creación de marcos (id.,p.160), pero los jubilados no fueron en ningún momento dirigentes de la resistencia y ello no obstó para que, como sus pares militantes, llevaran a cabo cotidianamente una elaboración creativa como la fortificación imaginaria del enemigo. Tarea simbólica que instaba a producir un mayor cierre de filas entre los agraviados, a posponer diferencias internas porque el “verdadero enemigo” estaba afuera, no en las filas del sindicato. Es mayor y más amenazante un enemigo del tamaño propio -“otro movimiento”-que un enemigo construido como un solo individuo, u otra amenaza menor. Sobre este principio psicosocial bien documentado, véase Domenech (2004). La prensa dio cuenta de acciones en detrimento de la resistencia, aunque no corroboramos un movimiento contrario como tal; destacamos aquí el papel productivo de la subjetividad al edificar toda una arquitectura en el bando contrario; hacer de dicho “bando” un blanco único de ataques retóricos de los miembros singulares de la resistencia, constituía un marco común para la acción.
Ahora bien, como procuramos seguir el ritmo de los acontecimientos y en tanto que nuestro enfoque e interés central estaba puesto en la comprensión de las acciones colectivas, mucho más que en la eficacia del movimiento para satisfacer sus demandas, partimos de una elaboración propia de la dinámica en la cultura política al trabajar con la noción de marcos
culturales comunes. Si bien los cambios de símbolos “no derivan directamente de la cultura ni de las fibras que forman el tejido ideológico” (Tarrow, 2004: 159), que por definición es un tejido instituido; sino que son el resultado de la naturaleza interactiva de los movimientos sociales, ello no debe entenderse como un desprendimiento de sus prácticas culturales establecidas por los participantes en las acciones.
Tampoco puede ceñirse el estudio del conflicto social y sus manifestaciones a los cambios simbólicos en la “intersección” entre la cultura existente tradicional de la población y los valores y fines de quienes integran un movimiento (Tarrow, id.:160). La idea de que la base social de un movimiento necesita crear y sostener en forma permanente, pero cambiante, marcos comunes para la acción colectiva, nos permitió dilucidar el hallazgo de una producción subjetiva significativa de la resistencia estudiada mencionada arriba: una práctica persistente y cotidiana de autoconteo de los movilizados “16,599 trabajadores en resistencia” y de los días que le quedaban en el poder al presidente y que ellos llevaban resistiendo. Práctica que denominamos primero “doble conteo performativo” y que terminó constituyéndose de tres conteos igualmente performativos.
La cultura política no es la posesión de los colectivos de personas de “paquetes” de conocimientos, valores y actitudes que proveen “marcos”, los marcos culturales comunes, no son marcos fijos compartidos por los participantes de una acción colectiva, en cuyo campo de significado delimitado acontece la acción. Tal es la interpretación que hacemos de la operación de “enmarcar” la acción colectiva “con símbolos sacados de la manga”, como cuestionó Tarrow a los investigadores con “cierta erudición posestructuralista” (2004:156). Una persona no tiene “mucha” cultura política porque sabe el nombre de su diputado de distrito. Los electricistas denotaban una cultura política muy amplia, en la medida que se autoafirmaban como trabajadores en permanente lucha contra la depredación del capitalismo y que sentenciaban a menudo cuál sería su destino con expresiones como esta: “El capital y sus gobiernos buscarán incrementar su opresión sobre los trabajadores y éstos sólo podrán optar entre Más Lucha o Más Cadenas” (Amezcua,2008:21).
En el nivel de análisis del alcance histórico o coyuntural y ocasional de un movimiento social, fue fructífero tener presente la idea de la claridad intelectual por parte de los movilizados. Por ejemplo, en la resistencia estudiada, el sindicato protagonista del conflicto debía asumir, en
conciencia histórica, la tarea de organizar la articulación de distintas agrupaciones gremiales y de trabajadores sin sindicato; lo que sí intentaron hacer y con varios referentes lograron, pero su deber moral no era dirigirlos desde la óptica de sus intereses, por legítimos que estos fueran.
En lugar de endosar la legitimad de sus causas a los correligionarios ocasionales, de haber tenido plena claridad intelectual y voluntad política de participar con otros en el impulso a la formación de un nuevo Estado, debían declinar junto a las otras asociaciones que se agruparon en los espacios creados, de la intención de dar una dirección lineal a un movimiento plural mayor, mismo que tuvo en un momento dado la potencialidad de orientarse a la formación de un bloque de fuerzas.8 Concluimos a este respecto, que la legitimidad de las propias razones para vivir de un modo y no de otro, es el objeto a construir desde la moralidad e intelectualidad de los concernidos en los conflictos sociales. La claridad intelectual se valoriza políticamente sólo si deviene “pasión difundida constituyéndose en la premisa de una voluntad fuerte” (Gramsci,1975a:102), traduciéndose en acción efectiva.
Brevemente, antes de enfocar propiamente la dimensión moral del conflicto social y las herramientas teóricas con que accedimos a ella, dejamos asentado que la actualización ideológica sindicalista en la coyuntura, la abordamos a través de sus posturas en torno de dos reformas estructurales que más han significado en el pasado reciente al protagonista del estudio: la reforma energética y la reforma laboral.
Toda dinámica de relaciones se sostiene por universos de significaciones compartidas que favorecen patrones de reconocimiento recíproco. Respecto de esta categoría para estructurar nuestra composición recurrimos a un representante de la Teoría Crítica contemporánea que es Axel Honneth (1997), por tratarse de un autor que al igual que Antonio Gramsci; de quien muy poco se ha destacado su trabajo sobre la subjetividad, repara en la dimensión subjetiva cuando reflexiona sobre la acción colectiva.
Hay una lógica moral en el conflicto social que se articula con la existencia de patrones universales de reconocimiento intersubjetivo, como el derecho y la solidaridad (Honneth, 1997:114) además del amor. En la investigación los dos primeros fueron los patrones especialmente importantes de reconocimiento intersubjetivo militante que en la superficie y capa media de la realidad se apreciaban como tales; sin embargo, el amor al sindicato como su hogar segundo y la instancia en la que se reencontraban a sí mismos los electricistas como miembros de
un colectivo que sí existía y requería refrendarlo en la solidaridad, ante unos agentes estatales que en varios momentos les negaron dicha existencia, negándose a verlos como interlocutores, emergió como el tercer patrón de reconocimiento necesario.
Necesario ante los agravios morales del menosprecio y la humillación, principalmente, de los que observamos en campo. “La gente se pregunta: ¿y esos quiénes son?, electricistas, sí señor, de lo bueno, lo mejor”, fue una de las consignas, por ejemplo, en que cristalizó la percepción racional que encierra la creencia entre la base, de que se depuraba de gente indeseable el movimiento; era al unísono una creencia muy conveniente para la restauración de la moral colectiva, conforme se iba dando la deserción gradual de trabajadores que, sin salario y sin la visión de un futuro claro frente a sí, iban alejándose de las acciones colectivas multitudinarias en las calles, aunque no en igual medida de las asambleas del sindicato en que se informaban del desarrollo de las negociaciones y los avances y retrocesos.
A la luz del modelo de conflicto basado en la lucha por el reconocimiento, de Honneth, a la que integramos nuestros conceptos de la apropiación subjetiva y una subjetividad colectiva politizada -abajo expuestas-, interpretamos esa creencia de depuración de lo indeseable de sus filas, como una para “exponer públicamente en tanto que valiosas sus propias operaciones y sus formas de vida” (Honneth, 1997: 55).
Es momento de exponer lo que entendemos por subjetividad colectiva. Se trata de los procesos de creación de sentido, instituidos y sostenidos por formaciones colectivas, como son por ejemplo las instituciones (Baz, 1998:125); como en nuestro caso, esa institución consolidada en la escena productiva del siglo XX en México, llamada sindicato. Re-creamos el concepto de Margarita Baz al explorar sus conexiones con los planos de lo instituido e instituyente planteados por Castoriadis. En principio parecía que sólo podíamos aprehender lo “instituido” ; “cristalizado” en su significado, con esa definición. Pero no es así ya que el universo subjetivo de significaciones se constituye de los sentidos diversos, coherentes internamente, que producen los actores. Actores que son unos quiénes; tienen una identidad personal y colectiva que, al reconstituirse en el curso de los acontecimientos como sujetos sujetados al orden social y sus instituciones en fuerte grado, al mismo tiempo, en el curso de una subjetivación constante
(Sánchez, 2013), producen, merced a la imaginación social y a la necesidad instrumental de la sobrevivencia, nuevos significados de sí y de sus acciones.
Los militantes de un movimiento producen un sentido cotidiano de sus acciones colectivas que puede enraizar, florecer y establecerse o no. Pero al propio tiempo el sentido que históricamente y en el marco de relaciones de poder han construido e instituido los sujetos, de cuyo sustrato necesariamente abrevan significados de la lucha presente, nos lleva a hablar de unos sentidos objetivados que han trascendido a los individuos y su conciencia singular, para ser circulados globalmente de manera transpersonal y anónima (Sánchez, 2013).
Es así que los procesos de construcción de sentido se comprenden sólo en las condiciones sociales en que se desenvuelven los sujetos y no podemos desentendernos de su consideración. La posición que ocupan en las estructuras sociales (productiva, de prestigio y de poder político, esencialmente) constituye una matriz relacional de la que se nutren tales procesos.
Basándonos en esta concepción de la subjetividad colectiva inserta en un conflicto social, a propósito de la herencia teórica marxista y del estructuralismo, distinguimos entre los agravios objetivamente recibidos y las injusticias subjetivamente percibidas y colectivamente representadas. Tener presente que los agravios no son y ya; no están dados, no ocurren una vez y sus efectos resuenan antes y después de que ocurren y punto; sino que son asimilados mediante apropiación subjetiva del grupo o colectivo mayor implicado, lleva a complejizar su análisis entre los concernidos. Por apropiación subjetiva hemos expuesto en otro momento que nos referimos a:
La forma individual de percibir, desde las relaciones sociales, el derecho a tener un derecho determinado, una vez que ha sido significado por la subjetividad colectiva, con dos connotaciones importantes: un sentido de necesidad de satisfacer el derecho y un sentido de rectitud moral de las demandas propias. Lo que conlleva a la aspiración y ejercicio de esos derechos, en un mismo movimiento. (Sánchez, 2013:58).
La herramienta teórica de una subjetividad colectiva permite aprehender la capacidad de resiliencia de los militantes. La resiliencia es la capacidad de resistir y rehacerse (Manciaux, 2003); y fue exhibida ampliamente por los integrantes del sindicato en el curso del movimiento.
Los procesos de creación de sentido se producen por los sujetos en el curso de las prácticas sociales, algunos de los cuales llegan a fraguar y cristalizar en significados precisos y otros no. En la investigación realizada dos conjuntos de significaciones imaginarias sociales exploradas que permitían dar cuenta de la reconstrucción identitaria de los manifestantes, fueron las del sindicato y el trabajo citadas, alimentadas en una cultura política de muy larga data. La subjetividad de todo colectivo, en nuestra concepción, es portadora de la memoria histórica y la biografía política. Esta asunción permite reparar en momentos diferenciados de objetivación y subjetivación de la lucha.
Analizamos documentos oficiales esmeitas producidos antes del estallido del conflicto, así como los que surgieron en el momento empírico estudiado y tiempo después, ya que son producciones de una subjetividad colectiva entrelazada con el mismo proceso y arena de conflicto. Aprehender la diversidad de sentidos de una lucha social no negocia con la clausura de unas apuestas teóricas para privilegiar otras. A este respecto advertimos que las objeciones a los planteamientos posestructuralistas (como las que algunos autores hacen, entre ellos Tarrow ya mencionado), tienen sus límites. De un célebre posestructuralista nosotros recuperamos la idea de los agenciamientos como conexiones y anexiones de símbolos, que es Gilles Deleuze (s/f); idea compatible con la de creación de marcos culturales, a condición de que no se vea, insistimos, a la cultura política como un agregado simple de conocimiento, valores y actitudes y de que tampoco se piense en una creación simbólica que “enmarca” limitando la acción; estamos más bien ante una creación que da sentido a lo realizado ante los ojos de los propios concernidos. De Deleuze además y la perspectiva posestructuralista, nos parece interesante y resultó también muy útil, el concepto de aleación.
En la perspectiva del agenciamiento los enunciados de los sujetos son analizados como “piezas para ganar en conexiones simbólicas y corporales” (s/d). ¿Qué mayor materialidad que la del cuerpo?. De ahí que usamos la idea del agenciamiento de recursos en conexión con el emplazamiento específico de un sujeto que hace posible, sólo desde ahí, la obtención de un recurso determinado. En cuanto a lo instituido las filiaciones son un elemento constitutivo;
mientras que en cuanto a lo emergente -no necesariamente lo instituyente como creación del imaginario radical- lo son las alianzas y aleaciones. Para Deleuze lo importante no son las filiaciones sino las alianzas y las aleaciones. En el movimiento investigado fueron objetivamente importantes las filiaciones, por cuanto constituyeron un frente de batalla con el gobierno federal: el frente jurídico, en el que había que demostrar la afiliación sindical para tener alguna respuesta oficial a sus demandas.
Era una arena campal del litigio, al punto que se llegó a negar al sindicato la representación legal de su Secretario del Trabajo, así como la pertenencia de sus miles de afiliados. En cambio, la aseveración de Deleuze en cuanto al carácter y peso de las alianzas y las aleaciones, más o menos inestables estas últimas ya que se gestan en cierto momento en los movimientos sociales y operan abriendo cauce a formas viables de acción futura en el fluir del acontecer, es de suyo relevante en el acercamiento a las dimensiones subjetiva y moral del conflicto social. Las alianzas y aleaciones que establecen los actores de un movimiento, por poner el caso, revelan sus supuestos, sus valores y divisas.
Nos sumergimos en el campo de estudio mediante convivencia participante y como observadores distanciados críticamente del movimiento como totalidad. Lo primero fue necesario para acceder a la trama de relaciones interpersonales y atisbar los procesos intersubjetivos, lo segundo era imprescindible para no vernos desbordadas por el nivel de implicación, a la vez que no perder compromiso social con el quehacer científico.
Dada la información profusa sobre el movimiento, inicialmente acogimos como fuente los medios de comunicación creados por la base, pero pronto cobraron importancia en sí mismos al ser acciones directas de construcción del sentido de la resistencia para los militantes; fueron entonces analizados como un acontecimiento de la coyuntura en el sentido de Fernand Braudel (1999). Al analizar como construyen el campo de conflicto los smeitas enfocamos las distinciones entre correligionarios, a diferencia de estudios que enfocan usualmente la distinción entre adversarios. Mirar únicamente las relaciones de poder y los patrones de reconocimiento verticales, deja inacabada la tarea de aprehender sentidos como los analizados; de manera especial el sentido identitario y el sentido político, que se anuda indefectiblemente al histórico.
Concluimos al finalizar el proceso investigativo, que fueron tres los sentidos principales que vertebraron la acción colectiva de los electricistas despedidos: el identitario (sindicalista y electricista; entre correligionarios produjo la identificación/distinción entre traidores y no traidores; liquidados y no liquidados, principalmente; el sentido histórico (que entre otros valores y figuras erigidas ante sí mismos, traía consigo el de los custodios de la patria y sus bienes) y el sentido político que se anuda al histórico, analizado desde la categoría de proyecto hegemónico (mostrando al movimiento del SME como uno no antisistémico, pero sí antigobierno).
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Notas
1 A propósito de la subjetividad política recuperamos la tesis de Ranciére (2010) de que el conflicto es constitutivo de la política misma; convergemos con la idea de que no es posible la desaparición total del desacuerdo. No obstante, sí son posibles ciertos niveles de consenso para el funcionamiento social. Aun en sociedades integradas por sujetos predominantemente heterónomos, pueden engendrarse condiciones del cambio de las subjetividades que las sostienen (Castoriadis, 1983; 1999). En el caso que nos ocupa, los eSMEitas -así autodenominados- eran sujetos políticos en el sentido estricto del término, desde antes del estallido del conflicto y el suyo fue discernible desde el principio, como un movimiento político que desbordaba las reivindicaciones laborales y sindicales tradicionales.
2 Al nivel superficial corresponde la percepción sensible, constituye el primer nivel o la primera capa de desestructuración de la realidad social en el modelo analítico de Jaime Osorio (2001:38-39). Establecimos puntos de encuentro con el nivel de la micropolítica ya que esta se da al nivel “empírico y distributivo”
(Orozco,1992:32), en cuyo plano, precisamos, en términos de relaciones e interacciones, se consigna la trama de la competencia intergrupal e intragrupal en un momento dado. En efecto, en la superficie, y al nivel micropolítico, pueden observarse los procesos intercambiarios entre las personas (Orozco,id.32); pero es en el siguiente nivel, en la capa media de la propuesta de Osorio y los niveles “meso” y “metapolítico” del esquema de cuatro, en la propuesta de José Luis Orozco para estudiar las relaciones - que buscan, subrayamos, preservar o alterar el orden social-, donde se puede analizar el intercambio de valores simbólicos, culturales y las apuestas ideológicas de los involucrados en un conflicto. Al nivel metapolítico se aprecia cómo los sujetos portadores de determinados valores universalizan en los hechos los mismos, considerándolos incuestionables; de ahí que el rasgo distintivo de la dinámica relacional en este plano sea “ideológica y legitimadora” (Orozco, id.: 28).
3 El concepto de resistencia política utilizado la define como forma organizada de oposición deliberada y
necesariamente consciente, de grupos de personas que rechazan las decisiones tomadas por otros actores con poder, al afectar estas decisiones sus vidas. De ahí que la concebimos como un contrapoder. En toda resistencia la base social construye un proyecto propio, mismo que puede tener cualquiera de estos alcances: a) Reivindica la necesidad de un cierto cambio social que devuelva a los afectados por las decisiones del poder a su situación precedente, o b) Lucha por modificar la situación actual, para mejorar incluso su condición previa a la aparición del conflicto.
4 El concepto de afectividad colectiva en que parcialmente nos apoyamos reflexiona respecto del poder, que a todo ejercicio del mismo corresponde la existencia inmanente de un contrapoder (Fernández, 2000:52). “Puesto que el poder puede hacer cualquier cosa, pero también lo contrario (…) entonces siempre se trata de un poder/contrapoder” (p.54).
5 Ilustra la cuestión de la praxis Castoriadis con este ejemplo: “La teoría como tal es un hacer, el intento
siempre incierto de realizar el proyecto de una elucidación del mundo” (1983:127).
6 En general la afectividad colectiva y los desenvolvimientos cotidianos de la base, prevenían la caída de la moral interna y contribuían a preservar un sentido básico de dignidad, así como una estructura psicológica resiliente.
7 El “tipo de subjetividad” que Ibáñez elabora gira en torno a las relaciones de poder y el grado en que los sujetos son gobernables.
8 Lo que desde la perspectiva de la reforma moral e intelectual profunda advertida por Gramsci como imprescindible en la fundación de un nuevo Estado debían hacer todas las organizaciones que se llegaron a agrupar, era avanzar en la denominada guerra de posiciones, ir a la ofensiva en las ideas, al combate por la legitimidad sin dar tregua al adversario en esa disputa, del mismo modo que el antagonista no descansa.