Benjamín Sandoval Álvarez1
Palabras clave: vías de inclusión social; redistribución; reconocimiento; América Latina; giro a la izquierda.
En las últimas dos décadas, a nivel internacional, gobiernos con diversas orientaciones ideológico-políticas han diseñado e implementado numerosas y variadas políticas de inclusión social, que abarcan desde políticas activas de empleo, de transferencias condicionadas o
incondicionales, de ingreso mínimo, de acción afirmativa, anti-discriminación, políticas para la plena igualdad de género, hasta políticas de interculturalidad, etc. (Silver y Miller, 2003: 5; Subirat y Gomá, 2003: 38; Anis y de Haan, 2008: 31; Buvinic y Mazza, 2008: 133).
En América Latina esto coincidió con que desde inicios del 2000 en diversos países de la región se experimentó un giro hacia la izquierda en los gobiernos democráticamente electos, con agendas claramente diferenciadas de la visión neoliberal dominante, que, con mayor o menor éxito, emergieron como respuesta a demandas históricas y coyunturales impulsadas por distintos grupos sociales.
Lo relevante de este giro fue que, a diferencia de la izquierda más tradicional centrada en la redistribución, se problematizaron asuntos públicos de carácter cultural, o de reconocimiento, como la exclusión étnica, autonomías indígenas, derechos políticos para mujeres, establecimiento de derechos para las minorías sexuales, políticas o marcos normativos contra la discriminación, los derechos humanos, etc. Las cuestiones socioeconómicas, referidas a la redistribución, se orientaron al fortalecimiento del Estado para regular mercados y poner freno a los excesos de la privatización de empresas y servicios (agua, energía, comunicaciones), al incremento del gasto social con fines redistributivos, etc. (Reygadas, 2011; Arditi, 2009: 240).
Como han señalado algunos autores, a partir de dicho giro a la izquierda, durante este período pareció configurarse un “nuevo centro político” (el estándar actual, lo que se espera de un gobierno) (Arditi, 2009: 240), en el que los Estados no sólo consideran, enfrentan y manejan problemáticas socioeconómicas (desempleo, pobreza, etc.) sino también problemáticas culturales (identidades y diferencias), así como la tensión entre ambas dimensiones (Young, 1989; 1990; Kymlicka y Norman, 1997; Reygadas, 2011).
En efecto, durante las últimas décadas en América Latina diversos grupos previamente marginados o no reconocidos han demandado activamente “ser incluidos”, por lo que gobiernos de distinta orientación política han implementado distintos canales y dispositivos institucionales para responder, en mayor o menor medida, a dichas demandas de inclusión. Estas políticas “de inclusión” tienen en común haber alcanzado a estos grupos previamente ignorados o cuyas demandas no habían sido procesadas por los patrones de incorporación y regulación vigentes (Bastagli, 2009; De Sousa, 2010). Por un lado, los trabajadores precarizados, las familias pobres y los adultos mayores con trayectorias laborales irregulares o interrumpidas ignorados por los
esquemas tradicionales de seguridad social, los desempleados o informales sin prestaciones sociales; y por otro, los indígenas invisibilizados o subordinados por siglos, los gays, lesbianas y transexuales criminalizados y patologizados durante décadas.
En este sentido, es comprensible que la inclusión social está comúnmente asociada a ciertos sectores y grupos sociales, sin embargo, al menos para América Latina, también implica la pretensión de consolidar derechos universales para todos los ciudadanos, independientemente de su género, identidad cultural o clase social. También ha implicado atender a grandes sectores de trabajadores “olvidados” por las políticas de represión salarial y desmantelamiento de derechos laborales impulsadas por proyectos neoliberales durante la década de los 80 y 90.
Ahora bien, consideramos que Argentina y Bolivia son ejemplos de estos procesos de inclusión e ilustran distintos esfuerzos orientados a la redistribución y el reconocimiento, mientras el caso de México muestra la permanencia de un modelo social en el que la inclusión social está fuertemente vinculada a los mecanismos del mercado. Precisamente, en estos dos países se dio un giro a la izquierda con la elección de Néstor Kirchner (2003) y Evo Morales (2006), mientras en México ha habido continuidad de un modelo económico neoliberal implementado desde los años 80.
Así, de manera general, el análisis de distintas políticas1 durante el periodo 2005-2016 ha
permitido evidenciar que los casos de Argentina, Bolivia y México pueden ilustran “vías” de inclusión diferenciadas en América Latina, en las cuales se han privilegiado distintos instrumentos o mecanismos de incorporación. La identificación de estas diversas vías de inclusión coincide con lo que han señalado autores como Reygadas (2011) para América Latina, y Levitas (2003, 2007) y Silver (2005) para la Unión Europea, en el sentido de que en la actualidad coexisten (incluso al interior de un mismo país) diversas vías de inclusión para incorporar a diferentes grupos que han enfrentado exclusión por décadas o incluso siglos (desempleados, pobres, mujeres, indígenas, etc.).
Frente a este escenario, de manera general se han establecido patrones de incorporación y regulación que pueden colocar como eje rector la acción compensatoria del Estado, la igualación que produce el mercado o las demandas por el reconocimiento en el derecho que exige la sociedad civil y las comunidades (Reygadas, 2011: 212). Sin embargo, estos ejes no son excluyentes, y suelen combinarse dependiendo de la estructura de riesgos y de los mecanismos de
protección privilegiados en cada contexto. Estas vías de inclusión comúnmente están asociadas a proyectos políticos y matrices ideológicas diferenciadas, no obstante, para los casos de Argentina, Bolivia y México, la heterogeneidad de políticas no permite hacer una relación inmediata entre contextos nacionales y vías de inclusión. La sociedad civil se ha organizado y ha establecido batallas jurídicas por el reconocimiento en los tres casos, el Estado sigue siendo un actor central en al menos dos casos, y en los tres casos, al tratarse de sociedades capitalistas, el mercado sigue jugando un papel importante en muchos sentidos, aunque con un peso claramente diferenciado (Isuani, 1991; Barba, 2007: 30).
Una distinción reduccionista que asocie mecánicamente cada caso con una vía de inclusión no captaría la complejidad de los esfuerzos hechos en esta materia en Argentina, Bolivia y México en por lo menos los últimos 15 años, aunque con fines analíticos cada caso puede ilustrar de mejor manera cada una de las vías de inclusión. Así, en la medida que las políticas estudiadas las reconozcan, este trabajo está orientado a identificar las vías privilegiadas de inclusión (Estado, mercado y sociedad civil) y su relación con distintos tipos de ciudadanía que se han privilegiado en Argentina, Bolivia y México en el periodo 2005-2016. Para ello, en un primer apartado presentamos una aproximación analítica al concepto de inclusión social y lanzamos la propuesta de comprenderlo a partir de las dimensiones de redistribución y reconocimiento. En un segundo apartado analizamos las tres vías de inclusión que actualmente coexisten en la región a partir de los casos mencionados. Finalmente presentamos unos breves comentarios finales.
Como señalamos anteriormente, la característica central de la inclusión social y de las políticas de inclusión es precisamente considerar tanto los aspectos culturales (de reconocimiento), como los económicos (o de redistribución). En este sentido, Silver (2005: 144) sostiene que “la inclusión social de diversos grupos implica desafíos diferentes de los que enfrenta cualquier otra política de lucha contra la pobreza”, pues lleva a considerar las implicaciones interdependientes de los elementos materiales y de los culturales y simbólicos. Así, la marca distintiva de la inclusión social es el establecimiento de objetivos relacionados con el reconocimiento y la redistribución (Silver, 2005: 144; Freiler en Hutchinson y Lee, 2004: 132).
En cuanto a los elementos u objetivos orientados a la redistribución, estos se refieren a quebrar la transmisión intergeneracional de las desventajas, expandir el acceso al empleo y los mercados de tierra y capital, el acceso a la vivienda, educación, transporte, salud, etc., en general las oportunidades de desarrollo humano y el bienestar material. Esto, en términos de instrumentos o mecanismos, supone usar de modo concertado las herramientas de política económica (empleo, ingreso y distribución del ingreso, etc.) y de política social (provisión de servicios, educación, salud, etc.) (Buvinic, 2004; ONU, 2007: 27; PNUD, 2010: 285).
Además, la inclusión se enfrenta también con problemas socioculturales como la desvalorización, la estigmatización, la discriminación o negación de los derechos de ciudadanía (Silver, 2005). Más precisamente considera “la valoración”, el conferir reconocimiento y respeto a los individuos y grupos (Lister, 2002), el respeto a la propia identidad (PNUD, 2010: 284), hacer visible lo invisible en las estadísticas y hacerlas notar en la vida pública, combatir el estigma y la discriminación mediante leyes y políticas preferenciales, el derecho a ser diferente y también derecho a reclamar si uno es discriminado (Buvinic, 2004; Göran Therborn en ONU, 2007: 27; Banco Mundial, 2013: 3- 4).
Aunque pueden distinguirse analíticamente, los objetivos o elementos relacionados con la redistribución y reconocimiento son interdependientes pues si bien la inclusión social de los grupos tiene una dimensión simbólica, tiene implicaciones económicas que deben ser consideradas en conjunto (Silver, 2004: 144; PNUD, 2010: 285; Subirats, 2010: 41). O en términos más concretos de política, “la inclusión supone usar de modo concertado las herramientas de política económica (empleo, ingreso y distribución del ingreso), de política social (provisión de servicios) y de política cultural (estatus de las minorías)” (PNUD, 2010: 285).
Por ejemplo, Subirats (2010: 41) plantea una noción de inclusión social que reconozca que los factores que inciden y determinan la misma son bastante diversos, “que no necesariamente tienen que ver con la disponibilidad de recursos económicos y que a menudo tienen que ver con aspectos de carácter inmaterial”; culturales, sociales o políticos. Además, hace referencia a las múltiples fronteras “materiales” y “simbólicas” que “delimitan el acceso de las personas a los espacios y recursos mejor valorados en cada uno de ellos, [y es en el cruce o intersección de estas fronteras materiales y simbólicas] dónde se producen las dinámicas más
radicales de la exclusión social”, las cuales pueden llegar a destejerse (sic) mediante la inclusión social (Subirats, 2010: 41-42).
Por otra parte, las personas y grupos sujetos de inclusión social participan en la sociedad en circunstancias desventajosas o/y con reglas que suelen ser desfavorables para ellos. La inclusión social consiste, convergen distintos autores, en incorporar a dichas personas y grupos a través de leyes y políticas (entre otros) diseñadas considerando la redistribución y el reconocimiento, que les permitan una participación plena en la sociedad (Saloojee, 2003: 15; Labonte, 2004: 117; BID, 2007; Subirats, 2010: 40, Huxley et al., 2012: 2). En el fondo, la idea central de la inclusión social, señala Gray (2000: 23), es que todo miembro de la sociedad participe plenamente en ésta, lo que implica una membresía común, es decir: a nadie es negado el acceso a actividades y prácticas que son centrales en la vida social.
Consideramos que las dimensiones de redistribución y reconocimiento resultan relevantes a la hora de explorar y hacer operativas las formas que adquiere la inclusión social en Argentina, Bolivia y México, permitiendo además no sólo la selección de los casos sino también de distintas políticas (como ya hemos mencionado, la investigación más amplia de la que este trabajo forma parte, analiza, por un lado, la política salarial, de pensiones, o de transferencias, y por otro, los derechos en materia de pueblos indígenas y de minorías sexuales). Así, a partir de un análisis en términos comparativos de estas políticas, a continuación ilustramos tres vías principales de inclusión que pasan por reconocer la acción compensatoria del Estado, la igualación que produce el mercado o las demandas por el reconocimiento (básicamente a través del derecho) que sostiene la sociedad civil y las comunidades.
Estado y mercado: ¿dos vías contrapuestas de inclusión?
El Estado, el mercado, la sociedad civil, la familia y el individuo son vías y a la vez agentes de inclusión social y se han priorizado de manera diferenciada en Argentina, Bolivia y México. En México el proyecto para “combatir” la desigualdad y “lograr” la inclusión ha estado asociado con una postura liberal comúnmente asociada al “neoliberalismo”. Desde esta posición el Estado debe centrarse sólo en abrir los mercados a la libre competencia, cumplir los objetivos
macroeconómicos de crecimientos, baja inflación y estabilidad económica y dejar a los individuos la responsabilidad de adecuarse a la realidad económica. No es fortuito que, en las últimas tres décadas, la política laboral (y en especial la salarial) se haya subordinado al modelo económico y renunciado al objetivo social que desempeñó durante el periodo de ISI, y por el contrario, haya contribuido a la generación de pobreza en la medida que alrededor del 40% de la población mexicana está en esa condición por razones laborales (Reyes, 2011; Toledo, 2014: 94). Además, aunque discursivamente se ha puesto en el centro la integración al “mercado de trabajo formal como vía para fomentar la independencia económica” de los más pobres (SEDESOL, 2014), el modelo económico implementado en las últimas décadas no ha podido generar los suficientes empleos formales para absorber la creciente oferta de mano de obra (Bensusán y Middlebrook, 2013: 45; Breach, 2014: 70).
Los casos de Argentina y Bolivia, al menos durante el período 2005-2015, priorizaron el rol del Estado como instancia para lograr la inclusión social a través de distintas políticas redistributivas y de reconocimiento. En estos casos se ha privilegiado el rol del Estado para regular los mercados, poner límites a la privatización de empresas y para garantizar, a través del incremento de la recaudación tributaria y del gasto social, el acceso a la población (en particular a la de escasos recursos) a ciertos bienes básicos, reduciendo, en cierta medida, las asimetrías sociales (Arditi, 2009; Paramio, 2008). Aunque con ciertas diferencias, en Argentina y Bolivia se ha priorizado el mejoramiento de los salarios y de las condiciones laborales por encima del criterio de represión salarial como instrumentos de control de la inflación. De hecho, y como hemos señalado, el fortalecimiento del salario mínimo y otras instituciones laborales (como la negociación colectiva) han tenido un efecto mayor sobre la pobreza y la desigualdad en comparación a las políticas de transferencias condicionadas (Minujín et al., 2007: 124; CEPAL, 2014: 35; Groisman, 2012: 17; Lavinas, 2014).
Además, en Argentina, durante el periodo 2003-2015, el Estado intervino activamente para crear las condiciones macroeconómicas que estimularan la generación de empleo, ya que el trabajo ha sido considerado de un pilar de integración social y como un elemento clave en un proyecto de país, particularmente durante los gobiernos peronistas2. En el orden material, el trabajo bien remunerado impulsó el proceso de reindustrialización fincado en el consumo interno, y en el orden simbólico se restableció como un elemento “cohesionaste de la familia y de la
sociedad, y dignificador de la persona humana” (sic) (MDS, 2007; 2010; 2015).
En cuanto a la política social, en Argentina y Bolivia, en contraste con México, ésta no tendió a limitarse al combate de la pobreza extrema. En Argentina, las políticas de transferencias no se colocaron en el centro de la intervención estatal (aunque en la etapa de estudio adquirieron gran relevancia), sino que desempeñaron una función complementaria y se articularon con la política de regulación de las relaciones salariales y la política macroeconómica orientada al desarrollo del mercado interno (Bertranou et al., 2013: 12; Bizberg, 2015: 68). De hecho, la importancia al empleo formal como vía de inclusión social se evidencia en la integración de los programas de transferencias a los sistemas de seguridad social tradicional, como es el caso de la Asignación Universal por Hijo y el Programa de Inclusión Previsional (Di Costa, 2014: 105; Alonso y Di Costa, 2015).
En Bolivia, las políticas de transferencias y pensiones no contributivas han desempeñado una función subsidiaria a la política salarial, que es la que ha explicado en gran medida la mejora de distintos indicadores sociales, a la vez que se dirigen a garantizar derechos mínimos3 y no a resarcir las fallas del mercado, como sí ocurre en México (CEPAL, 2014: 35; Lavinas, 2014; Vargas y Garriga, 2015). Sin embargo, al igual que en Argentina, estas políticas fueron relativamente excepcionales si se considera la tendencia en la región a implementar políticas de transferencias de corte neoliberal-pro mercado focalizadas (como en México), aún entre gobiernos de izquierda (Bensusán, 2015: 554). Tanto la Renta Dignidad como el Bono Juancito Pinto han sido más universalistas e incondicionales (McGuire, 2013); destinadas a todos los adultos mayores de 60 años y a todos los alumnos de escuelas primarias, secundarias y medio superior públicas.
En México, la otra cara del modelo económico generador de pobres ha sido una política social en nombre de y para los pobres extremos. En efecto, el Estado mexicano ha centrado su acción en materia de política social en mejorar los activos y capacidades de aquellos individuos que no cumplen con los requisitos para insertarse en el mercado, básicamente los pobres extremos (e.g. inversión en capital humano a través de programas como Oportunidades- Prospera). En general, el problema de la pobreza ha sido percibido como una cuestión atribuible a deficiencias individuales y no a factores estructurales, como se puede constatar por la aplicación de estrictas condicionalidades (Barba, 2004; Sandoval, 2013; 2015). El efecto de la focalización
en los pobres extremos, o en otros términos, el rol residual del Estado, se ha traducido en dejar librados a su suerte a amplios sectores de pobres y clases medias que tienen que asegurarse a través del mercado la provisión de servicios sociales, como la educación, salud o pensión (Gonzáles, 2008; Barajas, 2016). Esto es consistente con el hecho de que, en material de pensiones, por ejemplo, se ha avanzado más en la privatización del sistema previsional, mientras las pensiones de carácter no contributivo buscan mantener, a través de la modesta cuantía de sus prestaciones, los incentivos para la afiliación al esquema contributivo vinculado a instituciones financieras privadas.
En este sentido, durante el período analizado, los casos de Argentina y Bolivia parecieran mostrar una mayor preocupación por la desigualdad y una mayor centralidad del Estado, reivindicando la noción de derechos sociales y la pretensión de universalidad de la política social a través de prestaciones sociales como la Asignación Universal por Hijo o la Renta Dignidad, que han contribuido a “desmercantilizar” la fuerza de trabajo; en el primer caso por cubrir a desempleados e informales y en la segunda por asignarse independientemente de las trayectorias laborales. Así, la acción del Estado para garantizar ciertos derechos implicaría la inclusión de los individuos como ciudadanos y no sólo como agentes que participan en el mercado (Reygadas, 2011). En general esta vía nos recuerda que históricamente ha sido el Estado el sistema que más ha contribuido a reconocer la ciudadanía social de los miembros de una sociedad (Esping- Andersen, 1990; 2000).
En el caso de México, la idea central que ha guiado gran parte de la acción y omisión del Estado durante los últimos 25 años es que el mercado es un elemento igualador que sujeta a todos los agentes a las mismas reglas, por ello es tan importante establecer un piso parejo para todos, dotando de capital humano a los pobres extremos a través de transferencias condicionadas (Reygadas, 2011: 213). En este sentido, la inclusión de los individuos se ha dado como agentes competentes para participar en los diferentes mercados (de trabajo, de consumo, etc.), en cuyo proceso el Estado sólo tiene una función marginal o subsidiaria, y en general, solo algunos sectores de la población han logrado insertarse de manera adecuada en el modelo económico centrado en las exportaciones, mientras muchos otros lo han hecho de forma precaria (Reygadas, 2011: 214; Bensusán y Middlebrook, 2013: 45; Breach, 2014: 70).
Aunque en el caso mexicano las distintas vías de inclusión se ponen en juego, es el libre
mercado el que se ha privilegiado como mecanismo central para disminuir las desigualdades y lograr la inclusión, al costo de transformar ciertos derechos sociales fundamentales en meras mercancías. En este escenario el individuo y las familias adquieren gran responsabilidad, mientras el Estado se mantiene como un actor relativamente secundario.
Impuestos y gasto social: el peso diferenciado del Estado y el libre mercado
Las políticas de corte universalista, acordes con cierta visión de derechos de ciudadanía, implementadas en Argentina y Bolivia, tienen un alta demandan de recursos fiscales, lo que ha exigido un mayor esfuerzo por aumentar y mejorar la estructura de los ingresos tributarios. De hecho, un sistema tributario progresivo y el acceso igualitario a bienes públicos como seguridad social, educación y salud, así como transferencias de ingreso a las familias en pobreza, constituyen una de las principales formas de redistribución secundaria del ingreso (es decir, de corrección de la desigualdad en distribución primaria del ingreso que ocurre en el mercado de trabajo) (Ocampo, 2008, Nazareno, 2010). Los esfuerzos diferenciados por aumentar la recaudación tributaria también proyectan el peso relativo que se otorga al Estado para, en términos sociales, combatir la desigualdad y, en términos económicos, hacerse de recursos para intervenir de manera contra cíclica en la economía.
Como se observa en la Gráfica 1, Argentina y Bolivia tienen una recaudación tributaria como proporción del PIB mayor que el promedio en América Latina, lo que ilustra un menor compromiso con la “premisa del libre mercado” (dominante en México) y un mayor nivel de intervención estatal en materia de impuestos.
Grafica 1. Ingresos tributarios totales como % del PIB, 2015
México Promedio ALC
Bolivia Argentina
17.40
22.8
24.70
32.10
0.00 5.00 10.00 15.00 20.00 25.00 30.00 35.00
Fuente: Elaboración propia con base en OCDE (2017: 52).
La contraparte de este esquema impositivo es un gasto social mayor. Durante la última década Argentina y Bolivia han mostrado un mayor gasto social en comparación con México. De hecho, como se puede observar en la Gráfica 2, en los dos años posteriores a la crisis del 2008 los gobiernos de Fernández y Morales no sólo no disminuyeron el gasto social, sino que lo incrementaron, a diferencia de México donde disminuyó en dos puntos porcentuales. Esto nos muestra que Argentina y Bolivia han tenido una mayor disposición a intervenir e implementar mecanismos contracícilcos para conducir la economía y disminuir los impactos negativos de la crisis sobre los sectores menos favorecidos. Además, el Gráfico 2 es consistente con el Gráfico 1, en tanto Argentina es el país que tiene los mayores ingresos tributarios, pero también el mayor gasto público social, seguido de Bolivia.
Gráfica 2. Gasto público social como porcentaje del PIB, 2004-2015
Fuente: Elaboración propia con base en CEPALSTAT.
Respecto al el gasto social, un análisis más detallado muestra que Bolivia es el país con mayor gasto en educación en el periodo 2005-2014 (Gráfico 3), con un gasto promedio de 6.8% del PIB, en tanto Argentina y México se quedan en un 5% promedio anual. Sin embargo, Argentina determinó, mediante una ley sancionada durante el gobierno de Néstor Kirchner, incrementar el gasto en educación hasta llegar al 6% en 2010, siendo este un factor que permitió superar a México desde 2007 en este rubro.
Gráfica 3. Gasto público en educación como porcentaje del PIB, 2005-2014
Fuente: Elaboración propia con base en CEPALSTAT y Banco Mundial.
Por otra parte, Argentina muestra el mayor gasto público en protección social en el periodo 2005-2015, con un 8.2% del PIB promedio anual, seguido de Bolivia que destinó a este rubro cerca del 4.4%, mientras México destinó apenas 2.9% (Gráfica 4). Esto se debe en gran parte a que Argentina destina mayores recursos en términos comparativos a sus programas de transferencias condicionadas y, al esquema de pensiones “no contributivas” - junto a Bolivia-, que han sido concebidas como estrategias masivas con pretensión de universalidad.
Gráfico 4. Gasto en protección social como porcentaje del PIB, 2005-2015
Fuente: Elaboración propia con base en CEPALSTAT.
Estas revisiones de algunos indicadores relevantes del gasto social ilustran la reivindicación, en Argentina y Bolivia, del Estado como instancia que está -en ciertos espacios- por encima del mercado, a la vez que se acepta una política fiscal expansiva como mecanismo de corto plazo para impulsar el crecimiento y disminuir las desigualdades (Arditi, 2009: 240: Amico, 2013; Bizberg, 2015). Estos factores, en conjunto con un contexto internacional favorable, permitieron a Argentina y Bolivia lograr una disminución significativa de la desigualdad medida por el índice de Gini (Gráfica 5), mientras en México la disminución ha sido prácticamente nula.
Gráfica 5. Evolución de la desigualdad/índice de Gini, 2001-2014
Fuente: Elaboración propia con información de Data Bank del Banco Mundial.
Una tercera vía de inclusión: reconocimiento y sociedad civil
La tercera vía de inclusión ensayada es aquella que apela a las demandas y a los esfuerzos de las comunidades y de las agrupaciones de la sociedad civil como formas de enfrentar la desigualdad y la discriminación (Reygadas, 2011). En el contexto de América Latina esta vía de inclusión tiende a ser más efectiva cuando converge con gobiernos que otorgan al Estado una mayor centralidad en la regulación de distintos ámbitos de la vida social. Ya sea por razones ideológicas
(es decir, una auténtica sensibilidad a sus demandas) o prácticas (la necesidad política de mantener su respaldo), los gobiernos de Argentina y Bolivia, así como otros del llamado giro a la izquierda de la región, han incorporado a su agenda las demandas de sectores históricamente discriminados e invisibilizados, como los indígenas, negros, mujeres o minorías sexuales (Ramírez, 2006; Arditi, 2011).
Aunque esta vía de inclusión depende en cierta medida del respaldo de las instituciones estatales, adquiere un carácter diferenciado en tanto los actores sociales implicados (movimientos indígenas, feministas, lgtb, etc.) han mantenido un alto sentido de autonomía organizativa a la vez que siguen exigiendo, desde fuera del Estado, el cumplimiento de sus demandas, el respeto a sus derechos e incluso la transformación del Estado mismo, como en el caso de Bolivia con la emergencia del Estado Plurinacional. En este sentido, es una vía diferente de inclusión precisamente porque es impulsada social y políticamente por quienes por mucho tiempo han sido dejados de lado tanto por el mercado como por el Estado.
Mientras frecuentemente la inclusión vía el mercado o la acción del Estado omiten las diferencias de los individuos, la inclusión promovida por los movimientos sociales busca incluir a los sujetos como individuos o grupos concretos, con diversas características culturales, de género o etnia. En este sentido, esta vía de inclusión está vinculada a la noción de ciudadanía multicultural que considera la doble dimensión de los derechos, tanto individuales como colectivos, sustentados en los principios de igualdad y diferencia (Young, 1989; Taylor, 2009). Esto exige que a miembros de grupos diferentes se les concedan los mismos derechos de los que goza la mayoría (como a las minorías sexuales) o se les reconozcan derechos diferentes (como a los pueblos indígenas). Así, desde esta vía se plantea que la ciudadanía es algo más diferenciada y menos homogénea que como desde el Estado o el mercado se había concebido. Lejos de ser un simple estatus legal, la ciudadanía es una fuente de identidad y la expresión de pertenencia a una comunidad, no sólo nacional, sino como en el caso de Bolivia, plurinacional (Kymlicka, 1996; Kymlicka y Norman, 1997).
Con lo anterior queda claro que esta vía de inclusión está estrechamente vinculada a la esfera del derecho. Aunque las luchas por el reconocimiento se dan en distintos ámbitos (político, social, económico; científico, escolar, etc.), en la actualidad el derecho se ha configurado como el lugar de combate por excelencia. Casi todas las demandas contra la discriminación, la
estigmatización o la invisibilización pasan por apoyar propuestas de concesión de derechos o de extensión del derecho (Castilla, 2004: 62). De hecho, las “políticas del reconocimiento” utilizan la forma de regulación del derecho positivo para hacerse efectivas. Además, los grupos sociales que demandan su reconocimiento cuestionan el sistema legal vigente en tanto consideran que éste no sólo no es neutro a las desigualdades sociales, sino que tampoco lo es a las diferencias culturales, y es, más bien, el reflejo de una cultura hegemónica (Fraser, 2006; Taylor, 2009; Habermas, 2009). En esta vía, la inclusión de los individuos y grupos sociales implica su constitución como nuevos sujetos individuales o colectivos de derecho, a través del reconocimiento legal de su identidad y, por lo tanto, de su existencia.
Por otra parte, esta vía se relaciona con las luchas encaminadas al reconocimiento y aplicación de los derechos de ciudadanía. Como en los casos de Argentina y Bolivia, la restauración de la democracia y el discurso de los derechos humanos de los años 80 y 90 fueron factores decisivos para que los movimientos sociales (indígenas, feministas o de minorías sexuales) plantearan sus demandas con mayor fuerza, primero a los gobiernos neoliberales, y después a los gobiernos progresistas de los Kirchner y Morales. En México, por el contrario, no sólo se ha desmovilizado a los sindicatos a través de distintas prácticas corporativas y de “cooptación”, sino incluso a los nuevos movimientos sociales, como los indígenas, ambientalistas, y, de manera indirecta (a través del silencio cómplice de las autoridades con ciertos discursos de odio), a las minorías sexuales.
Si consideramos la participación en distintos tipos de organizaciones (sociales, políticas, obreras, etc.), Bolivia se ubica por encima del promedio de América Latina, seguido de México y Argentina (ver Gráfica 6). Sin embargo, en México se presenta una aparente paradoja, pues a pesar de tener un alto índice de participación, muchas organizaciones no logran canalizar sus demandas y ser consideradas por el Estado (Pleyers, 2010: 370; Bizberg, 2010). Lo que ha pasado en México es que las principales organizaciones de la sociedad civil, como sindicatos, organizaciones campesinas y otras organizaciones populares quedaron subordinadas a los viejos liderazgos del régimen autoritario, que en gran medida siguen practicando las formas clientelares de control. Precisamente, el surgimiento del zapatismo en 1994 es resultado de la imposibilidad de la guerrilla y la ruptura con el modelo de movimiento social corporativo (Bizberg, 2010: 42). Esto contrasta con Argentina y Bolivia, donde las organizaciones han sido en términos
comparativos históricamente más autónomas, y ejercido, en ciertos momentos, mayor presión sobre los gobiernos, incluso de los que eran aliados, como los de Kirchner y Morales (Ramírez, 2006; Bizberg. 2015b).
Gráfica 6. Porcentaje de la población que participa en organizaciones políticas y sociales, 2012.
Bolivia
Promedio AL
México
Argentina
0 20 40 60 80 100
Fuente: Elaboración propia con base en PNUD (2013: 238).
Consideramos que el Estado mexicano ha dejado de construir su legitimidad sobre las bases de un desarrollo incluyente, y en distintas ocasiones se ha cerrado a las reivindicaciones de distintos grupos y coaliciones sociales, reprimiéndolas o incumpliendo los acuerdos que había firmado con ellos. Ejemplo es el caso de los derechos indígenas, en donde el Poder Legislativo elaboró un documento totalmente apartado del espíritu de los Acuerdos de San Andrés, que si bien consagró ciertos derechos, fue al costo de no considerar, por parte del gobierno, a la parte indígena como un igual (Díaz Polanco, 2004; Montes de Oca, 2006; Pleyers, 2010). Lo que ha ocurrido en México es que se han negado derechos a trabajadores y minorías sexuales por igual, así como a muchos otros grupos sociales, puesto que incluirlos implicaría repartir el poder político entre la sociedad, es decir, la apertura del régimen político (Acemoglu y Robinson, 2012). La continuidad de ciertos rasgos autoritarios del régimen político mexicano es consecuencia de la manera en que se dio el proceso de democratización, básicamente por la vía electoral y sin la participación activa de la sociedad civil, a diferencia de Argentina y Bolivia (Bizberg, 2010).
Con lo anterior, nos interesa llamar la atención sobre la importancia que adquirió el proceso de democratización en Argentina y Bolivia (1983) para el fortalecimiento de la sociedad civil (organizaciones defensoras de derechos humanos, indígenas, de lucha contra el sida, etc.) y
para ejercer una mayor presión sobre los partidos políticos y el Estado para la reinstauración de derechos humanos ya aceptados, así como la definición de nuevos sujetos de derechos (Velasco, 2003; Lenton, 2010). Es así que, por ejemplo, tanto en Argentina como en Bolivia se dan las primeras reformas constitucionales en materia de reconocimiento de derechos de los pueblos indígenas en 1994, mientras en México esto se produjo recién en 2001, después de la alternancia política que puso fin a 71 años de poder ininterrumpido del PRI. Esto lleva a señalar que, es precisamente en las sociedades democráticas donde se presenta un mayor número de controversias sobre el reconocimiento (por parte de las instituciones públicas) de las identidades de ciertos grupos culturales o en desventaja (Gutman, 2009; Habermas, 2009).
Gráfico 8. Porcentaje de la población satisfecha y muy satisfecha con la democracia, 2002-2016.
Fuente: Elaboración propia con base en Latinobarómetro.
En efecto, si revisamos algunos datos sobre calidad de la democracia en América Latina (2011), Argentina y Bolivia muestran un mayor rendimiento democrático en términos comparativos (Tabla 1), y en general un mayor porcentaje de su población está satisfecha o muy satisfecha con la democracia (Gráfico 8), al contrario de México, donde se muestra una tendencia
decreciente. Precisamente, en este último gráfico, la tendencia al alza4 de la satisfacción con la democracia en Argentina y Bolivia coincide con la llegada al poder de los gobiernos populares de Néstor Kirchner (2003) y Evo Morales (2006)5.
Tabla 1. Calidad de la democracia en Argentina, Bolivia y México, 2011.
ED | RCE | RCI | PP | CP | R | L | S/I | Total | |
Argentina | 2,90 | 4,30 | 3,54 | 3,40 | 3,83 | 4 | 3,83 | 3,05 | 3,61 |
Bolivia | 2,49 | 3,82 | 2,76 | 3,38 | 3,75 | 3,75 | 3 | 1,67 | 3,08 |
México | 2,04 | 4,08 | 3,28 | 2,82 | 2,50 | 2,75 | 3 | 2,33 | 2,85 |
Promedio AL | 1,63 | 2,79 | 2,11 | 2,08 | 2,23 | 2,15 | 1,77 | 1,33 | 2,09 |
Fuente: Elaboración propia con base en Katz y Morlino (en Talia, 2017).
Nota: ED=Estado de Derecho; RCE=Rendición de Cuentas Electoral; RCI=Rendición de Cuentas Interinstitucional; PP=Participación Política; CP=Competencia Política; R=Capacidad de Respuesta (Responsividad); L=Libertades; S/I=Igualdad política, social y económica.
En resumen, el análisis anterior muestra que existen distintas vías de inclusión, que privilegian distintos mecanismos, ya sea el mercado, la acción del Estado o el reconocimiento (en el derecho) que exige la sociedad civil, que incorporan a los individuos o grupos como participantes en el mercado, ciudadanos o como nuevos sujetos de derechos. Sin embargo, ninguna de estas vías parece, por sí sola, suficiente para enfrentar los problemas actuales de desigualdad y discriminación que enfrentan distintos grupos sociales. Lo que hemos visto es que los casos de Argentina y, en mayor medida, Bolivia muestran un mejor equilibrio entre estas vías, aunque con muchos aspectos a ser reconsiderados.
Si bien los gobiernos de ambos países han actuado dentro de los límites estructurales de las economías de mercado, han reivindicado al Estado como instancia decisiva para el combate a la desigualdad y la promoción de la ciudadanía social (Roberts, 2008: 88-89). Ambos casos han
posicionado al Estado como promotor de una estrategia que impulsa políticas comerciales y productivas, a la vez que busca inversión financiera orientada al desarrollo capitalista nacional. Aunque no niegan la necesidad de insertarse en los mercados mundiales, la prioridad recae en el crecimiento económico y la distribución del ingreso a nivel nacional a través de políticas públicas que buscan garantizar ciertos derechos sociales (Stoessel, 2015: 11-12). Por otra parte, también hemos visto que estos gobiernos actúan dentro de los límites institucionales de la democracia representativa que, entre otras razones (como las afinidades ideológicas o el discurso de derechos humanos), ha permitido responder de forma más natural a ciertas demandas de grupos históricamente invisibilizados y estigmatizados, como los pueblos indígenas (en Bolivia) o las minorías sexuales (en Argentina) (Arditi, 2009).
Por otra parte, México muestra una marcada preponderancia de la inclusión vía el mercado, en la que el Estado adquiere un rol cada vez menor en la economía, y sus políticas apuntan básicamente a los “perdedores” en el mercado. La tercera vía de inclusión ha presentado más dificultades, pues incluso la reforma constitucional para incorporar los derechos de los pueblos indígenas se aparta del espíritu de los acuerdos hechos entre los pueblos indígenas y el Estado. Además, la reforma en materia de derechos para las minorías sexuales se vio afectada por un uso electoralista del partido en el gobierno. En conjunto estas dos cuestiones permiten apreciar la poca disposición del régimen a abrirse a grupos o coaliciones sociales no corporativas, particularmente cuando se trata de grupos minoritarios no fuertemente organizadas cuyas demandas no coinciden con la posición ideológica de los gobiernos en turno (Pleyers, 2010; Zapata, 2010; Bizberg, 2010).
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Notas
1 Nos referimos a las políticas salariales, de pensiones no contributivas y de transferencias condicionadas, y en normativas como las reformas constitucionales en materia de derechos indígenas y leyes para la protección y reconocimiento de derechos de las minorías sexuales, que forman parte del análisis más amplio de esta investigación. Aquí, más que un análisis detallado de estas políticas, nos proponemos mostrar los resultados generales (la identificación de distintas vías de inclusión) de nuestra investigación.
2 Desde el gobierno se ha señalado que “el trabajo, nuestra productividad, el pleno empleo, la equitativa distribución de la riqueza, son instrumentos no resignables para la construcción del Proyecto Nacional, el de la Argentina de todos, el que supere a la patria especulativa por la productiva” (MDS, 2007: 42).
3 Tanto la Renta Dignidad como el Programa Juana Azurduy (un programa de salud cuyo objetivo es contribuir a disminuir la mortalidad materno infantil y la desnutrición crónica en niños y niñas menores de dos años) han sido establecidos como un derecho en la Constitución.
4 Por el contrario, en México este indicador tiene una abrupta caída después de 2006 y de llevarse a cabo unas elecciones presidenciales bastante cuestionadas, en donde el candidato de izquierda (López Obrador) perdió por un estrecho margen contra el oficialista Felipe Calderón.
5 Hacemos énfasis en que el mayor rendimiento democrático que presentan Argentina y Bolivia sólo es comparativamente y en relación a México. En ambos casos, los gobiernos kirchneristas y de Morales adquieren en ciertas coyunturas políticas y sociales rasgos antidemocráticos, en el mejor de los casos, o autoritarios, en el peor. Sin embargo, la evaluación que realizan autores como Katz y Morlino (en Talia, 2017) van más allá del carácter de los gobiernos, y comprende todo el sistema político, por lo que sigue siendo pertinente para ilustrar la importancia de la democracia para la intensificación de las demandas por el reconocimiento.