Jorge Gustavo Paniagua Mijangos1 y Raúl Andrés Perezgrovas Garza2
Palabras clave: identidad; barrio; territorio; imaginario espacial; espacio ritual
El presente texto tiene como propósito responder a la pregunta de cómo el cambio cultural del barrio ha posibilitado al mismo tiempo su permanencia histórica. El argumento que se tratará de corroborar es que existe una dialéctica entre el barrio como concepto de larga duración (Braudel, 1979)1 y su actualización en el presente urbano de la ciudad; en particular, se intentará mostrar
que las transformaciones barriales constituyen un proceso que ha conducido a sustituir la noción de territorio (como frontera geográfica y lugar físico del asentamiento barrial) por la de espacio imaginado.2
Los primeros barrios nacieron unidos a enclaves territoriales que definieron la periferia de la ciudad de San Cristóbal. De acuerdo al historiador Aubry (1991), constituyeron una frontera humana “extramuros” que separaba a los indios de los españoles y protegía a la ciudad de la población hostil que circundaba al valle. Con el tiempo, los primeros barrios de indios se mestizaron y conurbaron con el Centro o Recinto, surgiendo en los intersticios de los mismos nuevos núcleos de población que también se denominaron barrios.
A pesar de sus distintos orígenes históricos, y hasta los años 70 del siglo XX, los barrios conservarían una fisonomía urbana similar y una territorialidad propia separada únicamente por humedales, calles o puentes. Ante el escaso comercio regional, los barrios abastecían de bienes y servicios a la población, especializándose paulatinamente en distintas actividades económicas (los de San Ramón, por ejemplo, elaboraban pan “coleto”, los del Cerrillo eran herreros, Los de Cuxtitali “cucheros”, los de Mexicanos “textileros”, los San Antonio “polvoreros” y los de Guadalupe comerciantes ambulantes de lo producían todos los demás).
La ciudad crecía lentamente y el tamaño de la población era apenas una séptima parte de la de ahora. Sin embargo, con la diáspora indígena por delante, la ciudad empezó a crecer anárquicamente: se ocuparon humedales, se establecieron colonias irregulares, fraccionamientos exclusivos y unidades habitacionales populares financiadas por programas gubernamentales. El panorama urbano cambió, las mojoneras naturales entre barrio y barrio fueron cediendo a favor de la mancha gris y surgieron las nuevas figuras de colonia y fraccionamiento.
El llamado Centro también dio un vuelco cultural, transformándose de residencia de familias coletas3 a espacio de entretenimiento y “patrimonio histórico”. Arribaron entonces el turismo, las agencias de viajes, las caravanas zapatistas, los ambientalistas y defensores de derechos humanos, las Ong’s, los portadores de culturas alternativas y toda suerte de personas y actividades que dieron su tono cosmopolita y multicultural reciente a la ciudad.
Frente al cambio cultural y el crecimiento desbordado y caótico de la mancha urbana, los viejos barrios perdieron la capacidad de crecer territorialmente, mientras que los nuevos se incrustaron donde pudieron. La relación estructural de origen entre barrio, economía y territorio
se fracturó, y en su lugar sólo quedó la posibilidad de fincar una remozada identidad barrial sin fronteras geográficas.4 ¿Cómo se produjo ese cambio y cuál es su relación con una comunidad imaginaria de católicos que construyó una red devocional sin anclaje físico? Esas son las interrogantes a las que el presente texto pretende dar algunas respuestas.5
Desde una perspectiva que trata de explicar la diversidad cultural a partir de conceptos espaciales y territoriales, el recorrido inicia con la situación arcaica y precolombina de la ciudad, cuando la geografía que ocupa permanecía casi intocada, y concluye con su historia reciente, territorialmente caótica y sobresaturada de población.
Hueyzacatlán o lugar “donde crece alto el zacate”
Hueyzacatlán, como área de montaña, aunque sea extraño por su geografía y distancia en relación con la costa y la tierra caliente, habría emergido del mar hace unos 110 millones de años, en la época temprana del periodo cretácico, y en un dilatado proceso natural que duraría unos 50 millones de años (Weber, 2014: 13). De ahí surgirían como los picos más altos de una red de volcanes de fuego, las dos principales elevaciones que custodian al altiplano: el Huitepec, con 2700 metros de altura sobre el nivel del mar, y el Tzontehuitz, con 3000 metros sobre el nivel del mar (ibid.).6
De acuerdo al consenso de geógrafos y geólogos (Weber, op.cit.), Hueyzacatlán (lugar donde crece alto el zacate, en náhuatl) o Jovel (zacate pajón, en maya tzeltal),7 constituye una cuenca endorreica, de 75 km2, con un único desagüe natural conocido como los Sumideros.8 A juicio de Gómez Maza (2014: 24), más que un valle, Jovel sería una depresión o “cuenca de hundimiento provocada por la acción del agua subterránea que ha horadado toda la región”.
Debido a ese origen acuático, las características del suelo (pantanoso, de lagunas, ojos de agua, y saturado de zacatonales) siempre hicieron la vida difícil una vez habitado el mal llamado valle. Ese paisaje natural, más “los espejos de agua de los terrenos inundables fue la imagen que se ofrecía a comienzos del siglo XVI” (ibid.). Con independencia de los factores sociales que vendrían mucho después, se puede entonces responder en parte a la interrogante de por qué los pueblos de la región prefirieron habitar las colinas, y no una extensión pantanosa e inundable en las estaciones de lluvia.
Con todo, Thomas Lee (2014), uno de los pocos arqueólogos (junto con Adams y Bloom)
que ha hecho trabajo arqueológico en la zona buscando presencia humana, ha señalado una ocupación intermitente de Jovel en distintas épocas, sin que en algún momento haya podido florecer un asentamiento precolombino importante. A diferencia de las laderas de los cerros que bordean Hueyzacatlán (y hasta el momento de la conquista), este parecer nunca conoció, en el sentido de la geografía humana, un proceso de apropiación territorial.9
Se ha calculado, tomando como punto de partida el arribo del hombre al continente americano entre el año 70 000 y 28 000 a.C, que en la época Arcaica, aproximadamente por el 14 000 a.C, existían 20 sitios humanos en México, y 2 de ellos se localizaban en lo que hoy es Chiapas: Uno en la región Altos y otros en los valles contiguos de Teopisca y Aguacatenango. Así lo muestra la evidencia encontrada en el centro de la ciudad, unas puntas de proyectil que datan del año 8 000 a.C. No obstante, fuera de estos vestigios de la etapa lítica, no se han encontrado restos distintos, que no sea una cueva que presumiblemente sirvió de techo, y que en la actualidad es conocida como “corral de piedra”, al oriente de la ciudad.
Pueden esgrimirse, a juicio de Lee (ibid.), muchas suposiciones acerca de la ausencia de construcciones permanentes en esa lejana época (la tendencia histórica en la que medida en que el hombre se hizo sedentario, fue buscar como hábitat las tierras bajas y las vegas de los ríos); sin embargo, la hipótesis más plausible apunta al hecho de que la transición generalizada del cazador nómada al agricultor establecido no sucedió ni en Jovel ni en sus cerros circundantes. La razón estribaría no sólo en la humedad del área plana, sino a la dificultad en ese entonces de obtener maíz y otros cultivos en el clima frío. Habría existido en el mundo arcaico una interacción estacional con el espacio geográfico, más no una apropiación sostenida y permanente que implicara, como todo espacio devenido en territorio, conglomerados humanos y relaciones sociales.
Podemos imaginar que el hombre llegaba al valle sólo en ciertas estaciones del año para cazar y recolectar, como en la primavera o en el otoño, después de las lluvias de septiembre y octubre, cuando el valle ofrecía sus gramíneas maduras y sus encinos llenos de bellotas. Esta zona podría haber servido como una reserva temporal (ibid.: 5).
Si bien es generalizado en el ámbito local asociar la diversidad con el concepto de
etnoterritorio (Barabas, 2004), lo cierto es que en el caso de Jovel es hasta las postrimerías del preclásico que se encuentran en las orillas del valle los primeros montículos, probablemente de uso ritual, junto con restos de cerámica similar al de la tierra caliente, en el oeste. Ello sugiere, y tal vez esto lo más interesante del período, que esos primeros habitantes establecidos hablaban zoque y no maya. El hecho, a decir de Lee (ibid.: 6), no es de extrañar, ya que en el preclásico era común que la lengua zoque fuera predominante a lo largo del río Grijalva.
El arribo de mayas a la tierra fría ocurrirá poco antes del clásico. La lengua que hablaban provenía del cholano, tronco lingüístico de las tierras bajas y del cual surgiría el tzeltal en el 1300
d.C. Una división posterior daría lugar al tzotzil. En la actualidad, estas dos últimas lenguas son las de uso más generalizado en los Altos de Chiapas. Es de hacer notar que en este periodo los mayas expulsarían a los zoques de asentamientos como el del Cerro de Santa Cruz, marcando el inicio de las disputas, ahora sí, etnoterritoriales en la región (ibid.).
Las rivalidades aumentarían en el período clásico (250 d.C al 900 d.C), y estarían protagonizadas por los pueblos de Ecatepec y Moxviquil.10 Sin embargo, también de esta época son los restos encontrados en Ecatepec, de tumbas hechas con laja tendida, y de ofrendas mortuorias, vasijas y otros artículos. Pero sin duda, por su gran complejidad arquitectónica y ritual, Moxviquil constituyó el centro social y ceremonial más importante a la mitad del clásico (500 d.C). Su florecimiento tendría que ver no sólo por el control del ojo de agua, frente a la colina que ocupaba, sino con la explotación de un yacimiento de pedernal, fundamental en la región (ante la ausencia de obsidiana) para elaborar herramientas cortantes.11
Con el fin de tener mejor claridad sobre el pasado precolombino en los Altos de Chiapas, es necesario anotar que ha sido el más estudiado por la arqueología. Las excavaciones datan desde los años 50 del siglo pasado y han podido corroborar la ausencia de una apropiación física del valle de Hueyzacatlán, lo que no obsta para que fuera nombrado y conocido. Los restos encontrados sugieren una serie de pueblos situados únicamente en las laderas de Ecatepec, Huitepec, Moxviquil y Santa Cruz. La vida cultural de estos pueblos no permanecería ajena al militarismo (característico del posclásico) y, hasta la conquista por los españoles, estarían enfrentados entre sí.
Cabe también hacer notar que la cultura clásica, manifestada en construcciones monumentales, escritura, grabados, estelas, conocimiento matemático y de los astros, fue propia
de las tierras bajas y nunca impactó a los Altos de Chiapas, que no fuera por ocasionales encuentros comerciales en que introdujeron ciertos objetos elaborados con cerámica. De ahí que la decadencia maya deba comprenderse regionalmente por las guerras intestinas, el empobrecimiento y dispersión paulatina de los grupos que habitaban el área.
La ciudad y el territorio en el pasado. Los primeros barrios
A diferencia del origen de Chiapa de los Indios, asentamiento prehispánico de los chiapanecas (grupo cultural del cual deriva su nombre el estado), la ciudad sería fundada como Chiapa de los Españoles en 1528 por el capitán español Diego de Mazariegos, en un templado y húmedo valle, despoblado (como ya se mencionó), pero con vecinos a prudente distancia.12 Así quedaría asentado en el libro de cabido por el escribano Jerónimo de Cáceres, quien con gran minuciosidad describe ese momento del día 31 de marzo, fecha en que tiene lugar el traslado de la Villa de una de las orillas del río Grijalva, en que instaló inicialmente, al valle de Hueyzacatlán:
…y habiéndose visto los términos y asientos de estas comarcas, les pareció que en este campo de Gueyzacatlan hay y concurren las calidades necesarias para la dicha población, por ser la tierra fría y en ella haber el río y fuentes de muy buena agua, y prados y pastos y aires...y tierra para ganados y montes y arboledas y comarca cercana y conveniente…por tanto…dijeron que mudaban y mudaron el asiento de dicha Villa Real (citado por De Vos, 2010: 49).
A pesar del nombre de la villa y el origen de los conquistadores, la población inicial asentada en el valle de Jovel consistía en un conglomerado diverso de culturas y de lenguas, formado tanto por foráneos como por la población local asentada de manera dispersa en los alrededores. Había mexicas, tlaxcaltecas, mixes y zapotecas, (filiaciones étnicas del centro de México), así como tzotziles, tzeltales y quichés (hablantes de lenguas mayas). La composición multiétnica y multilingüística del lugar conduciría a que en el siglo XVI se adoptará al náhuatl, lengua de Tenochtitlán, como lengua franca de comunicación (De Vos, 1986).13
La actual San Cristóbal de Las Casas nacería como Villa Real de Chiapa en 1528, en
alusión a Ciudad Real de España, la ciudad natal del conquistador Mazariegos; sin embargo, por situaciones que reflejaban los constantes cambios en la administración central tanto de México como de Guatemala, o bien simplemente por caprichos de quienes la gobernaban, la Villa cambiaría varias veces su nombre. Aparte de los calificativos prehispánicos de Jovel (maya) y Hueyzacatlán (náhuatl) con los que se nombraba al valle, San Cristóbal sería, a partir del 21 de julio de 1529, Villaviciosa de Chiapa, nombre del lugar de nacimiento del juez de residencia de Mazariegos, Juan Enríquez de Guzmán. No obstante, por orden del Adelantado Pedro de Alvarado, menos de dos años después, el 14 de agosto de 1531, adoptará el de San Cristóbal de Los Llanos, en alusión tal vez a la otra villa española fundada en las inmediaciones por el capitán Pedro de Portocarrero.14
Pero el nombre más duradero de San Cristóbal fue el de Ciudad Real, según decreto del rey de España el 7 de julio de 1536, y vigente hasta el 28 de julio de 1829. Este apelativo no sólo fue el más largo, sino también el más importante, pues significó adquirir el rango de ciudad.15 . Otros calificativos posteriores fueron: San Cristóbal, desde el 29 de julio de 1829, por decreto del Congreso del Estado; San Cristóbal de Las Casas, a partir del 31 de mayo de 1948, en homenaje al dominico Fray Bartolomé de Las Casas, primer obispo de la ciudad; Ciudad Las Casas, por decreto del 7 de febrero de 1934 y debido a la prohibición anticristera de poner nombres de santos a los poblados chiapanecos; finalmente, a partir del 4 de noviembre de 1943, de nuevo San Cristóbal de Las Casas (Trens, 1957: 157).
Como fue lo común en la fundación de pueblos españoles de la época, los barrios nacieron junto con la ciudad; fueron el cinturón humano que la rodeaba, y si bien en un principio la colonia procuró mantener separados a estos asentamientos de Ciudad Real de Chiapa, su población, compuesta por indios aliados o sometidos, sostenía una fuerte red de relaciones de esclavitud y servidumbre con los españoles conquistadores que habitaran las 12 manzanas y 18 calles del centro o “recinto” (Aubry, 1991: 25). Recinto y barrio serían las dos formas de asentamiento originales en la ciudad. Aquí se puede observar que el espacio físico del valle se transforma en un espacio social compartido, pero jerárquico y con obvias relaciones de dominación del español hacia los nativos. En términos de Raffenstin (2011) y su concepción del espacio como una “geografía del poder”, estamos frente a un espacio social donde coexisten la diversidad y la asimetría como formas de interacción cotidiana.16
Los barrios coloniales en un inicio serían Mexicanos, Tlaxcala, San Antonio, San Diego y Cuxtitali; y sus habitantes, en ese mismo orden: mexicas, tlaxcaltecas, mixtecos y zapotecas. Ninguno de estos grupos estaba al menos lingüísticamente emparentado con la población maya que habitaba el sureste mesoamericano; provenían del centro de México y arribarían a la región como la “tropa de a pie” del ejército español de Mazariegos. Cuxtitali, por su parte, se fundaría con mayas quichés, indios aliados que acompañaban a Pedro de Portocarrero, el otro capitán que llegaría a Chiapas procedente de Guatemala.17 Un nuevo barrio, el del Cerrillo, se formaría en 1549 con indios libres de filiación maya tzotzil que habían dejado de ser esclavos por decreto de la corona española. Los tzotziles, ahora como indios libres, serían los primeros aprendices de oficios en la ciudad (ver mapa 2: Los primeros barrios y su organización territorial).
Siguiendo un modelo urbanístico peculiar, del siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XX, la ciudad crecería de la periferia al centro, de los barrios al recinto, a través de un lento proceso de conurbación. A fines del siglo XVI, la mayoría de las casas eran de adobe y teja, material fabricado del lodo, y el número de españoles se había reducido pasando de setenta a cuarenta personas. Sería apenas hasta el siglo XVII que empezaría la edificación de lo que hoy constituye el patrimonio monumental de San Cristóbal. De la mano de su principal urbanista, el obispo Francisco Núñez de la Vega (1684-1706), será en este siglo cuando a decir de Aubry (30-
32) se transitaría de las “civitas rurales”, basadas en el estilo arquitectónico mudéjar, al concepto urbano barroco de sus iglesias e edificios públicos. Con ello, habría que agregar, la ciudad caminaría también de territorio a paisaje, entendido este último como el sedimento histórico resultado de la acción humana a través de muchas generaciones (Santos, 2000). Ciudad Real incorpora ahora a su geografía, un panorama citadino materializado con los estilos arquitectónicos de la época. Ya no sólo hay sociedad, sino también paisaje urbano que admirar.
Las transformaciones territoriales y la sobrepoblación
Si nos remontamos a los tres primeros siglos de vida de la ciudad (recordemos que San Cristóbal se funda con la categoría de villa en marzo de 1528), encontraremos que el período estará marcado por un crecimiento débil de la población, incluso en varios períodos negativo, sin sobresaltos ni migraciones importantes. Situada entre tierras de montaña de escasa vocación agrícola, en un suelo inundable, y sin otra posibilidad de vida que no fuera la expoliación de la
mano de obra indígena, Ciudad Real arribará a los albores del siglo XX como una ciudad de pobreza crónica, semiabandonada, de apenas 14000 habitantes, el mismo número de personas que nueve décadas atrás, en 1810 (Aubry, 1985: 57). Un sinnúmero de desastres naturales y políticos como inundaciones, epidemias, abandono, incomunicación, rebeliones indígenas, guerras intestinas entre conservadores y liberales, impedirían el crecimiento de la población durante el siglo decimonónico. Al estancamiento demográfico había que agregar el aislamiento geográfico, pues ante una ciudad relegada y sin caminos los comerciantes y viajeros optaban por la región costera del Soconusco como ruta para acceder a Centroamérica o al centro de México 18
Proclive a ser parte de las causas conservadoras malogradas de antemano, el corolario que cerraría con broche de oro las desgracias de Ciudad Real sería la pérdida definitiva de su condición de capital a fines del siglo XIX, categoría con la que había sido distinguida por la Corona desde 1536. Como es de suponerse, esta historia de vaivenes y reclusión, a contracorriente del ambiente liberal que se vivía en otras regiones de Chiapas, fue delineando una sociedad cerrada que reforzaba el criterio de que por naturaleza los ladinos pertenecían al tejido urbano citadino, insuficientemente integrado a la sociedad moderna y nacional, y los indígenas a una inercia ritual y agrícola, derivada del aislamiento rural y del modo de vida colonial. El olvido y las calamidades contribuirían a dejar fuera cualquier mundo cultural alterno.
Habría que esperar hasta el siglo XX para que concluyera ese prolongado estancamiento y las condiciones de San Cristóbal empezaran a cambiar. En promedio, hasta 1940, la población se multiplicará cada década, y después de esa fecha en que pierde el 16% de sus habitantes, la tasa de crecimiento poblacional se disparará al ritmo del 579%, (ibid.: 73). En términos del territorio, el curso de esta drástica transformación puede ilustrarse bien si comparamos la relación en cada época entre la mancha urbana y el área verde del antiguo valle (Ver Mapa 3: La mancha urbana en SCL (mapa satelital 1), y Mapa 2: la mancha urbana en SCLC (mapa satelital 2). Al arribar los españoles en 1528 todo era mancha verde. Los pocos pobladores establecidos habitaban los bordes altos del valle, aprovechando los recursos de las regiones templadas y calientes colindantes (Mariaca, 2005:7). Posteriormente, en el transcurso del siglo XVI, una parte de las tierras serían convertidas en tierras agrícolas y ganaderas para sobrevivencia de los nuevos pobladores; se criaba ganado ovino, vacuno y caballar, y se cultivaban trigo, hortalizas y frutales de clima templado. Pese a ello, al finalizar el siglo encontraremos únicamente 2 mil 075
habitantes asentados en el 3.37 % del valle. Todavía a mitad del siglo XIX, la mancha urbana de Ciudad Real albergaba a 10 mil 295 personas que consumían el 5.78 % del área natural (Aubry, op.cit.)
Sin embargo, 100 años después el saldo favorable a la mancha verde comenzó a invertirse. En 1973, la población se había triplicado y abarcaba el 13.1 % del territorio. En ese entonces, los asentamiento originales de los barrios, que en el pasado se habían expandido de la periferia al centro, habían alcanzado ya a los primeros humedales en las zonas bajas, pagando la ciudad en 1976 con su más grave inundación en lo que fue el siglo XX. Es el momento de la primera oleada masiva de expulsados de los pueblos y comunidades indígenas.
Contradiciendo lo que es lugar común, es en este lapso de historia reciente que la frontera entre indígenas y ladinos y sus respectivos territorios históricos se tornarán porosos y difusos. Aledaños al barrio tradicional, que con el término ladino forjó el rostro cultural urbano por siglos, emergerían fraccionamientos y colonias que para 1997 ocuparían ya más de la mitad del valle (ibid.). No sólo se incrementa el tamaño de la ciudad, pasando en 10 años, 1970-1980, de 32 mil 838 a 60 mil 550 habitantes (Censo General de Población y Vivienda, 1980), sino que el paisaje urbano se diversifica notablemente.
Como parte los significados de la irrupción del zapatismo en enero de 1994, es frecuente asumir que es a partir de esta fecha que San Cristóbal configura su aspecto poblacional y cosmopolita; no obstante, a mitad de los años 90 la ciudad sumaba 160 mil 729 personas, casi el doble de la de 1980 (INEGI, 2000), lo que muestra que el boom demográfico ya se había producido. De igual modo, para ese momento, el concepto de patrimonio urbano y el ciclo turístico de temporada alta-temporada baja están bien establecidos. Abundan los centros de investigación, los eventos académicos y políticos, los residentes extranjeros y las Ong´s; lo nuevo, quizás, sería la profundización del tono consumista, recreativo y de paso del centro histórico, así como la aparición (junto a grupos globalifóbicos y movimientos que reivindican, asesoran o apoyan al zapatismo) de un turismo vinculado a la ecología y las culturas alternativas.19
A partir de ese momento la quietud centenaria fue interrumpida por una serie de acontecimientos que colocarían su impronta en una ciudad acostumbrada a desafiar el cambio. Los imprevistos hechos, entreverados y en cascada, serán resultado del encuentro inevitable de
las propias contradicciones acumuladas regionalmente (migraciones, sobrepoblación, pobreza económica, conservadurismo y aislamiento social) con las nuevas tendencias de la cultura mundial. Ante la imposibilidad del comercio o del industrialismo autóctono en cierta escala, cancelada para el pequeño valle por razones naturales y políticas, San Cristóbal redefiniría su nuevo destino urbano sin engranar del todo con la vida económica y política nacional. Y es que más que sumarse a la certeza de “todo en Chiapas es México”, consigna gubernamental que en los años 70 intentaba convencer a los chiapanecos de su pertenencia a los símbolos del imaginario nacional, la ciudad enfilaría el esperado cambio estructural hacia un irregular nexo con las condiciones generadas por el mundo globalizado, el cual, al tiempo que entraba en una fase caracterizada por el socavamiento de toda forma de vida exclusivamente local y la reducción de las distancias culturales (el mundo en un pañuelo), 20 comenzaba paradójicamente a evidenciar signos de fragmentación.21
Se saltaría súbitamente de una incipiente modernidad, siempre aplazada por las instituciones nacionales, al presente transnacional. Como en la metáfora de Josefina Ludmer: “el salto dejaría un resto histórico, un futuro nacional que no fue”. La cultura transforma ese resto en temporalidad perdida porque salta hacia otro futuro”.22 Así, en lugar del consabido origen dual de la ciudad, producto de las barreras sociales y territoriales dispuestas por el orden colonial inicial en el siglo XVI, tendríamos ahora en el siglo XXI un sólo conjunto de voces disonantes locales y globales, que pese sus diversas raíces sería capaz de articular un precario pero efectivo equilibrio. Cuando la UNESCO da a conocer su veredicto sobre una eventual declaratoria de San Cristóbal como patrimonio cultural de la humanidad, en razón de lo que denomina “valores universales excepcionales”, varios de los elementos del cambio son ya visibles en la fusión inusitada de elementos propios y ajenos.23 Sucesos tales como el localismo exacerbado, las barreras étnicas y territoriales frente a la diáspora indígena, los humedales invadidos por los asentamientos irregulares, los conflictos físicos y simbólicos por los espacios públicos, el devastamiento de cerros por concesionarios de bancos de arena privados y la explosión demográfica como parte de una migración incontrolada, entre otros muchos, romperán la sincronía de antaño, marcando de ahí en adelante el ritmo estructural interno de la ciudad; simultáneamente, la complejización de la diversidad urbana con la llegada y establecimiento de extranjeros, la multiplicación del turismo, la hotelería, las agencias de viajes, las organizaciones
no gubernamentales, los centros académicos públicos y privados, las franquicias, los prestadores de servicios alternativos y los lugares masivos de consumo, proporcionarán el tono cosmopolita a un sector de la población de por sí ya heterogéneo, con intereses diversos y no siempre distinguible del provincialismo local.
En este marco estructural, de fronteras borrosas e inestables, es donde se forjarán las coordenadas materiales de la nueva ciudad. Un frágil cruce de caminos que no pudo caminar sin rupturas del pasado colonial a la modernidad.
Conclusión: del territorio al barrio como espacio imaginado
Con el fin del siglo XX y el advenimiento del siglo XXI, los referentes étnicos, asociados a la diversidad de lenguas y oficios económicos, habían perdido cualquier sentido de relación con la condiciones multiétnicas, plurilingüísticas y territoriales que distinguieron a San Cristóbal en el momento de ser fundada, iniciándose un proceso de reconfiguración de la identidad barrial que dejará sin efecto la noción de asentamiento territorial. El cambio, es importante destacarlo, no sólo radicará en el nuevo significado de la identidad barrial, basada ahora en cultos patronales, sino en la conformación de una extensa red ritual que a falta de mejor nombre aquí se denomina “espacio imaginado”.24 En un contexto donde la única disyuntiva era conciliar la continuidad de la cultura local con los embates modernizadores o perecer, el efecto visible de la ritualización de la vida de los barrios (ya sin territorio) fue el posibilitar la vigencia social de este espacio de origen colonial, otorgándole una nueva especificidad cultural. En el presente, y ya con sus signos de identidad renovados y actualizados, encontramos más de una centena de barrios recientes que no tienen que ver con la noción de territorios originarios (estos fueron desbordados al menos hace tres décadas), pero que han conformado una forma de identidad generalizada, donde sus pobladores reproducen la condición ladina (coleta, según otros ladinos) mediante una ininterrumpida actividad lúdica y religiosa.
Se puede aseverar que no existe hoy un asentamiento con la denominación de barrio que
no reproduzca la organización social y ritual alrededor de un santo patrono.25 Los barrios son distintos entre sí por su origen, historia, ubicación, tamaño físico, prestigio, población, modo de vida y patrimonio urbano; no obstante, el imaginario religioso y su espectacular despliegue en festividad masiva han logrado unir culturalmente a sus habitantes, subordinando o conteniendo
(aunque no eliminando) las diferencias económicas, políticas y religiosas.
Apropiarse de prácticas religiosas y transformarlas en vínculo simbólico de pertenencia implicó varias fases sucesivas. La fiesta patronal, antes de ser conformarse en ritual público, expresaba una devoción privada, y el ritual público, para instituirse en marca de identidad barrial, tuvo que dotarse de numerosas y diversas estructuras organizativas. Estos pilares sociales, ausentes en las celebraciones no barriales, se conocen con el nombre de “juntas”. Cada junta cuenta con funciones especializadas y se integran rigurosamente por sexo y edad. Los nombres más usuales de estas instancias son, por su importancia de menor a mayor: junta de señoritas, junta de jóvenes, junta del anuncio, junta de pólvora o polvoreros, junta de maitines o maitineros, junta procuradora y junta de festejos o junta mayor. El número de juntas varía según el tamaño del barrio y la antigüedad de su festividad, pero la naturaleza organizativa es la misma en todos los casos.
El ciclo festivo, de haber sido en su momento un calendario de seis meses para los barrios antiguos o mayores, en la actualidad se extiende a todos los meses, semanas y días del año. Ello traería consigo el desdoblamiento de las fiestas en nuevas dimensiones y prácticas. De constituir un discreto acontecimiento asumido como devocional, las celebraciones barriales han devenido en un ambiente de espectáculo que resignificaron el espacio físico del atrio y ganaron la calle. Esa transformación de la fiesta (hay que decirlo) en una especie de entretenimiento masivo, muy rentable políticamente, ha tenido su costo, provocando en varios casos la división barrial y la injerencia de autoridades locales.
Para concluir, y a propósito del espacio imaginado como un lugar social no exento de tensiones (es parte de su condición intrínseca), se puede decir que en el pasado el mundo sagrado alcanzó al mundo profano, ritualizándolo; en el presente, a partir de una lógica que se vuelve sobre sí misma, el mundo profano parece contradecir, sin eliminarlo, al mundo sagrado.
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Santos, Milton, 2000, La naturaleza del espacio. Técnica y tiempo. Razón y emoción. Barcelona: Editorial Ariel.
Weber, J., 2014 “San Cristóbal y sus alrededores, en San Cristóbal de Las Casas a través de los siglos. México: Porrúa, pp. 12-22.
Mapa 1: el municipio de San Cristóbal de Las Casas
Mapa 2: Los primeros barrios y su organización territorial
Nótese como los barrios del centro, encerrados en círculos, trazan un anillo que corresponde al primer ciclo tradicional de fiestas patronales. Fuente: Guía Comercial y Turística, 1992.
Fuente (Mariaca, 2005)
Mapa 4: La mancha urbana en SCLC (mapa satelital 2)
Fuente: (Mariaca, 2005)
Notas
1 A decir de Braudel, la sociedad sólo puede concebirse con el cambio, pero este se produce con diferentes ritmos y temporalidades. Los cambios más rápidos y efímeros son los del presente (ciclos cortos), y los más lentos aquellos que definen épocas con características estructurales bien delimitadas como, por ejemplo, el medioevo o el propio capitalismo (ciclos largos). El barrio, adaptando el concepto de Braudel a este escrito, se asemeja a una onda larga que recorre toda la historia de San Cristóbal, desde su fundación y pasado colonial hasta la actualidad. Su larga duración no obedece a una sustancia cultural mítica e invariable (es frecuente colocarle esa aureola cuando se alude a la ciudad con fines políticos y retóricos), sino a sus cambios de sentido, rápidos o lentos, según las circunstancias de la ciudad.
2 El texto es un avance de una investigación en curso denominada Territorialidad y fiesta en las configuraciones barriales. Del barrio como territorio al espacio imaginado.
3 Sabemos que la palabra “coleto” o “ladino” contiene un significado polémico, asociándose con
frecuencia a nativos de la ciudad que adoptan una postura racista y discriminatoria hacia la población indígena, e incluso también a los residentes de otras partes del país y extranjeros. Aunque reconocemos que el término requiere más reflexión y menos generalizaciones, en esta ponencia lo usaremos como un gentilicio para referirnos, con criterio descriptivo, a los sujetos que reivindican un sentido de pertenencia local, hayan nacido o no en la ciudad.
4 Por paradójico que parezca, en una segunda parte de la investigación se argumentará que la defensa
activa que el barrio de Cuxtitali (uno de los barrios coletos más antiguos) realiza de su entorno territorial, es la confirmación inversa del debilitamiento del lazo cultural entre territorio y barrio. Cuxtitali es uno de los primeros seis barrios de origen colonial y recientemente la reserva ecológica aledaña se ha visto amenazada, tanto por invasiones solapadas desde el gobierno municipal y estatal como por proyectos ecoturísticos empresariales. Estas últimas iniciativas, como los líderes del barrio han denunciado, provienen de agentes políticos locales, pero su naturaleza más amplia tiene sus raíces en el mundo global que ha descubierto en el turismo verde un gran negocio. Como era de esperarse, y sin cuestionar la organización social del culto patronal en honor al Dulce Nombre de Jesús, una gran cantidad de
cuxtitaleros (al menos los más politizados) se han movilizado para resguardar una reserva cuya importancia principal radica en que ahí se localizan los manantiales proveedores de agua al barrio a través del sistema Chupaktik.
En una ciudad donde una buena parte de los servicios es por barrio, la demanda por el control territorial y del agua deviene en central. Sin embargo, lo que llama la atención es como una reivindicación progresista en el plano político, se fundamenta con un discurso cultural que en la literatura antropológica ha sido señalado como esencialista, regresivo o conservador. Y es que como estrategia de lucha los voceros de Cuxtitali han advertido que el reclamo de la reserva no es únicamente un asunto de los habitantes del barrio, sino un llamado más profundo de los ancestros “abuelos”, guardianes del bosque y de las cuevas. Lo que en su momento demostraremos, es como la crisis urbanística y el conflicto por el control de los pulmones verdes y escasos humedales de la ciudad, derivaron, en casos especiales como el de Cuxtitali, en una lógica cultural que camina en sentido contrario al resto de los barrios. En Cuxtitali, después de haberse construido una de las redes rituales más sólidas y duraderas, se transita ahora del espacio imaginado a la restitución territorial.
5 El tema del barrio en San Cristóbal de Las Casas ya fue abordado en su relación con la identidad urbana “coleta” (Paniagua, 2003, 2014), y lo que se pretende ahora es mostrar el proceso a través del cual la identidad barrial se ha transformado en un espacio ritualizado sin fronteras físicas y geográficas, y cuyo alcance sólo depende de los clientes rituales de un culto patronal y su red devocional.
6 Según Gómez Maza (op.cit.) Huitepec significa “lugar de colibríes y Tzontehuitz “la montaña de árboles
con musgos”.
7 Pineda (2014: 49) agrega un nombre más: Tzequel (hoja verde, en maya tzotzil).
8 Una “cuenca endorreica” o “sistema de drenaje interno” es un sistema natural sin salida fluvial al mar, de ahí su característica de área pantanosa y húmeda. El agua permanece en el lugar, hasta que se infiltra o evapora. En el caso de San Cristóbal, el respetable tamaño de la cuenca y lo reducido del desagüe, ha sido de entrada (independientemente de otros factores) una causa histórica de las inundaciones en las llamadas partes bajas.
9 El hecho es importante para nuestros fines, pues de acuerdo a la definiciones de territorio de geógrafos como Raffenstin (2011) y Santos (2000), la humanización de un espacio geográfico y su transformación
en espacio social y territorio, sólo puede tener lugar mediante la acción humana que interactúa con el medio, adaptándolo a sus necesidades, haciéndolo producir y culturalizándolo.
10 El término Ecatepec es utilizado por Weber (op.cit.) para referirse a una de las elevaciones que bordean a Jovel. Está a un lado del Huitepec y con sus 2300 metros sobre el nivel del mar, sería el menor de los tres “volcanes de fuego” reportados por el autor. A partir del clásico, sus inmediaciones serán el asentamiento de un grupo de población conocida con el mismo nombre.
11 Las evidencias materiales de Moxviquil fueron localizadas principalmente por Franz Bloom en 1952, y
se exhiben en el museo del mismo nombre.
12 Las afirmaciones de Jerónimo de Cáceres contradicen el punto de vista según el cual la diáspora indígena actual a San Cristóbal representa el retorno al lugar que siempre habían ocupado en el pasado los pueblos mayas. Si nos atenemos a los datos arqueológicos ya planteados la afirmación no es exacta, pues lo que al parecer estaba poblado son los alrededores, más próximos a la tierra caliente que al valle.
13 Esta singularidad de la Villa se extendía también a comarcas cercanas donde la comunicación comercial entre agricultores hablantes de lenguas mayas se hacía también en náhuatl (De Vos, 2014).
14 El capitán Pedro de Portocarrero conquistaría un año antes, en enero de 1528, lo que hoy es la ciudad de
Comitán de Domínguez. A diferencia de San Cristóbal, el área era un extenso llano habitado por un pueblo maya-quiché y tzeltales que llamaban al lugar Balún Canán (lugar de los nueve guardianes o
estrellas). Al ser sometido por los aztecas en 1486, el pueblo sería conocido como Comitlán (lugar de alfareros, para unos, y donde abundan las fiebres del nahoa, para otros). Ese nombre, al castellanizarse, derivaría en el actual de Comitán. A pesar de su temprana conquista, Comitán fue catalogado por la corona española como un “pueblo de indios”, siendo hasta el 29 de octubre de 1813 que las Cortes de Cádiz le conceden la categoría de ciudad.
15 El decreto de la corona española anunciaba, además del nuevo nombre de Ciudad Real, el paso del
poblado de la categoría de villa a ciudad, ello con el fin (entre otras consideraciones) “que el dicho pueblo se ennoblezca y otros pobladores se animen a ir a vivir en él”. Cédula Real expedida por el rey de Castilla el 7 de julio de 1536 (citado por Trens, 1957).
16 Aplicando la metáfora de Deleuze y Guattari (2000), que remite a lo arbóreo como una estructura natural, vertical y excluyente, y al rizoma como una planta que se extiende de manera horizontal y sin partes principales, podríamos decir que el espacio social colonial carecía de la forma del rizoma, asemejándose al modelo arbóreo.
17 Como veremos más adelante, una versión más reciente (Viqueira, 2007) indica que por estar sujetos a
tributos, igual que el resto de los barrio de indios, Cuxtitali se habría poblado inicialmente con personas tzotziles de la región.
18 En un artículo dedicado a reflexionar las peripecias de la comunicación en San Cristóbal (desde los
traslados en mulas hasta el fallido intento de un aeropuerto local), Olivia Pineda (2007) da cuenta de este aislamiento al recordar que, hasta poco antes de la inauguración de la carretera Panamericana en 1943, el traslado a Tuxtla Gutiérrez seguía un camino de herradura “que pasaba por Zinacantán-Salinitas-El Burrero-Punta del Llano Ixtapa-La Era-Chiapa-puente Colgate-Tuxtla. Para llegar a Tuxtla, la duración del viaje, en carro, era de un día completo y a caballo, de dos jornadas (es decir, dos días)” (ibid.: 172).
19 La idea común es que la atención internacional transformó a un lugar periférico como San Cristóbal,
otorgándole diversidad y fama pública, a partir del hecho de que fue escogido por el zapatismo como el centro simbólico de su levantamiento. Con todo, Gerardo González, el mismo “trabajador, socio, fundador, asesor, e incluso directivo” de uno de los actores, las ONG’s (2002: 441), afirma que estas instituciones (estimuladas por las crisis económicas y políticas) ya se encontraban en abundancia y bien instaladas al menos desde la época de los desplazados centroamericanos en Chiapas, en los inicios de los años 80, haciéndose luego más abundantes en el período represivo del gobernador Patrocinio González Garrido, a finales de esa década. Atendiendo a que San Cristóbal es una ciudad pequeña, de clima benévolo, cosmopolita y con ubicación estratégica, asevera el autor, y “dejando atrás aquella vieja de ir a vivir al pueblo” (ibídem: 442), “San Cristóbal de Las Casas es considerada la capital de las ONG. En broma también hace apenas uno o dos años decíamos que en la calle de Adelina Flores y Nicolás Ruiz estaba la avenida de las ONG´s o el Cerrillo el barrio de las ONG´s (ibid.: 444)
20 Este momento de la globalización es definido por el sociólogo Roland Robertson (2000) con el término “fase de incertidumbre”, y constituiría la etapa más reciente de un largo ciclo globalizador que habría iniciado con el fin de la Edad Media y el inicio del Renacimiento, y luego continuado de modo expansivo en el siglo decimonónico y los primeros veinticinco años del siglo XX. En esta etapa, lo sobresaliente no sería la aguardada estandarización del mundo (la globalización de la cultura no significa homogeneización
de la cultura), sino el fortalecimiento simultáneo de las tendencias locales y las fuerzas globalizantes. El término acuñado para tal fenómeno sería el de “glocalización”. Posteriormente, Ulrich Beck (2001) precisaría el concepto como la imposibilidad de explicar lo local y lo global de modo separado; por el contrario, ambas nociones estarían imbricadas a tal grado que una es imposible históricamente sin la otra. 21 Aunque en cierto lenguaje posmoderno la multiplicación en el mundo de toda suerte de nacionalismos, etnicidades, separatismos, fundamentalismos, diferencias tecnológicas, informacionales, productivas,
religiosas, estatales remite a la metáfora de Geertz (2002) de un “mundo en pedazos”, Appadurai (2001) ha creado el concepto de “globalidad dislocada” para referirse, más que a una globalidad rota o caótica, a una “economía cultural global que tiene un orden complejo, dislocado y repleto de yuxtaposiciones que ya no puede ser captado en los términos de los modelos basados en el binomio centro-periferia (ni siquiera por aquellos modelos que hablan de muchos centros y muchas periferias)” (ibidem:7). Se trata de un escenario irregular y múltiple (étnico, mediático, tecnológico, financiero e ideológico) en el que se prueban fuerzas, se originan tensiones y se establecen arreglos entre los flujos culturales heterogeneizantes y homogeneizantes.
22 Citado por Díaz Raúl y Alonso Graciela (1998: 2)
23 En 1998, San Cristóbal ingresó a la lista indicativa nacional de la UNESCO a partir de lo que se argumentaría como “un armónico desarrollo urbano y un ejemplar equilibrio con el entorno natural”. Para el año 2000, el expediente fue retirado de la lista de espera por considerarse que no se tomaron las medidas necesarias para resguardar y preservar el patrimonio exhibido. A decir de Alejandro González Milea, miembro del Área de Patrimonio Mundial del INAH, uno de esos valores estaba representado por la arquitectura, “testimonio de fusión de materiales y técnicas tradicionales con cánones académicos que van desde elementos del siglo XVII, el barroco del siglo XVIII y elementos del neoclásico del siglo XIX”. (El Heraldo de Chiapas, 2005). Semejante herencia cultural habría sido irremediablemente alterada por acciones como las múltiples “intervenciones de las casas que han invadido patios, rompiendo esquemas tradicionales arquitectónicos” (ibid.).
24 El término “espacio imaginado” únicamente es nuevo en el contexto de investigación: M. Foucault (1985) en su célebre texto conocido como “los espacios otros”…
25 En alguna época (los años 70 del pasado siglo), los conjuntos habitacionales producto de los programas
gubernamentales de vivienda aparentaban sustraerse de ese círculo cultural. Era el caso de colonias como la 14 de Septiembre (construida para trabajadores del magisterio) la Infonavit- la Isla (pensada para trabajadores de una fábrica textil ya desaparecida) o la Infonavit Ciudad Real. Lo mismo sucedía con minúsculos asentamientos (varios de ellos en su momento irregulares) surgidos en los intersticios de los barrios tradicionales: 31 de marzo, Las Delicias, Altejar, San Ramón La Isla, La Merced La Isla, entre otros. No fue así, y en muchas ocasiones simultáneamente a la introducción de servicios urbanos, los establecimientos residenciales nuevos terminaron incorporando las formas de identificación ritual de los barrios viejos. Existen, incluso, ejemplos extraordinarios, donde un barrio chico como las Delicias (las Delicias nació en las inmediaciones de dos barrios coloniales, Cuxtitali y el Cerrillo, y uno del siglo XIX, Guadalupe) celebra una fiesta grande con dos cultos, el de La Virgen del Rosario y Jesús Resucitado.