Amapola Rangel Flores1
Palabras clave: textiles; plagio; comunidades indígenas; identidad; molas; Tlahuitoltepec.
En el imaginario mexicano, los pueblos indígenas están innegablemente ligados a los trajes, la música, los bailes, los rituales, y producciones de artesanías cerámicas y textiles que los identifican como grupo. Para propósitos de esta ponencia, se hablará exclusivamente de textiles, incluyendo tejidos y bordados, y de los diseños de los mismos. El gobierno, los antropólogos y las instituciones en las que ambos colaboran han pasado años fomentando el uso y la creación de textiles. Muchas de las técnicas que se usan o se fomentan tienen origen en tiempos prehispánicos (Stresser-Pean, 2016) y todos nos maravillamos con la habilidad de las mujeres que usan el telar de cintura con singular destreza, así como con la continuidad que aparenta el hecho de que se
1 Estudiante de las licenciaturas en Antropología Cultural y Relaciones Multiculturales, Universidad de las Américas Puebla. amapola.rangelfs@udlap.mx.
usen técnicas tan antiguas hoy en día. Apreciamos también las piezas textiles que ganan concursos del Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (FONART). Sin embargo, solemos ignorar las condiciones de vida de las comunidades que crean los textiles que muchos portamos por gusto, así como el significado detrás de los diseños y bordados que nos parecen simplemente “bonitos”. No pensamos en el tiempo, trabajo y esfuerzo invertido en una pieza textil y lo que ello puede significar en términos económicos para el ingreso de una familia. Lo que parece más importante es lo que los huipiles representan para los que los apreciamos de lejos. La vestimenta es una parte importante de la identidad de cualquier persona pues es un mensaje visual para el mundo sobre quiénes somos. También se adapta a nuestras necesidades y posibilidades; podemos vestirnos con prendas caras o que compramos de segunda mano, con prendas que son para una ocasión especial o para usar todos los días. La vestimenta, en este sentido, tiene dos funciones: de identidad y de función.
En años recientes se ha hecho notar que muchas comunidades están perdiendo sus tradiciones textiles y dejando de transmitir los conocimientos. Los textiles en las comunidades indígenas son creados y usados en distintos contextos, ya sean de uso diario, para fiestas y celebraciones, de gala, usos rituales, entre otros (Stresser-Pean, 2016). Los textiles creados para uso personal suelen distinguirse de aquellos creados para el comercio y el turismo, pues muchas veces el gusto del comprador no corresponde a la tradición local. En estos casos, se dejan de hacer textiles particulares de una población a favor de aquellos que representarán un ingreso para los fabricantes. Marta Turok (1988) explica que para que las tradiciones se mantengan, deben tener una función en la comunidad; “la creación artesanal es una creación colectiva ejecutada por individuos.” Parte de la función de los textiles que conocemos hoy era simplemente utilitaria; se usaban para vestir, aunque sí se hacían distintos estilos dependiendo de si eran de gala o dependiendo del estatus social de la persona que lo portaría (Lechuga, 1990). Con la apertura comercial y la introducción de la ropa maquilada en todos los sectores del país, los textiles en las comunidades indígenas pasaron a ser de uso ceremonial, hasta llegar a las generaciones jóvenes que han comenzado a desinteresarse por su uso y manufactura. Sin embargo, no se han perdido del todo y hay movimientos dentro de varias comunidades para rescatar el saber-hacer textil propio de cada lugar. Esto se debe a que los textiles y la vestimenta tienen también una fuerte función identitaria, creando marcadores de pertenencia a un grupo u otro.
Culturalmente, los textiles son el marcador de pertenencia de muchas comunidades y son un saber transmitido generacionalmente (Lechuga, 1990). Desafortunadamente, tienen también una historia manchada de discriminación y con connotaciones negativas de los indígenas que los usan ante el resto de la sociedad mexicana, por lo que podemos entender que se hayan dejado de usar y de reproducir. Durante un tiempo, perdieron su valor utilitario y dejaron de ser parte de una identidad que diera orgullo. Gracias a diversas acciones del gobierno y de movimientos de reivindicación desde los mismos pueblos, hoy esa identidad es algo que cohesiona comunidades. Si bien los textiles no son la única forma de crear identidad o de representar la pertenencia a una comunidad, son parte de la herencia cultural de muchos pueblos y que, con las luchas de identidad y reconocimiento, han retomado una posición representativa en las comunidades.
El trabajo textil indígena hoy es parte de la comercialización de artesanías y por tanto está sujeto a la demanda del tipo de textiles de moda, los cambios en las preferencias turísticas y la gran apertura de mercado que lleva estos productos a casi cualquier rincón del planeta. Los textiles indígenas están también sujetos a los regateos y precios cambiantes en los mercados que, por vender algo, las artesanas y vendedores cambian con la presión del comprador (Johnson, 2015). Esto es resultado de la poca valoración que se le da al trabajo textil y todo lo que implica. El alza en las ventas de textiles artesanales ha apoyado la economía de muchas familias pues producen textiles para vender al turista y tener un ingreso extra. Poder obtener un beneficio económico de los textiles es, también, una forma de hacer que este conocimiento y tradición tenga una utilidad para las comunidades y se siga transmitiendo (Johnson, 2015; Ramírez, 2014).
Marta Turok (1988) explica la disyuntiva entre artesanía tradicional y el cambio cultural. Una concepción fuertemente arraigada en cuanto a los textiles y las artesanías, en este caso indígenas, es que deben ser “tradicionales”, lo cual les pone el peso de la continuidad cultural. El supuesto es que, si no son como “los de antes” o “tradicionales”, entonces no valen lo mismo. Deben parecerse y tener marcadores que se parezcan a lo que un comprador espera al adquirir “una artesanía tradicional”. El problema con las artesanías es que, al ser producidas una a una y no reproducidas en masa, la uniformidad es prácticamente inexistente. Esto les da valor por ser piezas únicas, pero pone en duda la tradición detrás de su producción. Un factor importante a considerar es que, como todo en una cultura, la producción textil va cambiando con el tiempo y se adapta a las necesidades y deseos de las personas que lo fabrican (Johnson, 2015). Los textiles
de las comunidades indígenas tanto de México como de otras partes del mundo, han cambiado con las generaciones y es lo que los ha mantenido con vida.
Los textiles, sus técnicas de creación y las representaciones de cosmovisión y medio ambiente plasmadas en ellos, forman parte de la cultura y la memoria de los pueblos (Lechuga, 1990; Ramírez, 2014). La negociación con las demandas estéticas de los compradores, así como el cambio cultural al que toda tradición está sujeta, son cuestiones importantes a considerar al hablar de la protección legal necesaria para objetos que se comercializan a nivel mundial, sin marca y sin defensa. Las marcas registradas tienen patentes para sus productos que deben regirse bajo una estandarización de los productos y los modelos de los mismos. Todos son producidos de la misma forma y si sufren alteraciones, ya no están protegidos bajo la ley ni tienen el reconocimiento de la Propiedad Intelectual de un fabricante, según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (2016b). Los textiles indígenas son parte de un saber-hacer enseñado y transmitido generacionalmente, que sufre adaptaciones continuas a gusto de la mano que los crea (Turok, 2005). A pesar de ser distintos entre grupos, dentro de una misma comunidad también se pueden apreciar estilos diferentes y variaciones a diseños, colores, y formas en los tejidos y bordados. Esto hace que cada pieza sea distinta (Turok, 1998). Lo que se transmite son las técnicas y las generalidades de cada estilo, que cada generación va modificando y negociando entre el cambio y la continuidad; algunos elementos permanecen, otros cambian rápidamente. Estas adaptaciones e innovaciones son parte esencial de la existencia de los textiles mismos. Al ser parte de la identidad de un pueblo indígena, la propiedad es intelectual, es un saber-hacer, y es colectiva pues el saber pertenece a todos los miembros de dicho grupo.
Ni en la legislación mexicana, ni en los lineamientos de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) existe un rubro bajo el cual se pueda registrar un “concepto” o se contempla la propiedad a un grupo que cambia de integrantes continuamente. Esto se debe a que la ley en México y las leyes de Propiedad Intelectual solo contemplan registros estáticos y no consideran a un pueblo o grupo como creador de un tipo de producto intelectual tan sui generis como lo son los textiles. Esto ha traído problemas, sobre todo en años recientes en los que los medios digitales y las redes sociales le dan un alcance viral a denuncias que antes podían ser una pequeña nota en un periódico y pasar a ser olvidadas. Los plagios a los diseños de los textiles indígenas han sido una problemática en diferentes países, llevando a un plano internacional
conflictos internos de un país con comunidades indígenas, y de los huecos legales que los Estados tienen en materia de protección a estos grupos étnicos. Dependiendo del país, se han manejado de manera distinta, también dependiendo de las acciones que las propias comunidades han tomado al respecto. Hablaré de dos casos importantes, uno por el impacto mediático que tuvo y las acciones que se derivaron de él, y el otro por la relevancia como precedente jurídico para establecer que hay formas de llegar al reconocimiento de la propiedad intelectual de grupos y pueblos indígenas.
En enero de 2015, a través de redes sociales, comenzó a circular la noticia del plagio de la blusa xaam nïxuy de la comunidad de Santa María Tlahuitoltepec Mixe, Oaxaca. Susana Harp, a través de una publicación en Twitter denunció que se estaban vendiendo blusas mixes en una tienda estadounidense, bajo la marca de una diseñadora francesa llamada Isabel Marant. Fue un caso muy comentado en espacios nacionales e internacionales. Las autoridades de Tlahuitoltepec hicieron un pronunciamiento en el cual especifican que la blusa es parte de la identidad de la comunidad y acusaron a Isabel Marant de plagiar el diseño sin dar crédito a la procedencia del mismo (Castillo, 2018). La diseñadora francesa no admitió el plagio ni la “inspiración” hasta que otra marca, Antik Batik, la demandó por copiarle los diseños. Ambos habían cometido plagio. Lo preocupante de este caso es que no fue la denuncia de la comunidad, o de la inexistente acción del gobierno mexicano, sino una demanda legal de otra marca, ante la que sí tenía posibilidades de perder, que Isabel Marant explicó el origen de su inspiración para deshacerse del problema legal.
La blusa de Tlahuitoltepec ha incrementado su valor comercial desde que el tema del plagio se empezó a dar a conocer, algo que ha beneficiado a la comunidad y a las artesanas que producen blusas para la venta al público. Esto no quiere decir que es gracias al plagio que la blusa empezó a circular en medios internacionales, pues la Banda Filarmónica de Tlahuitoltepec ha estado en encuentros en diversos países y la blusa se ha comercializado desde hace años. En este tipo de eventos, la blusa es siempre portada por las mujeres de la comunidad pues es parte de su identidad (Castillo, 2018). La popularidad de la prenda se disparó por la indignación de la comunidad y la mediatización del caso, llamando la atención de la sociedad civil, aunque poca del Estado. Esto también ha pasado con otros casos de plagio, ya que los productos plagiados se
vuelven objetos populares y esto los revalúa en el mercado. Sin embargo, este incremento en la popularidad no alcanza para empatar la diferencia de ganancias que obtienen las marcas sobre lo que obtienen las artesanas. Mientras que a una mujer que vende blusas en un mercado, un bazar, en una pequeña tienda, o en de voz en voz, se le negociará el precio de la prenda, ni a Antik Batik o a Isabel Marant se les cuestionó el elevado precio de sus mercancías. Hay un contraste entre cómo se concibe la producción artesanal como variante y negociable, con cómo se toma por sentado la fijación de los precios de las boutiques de moda. Al no tener una protección legal, las marcas pueden aprovechar la “inspiración” y ocupar el nicho de mercado de la moda etno-chic, y comercializar este tipo de prendas con una ganancia segura y elevada. La disparidad, con una ley que reconociera y promoviera la protección de los textiles como creaciones comunitarias y a quienes se les debe el reconocimiento de la autoría, se vería reducida.
El caso de Tlahuitoltepec es importante porque fue uno que hizo sonar la problemática de los plagios textiles en el mundo. Posterior a la denuncia del plagio, las autoridades de la comunidad realizaron un pronunciamiento en el que se le invitaba a Isabel Marant a conocer la comunidad y la manufactura de la blusa dentro de su contexto. El pronunciamiento incluye una descripción de la blusa y sus elementos como parte de la identidad de la comunidad y denuncia el despojo de parte de la identidad de la comunidad. El llamado que ellos hicieron no fue solo hacia Isabel Marant, sino que incluyeron al Estado Mexicano, a las autoridades locales, a los sectores públicos y privados, a los pueblos indígenas y a la sociedad civil. Los puntos que incluyeron en el pronunciamiento acusan el plagio de Marant, pero también explican que la blusa no tiene una sola forma de confección o diseño pues se trata de una tradición viva y no incluye la autoría de una sola persona (Pronunciamiento de la Comunidad, en Castillo, 2018).
Imagen 1. Blusa de la colección Etoile de Isabel Marant, como fue publicada en su sitio web. Foto: Animal Político.
Imagen 2. Ejemplo de blusa tradicional de Santa María Tlahuitoltepec. Foto: Animal Político
Santa María Tlahuitoltepec es una comunidad que se rige bajo Sistemas Normativos Internos, o por usos y costumbres. Tomando sus propias medidas, no persiguieron el litigio en el aparato legal mexicano ni internacional (Castillo, 2018). María del Carmen Castillo, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Oaxaca, relata que se le fue encomendado el peritaje antropológico sobre la blusa después de que el entonces presidente municipal le encargara al INAH la realización del mismo. Sus condiciones para realizarlo fueron que se incluyera a dos personas de la comunidad que seguían el caso de cerca y que el dictamen se publicaría una vez que fuera aprobado por la comunidad. El peritaje reiteró lo que se había dicho en el pronunciamiento y declaró que la blusa es usada por mujeres de todas las edades, en diferentes contextos y que tiene representaciones variables, y llama al reconocimiento de la prenda como propiedad intelectual de la comunidad (Castillo, 2018).
Este caso no llegó a ninguna corte, nacional o internacional, pero sí llegó a oídos de la sociedad civil alrededor del mundo. En México, este caso hizo sonar muchos otros y que, a partir de la denuncia en ese primer tuit, las redes sociales se hayan convertido en una vía de denuncia para plagios de marcas extranjeras. Desde el 2015 se han comentado los casos del vestido de San Antonino de Velasco, Oaxaca, plagiado por la marca argentina Rapsodia, o el caso del 2017, en el que Mango fue acusada de copiar diseños de los lienzos de Tenango de Doria, Hidalgo. El
movimiento que ahora se da dentro de las comunidades es el de reconocer la producción textil como identidad y buscar el reconocimiento legal de la creación cultural como propiedad intelectual colectiva.
En las costas de Panamá y Colombia, en la región de Gunayala, los indígenas guna1 han logrado algo que en México todavía parece lejano. Gracias a la Ley Reguladora No. 20 del 26 de junio del 2000, los pueblos indígenas de Panamá2 tienen un reconocimiento ante la ley como creadores de cultura material colectiva (Castillo, 2018). Esta ley permitió al pueblo guna, a través del Congreso General Guna, lograr la protección legal contra la reproducción y comercialización de sus diseños textiles. A pesar de que esta ley no protege completamente la producción textil, sí se ocupa de prohibir la reproducción de las imágenes de las molas y otorgarle la propiedad intelectual al pueblo y no a una persona o entidad de gobierno. Es decir, no se puede comercializar la imagen o semejanza de una mola, y un textil no puede llamarse mola si no es fabricado por un miembro de la comunidad guna.
Una mola es un panel, hecho con varias capas de tela sobrepuestas y cortadas para crear un diseño. Dependiendo de la precisión de la costura, las capas de la tela y el diseño, el valor comercial cambia. Las molas se han ido adaptando a la migración de sus productoras y las demandas de los turistas que las compran (Marks, 2012). Las molas más “tradicionales” presentan diseños geométricos y simétricos. En algunos diseños más “modernos” se puede apreciar en los paneles diseños con figuras más definidas de animales u objetos de uso común, manteniendo la idea geométrica pero no tan estricta como en las molas tradicionales. Un tercer tipo de mola son las que se hacen más para turistas, que representan imágenes de personajes, caricaturas, o animales. Estas últimas pueden ser de una sola tela con las figuras cosidas de manera superpuesta y no conservando la técnica del appliqué reverse (Marks, 2012). A pesar de la variación de técnicas, estilos y diseños, las molas siguen siendo molas y están todas protegidas como propiedad intelectual del grupo guna. El Reglamento de Uso del Derecho Colectivo de “Mola Kuna Panamá” hace explícito que los diseños no son estáticos y están sujetos a innovaciones y cambios que no les quitan el hecho de ser parte de la propiedad intelectual de la comunidad. También se dice que los titulares de estos diseños son los integrantes del pueblo guna
de Panamá, especialmente las mujeres productoras de las molas.
Imagen 3. Detalle de mola guna, en donde se aprecian tres capas de tela (rojo, negro y naranja), y superposición de otras telas de colores para los detalles. Foto: Amapola Rangel Flores.
La tienda Franklin Panamá es, al día de hoy, la única marca que goza del permiso de reproducción de diseños de molas guna para su impresión y comercialización en telas y productos estampados. Ana Débora Anaya, propietaria de la tienda y la promotora principal de la obtención del permiso del Congreso General Guna, buscó durante un año y medio la licencia bajo la que ahora vende sus productos. Es un concepto de tienda para un público de alto ingreso. Los estampados en finas sedas italianas se comercializan en formas de pañuelos, corbatas, paraguas y moños de vestir. Cada colección está inspirada en una mola, que Anaya elige con permiso de la creadora o artesana. La marca debe pagar regalías anuales al Congreso General Guna que se derivan de las ventas de los productos con diseños guna. Ella promociona sus artículos como panameños, a pesar de ser fabricados en Italia, pues la tienda, su origen son panameños. En una charla personal que tuve con ella mencionó que las molas en realidad son molas porque son guna, no tienen una nacionalidad política pues el pueblo guna está en territorio adjudicado a Panamá y
otro tanto a Colombia. Lo importante es la manufactura guna, no la nacionalidad. Esto le da una propuesta de valor única a su marca y a su modelo de negocios. Tanto la marca como el Congreso General Guna y las comunidades que representa se ven beneficiados de este intercambio comercial.
Otro caso interesante es el de la tienda Karavan, que es parte de la Fundación MuaMua, quienes se dedican a promover las artesanías guna. En la tienda se venden productos de artesanos guna, incluyendo molas, para que las personas de las comunidades vean que se puede obtener un ingreso de lo que hacen y así los jóvenes y otras personas de la comunidad se animen a aprender. También apoyan, pero no organizan, talleres para la enseñanza de técnicas artesanales. La idea es que las propuestas e inquietudes por aprender y transmitir surjan de las mismas comunidades para que conserven lo que les es útil y forma parte de su identidad, no lo que alguien externo considere necesario conservar.
En las calles de la Ciudad de Panamá se encuentran cientos de puestos y tiendas que comercializan productos con molas, cosa que no está sancionada por el gobierno. Estos productos son fabricados después de adquirir molas de las artesanas e incorporarlas a artículos de uso común como bolsas, monederos, zapatos, guantes de cocina, entre otros. Las molas que se usan para estos artículos no son directamente lo que las mujeres guna usan en sus blusas. Hay una diferencia entre lo que ellas producen para uso personal y lo que hacen para venta a turistas o mayoristas. Esto no les quita el valor de artesanía a ninguna de las dos, pero sí crea una distinción en los paneles y en lo que se produce con ellos. La ley del 2000 prohíbe la reproducción de los diseños de las molas, pero no sanciona cómo se utilizan los paneles una vez adquiridos.
Este caso del uso de una ley para establecer un reglamento para proteger la producción material de un grupo indígena, es un caso de éxito en cuanto a dar los primeros pasos en dirección de la protección de los textiles indígenas y sus diseños. En la práctica hay errores, fallas y huecos, pero a raíz de un plagio, se promovió la ley y el reglamento que ahora protege los textiles y artesanías. El pueblo guna ha logrado determinar los parámetros bajo los cuales se comercializan los textiles que las mujeres de su pueblo fabrican, dándoles un valor utilitario, identitario y comercial, todo a beneficio del grupo mismo.
En los últimos años se han dado a conocer más y más plagios a diseños de comunidades indígenas de diversas partes del país por marcas de todo el mundo. El gobierno mexicano no ha realizado pronunciamientos específicos ni tomado acciones legales concretas para proteger el patrimonio cultural de los pueblos indígenas que tanto celebra en promocionales turísticos o como parte de la imagen nacional. Los pueblos indígenas de México parecen ser reconocidos solo cuando aportan algo a la imagen nacional, lo cual limita muchas prácticas al folclor y no al reconocimiento de la diversidad cultural y todo lo que ello implica dentro de la normatividad mexicana.
En materia de derecho internacional público, México es uno de los principales signatarios de tratados y convenios en el mundo, pero muchos no los cumple al pie de la letra por la falta de la coercitividad del derecho internacional. Un ejemplo es el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, firmado y ratificado por México, que reconoce a los pueblos indígenas como sujetos creadores de propiedad intelectual. Otro mecanismo es la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Pueblos Indígenas, o los acuerdos y convenios de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en ingles). El Convenio 169 de la OIT es un documento que ha sido utilizado por pueblos indígenas en defensa de sus territorios y cuestiones culturales; el convenio fue citado en el pronunciamiento de Tlahuitoltepec con el plagio de Marant, y fue incluido en el preámbulo de la ley que avaló la creación intelectual colectiva de los pueblos indígenas de Panamá.
En materia de derecho normativo nacional, el Estado mexicano cuenta con una ley para proteger derechos de autor y la propiedad industrial, pero en ellas no se contempla el conocimiento cultural. La Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), en el 2011 realizó una consulta a comunidades indígenas sobre la creación de una ley para proteger los conocimientos culturales. El estudio fue publicado y la aplicación del mismo no se ha visto hasta la fecha. El estado de Oaxaca, por su diversidad cultural y legislación estatal, se considera el más avanzado en leyes para los pueblos indígenas. Bajo la Ley de Usos y Costumbres de 1995, y la Ley de Derechos de las Comunidades Indígenas de 1998, Santa María Tlahuitoltepec se rige justamente sobre usos y costumbres, lo que alcanza para que, a pesar de no haber tomado acciones legales contra Marant, el pronunciamiento de la comunidad fuera
acusación suficiente. Este plagio sentó la base para la denuncia de otros casos y atrajo la atención nacional e internacional a la problemática que enfrentan las comunidades indígenas en cuestiones de derechos y propiedad cultural.
En materia de realidad, los instrumentos legales que el Estado mexicano tiene a disposición de los pueblos indígenas son pocos e insuficientes. Algo que se debe tomar en cuenta es la diferencia entre decir y hacer. El derecho internacional solo tiene carácter vinculatorio cuando la resolución o acuerdo emerge de una corte internacional y es aceptado por el Estado en cuestión. En todos los otros casos, ya sean tratados, acuerdos o convenios, el derecho internacional se basa en principios de buena fe y carece de poder coercitivo. Esto quiere decir que, a pesar de que México firme tratados y convenios en materia de derechos de los pueblos indígenas, el Estado no está obligado a cumplirlo realmente. Sin embargo, cada acuerdo y convenio que México firma se puede convertir en un mecanismo para los pueblos indígenas para lograr el reconocimiento de su propiedad intelectual como grupo.
El caso de los guna en Panamá es particular porque su sistema jurídico y organización política es reconocida por el gobierno y tienen un órgano que regula sus actividades. El Congreso General Guna representa cómo la pluralidad jurídica puede funcionar y coexistir con un Estado. En México, los usos y costumbres, ahora llamados Sistemas Normativos Internos, tienen conflictos con los temas de jurisdicción del Estado en el que se encuentran las comunidades. Sin entrar mucho en el tema, algo que es importante notar parte del éxito en el caso de las molas guna en Panamá es la forma en que sus instituciones se relacionan con el gobierno panameño. El proceso de creación de los registros incluyó consultas del Congreso con las comunidades, que eran después comunicadas al gobierno (Arenas, 2010).
Un error común al tratar problemáticas de pueblos indígenas es la homogenización de los pueblos y las comunidades, como si todos vivieran las mismas situaciones y de la misma forma. Desde la firma del Convenio 169 de la Organización Mundial del Trabajo, México ha tenido de echar mano cada vez más de peritajes antropológicos para determinar la pertenencia y se usan a manera de prueba en procesos legales y judiciales (Wallace en Castillo, 2018). Estos peritajes son una herramienta importante cuando se trata de pronunciarse en contra de los plagios como el de Tlahuitoltepec. En realidad, no debería darle mayor validez que un antropólogo evalúe la veracidad de lo que dice una comunidad, pero si va a apoyar en algo que el peritaje se realice, es
un elemento más en la construcción de un caso contra el plagio que los haya afectado.
El problema legal que enfrentan los pueblos indígenas respecto al plagio es mucho más profundo que simplemente la copia de diseños por marcas internacionales. La verdadera problemática tiene que ver con el lugar que se les da a los pueblos indígenas en el discurso nacional pero el poco apoyo que se les brinda cuando las mismas tradiciones que celebramos y estudiamos están en riesgo. El plagio de los textiles debería poder llevar a acciones legales para que tanto las comunidades y los artesanos, a quienes pertenecen los diseños, el conocimiento y el saber-hacer de los textiles, puedan defenderse ante estas afectaciones.
Cuando se levanta esta discusión siempre salen los temas de las marcas colectivas y las denominaciones de origen. Ambos presentan problemas y acentúan problemáticas, pues lo que se está haciendo con estos mecanismos ya existentes en diversos sistemas jurídicos y en el plano del derecho internacional, es adaptar a las comunidades indígenas a conceptos y formas que no alcanzan a cubrir lo que se necesita proteger.
Según la Organización Mundial de Propiedad Intelectual (OMPI), de la que México es parte desde 1975, las expresiones culturales tradicionales, dentro de las que se encuentran “los diseños, símbolos y representaciones” de la cultura, pueden protegerse bajo marcas colectivas, denominaciones de origen, o derechos de autor. Los derechos de autor simplemente se quedan a leguas de poder aplicarse pues solo aplica a un tipo de producto, estático, sin posibilidades de cambio o innovación y con un único propietario. Las denominaciones de origen aplican a bienes que se producen en un lugar geográfico determinado, pero en ese caso los guna estarían en un problema pues las denominaciones de origen deben corresponder a un país. Entonces, ¿serían de Panamá o de Colombia? La denominación de origen es perfecta para productos como el tequila, no para tradiciones culturales cambiantes.
La OMPI, en un documento titulado La Propiedad Intelectual y la Artesanía Tradicional especifica que para las artesanías tradicionales existen dos rubros: las marcas colectivas y las marcas de certificación. Las marcas colectivas deben tener un propietario, que puede ser una empresa o una cooperativa, y se distinguen por reconocer el origen geográfico, material y modo de fabricación de bienes (OMPI). Podría considerarse un mecanismo apto para registrar y proteger legalmente los textiles de los que se ha hablado en esta ponencia. Sin embargo, al necesitar estar registrados bajo un propietario, que podría ser una cooperativa, sigue dejando de
lado otras cooperativas presentes o futuras y obligaría a los artesanos a pertenecer a un mismo para poder conservar su tradición textil. La OMPI explica que cualquier persona puede hacer uso de la marca colectiva, pero esto deja abierto a que se mal use esa pertenencia a una región, no a un grupo indígena particular. Los pueblos indígenas no corresponden a un solo espacio delimitado y las tradiciones no se contienen en pueblos o lugares particulares. Las marcas de certificación se usan en casos como el de las molas, pues se supone que debe entregarse un certificado de autenticidad con las molas “originales” para evitar las imitaciones baratas. Durante mi estancia en Panamá, compré molas a las mujeres guna y me acerqué a preguntar en mercados de artesanías de “imitación barata”. Si me preguntan cuántas molas que compré de una mujer guna venían acompañados de un certificado de autenticidad, les tendré que decir que ninguno, igual que las cosas que cualquier turista compra en los bazares donde se encuentran imitaciones de artesanías mixes, tsotsiles, wayüu, emberá, guna, por nombrar algunos.
Estas categorías, y las otras que existen bajo el concepto de Propiedad Intelectual, han demostrado ser insuficientes para la protección de los saberes y tradiciones de las comunidades indígenas alrededor del mundo, por lo que la OMPI ha designado un Comité Intergubernamental para crear un mecanismo que abarque las creaciones intelectuales y propiedad cultural de los pueblos (OMPI, 2016a). La organización no se encarga en sí de registrar lo que llaman expresiones culturales tradicionales, o los conocimientos tradicionales, pero sí promueven el registro y la catalogación de los mismos, de mano con la UNESCO, con el fin de salvaguardar el material cultural intangible. Según la OMPI (2016b), la catalogación de estas expresiones y conocimientos tradicionales puede ayudar a protegerlos contra su reproducción no autorizada y apoyar al comercio que beneficie a los productores.
La desaprobación de la reproducción y el plagio textil se cuestiona desde puntos que tocan en la moralidad de las grandes marcas internacionales, más que en la legalidad del hecho. Desafortunadamente en México y en muchas partes del mundo, los pueblos indígenas y sus particularidades no fueron consideradas en la creación de leyes y mecanismos de protección de la Propiedad Intelectual, que se enfocó en sus inicios a cuestiones industriales y de protección de invenciones para uso comercial. La Propiedad Intelectual todavía tiene mucho que aclarar,
especialmente cuando aquellos que están bajo la protección de una marca, un derecho de autor, u otro rubro, se aprovecha de aquellos que todavía no entrar dentro de las especificaciones de la OMPI y otros organismos internacionales proponen para la protección de la cultura material e inmaterial.
Al convertirse en productos comerciales y turísticos, los textiles indígenas pasan de ser producciones culturales en vías de extinción, a retomar su función como parte de la identidad comunitaria y a tener un renovado valor utilitario y económico. Los casos de plagio que se han dado recientemente han llamado la atención hacia el problema del vacío en la ley mexicana sobre la propiedad intelectual de los pueblos indígenas. Hacer los cambios necesarios para que esto sea un tema protegido implica reformas en la Constitución, y la creación y aprobación de leyes, lo cual es un procedimiento jurídico extenso y complejo. Sin embargo, la presión de la sociedad civil y el pronunciamiento de las comunidades indígenas en contra del plagio y, con esto, la búsqueda del reconocimiento legal de su propiedad intelectual son los primeros pasos. Con antecedentes como el caso de las molas guna en Panamá, se puede plantear el camino que México podría seguir, haciendo las modificaciones necesarias para adaptar el proceso al contexto y situación política y social del país. Los textiles indígenas merecen la protección y lo que falta es la acción colectiva para que sean legalmente reconocidos como lo que son: propiedad intelectual de un grupo y parte importante de la identidad de los pueblos indígenas.
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Notas
1 Para fines de esta ponencia emplearé el término guna con la gramática que el grupo mismo determinó para su denominación. En casos en los que se cita literatura o artículos con el nombre del grupo, se usará el que el autor de dichas publicaciones haya empleado.
2 En este caso solo se considerará el sistema legislativo de Panamá, a pesar de que el pueblo guna también cae en parte bajo jurisdicción colombiana.