Noelia Ávila Delgado1 y Andrea Bianchetto2
Palabras clave: movimientos sociales; protesta social; represión; espacio público; militarización.
En los estudios sobre movimientos sociales poco se ha reparado en la importancia que han tenido las diversas estrategias de desmovilización y control instrumentadas desde los distintos ámbitos del poder. Al margen de la definición política de los gobiernos, en cada caso existe una política
2 Estudiante del Doctorado en Sociología Rural, Universidad Autónoma Chapingo. Líneas de investigación: Estado y movimientos sociales; defensa de la tierra y territorio. Correo-e: balamblanco24@gmail.com.
particular encaminada a controlar, neutralizar, minimizar o administrar la protesta y los movimientos sociales. Es en este marco amplio que emerge la necesidad de observar los actuales modelos represivos y de contención de la protesta implementados en México, entre los cuales destaca el identificado con el nombre de “incapacitación estratégica”.
Con la emergencia del Movimiento Global contra el capitalismo neoliberal a principios de la década del 2000, las tácticas y estrategias de las policías europeas, pero también latinoamericanas, han venido evolucionando hacia la utilización de medidas cada vez más coercitivas y militarizadas, significativamente distintas al modelo anterior basado en la gestión negociada y la resolución pacífica de los conflictos. Así, tanto en Seatlle (1999), como en Génova (2001) y Escocia (2005), se constata la implementación de dos modelos de intervención policial basados en tácticas militares enfocadas particularmente en la gestión y el control del espacio público. Si bien, como mostraremos más adelante, en los dos primeros casos se recurre a técnicas más duras, de choque y dispersión, mientras que en el tercero se privilegian las formas más discretas que intentan reducir las posibilidades de confrontación. Lo anterior confirma que efectivamente en el lapso de las dos últimas décadas, a escala global los modelos policiales de control de la protesta han venido evolucionando hacia la utilización de medidas cada vez más coercitivas y militarizadas, con las cuales se ha intentado trascender el mantenimiento del orden público tradicional basado en la negociación y en la neutralización de los conflictos por otras vías, más allá de la coerción.
De esta forma, en México actualmente se constata la implementación de un modelo de intervención policial basado en tácticas militares enfocadas particularmente en la gestión y el control del espacio público, cuya característica más notoria es que condicionan absolutamente tanto la movilidad como la visibilidad de los manifestantes a través de técnicas como “muros” y “vallados” en una lógica de militarización que construye “teatros de guerra” -de ahí el nombre “incapacitación estratégica”-.
Estos nuevos modelos simultáneamente recurren al uso de técnicas de mantenimiento del orden público a distancia (stand-off), cuya labor es controlar los movimientos de entrada y salida de los activistas a ciertos espacios considerados estratégicos, además de la utilización de los llamados “encapsulamientos”. A partir de estas innovaciones, en nuestro país se ha generado una ruptura que ha significado el incremento en el nivel de los enfrentamientos entre las fuerzas del
orden y los grupos opositores al gobierno, pues de simples choques o pequeños combates con la policía, se ha pasado progresivamente a auténticas batallas campales con escenas de guerrilla urbana, lo que hace patente que uno de los signos de estas luchas ha sido en efecto el de la disputa por el espacio público. Todos estos cambios han contribuido a hacer de los cascos urbanos de las ciudades los escenarios privilegiados de los conflictos, bien por los enfrentamientos entre manifestantes y policías o bien por la presencia de la pura y simple represión (Iglesias, 2008: 485).
Abordar el tema de la gestión del espacio público para el control de la protesta en el momento actual nos remite necesariamente al tema de la militarización. Como refiere Ana Esther Ceceña este es proceso complejo y heterogéneo en el que participan distintos actores sociales y políticos - no únicamente los militares-, y que a su vez abarca distintas dimensiones que van desde la ocupación del territorio y la instalación de bases militares, hasta la construcción simbólica que incluye la creación de sentidos y el manejo de imaginarios (Ceceña, 2007: 59). De esta serie de procesos relacionados con la militarización, en nuestro caso es necesario poner de relieve la variedad de mecanismos a través de los cuales las lógicas y prácticas militares van penetrando en las instituciones civiles, entre otras, las policías -que gradualmente adquieren entrenamiento, armamento y tácticas de tipo militar- y que a su vez promueve la intervención directa del ejército en las tareas de seguridad pública.
Sobre este tema, el sociólogo español Eduardo González Calleja (2006) ha realizado varias aportaciones importantes, entre otras, el señalamiento de que en las sociedades actuales se percibe una utilización creciente de los recursos y de los principios de orden castrense para reprimir la disidencia política, bajo coartadas como las doctrinas militaristas de la “seguridad nacional”, la “seguridad interna”, la “contrainsurgencia”, la “guerra contrarrevolucionaria” o la “lucha contra el terrorismo”, que saturan a su vez de retórica belicista al Estado, los medios de comunicación y la sociedad en general (González, 2006: 14).
Con la emergencia del Movimiento Global contra el capitalismo neoliberal a principios de la década del 2000, las estrategias y tácticas de las policías europeas, pero también latinoamericanas, se caracterizaron precisamente por su gestión del espacio público. Así
comenzaron a implementarse técnicas de “muros” y “vallados” en una lógica de militarización que construye “teatros de guerra” (Iglesias y Asens, 2005: 45). De la forma clásica de mantenimiento del orden público se pasó entonces a la militarización del espacio público como en los tiempos de guerra abierta; de modo que progresivamente fueron unificándose las funciones que implican el uso de la fuerza, pero con otros fines, -como la función militar orientada en principio a la protección social del Estado frente a amenazas exteriores-, que en esta nueva fase comenzó a ser dirigida a los “enemigos domésticos” (González, 2006: 17).
A lo largo de esta década, en la mayor parte de los países europeos y de América Latina la función militar se fue integrando gradualmente a la nueva estructura de mantenimiento del orden público, que parecía más flexible y adecuada para el control de las disidencias políticas generadas en el contexto de la profundización del paradigma neoliberal y de las llamadas reformas estructurales. Diferentes autores coinciden en señalar que este proceso condujo a una redistribución del poder que a su vez se tradujo en un nuevo escenario caracterizado por la gran asimetría de fuerzas, visible, por un lado, en la fragmentación y la pérdida de poder de los sectores populares y amplias franjas de las clases medias y, por el otro, en la concentración política y económica de las elites internacionales en el poder (Svampa, 2007: 2). Esto significó tanto la acentuación de las desigualdades preexistentes, como el surgimiento de diferentes núcleos de tensión que demandaron la creación de variadas formas de control y disciplinamiento social, entre otras, la elaboración de un nuevo modelo de represión policial de corte más agresivo y coercitivo, el cual fue reemplazando poco a poco al modelo de “gestión negociada” vigente en las décadas previas (Della Porta y Diani, 2011; Della Porta y Fillieule, 2007).
De este modo, el nuevo ciclo de protestas abierto tras las movilizaciones de Seattle en noviembre de 1999, engendró a su vez un nuevo ciclo de represión policial que tiende a militarizar el espacio público. Esta militarización tiene lugar tanto en términos organizativos -de armamento, adiestramiento y formación de los cuerpos especiales para la gestión de las situaciones de mayor peligro- como de control espacial, con el recurso a nuevas técnicas como la de los “muros”, “perímetros”, “fronteras cerradas” o “zonas rojas”. Como refiere Pablo Iglesias, este tipo de tácticas funcionan como espacios de excepcionalidad, perímetros militarizados donde no pueden realizarse reuniones ni manifestaciones, ni se consiente la presencia de activistas. En el marco de los movimientos globales, la primera zona roja se produjo en Seattle y fue
acompañada de la consecuente declaratoria de estado de emergencia, además del despliegue de la guardia nacional y de la delimitación de cincuenta manzanas de la ciudad como no protest zone. “Tras esta experiencia en Seattle, la excepcionalidad ha sido un recurso policial permanente para enfrentar los días de acción global a pesar de que, en los sistemas demoliberales, el establecimiento de una zona roja puede suponer la renuncia a la propia legalidad respecto al reconocimiento de los derechos civiles y políticos” (Iglesias, 2008: 219).
Toda la panoplia y organización que acompaña a este modelo militarizado de represión policial alcanzó su cenit en 2001 durante la reunión del G-8 en Génova, Italia, donde el gobierno de Silvio Berlusconi integró la protesta social en el campo de las “amenazas a la democracia”. Como resultado, se produjo una ruptura en la forma clásica de mantenimiento del orden público y los activistas fueron tratados como enemigos internos o delincuentes comunes, de modo que la seguridad exterior e interior se imbricó en un mismo ámbito de actuación con miras a lograr un control total y a cualquier precio del espacio público. Es en Génova precisamente donde por primera vez se aplica la doctrina preventiva, que un poco más adelante sería alentada a escala internacional por los E.E.U.U. tras los acontecimientos del 11-S. Ello supone la aparición de una suerte de frente bélico interno que no duda en desplegar dispositivos represivos claramente militares contra los manifestantes (Iglesias y Asens, 2005: 46).
Estos últimos incluyen la instalación de carros blindados y tanquetas lanza agua; el uso de gases lacrimógenos y urticantes prohibidos; las balas de goma; la tortura en dependencias policiales e incluso la utilización de armas de fuego que acabarían cobrando la vida del joven activista Carlo Giuliani. Asimismo, y como ya había ocurrido un año antes en Seattle, la policía italiana utilizaría el pretexto de los “jóvenes violentos” del black block (o “bloque negro” anarquista) para extender una ofensiva en avanzada contra el grueso de los manifestantes pacíficos. En ella no se cumplirían, tal como denunció Amnistía Internacional, ni uno solo de los protocolos de actuación policial que cabría esperar en un sistema democrático (Iglesias y Asens, 2005: 46). A pesar de su eficacia, los excesos cometidos por el gobierno italiano generaron una ola de críticas por parte de la opinión pública internacional, lo que condujo al perfeccionamiento del modelo cuatro años más tarde, esta vez en el marco de la Cumbre Global del G-8 realizada en Escocia durante 2005.
Ahí, sin abandonar las tácticas y procedimientos militares, los protocolos de intervención
de la policía británica presentaron algunas novedades respecto al modelo represivo desplegado en Italia. Entre ellas se observa el uso de técnicas de mantenimiento del orden público a distancia (stand-off), cuya labor es controlar los movimientos de entrada y salida de los activistas a ciertos espacios considerados estratégicos, además de la emergencia de los llamados “encapsulamientos”, táctica emulada o “importada” desde el ámbito deportivo, específicamente del fútbol, donde es común que dentro y fuera del campo los hinchas de uno y otro equipo sean separados y mantenidos a distancia de modo que la actuación policial, antes y después del partido, consiste precisamente en “envolver” o “encapsular” a las dos partes para evitar el contacto. A partir de estas innovaciones, en la cumbre de Escocia los agentes pondrían todo su empeño en evitar las cargas policiales contra los manifestantes y reducir al máximo el uso de material antidisturbios de larga distancia:
Avanzaban lentamente en grupos muy numerosos desde diferentes puntos y trataban de rodear, sin precipitarse, a los manifestantes. Para ello no dudaban en recurrir a unidades antidisturbios, de caballería e incluso a los perros. En la medida en que los manifestantes, al igual que la policía, permanecían en bloque, la situación derivaba en un lento juego en el que los manifestantes quedaban cercados por un número siempre superior de agentes. En estas circunstancias, las posibilidades de choque decrecían notablemente, facilitando la consecución de los objetivos policiales: cachear, identificar, controlar la protesta y evitar la mala prensa (Iglesias y Asens, 2005: 48).
Fotografías 1 y 2. “Encapsulamientos”. En ambas imágenes se observa la forma en que los manifestantes fueron rodeados por la policía de Edimburgo, el 2 de Julio de 2005. Fuentes. Pablo Iglesias. 2008.
Multitud y acción colectiva postnacional: un estudio comparado de los desobedientes: de Italia a Madrid (2000- 2005). Tesis Doctoral, pp. 488-490.
Como se observa, una de las características más notorias de este tipo de tácticas, es que condicionan absolutamente tanto la movilidad como la visibilidad de los manifestantes, por lo que, a partir de Escocia, diversos investigadores comenzaron a identificar este nuevo modelo con el nombre de “incapacitación estratégica”. Su surgimiento hace parte de un incipiente repertorio policial, en teoría, menos coercitivo, el cual de manera simultánea daría prioridad a la vigilancia que aumenta exponencialmente mediante actividades encubiertas de infiltración, seguimientos, interrogatorios y la utilización de servicios de información; además de la videovigilancia y las filmaciones policiales in situ, es decir, durante el desarrollo de las protestas. En consecuencia, este modelo se conecta con una filosofía del control policial que enfatiza la gestión del riesgo y el control absoluto del espacio físico, de modo que “es la policía quien determina cuándo y dónde pueden tener lugar las protestas” (Gillham, 2011; Gillham y Noakes, 2007).
En América Latina, la implementación del modelo de “incapacitación estratégica” ha sido concurrente con los procesos de militarización que se experimentan en el presente, así que, a partir de la década de 2000, comenzó a utilizarse de manera generalizada para reprimir las revueltas urbanas ocurridas en diversos países del continente. Prueba de ello son los levantamientos populares de Lima y Cochabamba en abril de 2000; Buenos Aires en diciembre
de 2001; Caracas en abril de 2002; Arequipa en junio de 2002; La Paz en febrero de 2003; y El Alto en octubre de 2003. En todos estos casos, las periferias urbanas han tenido un papel central apareciendo como “los espacios de donde los grupos subalternos han lanzado los más formidables desafíos al sistema, hasta convertirse en algo así como contrapoderes populares” (Zibechi en Robinson, 2008: 7).
Otra característica común es que estos levantamientos en su mayoría han confluido en los espacios centrales de las ciudades, en tanto sedes del poder económico y corporativo global, así como del poder político local y nacional, eso al tiempo que concentran las demandas de los sectores más desfavorecidos. Esta dinámica ha traído consigo una nueva geografía de la centralidad y la marginalidad, en la cual “la figura de las clases peligrosas recorre gran parte de los países latinoamericanos, cristalizada en la imagen de la invasión de los pobres y excluidos, que descienden de los cerros o vienen de los suburbios, para cercar o sitiar el centro político y económico de las ciudades” (Svampa, 2007: 13). Quizá por ello el control de los pobres urbanos aparece como uno de los objetivos más importantes que se han trazado tanto los gobiernos como los organismos financieros globales y las fuerzas armadas de los distintos países del continente (Zibechi, 2008). En todos estos ejemplos, se han instituido zonas despojadas de derecho o estados de excepción, donde lo que prima es la pura lógica de la acción policial y la violación de los derechos más elementales, siempre en nombre de la conservación del orden social.
Sobra decir que México no ha podido sustraerse a esta dinámica, de modo que, en el curso de las dos últimas décadas, los modelos de intervención policial generados en Europa, también han influido en las estrategias de contención de la protesta utilizadas por los gobiernos locales y por el gobierno federal. En esta nueva ruta se han venido adoptando líneas de acción cada vez más duras, las cuales han sido convergentes con los procesos de militarización que actualmente experimenta el país y que han generado un nuevo tipo de gestión de las policías civiles cuyas prácticas se han transformado mediante la capacitación y la coordinación militar; así como la flexibilización de los papeles convencionales del ejército. De esta forma, en nuestro país se ha transitado del tradicional abuso policial hasta los cada vez más usuales operativos militares, tomas militares de ciudades, incursiones e intervenciones militares, las cuales cuentan con la presencia disfrazada del ejército en los cuerpos de las nuevas policías federales que de manera conjunta y coordinada han participado en diversos operativos contra sindicatos y contra algunos
grupos contestatarios al gobierno (Alvarado, 2010: 63).
Como ejemplos destacados de esta tendencia pueden mencionarse los eventos represivos ocurridos en Guadalajara (mayo de 2004) y en San Salvador Atenco (mayo de 2006). En el primer caso, alrededor de 100 manifestantes pertenecientes al movimiento altermundista fueron detenidos, torturados y encarcelados en el marco de las protestas contra la Tercera Cumbre de América Latina, el Caribe y la Unión Europea en la que participaban representantes de 58 países. Según documentaron los medios, estos hechos dejaron la ciudad envuelta en una nube de gas lacrimógeno y pimienta, que fue lanzada a los manifestantes por parte del cuerpo antimotines, quienes además mantuvieron sitiados durante nueve horas a más de 60 adolescentes en la principal plaza pública de la ciudad. También se registraron varias decenas de comercios dañados en el centro, principalmente vidrios rotos, pintas y mobiliario urbano.
Por su parte, en San Salvador Atenco (Estado de México), la Policía Federal Preventiva (PFP) llevó a cabo un operativo particularmente violento en contra del denominado Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra que en aquél momento se oponía a la construcción del nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México. Los resultados de esta incursión fueron: tortura física y psicológica, detenciones y cateos ilegales, utilización de armas de fuego contra los manifestantes, incomunicación de los detenidos y violaciones sexuales contra las mujeres, además de dos jóvenes asesinados. Estos hechos fueron denunciados por Amnistía Internacional, mientras que en México la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos señalo la responsabilidad directa de la Policía Federal Preventiva.
Otro caso destacado se refiere a los eventos represivos ocurridos en el estado de Oaxaca durante el año 2006 y que fueran dirigidos contra uno de los movimientos sociales de mayor trascendencia en la historia reciente del país: la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO). La serie de acontecimientos suscitados durante los meses que duró el conflicto (esquemáticamente de mayo a noviembre), se caracterizaron por un proceso de paulatina militarización del centro histórico y de buena parte de la ciudad capital, así como por la confrontación abierta entre el movimiento popular y las autoridades locales y federales, incluidas las fuerzas policiacas y el ejército. El resultado de esta dinámica fue no sólo la represión abierta hacia quienes participaban en las movilizaciones, sino fundamentalmente la militarización de la ciudad capital que en varios momentos quedó convertida literalmente en un campo de batalla
donde ambos bandos se disputaban los espacios que consideraban estratégicos. Como parte de este conflicto los días 28 y 29 de octubre de aquél año se llevaría a cabo el “Operativo Juárez”, que al final implicó la ocupación de la ciudad por parte de la PFP, así como la instalación de un cerco militar alrededor del Zócalo, el cual se extendió hasta el mes de enero de 2007. De igual modo, destaca la represión y derrota de esta corporación en las inmediaciones de Ciudad Universitaria el día 2 de noviembre, así como la represión de la manifestación del día 20 en las calles del centro histórico, preludio de la jornada represiva del 25 de noviembre, con la cual, puede decirse se cerró (por lo menos de manera formal), aquél ciclo de confrontación abierta entre la APPO, el gobierno local de Ulises Ruiz Ortiz y el gobierno federal (Ávila, 2015: 229, 233).
Fotografías 3 y 4. “Operativo Juárez”. Ocupación de la Policía Federal Preventiva, PFP, en el Centro Histórico de Oaxaca, 2006. Fuente. Rubén Leyva, Memorial de Agravios, Oaxaca 2006. Carteles Editores, pp. 159.
De manera más reciente, y ya en el marco de la actual Presidencia de la República encabezada por Enrique Peña Nieto (2012-2018), es posible mencionar otros dos ejemplos significativos -ambos ocurridos en la Ciudad de México- y que de igual modo se ajustan a la lógica del modelo de “incapacitación estratégica”. El primer caso se refiere justamente al 1° de diciembre de 2012, día de la toma de protesta de Peña Nieto como presidente. Este día, desde temprana hora, cientos de personas salieron a la calle a manifestar su inconformidad. En un primer momento, frente a la Cámara de Diputados, ubicada en San Lázaro, a las 7 de la mañana
los manifestantes lograron romper el cerco policial y derribar una de las vallas metálicas que había sido instalada a la altura de las calles Emiliano Zapata y Eduardo Molina, en las inmediaciones del recinto legislativo. Por esta razón la Policía Federal, el cuerpo de granaderos y hombres vestidos de civil fuertemente armados y encapuchados comenzaron a reprimir a los manifestantes lanzando gas lacrimógeno, gas pimienta y agua a presión, además de dispararles directamente balas de goma. Como consecuencia de estos primeros eventos fueron heridos de gravedad Juan Francisco Kuykendall “Kuy” de 67 años, además del estudiante Uriel Sandoval quien finalmente perdió un ojo debido a los impactos. De igual forma, decenas de personas resultaron heridas.
En un segundo momento la persecución de los manifestantes se trasladó a la zona céntrica de la ciudad, es decir, frente al Palacio de Bellas Artes, la Alameda Central y la plaza del Zócalo, en la cual se registraron nuevos enfrentamientos entre policías y manifestantes. En este caso pudo documentarse la participación de un grupo de civiles bien entrenados y armados, que a su vez eran protegidos por los uniformados, una suerte de reedición del Batallón Olimpia. Como parte de esta escalada, alrededor del mediodía, comenzaron las detenciones ilegales y arbitrarias -se habla de entre 90 y 120 personas que fueron brutalmente torturadas, algunas de ellas enviadas al Cerezo de Nayarit-. Las detenciones fueron llevadas a cabo por parte del cuerpo de granaderos, registrándose graves abusos, incluso contra manifestantes que no habían sido involucrados en ningún hecho de violencia, lo que confirma que este fue un acto de represión difuso e indiscriminado.
Por sus características, el 1DMX es considerado un día clave para entender el curso que ha tomado en los últimos años el proceso de criminalización de la protesta social en México. Sobre estos hechos, en 2014 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presentó un informe en el que señalaba que: "una cantidad considerable de personas -principalmente jóvenes- fueron víctimas de violaciones a sus derechos humanos derivadas de los cuestionables métodos y tácticas de respuesta a cargo de las autoridades locales y federales” (Audiencia Temática Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2014: 20).
Por otra parte, el segundo caso ocurrido en los años más recientes se refiere a los eventos represivos del día 20 de noviembre de 2014, registrados en el marco de las manifestaciones desencadenadas por la detención-desaparición de los 43 estudiantes de la Normar Rural de
Ayotzinapa. En aquella fecha, al terminar el mitin llevado a cabo en la plaza del Zócalo luego de la marcha pacífica, cientos de granaderos traspasaron las vallas que protegían el Palacio Nacional, avanzando y desalojando con violencia a los manifestantes que aún permanecían en la plaza. Muchos de ellos eran mujeres, niños y ancianos, quienes resultaron lesionados.
Esta escalada de violencia se registró luego de que un grupo de “jóvenes encapuchados”, - algunos de ellos soldados vestidos de civil que habían sido infiltrados en la manifestación, según documentaron los medios- lanzó cocteles molotov y cohetones contra los integrantes del Estado Mayor Presidencial y la valla de policías parapetados frente al Palacio Nacional. En respuesta, los uniformados rociaron a los inconformes con extintores y gases lacrimógenos, desatando contra ellos una persecución que se extendió hacia las calles de Madero, Pino Suárez y 20 de Noviembre. En todas estas vías los manifestantes fueron perseguidos indistintamente y de manera caótica. Es necesario advertir que esta labor de persecución fue facilitada por la Secretaria de Obras Públicas de la Ciudad de México que apagó las luminarias, tanto de la plaza como de las calles aledañas del Centro Histórico, situación que dejó la zona de conflicto en una relativa oscuridad que pretendía, por un lado, ocultar frente a las cámaras de seguridad el barrido y la persecución de los manifestantes, y, por el otro, generar miedo y terror entre las personas que aún se encontraban atrapadas en la zona.
En estos eventos también se registró la presencia de elementos del Cuerpo de Granaderos de la Ciudad de México y de la Policía Auxiliar, ambos de la Secretaría de Seguridad Pública capitalina, quienes participaron en coordinación con la Policía Federal, tanto en las detenciones como en la persecución. Es preciso señalar que muchas de estas detenciones y agresiones fueron dirigidas contra ciudadanos pacíficos e indefensos, en muchos casos ubicados en puntos de la plaza alejados de la zona de los disturbios. Es decir que la persecución no fue enfocada exclusivamente a los manifestantes, sino que incluso se atacó a algunos clientes y empleados de restaurantes ubicados en el Centro Histórico.
A partir de esta breve reseña queda claro que, tanto el desalojo del Zócalo, como la sucesiva persecución y agresión en algunas de las calles más importantes del primer cuadro de la ciudad, formaban parte de una estrategia sustentada en el miedo (tal como sucedió en Génova), como principio disuasorio e inhibidor de futuras manifestaciones. Asimismo, el encapsulamiento de manifestantes, las agresiones y las detenciones arbitrarias -todos hechos documentados y
denunciados por la Comisión Nacional de Derechos Humanos- son un claro ejemplo de la orientación de los actuales modelos represivos que, efectivamente, en el caso de México, se sustentan de manera prioritaria en el modelo de “incapacitación estratégica”.
Fotografía 5. Aplicación del modelo de “incapacitación estratégica” frente al Palacio de Bellas Artes y la Alameda Central en la Ciudad de México. Fuente: “Conceden todo a CNTE, pero no cesan movilizaciones” (Miguel X. Diario Noticias, Oaxaca, 08/10/2016).
Más allá de los ejemplos y de las coyunturas específicas mencionadas, sucede que en todas estas situaciones es posible observar líneas de acción similares respecto a los modelos de intervención utilizados por la policía para tratar de contener las protestas. Estas similitudes se encuentran a su vez muy próximas a las tácticas de control militar implementadas tanto en Génova como en Escocia -particularmente en lo que se refiere a la gestión y control del espacio público-.
Esta observación es importante, pues confirma lo señalado por Donatella Della Porta y Mario Diani (2011) en el sentido de que los modelos de control policial de la protesta se han venido homologando o asimilando a escala global, generando una convergencia de métodos y tácticas que trascienden necesariamente los ámbitos locales y nacionales. Como explican los autores, a partir de la emergencia del Movimiento Global, las diferencias transnacionales parecen haber disminuido debido a la cooperación internacional y al flujo transnacional de información
que no sólo afectó a los movimientos organizados, sino también a las fuerzas del orden que de igual modo se han globalizado (Della Porta y Diani, 2011: 125). Es decir que este escenario multiescalar no sólo ha favorecido la circulación de los repertorios de acción de la protesta, sino también la extensión planetaria de las estrategias represivas que adoptan los gobiernos y que adquieren nueva movilidad transnacional.
Por estas razones, todo el conjunto de ideas expuestas en este trabajo respecto al modelo de “incapacitación estratégica” nos conduce a la necesidad de poner de relieve que lo que ocurre en el ámbito nacional de México, se inscribe, sin embargo, en el marco de procesos más amplios relacionados en este caso con:
la emergencia de los nuevos modelos represivos de control policial de la protesta que a escala global tienden a militarizar el espacio público,
los procesos de militarización que actualmente se viven en México y que han conducido al endurecimiento de las formas de actuar de la policía y a la militarización de la estrategia represiva que en las últimas décadas se ha venido extendiendo a través del país,
todo ello sin olvidar que ambos procesos se desarrollan en el marco de la estrategia de integración militar hemisférica y el actual esquema de poder caracterizado por la supremacía de los E.E.U.U. en la región.
En conjunto, estas consideraciones revelan claramente la necesidad de integrar al análisis la observación de las condiciones generales, así como las relaciones que se establecen a diferentes escalas, reconociendo los vínculos que nuestro país mantiene con el resto del mundo y que, en el caso de los actuales modelos represivos, como pudimos mostrar en esta breve entrega, parece trascender por mucho el ámbito de lo estrictamente nacional.
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Notas
Tendría que advertirse, no obstante, que en la práctica la ejecución de ambos modelos no se da de forma pura, sino que por lo común éstos se combinan, oscilando entre una tendencia y otra, con el fin de adaptarse a las circunstancias específicas de cada momento y lugar.
A partir de la década de los 1970 se había iniciado una etapa basada en la “gestión negociada” de la protesta que procuraba que los manifestantes pudieran desarrollar su derecho a manifestación y toleraba incluso formas transgresoras de protesta. Aun cuando se rompía la ley como forma de desobediencia civil se usaba la mínima fuerza. Se entendía que la comunicación entre manifestantes y policía era básica para una conducta pacífica y, para evitar los medios coercitivos, las detenciones se llevaban a cabo como último recurso y la fuerza se intentaba evitar mediante los mismos procesos de negociación (Camps y Bosch, 2015: 133).
“Se enfrentan altermundistas y policías” (Jaime Avilés, La Jornada, 28/05/04); “Deja la trifulca al menos 20 lesionados” (Fabiola Martínez, La Jornada, 29/05/04).
Fue hospitalizado por una lesión en el cráneo con masa encefálica expuesta debido al impacto de una bala de goma disparada por la Policía Federal. Por esta causa Kuykendall murió el 25 de enero de 2014.
En nuestro país las décadas de 1960 y 1970 se identifican con la llamada “guerra sucia” o de “baja intensidad”, en la cual -tal como sucede en el presente- el ejército fue empleado sistemáticamente para reprimir la disidencia política, especialmente de las organizaciones armadas e insurgentes, cuyos líderes y bases sociales fueron objeto de aniquilamiento, tortura, persecución y desaparición forzada. Estas acciones fueron llevadas a cabo tanto por militares como por grupos paramilitares de élite integrados por distintos
cuerpos policiales y por el propio ejército; entre los más conocidos el Batallón Olimpia, 1968; los Halcones, 1971; y la Brigada Blanca, 1976 (Castellanos, 2007: 171, 179 y 266; Jaso, 2013: 110).
“CDHDF encubre los abusos de la policía capitalina durante desalojo violento del zócalo” (Paris Martínez, Animal Político, 29/12/2015).