Alberto Isai Baltazar Cruz1
Palabras clave: Migración indocumentada; Vulnerabilidad; Precariedad; Experiencias y subjetividades migrantes; Resistencias afectivas e interseccionales
En esta ponencia referiré casos de personas que viven vulnerabilidad extrema en escenarios de precariedad y violencia generalizada en distintas partes de México. Particularmente, en escenarios vinculados con la migración indocumentada de mexicanos y centroamericanos hacia Estados
1 Licenciado en Antropología Social (UAEMex), Maestro en Estudios Culturales (El COLEF), Doctorante en Antropología Social, Universidad de Edimburgo, Escocia, Reino Unido. Líneas de investigación: Afectos, trans- subjetividades, individuaciones y singularidades, devenir, futuros, movilidades, migraciones indocumentadas, y poblaciones vulnerables. Correo electrónico: abaltazar@me.com
Unidos y México.
Con el apoyo de viñetas etnográficas, pretendo ilustrar cómo se entrelazan las vidas de migrantes que transitan por México rumbo a Estados Unidos y México, con aquellas de otras personas que encuentran en su camino. Hablaré sobre cómo transitar por escenarios donde privan enfrentamientos descarnados entre varios actores, exacerba la posibilidad de que los migrantes vivan diversas agresiones y hostilidades relacionadas con su condición “indocumentada”, llegando a provocar su muerte y desaparición. Mostraré cómo la intensificación de la violencia y precarización ha llegado a tal grado que en estos escenarios -donde pareciera ser que sólo el más apto sobrevive-, la vulnerabilidad y precariedad ya no es sólo un asunto exclusivo de los migrantes, sino de todo aquel que se encuentra en ellos -incluyendo el etnógrafo-.
Mi intención -cabe aclarar- no es hacer una apología de la violencia, reproducir enfoques binarios donde unos son víctimas y otros victimarios, ni ofrecer una lectura desesperanzadora de la realidad social que conlleve a pensar a las personas como elementos pasivos a merced de contextos y estructuras sociales que determinan sus vidas. Por ello, expondré cómo aún bajo estas condiciones, las personas resisten cotidianamente -mediante múltiples tácticas- la reproducción del espiral violento que el sistema capitalista ha tratado de imponerles. Cómo a su vez ello ha permitido la generación y articulación de múltiples resistencias afectivas interseccionales –es decir, en distintos niveles y ámbitos de acción -con otros actores, que a pesar de tener agendas políticas distintas, han unido esfuerzos en pro de la construcción de un mundo más hospitalario, justo, y digno.
Utilizaré el concepto de precariedad para referir aquella dimensión existencial y política, que, en tiempos actuales, liga a las personas con mayor intensidad y cómo ha influido en la conformación de escenarios fronterizos a lo largo de México y Estados Unidos. También emplearé el concepto de esperanza para hablar sobre aquellos imaginarios que mueven a las personas -literal y metafóricamente- a establecer prácticas y relaciones sociales con el objetivo de acceder a mejores horizontes futuros de vida, a pesar de vivir en condiciones adversas en las cuales cualquier deseo de vivir una mejor vida parece ingenuo. En ese sentido, mostraré cómo la esperanza también se plasma y materializa en los cuerpos de las personas, los objetos que utilizan y los espacios en que viven. Hablaré sobre las resistencias afectivas, para mostrar cómo, ante contextos de violencia y precariedad, las personas desarrollan tácticas para sobrevivir y llevar a cabo sus esperanzas, y cómo
en el proceso emergen nuevas intersubjetividades.
Finalmente, mencionaré cómo al realizar trabajo de campos en estos contextos, el etnógrafo expone su vida, comparte vulnerabilidades y precariedades con las personas que estudia; pero también la posibilidad de resistir y mostrar la realidad en que viven; desdibujando en el proceso y no sin complicaciones, las bordes entre estudiar e intervenir en la construcción y transformación de la realidad; pero consolidando, sin duda, la importancia y relevancia de la etnografía en tiempos cada vez más convulsos.
Según Judith Butler (2016), la precariedad tiene dos componentes básicos. Por un lado, con el término precariousness, es una condición existencial que refiere a la vulnerabilidad de los seres humanos en tanto seres vivos susceptibles de ser lastimados en el transcurso de la vida. La precariedad, en este sentido, es un atributo ontológico que habla a una vulnerabilidad ulterior y básica compartida entre los seres vivos -no sólo los humanos- que perdura en tanto los individuos tengan vida. La sociedad, entonces, podría entenderse como un mecanismo a través del cual las personas intentarían aminorar y protegerse de dicha precariedad. Por otro lado, precariedad referida con la palabra precarity, es una condición políticamente inducida en la que ciertas poblaciones están expuestas diferencialmente -sin protección alguna o con protección altamente limitada, es decir, en franca vulnerabilidad- a agresiones, lesiones, violencia y muerte, y a un mayor riesgo de sufrir diversos problemas como exclusión, discriminación, pobreza, hambre, y varios tipos de desplazamiento -por ejemplo, político, económico, sociocultural y espacial-.
En algunas sociedades, las llamadas sociedades occidentales, el Estado ha sido el encargado de velar por el bienestar de las personas, es decir, de garantizar su protección ante la precariedad que conlleva el vivir (Hage, 2003). Sin embargo, con la implementación de políticas de tipo neoliberal en el capitalismo global, el Estado ha ido abandonando dicha responsabilidad, dejando la vida de los personas a merced de un sistema económico que con base en fundamentos liberales, busca generar ganancias a pesar de los costos negativos que ello conlleve (Khosravi, 2017).
Aunado a ello, en tiempos recientes, diversos actores han cuestionado, retado, y en algunos casos sobrepasado el poder del Estado dentro de su territorio, imponiendo regímenes de terror y crueldad, sin un contrapeso claro y eficiente del Estado; y en otros con su aprobación. En reacción,
con el fin de recuperar lo perdido, el Estado ha respondido de manera cada vez más violenta, sin considerar las más de las ocasiones, las nefastas repercusiones que ello pueda significar en la vida de las personas. En otras ocasiones, se ha convertido en cómplice, participando directamente en la generalización de la violencia y vulnerabilidad de millones de personas.
En este contexto, Butler argumenta, cómo la precariedad puede llegar a ser tan intensa que, aunque las personas están expuestas a múltiples violencias de parte del Estado, a menudo no tienen otra opción que pedir su protección, siendo que es precisamente de él de quien necesitan protegerse. Es decir, cambian una violencia por otra (Butler 2009: 47). No obstante, a pesar de vivir en estas condiciones, las personas continúan buscando alternativas para mejorar sus condiciones de vida, desarrollando múltiples resistencias y tácticas en el proceso.
Algunos enfoques en ciencias sociales, por ejemplo, los de tipo post-estructuralista, han sugerido que las acciones de las personas son meramente una reacción a las condiciones estructurales en que viven, y en ese sentido, estás se encuentran supeditadas a las mismas (ver: Foucault, 1983). Dichas lecturas de la realidad sociocultural parecen severas y en cierto sentido pesimistas, pues no dejan margen de acción “libre” a los individuos. Sin embargo, otros enfoques han argumentado en pro de reconocer las posibilidades de actuar de las personas en formas tales que -sin negar las implicaciones estructurales- pueden resistir e incluso subvertir las condiciones en que viven (Morar, Nail, & Smith, 2016).
Por otro lado, según algunos autores, durante largo tiempo la antropología ha permanecido reproduciendo perspectivas de análisis de tipo histórico y presentista que, alimentadas por la alta dependencia al método etnográfico, han limitado las posibilidades de lectura de la realidad social desde otros enfoques, velando, por tanto, múltiples procesos sociales (Appadurai, 2013). Así, diversos antropólogos como Marc Augé (2014), Ulf Hannerz (2016), Michel Fischer (2009), y Arjun Appadurai (2013), han sugerido extender el análisis antropológico al estudio del futuro como un hecho cultural, es decir, leer los procesos socioculturales en una especie de continuum temporal permanente -que incluye pasado, presente y futuro- y está siempre abierto al por venir (Braidotti, 2002; Deleuze, 1990; Grosz, 1999).
Teniendo en cuentas estas dos sugerencias, considero que una buena opción es utilizar la
esperanza como concepto y marco teórico de análisis en contextos de precariedad, violencia, y vulnerabilidad. Concepto tradicionalmente abordado desde los estudios sobre religión, pero retomado cada vez con mayor frecuencia para interpretar otros procesos en los entramados sociales (ver: Liisberg, Pedersen, & Dalsgård, 2015; Zournazi, 2002).
Un primer elemento a considerar cuando hablamos de esperanza es, como argumenta el filósofo esloveno Slavoj Zizek, que para hacerlo es necesario adoptar una ontología abierta y orientada hacia el futuro (Thompson & Žižek, 2013), es decir, una ontología que no sólo refiere a la realidad como siempre imperfecta y en constante construcción, sino que además implica hablar de lo que puede pasar, aunque no haya forma de asegurarlo o probarlo (Grosz, 1999). Hecho que ha incomodado a diversos paradigmas científicos y resultado en considerar su estudio como algo no serio y meramente romántico (Malkki, 2001).
Al igual que la precariedad, la esperanza es considerada como un rasgo existencial de los seres humanos. Ernst Bloch, en su obra magna El Principio Esperanza (1996), refiere que ésta es la más humana de las emociones, aquella dimensión existencial que guía a las personas durante toda su vida; lectura que concuerda con los argumentos de Spinoza (2000) sobre el conatus, en cuanto a que el ser humano siempre busca preservarse y por tanto siempre espera vivir, y con aquella de Paulo Freire en su libro Pedagogía de la Esperanza (2014), en la que refiere su importancia para los oprimidos. Argumentos que podemos apuntalar con los dichos populares compartidos alrededor del mundo como “mientras haya vida, hay esperanza” o “la esperanza muere al último”.
Puesto que la esperanza conlleva componentes de miedo, incertidumbre y falta de capacidad para poder para asegurar que lo que se espera habrá de cumplirse, esperar es distinto a tener fe (Bloch, 1998). La esperanza, por tanto, surge en contextos de desesperación y crisis, y vuelve útil su uso como concepto analítico para comprender los contextos en que vivimos parte de nosotros (Hage, 2003). Incluso desde posturas pesimistas como Franz Kafka en su frase célebre “hay esperanza, pero no para nosotros”.
Ello permite hacer dos lecturas. Por un lado, la esperanza se encuentra íntimamente ligada a la precariedad, en el sentido existencial referido anteriormente. Es decir, ser seres precarios
conlleva esperar estar bien. La precariedad y la esperanza son entonces dos fundamentos ontológicos. Por el otro, al igual que la precariedad, para Gassan Hage (ibid.), antropólogo australiano, la sociedad es un mecanismo para distribuir la esperanza entre las personas. A ésta el autor la llama esperanza societal. Así, la esperanza también tendría una dimensión estructural, es decir, regulada políticamente (Jansen, 2016).
Para este autor, por causa del neoliberalismo y el capitalismo global, en sentido inverso a como sucede con la precariedad y la vulnerabilidad, la esperanza, en su dimensión estructural es cada vez más escasa en las sociedades (Hage & Papadopoulos, 2004). No obstante, en tanto a su dimensión existencial ésta continúa, no sólo en lo referente a disminuir la precariedad, sino acceder a “mejores” futuros alimentados por imaginarios sobre la “buena vida”.
Ahora bien, por largo tiempo se ha pensado a la esperanza como un concepto filosófico y difuso, pues según las formulaciones iniciales ésta siempre se encuentra ubicada en el futuro y por ende es inalcanzable, incluso utópica -no en vano otro libro de Bloch se llama El espíritu de la utopía (2000)-. Sin embargo, este concepto ha sido bajado a la realidad. Antropólogos como Hirokazu Miyazaki (2004) han mostrado que si bien la esperanza refiere a imaginarios sobre horizontes futuros de lo que puede ser, las personas actúan en el presente para hacerlos realidad, y cómo dado que no hay posibilidad de asegurar cuándo y si se logrará lo que se espera, las personas continúan actuando en pro de aquello que esperan lograr (ver también: Browne, 2005). Otros estudios antropológicos también han mostrado cómo la Esperanza no sólo se encuentra en imaginarios, y acciones y relaciones sociales, sino que también se materializa en objetos, y se plasma en los cuerpos y paisajes espaciales en que viven las personas; ya sea como referentes de esperanzas cumplidas o fallidas, o en proceso de lograrse (ver: Davison, Park, & Shields, 2011; Hagan, 2008; Manz, 2004; Street, 2012; Vogt, 2012).
En estos contextos de precariedad generalizada y esperanza cada vez más escasas, las personas han sido desplazadas a habitar en los márgenes de las estructuras socioculturales, políticas y económicas. Grupos sociales a quienes Hage (2003) refiere como refugiados internos y Bridget Andersson (2013) como ciudadanos fallidos, para referir a personas que son desplazadas simbólica y espacialmente en los entramados sociales, donde de acuerdo a Gregory Feldman (2015), viven
bajo una condición migrante.
Una consecuencia de estos desplazamientos es la conformación de escenarios fronterizos alrededor del mundo (Agier, 2016). Escenarios donde la precariedad es más intensa y la esperanza más escasa. Razones por las cuales diversos procesos socioculturales que suceden ahí tienen componentes de violencia extrema. En ese sentido, las situaciones que las personas viven en estos lugares son, en efecto, resultado de instituciones sociales incapaces de garantizar el bienestar de la población, y la lucha de las personas por subsistir y mantener la esperanza de vivir -aunque irónicamente, se pueda morir en el intento-.
Sin embargo, estos escenarios también pueden ser leídos como espacios liminares, intersticiales, o heterotópicos donde los mecanismos tradicionales por medio de los cuales funcionan los entramados sociales son suspendidos e incluso invertidos, provocando situaciones como las aludidas, pero también posibilitando que emerjan subjetividades, prácticas y relaciones sociales distintas, que las resisten (Brambilla, Laine, Scott, & Bocchi, 2016; Kumar Rajaram & Grundy-Warr, 2007).
Por su parte, la resistencia puede entenderse como un acto de oposición situado en escenarios concretos, que involucra diferentes actores, técnicas y discursos (Vinthagen & Johansson, 2013). Por ello, tanto los actos de oposición como sus formas de articulación son plurales. Más aún, la resistencia siempre refiere a una práctica, pero puede o no incluir una cierta conciencia o intención. Dado que las resistencias responden a contextos y situaciones cambiantes y están entrelazadas con diversas relaciones de poder, las resistencias son interseccionales, heterogénicas y contingentes.
En general es bien sabido de las condiciones precarias en las que viven miles de personas en México y Centroamérica. La pobreza está por las nubes y la violencia es el pan de cada día. Un pan que se sirve de múltiples formas. Por ejemplo, por medio del reclutamiento de adolescentes por parte de la Maras o de los cárteles del narcotráfico, balaceras todos los días por el control de los territorios donde cruzan las rutas de trasiego de droga, personas, armas, migrantes, etcétera. Asesinatos de mujeres, defensores de derechos humanos, periodistas, padres y madres que buscan dar con el paradero de sus hijos, gays, transgéneros, transexuales y travestis. Secuestros masivos,
desapariciones forzadas, fosas comunes y clandestinas. Asesinato de líderes políticos en diversas luchas, contra mineras canadienses que contaminan ríos, corporaciones transnacionales, inmobiliarias que gentrifican y expulsan residentes. Daños colaterales de enfrentamientos entre las fuerzas del ‘orden’ y grupos del des(orden). Ejecuciones sumarias, decapitaciones, torturas, trabajo esclavizado. Discriminación étnica, de género, clase, religión, etcétera. Atracos todos los días, en todos los espacios.
Campos minados a cada paso que las personas dan, vulnerabilidad extrema en todos los sentidos. Narco-estados. Estados fallidos. Escenarios de guerra donde no hay buenos o malos, víctimas o victimarios plenamente identificables, inocentes o culpables -salvo, quizás, el Estado, que al representarnos nos comparte parte de la culpa-. En fin, una violencia que parece devorar todo lo que encuentra a su paso y escupirlo al siguiente. De estos escenarios es de donde salen, por donde transitan, y a donde vuelven los migrantes, en estos escenarios es donde miles de personas viven sus vidas.
Cuando inicié mi trabajo de campo tenía dos grandes ideas en la mente. Primero, la imagen de los migrantes como personas expulsadas de sus países; escapando de la pobreza y violencia en Centroamérica. Segundo, los múltiples peligros y agresiones que los migrantes indocumentados enfrentan a causa de políticas migratorias diseñadas para persuadirlos de migrar, aunque ello signifique su muerte. Los altos riesgos de sufrir lesiones físicas o morir si caen de La Bestia -el tren de carga que algunos migrantes utilizan en su paso por México-. Las posibilidades de quedarse sin aire por viajar ocultos y apretados en remolques con doble fondo. Los inmensos sacrificios de cruzar el Desierto Sonorense caminando cientos de kilómetros con temperaturas que alcanzan 55º durante el día y -0º durante la noche. Los riesgos de ahogarse al intentar cruzar el Río Bravo o el Río Suchiate sin ser vistos por los agentes migratorios. Los riesgos de ser extorsionados por las autoridades mexicanas mientras viajan clandestinamente en autobuses de bajo costo. Las posibilidades de ser detenidos y deportados, perdiendo dinero y, quizás regresando en peores condiciones de como partieron. En resumen, tenía en el fondo de mi mente las adversas consecuencias que la migración sin documentos tiene para los migrantes. Sin embargo, esto no era el cuadro completo.
Conforme más tiempo pasaba en campo y hablaba con los migrantes, supe que algunos ya habían experimentado estos problemas. Los que no los conocían no dudaban en continuar su viaje
después de enterarse. A pesar de los altos riesgos, algo los empujaba a seguir intentando. Tiempo después comencé a darme cuenta de que en estos lugares no sólo había migrantes centroamericanos, sino también mexicanos. Era sorprendente, no esperaba que ellos pasaran por estos lugares, ni que pidieran refugio mientras estaban en México. Después de platicar con ellos, aprendí que, a pesar de las diferencias con los centroamericanos, ambos compartían razones para migrar y experiencias de vida durante sus viajes, las cuales los ligaban profundamente. Más tarde, encontraría que en estos lugares no sólo había migrantes que iban a los EEUU, sino también deportados mexicanos y centroamericanos. Nuevamente, ello llamó mi atención, los centroamericanos debían ser deportados a sus países en Centroamérica, y los mexicanos podían moverse libremente. En teoría, ninguno de ellos debería estar en estos lugares.
Así, en los escenarios fronterizos vería migrantes que van al Norte, otros atrapados sin la posibilidad de regresar a su país ni seguir hacia los EE.UU. Migrantes regresando a sus países voluntariamente. Otros deportados -algunos con sus familias-, tratando de decidir qué hacer con sus vidas, si quedarse en el país de donde salieron, reintentar cruzar a EEUU -especialmente si tenían familiares ahí- arriesgándose a ser detenidos y encarcelados por períodos de tiempo poco claros, o cambiar sus planes e ir a otro lugar. Sin embargo, los migrantes y las autoridades no eran los únicos que convergían en estos espacios. Sus vidas estaban entrelazadas con muchos otros actores que convergían en los lugares por donde pasaban; algunos por causa de su migración y otros porque ahí vivían.
Campesinos mexicanos que, a pesar de no ir a los EEUU, sino a las plantaciones en el norte de México, viajan con ellos en el tren y utilizan los refugios por no tener dinero para pagar una habitación de hotel. Gente sin hogar, desplazados internos de los entramados sociales mexicanos.
Habitantes que los rechazan, corren de sus colonias, denuncian con las autoridades para que los detengan, hacen campañas para cerrar los albergues que los ayudan, etcétera. Habitantes que buscan beneficiarse de ellos, microbuseros que les cobran el doble o triple del precio, los engañan y las roban su dinero, dueños de propiedades que les exigen pagos por pasar por sus terrenos.
Contrabandistas que llevan migrantes a Estados Unidos y utilizan los albergues para encontrar nuevos clientes o ahorrarse gastos de traslado. Personas que los ayudan, algunos, habitantes que les ofrecen comida, aseo, un lugar donde dormir, incluso un trabajo para que puedan ganar algunas monedas; otros, personas que viajan desde fuera para trabajar o voluntariarse en los
albergues.
Mientras tanto, para cruzar México, los migrantes se protegen con palos, piedras o cualquier cosa que puedan usar como arma. Se enfrentan a contrabandistas y pandilleros mientras atraviesan el desierto, montan el tren o pasan por lugares solitarios. Mientras viajan por el tren de carga, a veces se dan a mujeres, niños, y ancianos los lugares más seguros para viajar, en ellos se tiene menos riesgo de ser víctimas de asaltos o caer sobre los rieles porque el sueño los venció o hicieron algo que debería hacerse cuando se está montado en condiciones adversas sobre toneladas de acero. En otros momentos, los migrantes arriesgan sus vidas permaneciendo en el desierto para ayudar a una persona enferma que conocieron horas antes; hombres y mujeres sacrifican sus vidas decidiendo permanecer secuestrados para que otros puedan tener un futuro mejor.
No obstante, la realidad en estos escenarios escapa cualquier intento por ser definida nítidamente. Los límites entre buenos y malos, migrantes y no migrantes, apoyos y obstáculos, son borrosas y contingentes. Migrantes con quienes han viajado y se han apoyado para cruzar México, en otros momentos serán quienes se aprovechen de ellos. Los coyotes que mercantilizan y disponen de sus cuerpos, al mismo tiempo, son los únicos que les ayudan a cruzar fronteras, desiertos y ríos para acceder al "Sueño Americano". Las autoridades que los pueden salvar de una muerte segura en algún momento, en otro los pueden entregar a los carteles de la droga quienes a su vez los obligarán a trabajar en los campos de cultivo de mariguana en condiciones de "esclavitud moderna”, los secuestrarán hasta que alguien pague por su libertad o hasta que ya no les sean útiles. Las personas que les dan apoyo e intervienen para defenderlos de quienes les causan daño, en otros les negarán el apoyo. La ayuda que se brinda a los migrantes los acercará a su objetivo, pero también puede incrementar sus posibilidades de morir.
A mediados de 2013 comencé a preparar mi trabajo de campo. Al saber que haría etnografía en lugares de alto riesgo, una compañera de maestría me recomendó ponerme en contacto con personas que tuvieran conocimiento del terreno. Dado que ella había sido voluntaria en algunas de las ONGs que ayudan a migrantes, poco después me puso en contacto con un par de ellos.
Contacté a Ustedes Somos Nosotros, un colectivo que tenía un albergue en Huehuetoca, una pequeña ciudad a dos horas de la capital de México. El albergue, una casa adaptada para brindar
asistencia humanitaria y otro tipo de servicios a migrantes, estaba ubicada en las periferias de la localidad, justo enfrente de las vías del tren. Una vez en Huehuetoca pregunté por la dirección. Empecé a caminar y conforme iba acercándome al lugar comenzaba a ver pintas, algunas exigiendo respeto por los migrantes, otras refiriendo a los catrachos -gentilicio de los hondureños-, o a El Salvador; cerca de las vías del tren había cepillos de dientes, imágenes religiosas, latas de atún y sopa instantánea, ropa roída, zapatos rotos, oraciones, restos de fogatas, cartones tendidos a modo de cama. Paisajes típicos de los lugares por donde los migrantes suelen pasar y/o viven los sectores más precarios de las localidades en turno. Tras caminar un poco más comencé a ver un grupo de hombres, algunos con aspectos serios, cansados, cargando mochilas, con zapatos desgastados, botellas de agua colgando de su cuello, cobijas enredadas con agujetas. Había llegado al albergue. Entré y pregunté por Andy, mi contacto, antropóloga, miembro del colectivo, estudiante de posgrado de la UNAM, activista, cocinera, administradora, secretaría, enfermera, paño de lágrimas
y muchas cosas más dentro y fuera del albergue.
Un par de días después, Andy me contó sobre el caso de un migrante al que habían ayudado, éste se había ganado la confianza de quienes ayudaban en el albergue. Sin embargo, tiempos después intentó robarles y los amenazó de muerte, formaba parte de un grupo de personas que se dedicaba al tráfico de migrantes. Andy levantó una denuncia y pidió protección al gobierno mexicano, a pesar de que éste aprobó su protección, la patrulla que debía vigilar las inmediaciones del albergue a veces no lo hacía. Un día, mientras estábamos en el albergue, Andy recibió una llamada en la que le advirtieron que el migrante y su grupo estaba por la zona. Tras asistir al mayor número de migrantes posible, Andy decidió que lo mejor era cerrar el albergue y retirarse del lugar. Ella tenía miedo y estaba nerviosa, yo no conocía el lugar y no vivía cerca, decidimos regresar juntos a la capital, al menos podríamos acompañarnos. Un par de días después conocí a Wilson y a Adrián, a quien de cariño todos le decían La Polla.
Wilson era un hondureño más joven y alto que yo, voz grave, enérgico, seguro al andar a pesar de su corta edad, su presencia se imponía frente a los demás, quienes seguían sus indicaciones sin chistar. Wilson había migrado cuatro ocasiones, la primera de ellas cuando tenía 10 años. En una ocasión me contó cuando viajó en el tren y en la misma góndola venía una mujer salvadoreña. Ese día, después de una parada en que bajaron del tren, éste retomó el viaje y comenzó a ganar velocidad; cuando la mujer quiso subir ya no pudo, sus pies se colaron entre los peldaños de las
escaleras y las llantas devoraron sus piernas de las rodillas para abajo, la mujer, desesperada, apretó los puños, se sujetó de los tubos y se arrojó intencionalmente a las vías del tren quien la partió a la mitad. Wilson quiso ayudarla, pero no podía, era un niño, estaba más pequeño, y no tenía suficiente fuerza. Si se aferraba a ayudarla, el tren terminaría por matarlos a los dos, sólo le quedó observar.
Una de las ocasiones en que iba al Norte, Wilson pasó por Huehuetoca, en ese entonces la casa no era un albergue, pero la dueña del inmueble le brindó comida y agua. Tras varios años de vivir en EEUU, Wilson regresó a México y decidió quedarse a ayudar a otros migrantes que pasaban por el lugar como él lo había hecho y ayudarlos como a él lo habían ayudado. Así fue como conoció a La Polla, con quien se hizo íntimo amigo. Vivían, comían, reían, ayudaban migrantes, y se arriesgaban juntos.
La Polla era una mexicana de unos 40 años, rechoncha, de cabello largo, pícara, honesta, sincera, humilde, y sobretodo, muy querida por los migrantes; tanto que como le gustaba presumir, un grupo de migrantes habían grafiteado con su nombre un vagón del tren. La Polla había sido conductora de La Bestia, pero al ver los problemas que los migrantes enfrentaban, había decidido dejar su trabajo y empezar a ayudar a los migrantes que pasaban por la ciudad en la que vivía con su mamá.
Wilson y La Polla eran inseparables. Ambos solían ir al Basurero, un lugar ubicado a unos cuantos kilómetros del albergue, donde los migrantes solían esperar el tren pues era más sencillo abordarlo. Al estar justo después de una curva, el tren disminuía la velocidad, facilitando subir al mismo. Sin embargo, lo que los migrantes ganaban en facilidad para abordar el tren, lo ganaban en inseguridad pues la zona estaba alejada y ello los exponía a quienes quisieran hacerles daño. No obstante, a pesar de los riesgos, ambos llevaban comida a mediodía y cena a medianoche. La Polla decía que ahí y a esas horas era cuando los migrantes más lo necesitaban.
El día que los conocí, ambos habían ido a recoger comida y materiales de apoyo. A pesar de las diferencias en cómo y dónde creían que era mejor ayudar a los migrantes, el Colectivo y ellos, habían unido esfuerzos. Mientras cocinábamos, La Polla me preguntó si quería ir con ellos a conocer el Basurero, vería otra parte de la ruta migrante que la “comodidad” del albergue no me permitiría ver. Accedí y me subí a la parte trasera de una camioneta que les había sido donada, en ella transportaban desde comida y materiales de apoyo, hasta migrantes heridos, e incluso daban ‘raite’ si se encontraban a algún migrante caminando por las calles, el chiste era facilitar su viaje.
Después de estar un par de horas en el basurero, tiempo en que ambos repartieron comida, bolsas de basura para ser usadas como impermeables, dar consejos -pues La Polla conocía las rutas horarios y detalles de los trenes de principio a fin- y compartir un par de anécdotas con los migrantes, decidimos retirarnos. Wilson y La Polla vivían en un pueblo localizado entre el Basurero y el Albergue, les dije que no se preocuparan por llevarme de regreso, yo podía regresar caminando. No quería que se desviaran y gastaran gasolina -sabía que ellos vendían discos piratas para sacar algo de dinero e invertirlo en los migrantes-. Ambos se negaron y me llevaron hasta un lugar en que podría encontrar transporte de regreso. Me despedí para ya no volver a verlos.
Meses después de que estuve con ellos, ambos rescataron a un migrante centroamericano que estaba siendo golpeado por el grupo local de La Mara que controlaba el área alrededor del albergue. Debido a la magnitud y delicadeza de la situación, ambos estaban en proceso de recibir protección del gobierno mexicano. Y Wilson una visa humanitaria. Dos meses después de este incidente, mientras escribía mi tesis en una ciudad a miles de kilómetros de distancia, abrí el FB y vi un post de Andy, ambos habían sido emboscados afuera de su casa. Con balazos en la cabeza y corazón, La Polla murió instantáneamente, Wilson un par de días más tarde en el hospital. Ambos acababan de regresar de El Basurero y así ambos se fueron juntos.
Posteriormente fui a Nogales, una ciudad en el norte de México, debajo de la frontera México- EEUU. Mi amiga me había contactado con el Padre que estaba de encargado del albergue, quien me permitió hablar con los migrantes y dio amplias recomendaciones sobre el lugar.
Este albergue estaba ubicado cerca del cruce fronterizo. Ahí no había vías de tren, pero también estaba localizado en la periferia de la ciudad, en una de las zonas más riesgosas. En sus inmediaciones había halcones vigilando el movimiento de la zona, dirigiendo el movimiento de droga y evitando que el terreno se calentara innecesariamente. En las zonas altas, había grupos de migrantes durmiendo sobre la tierra, en cobijas sucias y llenas de pasto seco, vestidos con ropa de camuflaje o de color oscuro, esperando, fumando un cigarro, platicando para matar el tiempo; otros solos, meditabundos, quizás reflexionando sobre lo que el cruce fronterizo les traería. A unos cuantos kilómetros en dirección contraria, estaba ubicado el Grupo Beta, una división del INM del gobierno mexicano que brinda apoyo a migrantes, uno de los cuantos lugares en que éstos podían
guarecerse de los ataques que personas emprendían en contra suya y de los intentos de secuestro que tenían lugar en la ciudad.
Ahí conocí a dos salvadoreños, uno tenía 24 años y el otro 50. Les pregunté si podíamos platicar y accedieron. Puesto que el albergue cerraba después de la hora del desayuno y volvía a abrir hasta la tarde a la hora de la comida; y que ellos tenían que hacer unas compras, decidimos reunirnos en el centro de la ciudad. No obstante, recordé que minutos antes, el padre había sugerido a los migrantes no deambular por las calles para evitar problemas con los residentes de la zona, las autoridades o el cártel. Les sugerí que camináramos juntos. Emprendimos nuestro camino y comenzamos a platicar. El salvadoreño de mayor edad estaba emigrando porque era demasiado viejo para encontrar trabajo en El Salvador. Decía que, si los jóvenes no podían encontrar trabajo, menos él. Sin embargo, en EU esperaba encontrar un trabajo que le permitiera vivir mejor sus últimos años. Mientras miraba a su sobrino, me dijo que sólo necesitaban una oportunidad para mostrar a los gringos que no eran malas personas, sino gente buena, trabajadora y honesta. Después de eso, todo iba a salir bien.
Mientras, el joven salvadoreño migró porque a pesar de ser un técnico certificado de una universidad reconocida en El Salvador, fue despedido en el último corte de la empresa para la que trabajaba. Además, no quería que su hijo creciera entre la violencia. Después de intentar conseguir otros trabajos sin éxito y discutir la situación con su esposa, ambos decidieron que migrar valía la pena. Un día antes de conocerlos, había hablado por teléfono con su esposa. Entre lágrimas ella le pidió que regresara, sin embargo, él le respondió que agarrara fuerza, que el sacrificio era de todos. Un par de ocasiones me dijo “A veces te da tristeza y te dan ganas de regresar, pero saliste de allá con un objetivo, y saber que ellos están bien allá, que están tranquilos y que lo vas a lograr estando en EEUU te debe dar fuerza. Tienes que tratar de agarrar esa tristeza y hacerla alegría, para que te dé valor para seguir”.
Mientras caminábamos, ambos se detuvieron y me dijeron que mejor diéramos la vuelta, bajáramos una calle y siguiéramos caminando. Después sabría que un par de días antes, al pasar por ese lugar los habían querido asaltar. Llegamos al centro sin contratiempos. Teníamos que buscar un lugar para platicar, pero antes les pregunté qué querían comprar, no quería demorarlos o interferir en sus actividades. Se quedaron callados por unos segundos, hasta que el más joven me dijo que iban a comprar unas cuantas latas de atún, unas pastillas contra insectos y animales
ponzoñosos, y unos cuantos sueros. Estaban preparando su cruce. Para ahorrarse dinero, buscarían botellas de agua en la basura y las rellenarían con agua de la llave.
Los acompañé a la farmacia a hacer sus compras, sin embargo, no pude evitarlo y me ofrecí a contribuir con los gastos, llevaba un poco de dinero que mi institución me había dado para campo. Al principio no quisieron, pero después de insistir un par de veces, accedieron. Su lista de compras aumentó, así como su confianza y optimismo, y mi satisfacción por haber hecho algo positivo. Les pregunté cuando intentarían cruzar y me respondieron que esa misma noche. Ya no volverían al albergue pues de regreso, para llegar al lugar desde donde intentarían su cruce, tendrían que cruzar la ciudad de noche, no querían arriesgarse. Les ofrecí que fuéramos a comer, yo pagaría. No tuvieron inconveniente y fuimos a un Burger King. En algún momento les pregunté cómo hacían para seguir su camino a pesar de los obstáculos, uno de ellos respondió que con los apoyos que iban encontrando; el otro me dijo “cuando veníamos iniciando el viaje, hubo un momento en que no quise continuar, pero pasamos por una casa que en el jardín frontal tenía sembradas las mismas flores que mis padres tienen en su jardín en El Salvador, eso me dio fuerza para seguir; ahora que estuvimos en esta ciudad, mientras le ayudaba a una señora a limpiar su casa a cambio de un lugar donde dormir y algo de dinero, me encontré unos cochecitos, que ya llevo en mi mochila, lo que me impulsa a continuar es que se los tengo que llevar a mi hijo a mi regreso. Minutos más tarde nos despedimos. No sé si lo lograron o si mi apoyo les benefició o no. Ojalá que sí.
El último lugar que visité fue una ciudad unas cuantas horas al sur de la frontera México-EEUU, ahí se localiza el último albergue antes de que los migrantes se internen en el desierto. Es uno de los lugares más violentos pues es zona de cultivo y trasiego de mariguana, tráfico de migrantes, armas, y está gobernado por facciones del Cártel de Sinaloa, que para complicar las cosas más, en ese momento se disputaban la plaza. Sólo pude entrar a ese lugar, gracias al apoyo del párroco local, a quien le tuve que avisar por mensaje la hora exacta de mi llegada y de ahí informar cualquier actividad que estuviera haciendo.
El párroco era un hombre de alrededor de 50 años, alto, corpulento, en ocasiones mal hablado, sincero, con tono de voz norteño. Honestamente, parecía más un narcotraficante que párroco. Él había crecido en esa ciudad. Algunos de sus amigos de la primaria se convirtieron en
miembros del cártel y él en sacerdote. Mantuvo una relación con algunos de ellos, tratando de separar lo que eran lo más posible. En varias ocasiones, había rescatado a migrantes secuestrados por la mafia local -algunos de los cuales eran sus conocidos-. Gracias a su relación con ellos, a veces los migrantes eran liberados. Ocasionalmente, la mafia lo llamaba para bendecir los cuerpos de los migrantes que habían matado en el desierto; en una ocasión me dijo que cada vez que lo hacía, trataba de recordar la ubicación exacta, esperaba tener la oportunidad de decir a las autoridades y las familias de los migrantes la ubicación de las fosas para que tuvieran oportunidad de reconocer el cuerpo y darles Santa Sepultura. Una de las últimas ocasiones en que intentó rescatar migrantes, un grupo de sicarios jóvenes le dijeron: “usted se cree que puede venir a dar órdenes, pero llegará el momento en que nosotros seamos los encargados, y entonces nos veremos las caras”. Mientras tanto, el tiempo continúa pasando y el padre hace lo mejor para mediar ambos lados.
El albergue fue fundado por el padre años atrás, cuando más migrantes comenzaron a pasar por la localidad. Un espacio modesto, donde los migrantes podían dormir, asearse, comer y cubrirse del sol abrasador del desierto del norte de México.
Ahí conocí a Eber, un hondureño de 18 años que estaba migrando porque en una ocasión, el amigo con el que viajaba había atropellado y matado a una persona. Sus familiares querían venganza. Para ese momento, ya habían matado a su amigo, y él era el siguiente. El día antes de conocerlo, había intentado cruzar el desierto por su cuenta. Después de caminar un par de horas, fue detenido por un miembro de la mafia local quien le sugirió que dejara de caminar pues, aunque él no iba a matarlo, si decidía continuar, más adelante sus compañeros sí lo harían. El hondureño permaneció con esta persona durante un par de días, proporcionándole comida y agua, mientras el otro muchacho supervisaba los movimientos de droga, migrantes y la patrulla fronteriza de EEUU. Días después, el traficante le consiguió un ‘raite’ para regresar al albergue. Le pregunté a Eber qué pensaba de él, me respondió que “es una buena persona, no me mató”.
Sin embargo, Eber ya no quería continuar su viaje, al menos no sin dinero suficiente. En lugar de eso, estaba pensando en quedarse con una tía que tenía en otra ciudad de México hasta que pudiera retomar su viaje. No obstante, en la ciudad en que estábamos, cuando un migrante extranjero entraba, ya no podía salir más que pagando una cuota de 2500 dólares, cruzando 25 kilos de mariguana en la espalda a través del desierto, o muerto.
Después de que conté este detalle a Eber, su rostro se puso más serio, bajó la mirada y después, con los ojos vidriosos me dijo si podía utilizar mi computadora pues llevaba días sin comunicarse con su mamá. Accedí a hacerlo y después de unos minutos le comenté que la secretaria del albergue era de ahí, y que había escuchado que en otras ocasiones había escondido a migrantes en la cajuela de su auto para sacarlos del pueblo, quizá podría hacer lo mismo por él. Por alguna razón la secretaria se negó, pero le sugirió que, si yo lo acompañaba, su salida podría ser más fácil. Tras pensarlo varios minutos accedí a ayudarle. Mandé un mensaje al padre quien me dijo que estaba bien. Se me hizo un poco raro, pero no le di mayor atención.
La secretaria nos explicó el procedimiento y las instrucciones a seguir. Como una de las opciones para salir era pagar la cuota, el pretexto para salir de la ciudad sería que iríamos a retirar dinero del banco, el cual se encontraba en otra ciudad. Sin embargo, para que el cártel accediera a dejarnos salir teníamos que tener un número de depósito, además, Eber necesitaría dinero para pagar su viaje una vez llegando a la siguiente ciudad. Una vez que uno de sus conocidos le depositó un poco de dinero, todo estaba listo. Los dos tomamos nuestras mochilas y nos subimos a la camioneta de la secretaria, quien nos llevó hasta el lugar de donde salían los colectivos.
Al llegar a esté, un hombre se acercó a preguntarnos quiénes éramos y qué hacíamos ahí. La secretaria se encargó de dar la explicación, enseñó el número de depósito, y tras unos minutos en los cuales el hombre confirmaba si el número era válido y el patrón daba la autorización, bajamos de la camioneta. Sin embargo, se nos dio la orden de dejar las mochilas, no tenía sentido llevarlas si íbamos a regresar, de negarnos sería sospechoso y arriesgaríamos nuestra oportunidad.
Enseguida subimos a la unidad que nos llevaría a la siguiente ciudad. Antes de arrancar, el chofer dio aviso a sus superiores de que llevaba dos personas no locales a hacer un cobro. Una vez recibida la autorización, emprendimos el camino. Ya en la ciudad y justo antes de que tocara bajarnos, el chofer nos dio indicaciones de dónde estaba el banco y de cómo llegar al lugar en dónde nos recogería después de 15 minutos. Bajamos del bus y nos dirigimos al banco. Eber cobró su envío y tras ambos tomar valor, nos encaminamos a la terminal de autobuses más cercana. Compré los boletos para Eber, no queríamos que se dieran cuenta que era hondureño, le di el nombre de una amiga que lo podría orientar y ayudar llegando a su próximo destino, y me despedí de él. Horas después, mi amiga lo recogió, le dio de comer y lo llevó a uno de los albergues que hay en esa ciudad. A decir de mi amiga, él se había quedado tranquilo y seguro, sólo puedo esperar
que así haya sido.
Una vez que Eber se fue, yo aún tenía que regresar. Llegando, tendría que cruzar la ciudad y caminar por la calle de donde Eber y yo habíamos partido horas antes. Pregunté por una terminal en donde hubiera partidas disponibles y compré mi boleto. Llegando a la ciudad, respiré profundo y traté de caminar con paso firme, sin voltear a ver a los choferes de los autobuses. Llegué al albergue, nadie me dijo nada nunca. Un mes después, era momento de dejar el albergue, era un viernes y el camión pasaba a las 4 de la mañana, hora en que el sol todavía no salía. Aunque le dije que no se molestara, una de las hermanas que ayudaba en el albergue me llevó en la camioneta y esperó a que subiera al camión. Su silueta desapareció en la oscuridad y yo suspiré por haber podido salir de ahí. Unos años después regresé a este lugar, platicando con el padre sobre aquella situación y lo sorprendente que era no haber tenido problemas, con una sonrisa en la cara me dijo: “ya todos estaban enterados de lo que hacían, yo les había informado desde antes”. En gran medida, mi vida había estado en sus manos.
A lo largo de esta ponencia he tratado de mostrar las condiciones de violencia y precariedad en que viven miles de personas en México y Centroamérica y cómo a pesar de ello la gente resiste día a día estas condiciones, esperando lograr una mejor vida. Quise resaltar cómo es que nadie escapa de estas condiciones, pero al mismo tiempo cómo una resistencia afectiva basada en el caring, con su doble acepción de cuidar a alguien-que algo importe, puede ser un alternativa de protección.
Finalmente, quise mostrar algunas de las disyuntivas que el etnógrafo enfrenta al hacer trabajo de campo, cómo su presencia en el lugar lo torna vulnerable y liga de varias formas con las demás personas en el lugar; cómo es que los límites entre investigación-acción se vuelven difusos; y cómo como etnógrafo desde el momento de decidir sobre qué, dónde y cómo haremos campo debemos plantearnos lo mucho o poco que deseamos arriesgar la vida. Finalmente, la importancia de regresar a los fundamentos de la etnografía, en el sentido de buscar apoyo de las personas en donde haremos campo. Por mi parte creo que cuando se está entre la espada y la pared, es mejor arriesgarse a desviar la espada o trepar la pared, aunque ello signifique salir raspado y cortado.
Agier, M. (2016). Borderlands: Towards an Anthropology of the Cosmopolitan condition.
Cambridge: Polity Press.
Anderson, B. (2013). Us and Them?: The Dangerous Politics of Immigration Control. Oxford: Oxford University Press.
Appadurai, A. (2013). The Future as Cultural Fact: Essays on the Global Condition. London, United Kingdom: Verso.
Augé, M. (2014). The Future. London and New York: Verso.
Bloch, E. (1996). The Principle of Hope. Cambridge, Massachusetts: The MIT Press.
Bloch, E. (1998). Can Hope be Disappointed? In Literary Essays (pp. 339–345). Stanford, California: Stanford University Press.
Bloch, E. (2000). The Spirit of Utopia. Stanford, California: Stanford University Press.
Braidotti, R. (2002). Metamorphoses: Towards a Materialist Theory of Becoming. Cambridge, United Kingdom: Blackwell Publishing.
Brambilla, C., Laine, J., Scott, J. W., & Bocchi, G. (Eds.). (2016). Borderscaping: Imaginations and Practices of Border Making. New York: Routledge.
Browne, C. (2005). Hope, Critique, and Utopia. Critical Horizons, 6(1), 63–86.
Butler, J. (2016). Frames of War. When is Life Grievable? London, United Kingdom: Verso. Davison, T., Park, O., & Shields, R. (Eds.). (2011). Ecologies of Affect. Placing Nostalgia, Desire,
and Hope. Ontario; Canada: Wilfrid Laurier University Press.
Deleuze, G. (1990). The Logic of Sense. New York: Columbia University Press.
Feldman, G. (2015). We are all migrants. Political Action and the Ubiquitous Condition of Migrant- hood. Stanford, California: Stanford University Press.
Fischer, M. (2009). Anthropological Futures. Durham, NC: Duke University Press.
Foucault, M. (1983). The Subject and Power. In H. Dreyfus & P. Rabinow (Eds.), Michel Foucault: Beyond Structuralism and Hermeneutics (pp. 208–226). Chicago, Illinois: The University of Chicago Press.
Freire, P. (2014). Pedagogy of Hope. Reliving Predagogy of the Opressed. London, United Kingdom: Bloomsbury Academic.
Grosz, E. (Ed.). (1999). Becomings. Explorations in Time, Memory, and Futures. Ithaca, New
York: Cornell University Press.
Hagan, J. M. (2008). Migration Miracle: Faith, Hope and Meaning on the Undocumented Journey.
Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press.
Hage, G. (2003). Against Paranoid Nationalism. Searching for Hope in a Shrinking Society.
Annandale: Pluto Press & Merlin.
Hage, G., & Papadopoulos, D. (2004). Ghassan Hage in Conversation with Dimitris Papadopoulos: Migration, Hope and the Making of Subjectivity in Transnational Capitalism. International Journal for Critical Psychology, 12, 95–117.
Hannerz, U. (2016). Writing Future Worlds. An Anthropologist Explores Global Scenarios.
Switzerland: Palgrave MacMillan.
Jansen, S. (2016). For a Relational, Historical Ethnography of Hope: Indeterminacy and Determination in the Bosnian and Herzegovinian Meantime. History and Anthropology, 27(4), 447–464. https://doi.org/10.1080/02757206.2016.1201481
Khosravi, S. (2017). Precarious Lives: Waiting and Hope in Iran. Philadelphia, Pennsylvania: University of Pennsylvania Press.
Kumar Rajaram, P., & Grundy-Warr, C. (2007). Borderscapes: Hidden Geographies and Politics at Territory’s Edge. (P. Kumar Rajaram & C. Grundy-Warr, Eds.). Minneapolis; London: University of Minnesota Press. https://doi.org/10.1191/1474474002eu247oa
Liisberg, S., Pedersen, E. O., & Dalsgård, A. L. (2015). Anthropology & Philosophy: Dialogues on Trust and Hope. (S. Liisberg, E. O. Pedersen, & A. L. Dalsgård, Eds.) (First). New York: Berghahn Books.
Malkki, L. (2001). Figures of the Future: Dystopia and Subjectivity in the Social Imagination of the Future. In D. C. Holland & J. Lave (Eds.), History in Person: Enduring Struggles, Contentious Practice, Intimate Identities. Santa Fe, New Mexico: Oxfor: School of American Research Press: James Currey.
Manz, B. (2004). Paradise in Ashes: A Guatemalan Journey of Courage, Terror, and Hope.
Berkeley, California: University of California Press.
Miyazaki, H. (2004). The Method of Hope. Anthropology, Philosophy, and Fijian Knowledge. Palo Alto, California: Stanford University Press.
Morar, N., Nail, T., & Smith, D. (Eds.). (2016). Between Deleuze and Foucault. Edinburgh:
Edinburgh University Press.
Spinoza, B. De, & Parkinson, G. H. R. (2000). Ethics. Oxford; New York: Oxford University Press. Street, A. (2012). Affective Infrastructure: Hospital Landscapes of Hope and Failure. Space and
Culture, 15(1), 44–56. https://doi.org/10.1177/1206331211426061
Thompson, P., & Žižek, S. (Eds.). (2013). The Privatization of Hope: Ernst Bloch and the Future of Utopia. Durham, NC: Duke University Press.
Vinthagen, S., & Johansson, A. (2013). “Everyday Resistance”: Exploration of a Concept and its Theories. Resistance Studies Magazine, (1), 1–46. Retrieved from http://rsmag.nfshost.com/wp-content/uploads/Vinthagen-Johansson-2013-Everyday- resistance-Concept-Theory.pdf
Vogt, W. A. (2012). Ruptured Journeys, Ruptured Lives: Central American Migration, Transnational Violence, and Hope in Southern Mexico. Arizona.
Zournazi, M. (2002). Hope: New philosophies for change. Annandale: Pluto Press.