Teresita del Niño Jesús Reza Maqueo1
Palabras clave: literatura; memorias; resiliencia.
“Madre tú me tuviste, pero yo nunca te tuve
Yo te quise, tú no me quisiste Por eso solo tengo que decirte: adiós, adiós. Padre, tú me dejaste, pero yo nunca te dejé Yo te necesité, tú no me necesitaste.
Por eso solo tengo que decirte: adiós, adiós”
John Lennon
1 Maestra en Educación. Disciplina: Interculturalidad. Universidad Pedagógica Nacional. Línea de Investigación: Educación, Resiliencia y Literatura. remaqueo@yahoo.com.
Los conceptos de literatura y resiliencia guardan una relación estrecha. De hecho, la relación es con las artes en general. El concepto de resiliencia se toma prestado de las ciencias físicas, en las que significa la resistencia de un objeto al ser sometido a presión y regresar a su forma original. En las ciencias sociales viene a dar nombre a la capacidad que tiene el ser humano para superar las adversidades o si lo queremos ver de manera más profunda, para recuperarse de un trauma o de una sucesión de ellos. Aquí es importante mencionar lo que Boris Cyrulnik (2003) dice sobre el concepto en relación a ver a la resiliencia como un proceso en el que la sociedad juega un papel determinante. No se es resiliente por sí mismo, subraya.
¿Qué misterio se esconde detrás de las personas resilientes? ¿Qué factores hicieron que, a pesar de una infancia desgarrada, pudieran convertirse en adultos creativos? ¿Por qué gran parte de los escritores de memorias se dedican precisamente al oficio de la escritura?
Este escrito es el resultado de la lectura de memorias de personas que sufrieron traumas en la infancia. El objeto de esta búsqueda obedece a la necesidad de comprender mejor los procesos de resiliencia. Hasta el momento de la redacción, al organizar los datos, me doy cuenta de que, de estas veinte memorias, diez fueron escritas por mujeres y diez por hombres, una coincidencia no buscada, que divide a los sexos por igual. Habitantes del siglo XX y del siglo XXI, nacidos en los Estados Unidos, todos ellos sufrieron infancias traumáticas. De este total, diez son de raza blanca, seis afroamericanos, tres de origen mexicano y un indio nacido en reservación.
Un factor común entre todos estos escritores de memorias, es que tuvieron una infancia difícil, en algunos casos desgarradora. Con excepción de Víctor Villaseñor y de Jodee Blanco, nacieron en familias disfuncionales, fueron hijos de padres o padrastros alcohólicos o adictos a las drogas o abusadores física emocional o sexualmente, o enfermos mentales o que abandonaron el hogar. Varios de ellos vivieron en hogares temporales de adopción. La pobreza es un factor también presente en la mayoría de los casos. Se presentan así mismo, una combinación de factores como la pobreza, el abandono, el alcoholismo, el uso de drogas y el abuso en distintas formas.
El principio de todo es la familia, que surge de determinada sociedad, allí empieza el problema: con qué padres y otros parientes les toca nacer a estos personajes. Vamos a encontrar que la
familia juega un papel ambivalente. Es decir, un miembro de la familia, generalmente el padre o la madre, en determinados actos es un obstáculo, y esa misma persona, en ocasiones se convierte en factor que ayuda al proceso. Existen múltiples combinaciones. Por ejemplo, está el caso de Jeannette Walls (2006) que, con padres excéntricos de raza blanca, padre alcohólico, madre dedicada a su actividad artística, vivió en un entorno de negligencia de cuidados. Raramente había comida en su casa, en la escuela se burlaban de ella y de sus hermanos por su extrema delgadez, pero crecieron al mismo tiempo aprendiendo de la genialidad de sus padres. Y vamos a constatar como de esos hermanos, al convertirse en adultos, unos se van por el camino de la genialidad productiva, otros por el de la salida no resiliente.
En esta ambivalencia se encuentra también el ejemplo de Mira Bartok (2011) hija de madre diagnosticada finalmente con esquizofrenia paranoide y a la vez excelente pianista. Su padre, un escritor que pudo ser genial, preso del alcoholismo, las abandonó cuando Mira era pequeña. Tuvo muchos libros infantiles, su madre era una lectora voraz y así mismo promovía la lectura y el dibujo en sus hijas desde muy pequeñas. Estaban expuestas a la música clásica de manera permanente, pero tenían que pasar temporadas con los abuelos debido a la enfermedad de la madre; o refugiarse en casa de vecinos cuando se ponía tan mal que amenazaba con matarlas. Un ejemplo claro de esta situación es cuando su madre en lugar de dejarla en la escuela, la lleva a visitar el museo, algo que se convierte en un ejercicio de apreciación pictórica con las explicaciones maternas. Sin embargo, después de un rato le dice a la niña que va a salir a fumar un cigarro, que la espere en la sala. Las horas pasan, llega la hora del cierre y la madre no llega. El guardia empieza a apagar las salas y Mira va escapando de una a otra hasta que finalmente el hombre la pone fuera de la puerta. Busca a su mamá por los jardines y después de un rato la encuentra en uno de sus episodios, hablando en voz alta con alguien invisible.
En un lugar parecido se halla Mary Karr (2005) quien salió de su casa a los diecisiete años. Hija de madre pintora, propensa a las bebidas alcohólicas, a la violencia, a disparar armas de fuego y a las bodas. Se casó siete veces, dos de ellas con el padre de Mary, un trabajador petrolero, también alcohólico. Un día salió de la casa y no volvió, por lo que las niñas se quedaron a cargo del padre por un tiempo. En una entrevista realizada en 1997 para salón Magazine, Dwight Garner le dice: “Tu madre parece haber sido una rareza en un pueblo pequeño de Texas en los cincuentas, alguien que era culta, que escuchaba a Bessie Smith y leía Anna
Karenina. ¿Qué ayuda te dio eso?” Mary contesta: “Toda la ayuda del mundo. Cuándo la gente me pregunta: ¿cómo sobreviviste?, yo digo: aprendí cómo leer, tenía libros por toda la casa. Tenía a alguien que cada vez que yo escribía algo pensaba que era la cosa más linda que había visto. Era una ventaja masiva. Yo leía a Shakespeare cuando era una niña pequeña. Es una gran cosa”.
Un aspecto común a cada una de las memorias es el hecho de padecer la humillación. El hecho de ser diferente, de no encajar por ser pobre, de no tener una familia normal ya que tu padre o tu madre, o ambos, son adictos a las drogas o al alcohol, o son enfermos mentales, o bien te abandonaron o simplemente, porque no eres de raza blanca, conduce necesariamente a habitar en los márgenes de la sociedad. Además de percibirlo y de sentirse diferentes, algunos personajes de la realidad se los recuerdan cotidianamente y los miran con desagrado, o incluso como responsables de su propia desgracia.
El terreno escolar es dónde se manifiestan con mayor nitidez los ejemplos del padecimiento de la humillación. Richard Bragg (1997) nació en un ambiente de pobreza, su padre abandonó la familia cuando Richard era pequeño y su madre trabajando turnos extras sacó adelante a sus tres hijos. Cuenta que cuando entró al primer grado se enamoró de una niña llamada Janice: “El primer grado estaba dividido en un rígido sistema de castas por el anciano maestro, y yo fui colocado en el otro extremo de donde estaba Janice. Las secciones del dividido salón se llamaban con nombres de pájaros. Ella era un Cardinal, uno de los niños que hacían bien las cosas, con hermosos libros que tenían coloridos dibujos, y yo era un Arrendajo, uno de los pobres, o simplemente tontos, que teníamos los libros desechados por los otros. Nuestras lecciones eran simples y yo podía leer bien. Un día el maestro se impresionó y me dejó sentarme y leer con los Cardinales, yo no me equivoqué en ninguna palabra, pero al siguiente día, estaba de regreso con los Arrendajos. El maestro -y yo siempre, siempre voy a recordar eso- me dijo que estaría mucho más confortable con los de mi propia clase. Yo tenía seis años, pero a los seis uno entiende lo que significa que te digan que no eres suficientemente bueno para sentarte con los limpiecitos, bien vestidos”.
Liz Murray (2010) hija de padres adictos a las drogas y el alcohol, creció en un ambiente
de negligencia. Cuenta en su memoria sobre la noche anterior a su primer día de escuela: su madre bajo la influencia de las drogas le dijo que en su primer día de clases las niñas llevaban un nuevo corte de pelo. Tomó unas viejas tijeras y le trasquiló el cabello, quedando además demasiado corto. Murray narra: “Yo me sentía diferente. La maestra de kínder nos asignaba por parejas para caminar con un compañero, pero yo siempre lloraba porque no quería a nadie junto por temor a que vieran mi fleco puntiagudo. Los niños no dejaban de mirarme, así que pronto yo me convertí en la niña llorona con el corte de cabello raro. Me pusieron apodos; yo me mantuve alejada de todos los niños y eso me convirtió en una especie de paria.
Lis Murray expresa la importancia del hecho de cómo te ven las figuras de autoridad:” Mis sentimientos acerca de los profesores fueron mis sentimientos acerca de la escuela. Si eran maravillosos, la escuela era maravillosa. Siempre había sido así para mí. Y si los maestros creían en mí, eso era al menos el primer paso en un largo viaje para creer en mí misma. Esto fue especialmente cierto durante mis momentos más vulnerables, cuando me calificaron de ausente y de problema de disciplina. Siempre me veía a través de los ojos de adultos, de mis padres, de los trabajadores sociales, de psiquiatras y de maestros. Si veía un fracaso en sus ojos, entonces yo era uno. Y si veía a alguien capaz, entonces era capaz. Los adultos profesionales tenían credibilidad y eran mi estándar para decidir qué era legítimo o no, incluyéndome a mí misma. Cuando maestros como la profesora Nedgrin me vieron como una víctima -a pesar de sus buenas intenciones-, eso es lo que yo creía de mí también”.
La cuestión de la normalidad entra en las memorias: el hecho de no sentirse una niña o un niño normal. De no pertenecer a la familia clásica. De nuevo Liz Murray nos narra: “En primer grado cuando yo me había propuesto a ser una niña perfectamente normal, los piojos vinieron a arruinarlo todo”. Cuenta que estaban haciendo un examen y vio como un gusano se deslizó hacia la hoja de la prueba. Su tensión crecía. La comezón era insoportable y no podía dejar de rascarse la cabeza. Saz, otro gusano, pero esta vez fue a para a la hoja de su compañera que pegó un grito. Narra entonces la humillación cuando la auxiliar de la maestra la puso en el centro del
salón y le dijo que además de tener piojos, tenía la cabeza agusanada. Fue entones por una botella de vinagre y se la untó en el cabello. Narra: “Yo trataba de ser una buena estudiante. Realmente trataba. Yo quería ser uno de esos niños que levantaban sus manos en clase y sabían todas las respuestas. Yo trataba de tener buenas calificaciones como ellos. Pero no funcionó. Era demasiado lo que pasaba en mi vida. Al sonar la campana, yo empacaba rápido las cosas en mi bolsa. Siempre trataba de ser la primera en salir. Me ponían nerviosa. Caminar entre ellos hacía que se tensara todo mi cuerpo. Mi ropa sucia era otro aspecto. Yo estaba consciente del hedor que emanaba, así que ellos seguramente también. Para mí era intimidante la forma en cómo se mezclaban unos con otros, hacían amigos o contestaban las preguntas de la maestra, exudando tanta confianza. El sentimiento de que yo era diferente me roía en el salón, presionándome profundamente hasta el agotamiento. Me sentía agradecida al final del día cuando al fin me podía ir”.
Augusten Burroughs (2002) hijo de padre alcohólico, madre diagnosticada como esquizofrénica, con una particular narración se burla de su propia desgracia, describe cómo es el no sentirse un niño normal: “El problema real era que yo estaba rodeado de niños americanos normales. Cientos de ellos, rebosantes a través de los pasillos, como las cucarachas en la cocina de los Finch” (la familia del psiquiatra de su madre a dónde lo dejó como hijo adoptivo cuando era un adolescente). Dice Burroughs que las mamás de los niños normales de su escuela mordisqueaban pedacitos de zanahoria, mientras la suya lo hacía, pero con los cerillos.
Georgette Todd (2013) incluye en su memoria fragmentos de su diario cuando era una adolescente. Se plasma en ellos de una manera distinta el sentimiento de sentirse diferente: “…odio que no pertenezco aquí. (la escuela) Yo no. Soy blanca y tan diferente de todos. Yo debería estar acostumbrada a ser la minoría racial. Desde que he estado en hogares de crianza, he estado principalmente alrededor de mexicanos y negros, ... Realmente no me gusta estar cerca de tantas otras razas porque estar cerca de tantos no blancos me obliga a darme cuenta de que no soy del blanco correcto. Sé que cuando la gente piensa en blanco, piensan en barbie humana, como el ideal, el epítome de la blancura, el tipo de blanco que es envidiado. Si eres blanco no termina en eso. Si no eres un blanco deseado, eres basura blanca. Aunque no quiero ser otra raza, me gustaría que hubiera más blancos, y ninguna barbie humana, pero más blancos como yo, promedio, o más gordos, así que podría por lo menos mezclarme más. Odio estar fuera”.
Jodee Blanco (2003) padeció acoso escolar desde la primaria hasta llegar a la universidad. Al comenzar la preparatoria escribió un texto que refleja su propia situación: “Hola. Mi nombre es Jodee Blanco, y voy a compartir con ustedes una historia acerca de un underdog. Alguien de quien todos se burlaban, alguien quien nunca era invitada a fiestas, alguien que estaba tan sola que se sentía perdida. Esta niña tenía el cabello tan alocado que nunca parecía peinado. Ella no era como los otros niños de la escuela. Mejor escribía poemas o componía canciones en vez de juntarse con otras niñas. Ella ansiaba tener amigos, pero no estaba interesada en las mismas cosas que sus compañeros. Ellos pensaban que era rara. No les gustaba su forma de vestir. No entendían por qué ella era diferente y ni lo intentaban… No encajaba…esta inadaptada que todo mundo molestaba, que era el blanco de cada burla y de tanta crueldad, era Janis Joplin…”
Monica Holloway (2007) sufrió de la humillación y abuso de su padre a lo largo de su infancia y de la complicidad de la madre que actuaba como que nada pasaba. Cuenta que un domingo cuando era una niña pequeña, estaba buscando el mejor lugar para desparecer, cuando vio a su papá mirándola por la ventana: “Sentí ese familiar espasmo en mi estómago. Estaba enojado conmigo, y yo no tenía idea por qué. Me di la vuelta y caminé en otra dirección, sintiendo sus ojos sobre mí todo el tiempo.” “El mundo no es seguro el día de hoy”. “La verdad es que el mundo nunca era seguro”.
De joven cuando asistía a la universidad, en su primera clase de actuación, Stanley Brooks, hablando sobre la importancia del coraje, le preguntó: ¿Qué quieres ser tú? Monica contestó: Yo quiero ser normal. El comentario del maestro fue: ¿Qué tal acerca de ser fuerte?
Víctor Villaseñor (2004) hijo de inmigrantes mexicanos dueños de un gran rancho ganadero narra la difícil construcción de su identidad como mexicano-estadounidense en los años cincuenta. En su primer día de escuela, estaba llorando por desprenderse de su madre. Unos compañeros lo consolaban cuando escucharon un grito fuerte y espantoso: ¡sólo inglés! gritó la maestra, que fue hacia donde estaban los mexicanos. “En la parte de atrás del salón estábamos unos ocho chamacos mexicanos y tres negros. Los demás estudiantes eran blancos y estaban adelante. Ustedes no van a seguir susurrándose entre sí, diciéndose secretos en mi clase, ¿entienden? Su cara tenía tal expresión de furia que dejé de llorar y me asusté tanto que por poco me orino en los
pantalones. ¡Pipí! Exclamé, poniéndome de pie y sosteniendo el pañuelo de mi madre entre mis piernas con todas mis fuerzas. Todos los chamacos se rieron. ¡No irán al baño hasta la hora de descanso!, gritó ella. ¡Siéntate! Añadió, agarrándome de los hombros y empujándome. Estamos aquí para aprender, y eso es lo que vamos a hacer: ¡aprender! Gritó. Yo estaba sentado en silencio con los ojos cerrados, pidiéndole a Dios que nadie se diera cuenta de que me estaba orinando”. Cuenta Víctor cómo la maestra agarró por el cabello a uno de los niños mexicanos que le dijo: pincha vieja mala. Lo golpeó, y el niño en lugar de llorar, siguió hablando en español y les dijo que no se asustaran, que eran mexicanos pero que no eran sus esclavos. La maestra lo siguió golpeando hasta que le dejó la cara cubierta de sangre. Se dirigió a los otros niños y les dijo: Y ustedes hispanos despreciables, váyanse ahora mismo al salón mientras le limpio a este cabroncito la boca con jabón. Después llegó otro maestro que no les gritó y que los acompañó con mucha amabilidad a su salón. La actitud de todas sus maestras en los primeros años fue terrible. Una de ellas dijo al grupo que los niños mexicanos no deberían estar en la escuela porque no había necesidad de que se prepararan si se iban a dedicar a hacer trabajos manuales tales como la jardinería o la limpieza de casas.
Cuando Víctor era un estudiante de primaria, hacía parte del trayecto a casa junto con un compañero blanco con quien había hecho buenas migas. Un día su compañero le dijo que ya no se podía juntar más con él. Su madre se lo había prohibido argumentando que los niños mexicanos eran peligrosos y que llevaban cuchillos a la escuela. A partir de entonces Víctor tomó un cuchillo que servía para quitar el cuero a las vacas de su rancho y lo llevó en su mochila diariamente pensando: si soy mexicano debo llevar mi cuchillo. Se pueden observar en su memoria los graves problemas de identidad que enfrentó en la niñez, pensando que sus padres eran unos mentirosos porque siempre hablaban muy bien sobre los mexicanos y todas sus virtudes.
Antwone Quenton Fisher (2001) nació en la cárcel. El estado se lo quitó a su madre y lo puso en hogar de atención temporal. Cuenta que fue muy criticado y objeto de burlas por su oscuro color, incluso por los miembros de su familia adoptiva. En sus primeros años de escuela, sólo había estudiantes negros y en su mayoría maestros negros. Su experiencia le mostró que los niños negros de piel más clara con las características más blancas y el pelo menos grueso eran más gustados por los otros niños e incluso por los profesores. Eran los que siempre se quedaban
después de clases y sacudían los borradores, algo para lo que él nunca era elegido.
La memoria de Richard Wright (1997) contiene un amplio panorama del racismo que se vivió en los Estados Unidos, sobre todo a principios del siglo XX, así como de las luchas que se fraguaron para enfrentar el problema. Proporciona también, numerosos ejemplos de lo que fue crecer negro, pobre, tremendamente discriminado por los blancos y viviendo en un ambiente de violencia y burlas entre los de su misma raza cuando era niño y adolescente.
Chris Gardner (2006) narra que su autoestima había sufrido no sólo con los ataques casi diarios de su padrastro, sino con el alto estatus que la comunidad parecía dar a los negros de piel más clara. Cuenta que por años odió a otro joven por ser el epítome del tipo de muchacho negro que todas las jóvenes querían: esbelto, piel más clara, ojos verdes. No como él: robusto de piel oscura y pelo afro.
Maya Angelou (2009) de raza negra vivió en casa de su abuela en un ambiente de pobreza. Era buena estudiante con calificaciones altas en escuelas para mexicanos y negros pobres cuando fue transferida a otra secundaria fuera del barrio negro. Cuenta como atravesaba el gueto con una mezcla de pavor y trauma para dirigirse sesenta cuadras más allá a una atmósfera nueva. En su salón de clases sólo eran tres estudiantes negros. “En la escuela estaba decepcionada de encontrar que ya no era la estudiante más brillante ni cercanamente. Los niños blancos tenían mejores vocabularios que yo, y lo más apabullante, tenían menos miedo en el salón. Ellos nunca dudaban para mantener sus manos arriba en respuesta a las preguntas de los maestros; aún cuando estaban equivocados, estaban equivocados agresivamente, mientras que yo tenía que tener la certeza absoluta de todos mis hechos antes de atreverme a llamar la atención”
Sherman Alexie (2017) a través de numerosos ejemplos narra la situación histórica de discriminación a la vez que despojo económico y cultural al que han estado sujetos los indígenas norteamericanos reducidos a las reservaciones. Dice que cuando la gente considera el significado de genocidio, pueden pensar en cuerpos siendo empujados a tumbas masivas. Pero una persona puede sufrir el genocidio en vida, señala. Cuenta de la tortura que sufrieron él y sus compañeros a manos de su maestra blanca de segundo grado de primaria cuando los empujaba, les gritaba y los pellizcaba, llamándoles pecadores y amenazándolos con la condena eterna. Peor aún: los hacía pararse en frente del grupo con los brazos extendidos y con un libro en cada mano. No se acuerda cuánto tiempo los dejaba así, pero los segundos se deben haber sentido como minutos y los
minutos se deben haber sentido como horas.
Walter Dean Myers (2001) de raza negra, quedó huérfano de madre a los dos años y su padre lo dio en adopción a una pareja, ella descendiente de alemanes e indígenas, él negro. Vivían en Harlem y eran muy pobres. Lector consumado desde pequeño y con problemas de dicción, empieza a escribir a los trece años. Él quería hacerlo sobre la gente de su vecindario cuando se desanima porque empieza a enfrentar problemas de identidad racial. Observa que los periódicos de los blancos tienen noticias como: el senador blanco dando un discurso o el hombre de negocios blanco abriendo una nueva oficina; mientras que los periódicos de negros tendrían algo así como la historia sobre el hombre que recibió un certificado por haber trabajado como elevadorista por veinte años. “La idea de que la raza jugaba una gran parte en la vida, se estaba volviendo clara para mí. Sabía que los negros no tenían las mismas oportunidades que los blancos. Yo quería que cualquier cosa que gestionara en mi vida reflejara los valores que estaba aprendiendo en la escuela, en la iglesia y en la comunidad. Lo que estaba haciendo, sin siquiera saberlo, era aceptar la idea de que los blancos tenían más valor que los negros. Yo sabía que nunca sería blanco, y entonces, yo quería ser alguien sin raza”. Continúa Myers: “Mis modelos de escritura eran los que había aprendido en la escuela. Si un inglés podía apreciar la belleza,
¿por qué yo no?... A los trece nunca había leído un libro de un escritor negro… Después de mi frustración al tratar de escribir sobre mi vecindario de la forma en que había visto que otros autores blancos publicaban sobre los suyos, paré de escribir por un tiempo. Nunca había pensado mucho acerca de solamente ser un negro, o lo que eso significaba. Empecé a pensar que, si no era cuidadoso, un día podía ser relegado a tomar el tren hacia el centro como lo hacía mi padre y como ocasionalmente lo hacía mi madre para ir a limpiar casas de personas blancas”.
El principal factor de resiliencia en el niño maltratado es la presencia de una persona afectuosa que le dé la sensación de que le acepta y le quiere. O una persona que le oriente a encontrar sentido a la vida. O una persona que le ayude en su proceso de aprendizaje, o le dé pauta a través de múltiples recursos para que desarrolle su creatividad. O como en el caso de Liz Murray cuando vivía en la calle, un amigo que la dejaba bañarse en su casa o quedarse a dormir de vez en cuando, a escondidas de su mamá. No se es resiliente uno sólo: ésta es la gran lección que se
puede sacar de las lecciones, nos dice Cyrulnik (2003). Este autor habla sobre el concepto de tutor de resiliencia y lo define como una persona que se cruza en el desarrollo del niño proporcionándole uno o más factores de protección. El tutor de resiliencia es un adulto que le ayuda al niño a restablecer un vínculo protector. Señala que lo que provoca el hundimiento de un niño maltratado no es el golpe, sino la falta de apuntalamiento afectivo y social que impide encontrar tutores de resiliencia.
Los que han tenido que superar una gran prueba, señalan Cyrulnik y Pourtois (2007) describen los mismos factores de resiliencia. En primer lugar, se indica siempre el encuentro con una persona significativa. A veces basta con una, una maestra que con una frase devolvió la esperanza al niño, por ejemplo. Todo lo que permite la reanudación del vínculo social permite reorganizar la imagen que el herido se hace de sí mismo. En este sentido los profesores se convierten en tutores de resiliencia para un niño herido, escribe Cyrulnik, sobre todo cuando crean un acontecimiento significativo que adquiere el valor de referencia. A este autor le parece sorprendente constatar hasta qué punto los educadores subestiman el efecto de su persona y sobrevaloran la transmisión de sus conocimientos. Muchos niños, realmente muchos, dice, explican en las psicoterapias hasta qué punto un educador modificó la trayectoria de su existencia mediante una simple actitud o una frase anodina para el adulto, pero capaz de conmocionar al chico.
Victoria Rowel (2008) hija de madre esquizofrénica blanca y padre negro, es dada en adopción al momento de nacer. Ella pone por título a su memoria The Women Who Raised Me, Las mujeres que me criaron. El libro es precisamente un homenaje de agradecimiento a todas las mujeres que de distintas formas participaron en su proceso de vida. Sus diversas madres adoptivas jugaron un papel fundamental. Sus maestras también. Menciona de manera especial a su maestra Esther cuando sólo con diez años experimentó en Cambridge School of Ballet un paseo de la pobreza hacia el otro mundo. “Fuimos introducidas al francés, a la ópera, a leer música, a pintar y a esculpir. Nos encaminó hacia la curiosidad sobre todas formas de arte y cultura… Esther me dio lecciones para toda la vida más allá del estudio de ballet… y me ayudó a conseguir la beca para continuar con mis estudios… dejándome con la indiscutible creencia de que, como escribió Henry Adams: “Un maestro influye hasta la eternidad”.
Maya Angeluou considera la escuela secundaria como la primera escuela real a la que
asistió. Toda su estancia allí podría haber sido tiempo perdido si no hubiera sido por la personalidad única de una profesora brillante. “Era el tipo de educador no tan común, que ama la información. Siempre creeré que su amor por la enseñanza no se debía tanto a su gusto por los estudiantes, sino a su deseo de asegurarse de que algunas de las cosas que conocía encontrarían repositorios para que pudieran ser compartidos de nuevo”. La maestra saludó al entrar al salón con: "Buenos días damas y caballeros". Maya nunca había oído a un adulto hablar con tal respeto a los adolescentes. Después de las primeras dos semanas en su clase, ella, junto con todos los demás estudiantes, leyeron gran cantidad de revistas. No había estudiantes favoritos. No había consentidos de la maestra. Si un estudiante le agradaba durante un período determinado, no podía contar con un tratamiento especial en la clase del día siguiente, y viceversa. Reservada y firme en sus opiniones, era estimulante en vez de intimidante. Nunca parecía notar que Maya era negra y por lo tanto diferente. Era simplemente la señorita Johnson y si tenía la respuesta a una pregunta que ella planteaba, nunca le dijo más que la palabra: "correcto", que fue lo que dijo a todos los demás estudiantes. Angelou escribe: “A menudo me pregunto si ella sabía que era la única maestra que yo recordaba”.
David Pelzer (1995) sufrió de innumerables abusos por parte de su alcohólica madre. Su padre que también se volvió adicto al alcohol, nunca actuó para defenderlo de los maltratos y finalmente abandonó el hogar. David dedica sus dos primeros libros a todas las personas que lo ayudaron. Destacan entre ellos: diversos padres adoptivos, su consejero en las fuerzas armadas, así como los maestros y el personal de la escuela que lo salvó. En su memoria cuenta con detalle el trato terrible que recibía de parte de su madre hasta que, gracias a la intervención de la escuela, los servicios sociales se lo quitaron para llevarlo a un hogar de acogida temporal.
Entre sus buenos recuerdos cuenta que la escuela era un escape para su triste vida. En cuarto grado tuvo una maestra temporal por dos semanas. Era más joven que los demás maestros y más alegre. Al final de la primera semana les llevó helado a los estudiantes de mejor comportamiento. A él no le tocó, pero dice que la segunda semana se esforzó y recibió su recompensa. Esta maestra llevaba música y cantaba. “Cuando llegó el viernes, yo no me quería ir. Cuando ya se habían ido los demás estudiantes, me abrazó y luego cantó la canción que más me gustaba. Después de eso me fui”. A los doce años cayó en manos de un sensible profesor que, al sospechar de la situación, lo mandó a la enfermería. Como generalmente sucede con los niños
lastimados, David no decía la verdad. Hubo de pasar tiempo, y con paciencia y amabilidad de la enfermera, del maestro y de otros actores, como el director y la trabajadora social, finalmente, después de un largo proceso, el niño fue rescatado.
Brianna Karp (2011) nació en un hogar que practicaba la religión de los Testigos de Jehová. Su madre abusiva, adicta a los medicamentos de patente, se divorció de su padre cuando Brianna tenía dos años. Su padre se suicidó cuando ella era adolescente. Cuando estudiaba la primaria, un profesor reportó el caso después de descubrir un chichón en su cabeza y una mancha de sangre en el asiento de la niña (resultado de las palizas de su madre). La trabajadora social se presentó en su casa y dio la razón a los padres, argumentando en el expediente que era el resultado del mal comportamiento.
Dean Myers escribió sobre su maestra de segundo grado: “Me gustaba mucho esa maestra porque cuando hacías algo bueno en clase, te abrazaba y te decía lo bueno que eras. No había prisa para abandonar su clase”. En tercero de secundaria su grupo era conflictivo. Para recibir a la maestra mascaron tabaco y escupieron por todo el salón. Cuando ella entró, estaba al punto de las lágrimas y muda. La consecuencia fue que limpiaran el salón. “Nunca he visto una maestra con tan altas expectativas”, menciona Myers, “Nos llevó numerosos libros de poesía, nos puso a leer y nos asignó la tarea de escribir un soneto. En navidad me regaló dos libros de comedias y tragedias de Shakespeare. Después de navidad nos puso a leer más poesía y yo llenaba más y más libretas con odas y sonetos. Para terminar el curso montamos dos obras de teatro. El director estaba sorprendido del buen desempeño de ese grupo tan difícil. Esta docente marcó la ruta para que yo me convirtiera en un escritor”.
Mira Bartók cuenta que, en su salón de kínder, solía correr y esconderse cuando alguien le pedía jugar. “No sé cómo jugar. La maestra viene y me saca. Le digo que soy un gato. Pongo mis manos en forma de garras enfrente de mi cara. Soy un gato invisible. La maestra es buena y generosa. Cuando yo no quiero jugar me conduce a la mesa de arte. Me da papel y crayones o palitos de madera para contar. No tienes por qué jugar si tú no quieres, me dice. Me enseña a plantar semillas en macetas pequeñas, y también cómo hacer mantequilla de una taza de crema”.
Sherman Alexei termina su memoria con el siguiente párrafo: “Y por siempre agradezco a Alex Kuo, mi maestro, quien leyó uno de mis poemas en 1987 y me preguntó: ¿Qué vas a hacer con el resto de tu vida? Yo dije: No sé. Entonces él contestó: Pienso que deberías escribir”.
En las memorias, así como se hacen presentes los maestros que ayudan al proceso, también están los que lo estorban. Además de los ejemplos mencionados en los apartados anteriores, vale mencionar el caso de Jodee Blanco en su historia como víctima de acoso escolar, en la que, de manera cotidiana, maestros y directores optaban por no intervenir con el argumento de que los niños se deberían defender por sí mismos.
En este apartado encontramos también profesores que parecían no darse cuenta del maltrato ejercido por los padres, como en el caso que vivió David Pelzer hasta los doce años. Lo mismo sucedió a Brianna Karp cuando cursaba la secundaria y el personal de la escuela estaba al tanto del maltrato que sufría, pero no reportaban el caso a las autoridades por temor a su madre a quien precedía una reputación de iracunda y amenazante.
En su libro “El murmullo de los fantasmas”, Boris Cyrulnic (2003) trata ampliamente la relación entre la escritura y el proceso de resiliencia. Toda palabra dice, trata de iluminar una porción de lo real. Pero al hacerlo, transforma el acontecimiento, ya que su objetivo es esclarecer algo que, sin la palabra, permanecería en la esfera de lo confuso, o de la percepción sin representación. Decir lo que ha sucedido es ya interpretarlo, atribuir un significado a un mundo conmocionado, a un desorden que no se comprende bien y al que no somos capaces de responder. Huir de la realidad o someterse a ella son dos mecanismos de defensa tóxica. Por el contrario, protegerse de una realidad que nos agrede y extraer del imaginario algunas razones para transformarla, constituye un mecanismo de defensa resiliente. De sus heridas infantiles, del peso de los recuerdos enterrados, los artistas extraen nuevas fuerzas al reinventar su historia. Lo que no puede decirse, puede “para-decirse”. Este juego de palabras permite indicar el desafío que representa la transformación cuando una desventaja, un sufrimiento o una vergüenza se transmutan, tan pronto como se les hace frente, en un florecimiento personal. La labor de narración produce un doble efecto. En primer lugar, porque ejerce una función de identidad. En segundo lugar, porque posee la función de reorganizar las emociones. El resultado de este doble efecto hace que las narraciones íntimas o culturales puedan constituir en el mundo psíquico, el equivalente de un vínculo protector cuando los vínculos precoces lo tejieron mal.
Jimmy Santiago Baca (2001) hijo de padre alcohólico, fue abandonado por su mamá cuando era pequeño. Su infancia transcurrió entre orfanatorios y a los catorce años ya estaba en la cárcel juvenil. Aprendió a leer a los 24 años en la cárcel. En su memoria relata: “El lenguaje me proporcionó un camino para mantener a raya el caos de la prisión y para no dejar que me devorara; fue un recurso que me permitió confrontar y entender mi pasado, incluso para exprimir algunas verdades, y abrió la puerta hacia un futuro basado no en el miedo o la amargura o la apatía, sino en la participación compasiva y la creencia de que pertenecía. Desde entonces he sido un escritor, un poeta. La poesía se convirtió en algo a lo que aspirar, para vivir. Para informarme cómo veía el mundo y mi propósito en éste. Nunca fue la respuesta a todo y no podía ser. En ocasiones, tenía que dejar mi pluma y pelear con mis puños, y a veces cuando añoraba respuestas para aliviar el agudo dolor de la mera sobrevivencia, no había ninguna. Pero la poesía me ayudó a ser la persona que soy ahora, despertando elementos creativos que estaban dormidos en mí, abriendo mi mente a ideas y conduciendo mi intelecto a nutrirse en maneras alternativas de ser. La poesía mejoró mi autoestima. Proveyó con un sendero para explorar las posibilidades para el enriquecimiento de mi vida que sigo hasta el día de hoy.”
La palabra ideal para cerrar este escrito es el oxímoron, es decir, la belleza del lenguaje junto a la tragedia de la vida. La posibilidad de crear una obra de arte a partir del dolor. Volvemos a las preguntas iniciales ¿Qué misterio se esconde detrás de las personas resilientes? ¿Qué factores hicieron que, a pesar de una infancia desgarrada, pudieran convertirse en adultos creativos? ¿Por qué gran parte de los escritores de memorias se dedican precisamente al oficio de la escritura?
En la mayoría de las memorias se cuenta que ambos padres o al menos uno de éstos, sufrieron también de pobreza, lo que lleva al marco de exclusión desde la infancia. Sus padres o vivieron en la pobreza o con padres alcohólicos o con enfermedades mentales, en ambientes de disciplina castrante o de abuso físico o emocional. Es pertinente aclarar que con esta afirmación no se apoya el modelo que parte del déficit, es decir que detrás de cada padre abusador, se esconde un niño abusador, porque la cadena de maltrato generacional se puede romper. Y aquí radica uno de los aspectos interesantes en el análisis de las memorias: la recuperación de la experiencia a través de la escritura pasa por el otorgamiento de sentido. De ahí que generalmente
vamos a encontrar un entendimiento de por qué actuaron sus padres de determinada manera y una posición conciliadora al respecto. De la misma forma algunos memoristas comparten ejemplos de la relación que establecen con sus hijos. Los resilientes establecen otro tipo de vínculos con sus hijos y de esta forma, se rompe el patrón.
Se pueden ver, además, las redes de apoyo social en las que encontramos actores como: diversos miembros de la familia, maestros, directores, enfermeras, trabajadores sociales, padres adoptivos, amigos, vecinos o miembros del ejército. Y lo que podría parecer un hecho insignificante, como una persona que, sin conocerlo, escribe cartas a un preso, desata resortes que van a dar lugar a un crecimiento artístico extraordinario como es el caso de Jimmy Santiago Baca. Entre estas personas que actúan ya sea para favorecer el proceso de resiliencia o para entorpecerlo, sobresalen los padres de familia y los profesores porque son las personas que mantienen un contacto permanente con los niños, primero los padres, después los educadores.
De ahí que sea necesario subrayar la importante influencia de los profesionales de la educación, sobre todo en la etapa de la formación inicial y básica. Se pueden llevar a cabo numerosas actividades fáciles de ejecutar pero que pueden tener un fuerte impacto en la formación de los niños y en el proceso de resiliencia de aquellos que lo necesiten. Que por cierto esa cifra va en crecimiento desafortunadamente. En estas actividades destaca el papel de las artes como un espacio garantizado para el proceso resiliente. Y a partir de la literatura se pueden lograr maravillas, que se pueden realizar con muy bajo presupuesto como la lectura (especialmente de cuentos cásicos en la etapa básica) y la escritura.
Una cuestión importante es la personalidad de cada uno de ellos. Vamos a encontrar características diversas, muchas de ellas compartidas, tales como: la determinación, la perseverancia, el sentido del humor, la resistencia, la disciplina, la imaginación, la ensoñación, la rebeldía y el orgullo.
Se puede decir que todos ellos son conscientes desde pequeños de su desafortunada circunstancia, con una voluntad de trascender al sufrimiento y de ser felices, además de que confiaron al menos en una persona que les ayudó a tener confianza en sí mismos y a perfilar un camino esperanzador.
Entre estos escritores debe haber composiciones cerebrales de excepción, como ejemplo están Mira Bartok y Sherman Alexie, que después de operaciones quirúrgicas en sus cerebros,
recuperaron sus habilidades lingüísticas.
Varios de estos personajes además son escritores prolíficos. La mayoría de ellos habían publicado varias obras antes de sus memorias, otros tienen más de una memoria y para algunos la escritura de la memoria fue la punta de lanza para la creación de otros trabajos. Boris Cyrulnik (2003) anota que el cincuenta por ciento de las escritoras y el cuarenta por ciento de los escritores han padecido acontecimientos traumáticos graves en su infancia. Es un porcentaje mucho más elevado que en la población general. A propósito, señala que la escritura, a menudo permite el trabajo de remendar el yo rasgado: “Gracias a ella, puedo entreabrir la cripta que contiene las cosas indecibles, puedo dar la palabra a los fantasmas aherrojados que surgen cada noche en mis pesadillas”.
Un último aspecto interesante de observar, es que en general, el personaje resiliente tiene la conciencia de que no se encuentra completamente del otro lado, se camina perpetuamente sobre el filo de la navaja.
Alexie, Sherman, You Don’t Have to Say You Love Me, New York, Little, Brown and Companny, 2017.
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