Georgina Lozano Razo1, Javier Zavala Rayas2 y María Dolores
García Sánchez3
Palabras clave: Violencia; victimización; jóvenes; hombres; mujeres
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1996 como se citó en Organización Panamericana de la Salud [OPS], 2003), la violencia hace referencia al “uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho, o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones” (p. 5).
1 Dra. en Psicología, Universidad Autónoma de Zacatecas, migración, violencia, vejez, salud mental, cognición. 2 Dr. en Psicología, Universidad Autónoma de Zacatecas, migración, violencia, vejez, salud mental, cognición. 3 Dra. en Psicología, Universidad Autónoma de Zacatecas, migración, violencia, vejez, salud mental, cognición.
Esta definición vincula la intención con la comisión del acto mismo, independientemente de las consecuencias que se producen, también da cabida a los actos que son el resultado de una relación de poder, incluidas las amenazas y la intimidación. Así mismo, quedan incluidas situaciones como el descuido o los actos por omisión, además de los hechos de violencia por acción. Por lo tanto, “el uso intencional de la fuerza o el poder físico” incluye el descuido y todos los tipos de maltrato físico, sexual y psíquico, así como el suicidio y otros actos de autoagresión. Además, esta definición señala una amplia serie de consecuencias, entre ellas los daños psíquicos, las privaciones y las deficiencias del desarrollo. Por lo tanto, quedan incluidos los actos de violencia que no causan por fuerza lesiones o la muerte, pero que imponen una carga importante a los individuos, las familias, las comunidades y los sistemas de asistencia sanitaria en todo el mundo. Las consecuencias de la violencia pueden ser inmediatas, o bien latentes, y durar muchos años después del maltrato inicial (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados [ACNUR] & Unión Interparlamentaria, 2001).
Existen diversas situaciones que pueden afectar la seguridad de los ciudadanos, el aumento de la violencia y de la delincuencia en todas sus expresiones es el principal motor de la sensación de inseguridad que viven los latinoamericanos (Arriagada & Godoy, 1999, Hopenhayn, 2002).
En las ciencias sociales existen dos teorías básicas para el estudio de la violencia y de la conducta delictiva: 1) la teoría de la ruptura o de la anomia: que establece que la violencia surgirá de la ruptura o desajuste del orden social, es decir, de cambios sociales acelerados como efecto de la industrialización o la urbanización, desde esta postura, existe una relación importante entre pobreza y delincuencia (Terán y Guevara, 2011), en esta línea, la teoría de Maltón sostiene que la conducta delictiva depende de la capacidad de los individuos para alcanzar las metas-éxitos de acuerdo a su entorno social y a la importancia asignada al éxito económico (Instituto Latinoamericano y del Caribe de Planificación Económica y Social [ILPES], 1998); 2) la teoría de las formas de socialización, privilegia como factor explicativo de la violencia, la socialización, es decir, la violencia comprendería dimensiones organizativas, institucionales y culturales que pueden conducir a la selección de estrategias violentas por parte de ciertos actores sociales (Terán & Guevara, 2011). En esta línea, la teoría de Sutherland afirma que las causas primarias del delito se derivarían de la existencia de grupos subculturales de delincuentes (grupo de amigos, familia, cárcel), que traspasan los conocimientos delictuales (ILPES 1998).
En este punto, se hace necesario distinguir entre violencia y delincuencia, que si bien están relacionadas, son fenómenos distintos. En el caso de la violencia se requiere diferenciar niveles y formas, puesto que no todas las formas de violencia son delictuales y afectan la seguridad ciudadana, por otra parte, no todos los delitos son violentos y algunos no producen alarma ni inseguridad pública (Arriagada & Godoy, 1999).
De acuerdo con Terán (2008), en el contexto actual, de aceleradas modificaciones en el ámbito económico y desarrollo de nuevas necesidades económicas, deterioro en la calidad de vida de grandes sectores de la población y la falta de solución a problemas de larga historia (desigualdad de la distribución del ingreso, acceso a la tierra), la delincuencia aparecería como una opción para los más desafortunados —delincuencia tradicional, es decir, robos, hurtos, asaltos—, o como la nueva forma de hacer dinero fácil por la vía de la corrupción —delincuencia económica—, o por medio de nuevas modalidades emergentes —lavado de dinero, fraude electrónico, narcotráfico.
De tal forma, en la actualidad coexisten formas tradicionales del delito con otras modernas que van en ascenso. El fenómeno que se extiende con mayor fuerza es el referido a las nuevas formas que ha tomado la delincuencia y la criminalidad, lo cual se expresa en el incremento significativo de los actos delictivos y en la diversificación de los hechos violentos. Carrión (2002) refiere que esta "modernización" de la actividad delictiva toma expresión a través de organizaciones con métodos empresariales y con mayor complejidad que las formas tradicionales, con mayores y más variados recursos, y con una mayor invasión en la sociedad y el Estado. Por lo general, operan a través de economías ilegales bajo reglas impuestas por la propia violencia. Son escenarios de mercados ilegales donde se comercian armas, drogas ilícitas, sexo, artículos robados, o se desarrolla la "industria" del secuestro y del "ajuste de cuentas".
Estas nuevas formas de delincuencia, traen consigo nuevos actores y la transformación de los anteriores —como es el caso del sicario, el halcón, el poste, la estafeta, etc.—, estos mercados ilegales son verdaderas empresas transnacionales del delito; las de mayor peso son las del narcotráfico —la droga que se produce en un país se exporta a otro, ya sea dentro del mismo continente, o incluso a otro(s)—, y en menor medida las involucradas con los asaltos a bancos y casas comerciales, el robo de vehículos, la depredación del patrimonio cultural, entre otros (Carrión, 2002).
En este sentido, Guerra y Dierkhising (2011) mencionan que la exposición a la violencia
comunitaria se encuentra entre las experiencias más perjudiciales que pueden vivir los niños, porque afecta su forma de pensar, sentir y actuar. Estos autores consideran que la violencia comunitaria se refiere a la violencia interpersonal en la comunidad que no es cometida por un miembro de la familia y que tiene la intención de causar daño. Puede ser un subproducto de distintas circunstancias, que abarca desde el crimen y violencia en el vecindario, hasta en los conflictos o guerras civiles continuas. Por su parte, Richters y Martinez (1993) consideran que se pueden observar tres modalidades de exposición a la violencia: como una experiencia indirecta de violencia
—por ejemplo, escuchar hablar de la violencia—; ser víctima directa de un acto violento, o presenciar violencia que involucra a otros.
Sheidow, Gorman-Smith, Tolan y Henry (2001) consideran que la exposición a la violencia contribuye a problemas de salud mental durante la niñez y la adolescencia. Los trastornos psiquiátricos incluyendo la depresión, la ansiedad y el trastorno de estrés postraumático, se encuentran con más frecuencia entre jóvenes expuestos a la violencia comunitaria. Se ha revelado que los síntomas del trastorno de estrés postraumático tienen una relación escalonada con la exposición a la violencia comunitaria donde los niveles más altos tienen que ver con la expresión creciente de síntomas. En la adolescencia, los síntomas del trastorno de estrés postraumático pueden manifestarse como comportamientos externalizantes cuando los jóvenes están hiperexcitados y demasiado sensibles ante amenazas percibidas; sin embrago, los jóvenes también pueden parecer deprimidos e introvertidos. Los estudios encuentran típicamente diferencias de género en los resultados, así los chicos se vuelven más agresivos y las chicas más deprimidas como resultado de la exposición a la violencia comunitaria.
De acuerdo con datos de la Secretaría de Gobernación y el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (2016), en el país el número de denuncias presentadas ante agencias del ministerio público en el periodo de enero a junio del 2016, fue de 750,873; las denuncias por robo (con y sin violencia) fueron de 273,115; por robo común con o sin violencia — a casa habitación, de vehículos, a transeúntes, etc.— 268,125; lesiones dolosas y culposas —con arma blanca, con arma de fuego, otros— 83,574; homicidios —dolosos y culposos— 16,800; un total de 2,314 denuncias por extorsión; 519 denuncias por secuestro y por violación un total de 6,366. Por su parte, en el estado de Zacatecas en el mismo periodo el total de denuncias presentadas fue de 8,338; en cuanto al total de robos (con y sin violencia) 3,503; por robo común con o sin
violencia —a casa habitación, de vehículos, a transeúntes, etc.— 3,306; por lesiones dolosas y culposas —con arma blanca, con arma de fuego, otros— 939; por homicidios —dolosos y culposos— 281; un total de 43 denuncias por extorsión; 12 denuncias por secuestro y por violación un total de 93 denuncias.
La OPS (2003) inserta a la violencia en un contexto más amplio que el marco judicial, la considera desde una perspectiva de la salud pública, como un problema de salud pública, ya que tiene un componente físico y de salud mental. Considera que la persona que vive en un contexto violento, que tiende a la violencia también se encuentra en mayor riesgo de padecer desórdenes alimentarios, problemas de alcoholismo y adicción a las drogas. De igual forma menciona que la violencia, sobre todo aquella que no concluye con la muerte, altera directamente el estado de completo bienestar físico, mental y social de los afectados. En tal sentido la violencia, en la mayor parte de sus expresiones, se torna productora de enfermedad.
En ambientes de violencia las personas deben enfrentarse con condiciones de morbilidad y riesgos de mortalidad que en otras circunstancias no deberían afrontar. La morbilidad por causa de la violencia tiene a su vez un efecto en los sistemas de salud de una sociedad, pues aumenta la demanda de servicios de salud que muchas veces no están preparados para hacerle frente. En la actualidad hay suficiente evidencia que el problema de la violencia tiene un impacto en diversas áreas de la vida social, en especial el área de la salud, en gran parte porque atenta fundamentalmente contra su misma integridad física y su supervivencia, así como merma la calidad de vida y daña las redes básicas de interacción social que sustentan el desarrollo de una comunidad (Cruz, 1999).
Para Tremblay, Cordeau, y Kaczorowski (1993 como se citó en Ruiz, 2007), la relación entre tasas de criminalidad y sentimiento de inseguridad sería más fuerte en aquellos sectores donde los niveles de delitos son más fuertes. También se ha encontrado que la experiencia de victimización directa o de personas cercanas a uno se asocia con niveles más altos de miedo al crimen (Kury & Ferdinand, 1999). Todo ello hace que el miedo al delito se haya constituido en un área de actuación específica dentro de las políticas criminales, por los efectos individuales y sociales, a nivel de comportamientos y de salud mental que pueden conllevar niveles altos de temor al público (Peña, 2005). A nivel individual, el miedo al delito puede llevar a conductas de protección dentro y fuera del hogar, de tipo evitativo o activo.
Por ejemplo, las personas pueden buscar vivir en edificios con sistemas de vigilancia que
restringen el acceso a desconocidos –por ejemplo, entrega de publicidad-, dotarse de sistemas de alarmas para el hogar, mascotas de vigilancia e incluso armas (obtenidas en la mayoría de los casos de manera ilegal). Las personas pueden también alterar algunos hábitos de interacción social, como evitar salir de casa o contestar el teléfono a partir de ciertas horas o cambiar frecuentemente su número telefónico. Fuera de la vivienda, las personas pueden evitar ciertos lugares donde potencialmente corren riesgo de ser víctima de un delito, transitar por ellos acompañado o portar objetos para defenderse ante una posible agresión. También se puede evitar determinadas interacciones sociales en el espacio público, o adoptar una postura de disposición a enfrentar físicamente a un potencial asaltante (Niño, Lugo, Rozo & Vega, 1998; Peña, 2005). Entre los efectos sociales del miedo a la victimización está la inhibición de la comunicación, la desvinculación de procesos organizativos, el aislamiento social, el cuestionamiento de valores y la desconfianza comunitaria (Ruiz, 2007).
Ahora bien, vamos a entender por victimización el proceso por el cual una persona se convierte en víctima (Hurtado, 1999). Aguilar (2010) menciona que durante el congreso de la Organización de Naciones Unidas (ONU) para la prevención del delito y el tratamiento al delincuente efectuado en 1980, se delimitó el término de víctima desde tres ópticas: La persona que ha sufrido una perdida, daño o lesión, sea en su persona propiamente dicha, su propiedad, o sus derechos humanos, como consecuencia de una conducta que:
Constituya una violación de la legislación penal nacional.
Constituya un delito bajo el derecho internacional, que integre una violación de los principios sobre derechos humanos reconocidos internacionalmente.
De alguna forma implique un abuso de poder por parte de personas que ocupen posiciones de autoridad política o económica.
Continuando con la victimización, Hurtado (1999), plantea que se le puede considerar de dos formas, por una parte, encontramos la victimización primaria, la cual refleja la experiencia individual de la víctima y las consecuencias físicas, económicas, psicológicas o sociales que trae consigo el delito sufrido. De acuerdo con Echeburúa, de Corral y Amor (2002) cualquier suceso traumático afecta la confianza de la persona en sí misma y en los demás, por lo que la víctima puede quedarse sin elementos de referencia externos e internos. En cuanto al impacto psicológico, éste puede producir ansiedad, angustia, pánico o sentimiento de culpa con relación a los hechos.
Sentimientos que, con frecuencia, repercuten en los hábitos y comportamientos del individuo, alterando su capacidad de relacionarse. Los síntomas pueden derivar de la vivencia de indefensión y pérdida de control, así como del temor por la propia vida. El hecho violento amenaza a tres supuestos básicos: que el mundo es bueno, el mundo tiene significado y el yo tiene valor (Baca, Echeburúa & Tamarit, 2016).
Por otra parte, la victimización secundaria se deriva de las relaciones de la víctima con la policía y el sistema jurídico-penal. Se produce con frecuencia un choque entre las expectativas de la víctima y la realidad institucional. Según Landrove (1998), a menudo, esta victimización resulta más negativa que la primaria, incrementando los efectos de daños psicológicos o incluso patrimoniales. Las víctimas pueden experimentar sentimientos de pérdida de tiempo o de que están malgastando su dinero. Otras veces desarrollan un sentimiento de impotencia ante la burocracia y de que están siendo ignoradas. Para determinados delitos, las víctimas pueden ser tratadas con falta de tacto, como si fueran ellas las acusadas, y con incredulidad por determinados profesionales. Es decir, el maltrato institucional puede contribuir a agravar el daño psicológico de la víctima (Thomé, 2004).
En conclusión, los delitos violentos siempre serán sucesos negativos, generan miedo e indefensión, además como mencionan Echeburúa et al. (2002), ponen en peligro no sólo la integridad física, sino psicológica de quien ha sido blanco de este tipo de actos y dejan a la víctima en una situación emocional que la incapacita a afrontar con sus recursos psicológicos habituales la situación. De igual forma, mencionan estos autores, el daño psicológico no sólo debe ser atendido en víctimas directas, sino también en las indirectas, recordando que son aquellas personas que sufren por las consecuencias del hecho violento, sin ser directamente concernientes al mismo, por ejemplo, padres que han sufrido por el secuestro de un hijo.
Participantes: Participaron 409 jóvenes universitarios, distribuidos por sexo de la siguiente forma: 299 mujeres y 110 hombres, con una media de edad para la muestra de 20 años, los participantes residen en la ciudad de Fresnillo, quienes cumplieron con los siguientes criterios de inclusión: ser estudiantes universitarios, tener al menos 18 años (considerado de acuerdo con las leyes mexicanas como mayor de edad) y desear participar en la investigación. Criterios de exclusión: tener menos
de 18 años y que no desearán participar en la investigación. No hubo ningún tipo de compensación monetaria por su participación. El proyecto general, del cual se desprende esta investigación.
Diseño: Es un estudio transversal, no experimental de dos grupos independientes. Para este tipo de diseños, se recolectan datos en un solo momento, sin manipular variables, trabajando con dos grupos, en este caso, uno de mujeres y el otro de hombres (Kerlinger.& Lee, 2002).
Instrumento:
Escala de exposición a la violencia (Gurrola-Peña, Balcázar-Nava y Moysén, 2015), consta de 34 ítems, con una escala de respuesta tipo Likert de cinco opciones que van desde “nunca” hasta “muy frecuente”. La estructura factorial se compone de cinco factores, que en su totalidad explican el 49.75% de la varianza, con una confiabilidad de a = .94. Los factores contemplan situaciones de victimización en diversos contextos, siendo los siguientes: victimización contextual no presencial, se compone de ocho ítems (a = .90); victimización contextual presencial, comprende siete ítems (a
= .85); victimización contextual en la colonia, ocho ítems (a = .88); victimización contextual en los lugares de diversión que incluye seis reactivos (a = .86) y victimización contextual en la escuela con cinco reactivos (a = .80).
Procedimiento: Se acudió con los directivos de la Unidad Académica de Psicología de la Universidad Autónoma de Zacatecas para solicitar la colaboración de los estudiantes para responder a los instrumentos. Una vez que ellos aceptaron, se acudió a los grupos y se les explicó en qué consistía su colaboración, como parte del cuadernillo de instrumentos se incluyó en la página inicial el consentimiento informado, el cual debían firmar; de igual forma se les comunicó acerca de la confidencialidad de la información proporcionada. Se entregaron los instrumentos y se les proporcionaron indicaciones detalladas de cómo debían responder. Se les indicó que se estaba a disposición para resolver cualquier duda. Las aplicaciones fueron colectivas. Se agradeció a los participantes y a las autoridades de la institución. Se procedió a la captura y análisis de datos.
Análisis de datos: Se utilizó el Paquete Estadístico para las Ciencias Sociales (SPSS, versión
15.0 para Windows), se calcularon los puntajes para todos y cada uno de los factores que componen las tres escalas aplicadas, para posteriormente realizar una comparación de medias entre hombres y mujeres a través de la prueba paramétrica t de Student para grupos independientes.
A continuación, se exponen los resultados de la comparación de medias entre hombres y mujeres en el siguiente orden: exposición a la violencia, victimización y síntomas. En todas las comparaciones se aplicó la prueba paramétrica t de Student para muestras independientes. En la Tabla 1 se puede observar que existen diferencias estadísticamente significativas entre hombres y mujeres respecto a los factores victimización contextual no presencial (t=-2.31, gl=397, p=.02) y victimización contextual presencial (t=-2.75, gl= 151.78, p=.00), dichos factores pertenecen a la escala de exposición a la violencia. En ambos casos se puede observar que el grupo que marca las diferencias es el de hombres, en ambos factores son los hombres quienes obtienen medias más altas.
Tabla 1
Comparación de medias entre sexos en exposición a la violencia
Sexo Estadísticos
Factores Hombres
(n=108)
Mujeres (n=291)
Levene Student
M | DE | M | DE | F | P | t | gl | p | |
VCNP | 14.84 | 5.99 | 13.32 | 5.71 | 0.09 | .75 | -2.31* | 397 | .02 |
VCP | 9.36 | 3.30 | 8.37 | 2.63 | 4.12 | .04 | -2.75** | 151.78 | .00 |
VCC | 18.76 | 14.87 | 17.21 | 10.08 | 0.66 | .41 | -1.18 | 392 | .238 |
VCLD | 12.41 | 4.95 | 11.33 | 6.38 | 0.72 | .39 | -1.57 | 397 | .115 |
VCE | 6.25 | 1.95 | 5.96 | 1.77 | 0.92 | .33 | -1.38 | 403 | .168 |
Nota: VCNP= Victimización contextual no presencial; VCP= Victimización contextual presencial; VCC= Victimización contextual en la colonia; VCLD= Victimización contextual en los lugares de diversión; VCE= Victimización contextual en la escuela.
*p <.05 y ** < p < .01
La seguridad humana tiene un significado integral, es la protección de la vida y de la libertad. Se traduce y materializa en la protección de las personas a través de la puesta en marcha de sistemas
e instituciones que facilitan a los seres humanos las condiciones y posibilidades para vivir con dignidad (Uribe & Romero, 2008). Sin embargo, al parecer la violencia e inseguridad siguen en aumento, así lo demuestran los datos de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2016 (ENVIPE), realizada durante el periodo que va del 1 de marzo al 26 de abril de 2016, en la cual se reporta que la tasa de prevalencia delictiva por cada cien mil habitantes en México en el 2015, en el caso de los hombres fue de 30 181 y en las mujeres de 26 467; para la entidad federativa en la cual se llevó a cabo la presente investigación (Zacatecas), la tasa para los hombres fue de 21 570 y para las mujeres de 14 024 (INEGI, 2016), estos datos nos llevan a reflexionar los resultados obtenidos en las escalas de exposición a la violencia y victimización, en las cuales los hombres presentan medias más altas de victimización directa e indirecta, así como de victimización contextual no presencial y victimización contextual presencial. Por lo tanto, podemos decir que no sólo hay una percepción por parte de los hombres sobre el hecho de que están más expuestos a la violencia, sino que las encuestas en nuestro país confirman que son los hombres quienes se ven más expuestos a los delitos.
Al respecto Cruz (1999) menciona que la victimización por la violencia, sobre todo la que termina con la muerte o con el daño físico de la persona, se encuentra asociada con ciertas variables demográficas, la edad constituye una variable importante en la predicción del riesgo de victimización violenta; otras variables que aparecen asociadas son el sexo, el nivel socioeconómico de la víctima o de la comunidad donde reside la víctima y la raza o grupo étnico de ésta. Los hombres, los jóvenes, los pobres al parecer son más vulnerables a la violencia comunitaria Lahosa (2002). Esto mismo lo confirma Hopenhayn (2002), quien menciona que la violencia delincuencial en Latinoamérica se concentra (tanto en víctimas como victimarios) en la población joven y masculina.
Por otra parte, se ha observado que la medida en que el problema de la violencia ha ido aumentando, también lo ha hecho la conciencia de su impacto en diversas áreas de la vida social, en especial el área de la salud. La violencia tiene un impacto decisivo en las condiciones de vida de las personas, sobre todo porque atenta fundamentalmente contra la integridad y supervivencia del individuo, de igual forma menoscaba la calidad de la vida y, a la larga, erosiona las redes básicas de interacción social que sustentan el desarrollo de una comunidad (Ruiz & Turcios, 2009). Los resultados en esta investigación demuestran que, a pesar de que son los hombres quienes al parecer
están más expuestos a la victimización —en diferentes modalidad evaluadas en este estudio—, las mujeres parecen experimentar un mayor impacto psicológico, por supuesto los síntomas presentados no necesariamente son respuesta a actos delictivos, sin embargo, existe alguna relación entre la victimización y los síntomas presentados, dadas las correlaciones significativas encontradas en este estudio.
Al respecto Naranjo (2010) al reportar los resultados de la valoración realizada a 909 personas victimizadas, encontró que mostraban efectos profundos y permanentes por los hechos violentos sufridos por ellas. Es así que reporta impactos emocionales tales como tristeza (40%, aproximadamente), depresión (90%, aproximadamente, con predominio en mujeres), ansiedad (75%, aproximadamente) y sensación de desesperanza y desconfianza en la vida (60%, aproximadamente). Además, encontró una mayor proporción de enfermedades en las mujeres, frente a los hombres, en relación de tres por uno. Para este autor, estos resultados dan cuenta de escenarios emocionales marcados por el congelamiento del dolor, la tristeza, la rabia y otras emociones experimentadas por las víctimas, de tal forma que plantea que las enfermedades físicas son metáforas de la situación emocional que han vivido, dado que la dificultad de “procesar” las profundas emociones y las huellas que dejaron los hechos violentos. En este sentido, Sluzki (1995) señala que la violencia emocional suele tener correlatos somáticos importantes e inmediatos de tipo autonómico, sistema que genera una ‘zona gris’ en la que el cuerpo aparece como territorio del acto violento aun cuando su espacio material no haya sido violentado.
De acuerdo con Larizgoitia et al. (2011) las víctimas primarias de la violencia colectiva muestran un patrón de salud afectado en la percepción subjetiva de bienestar físico y emocional, sugieren que las víctimas presentan mayor discapacidad y menor calidad de vida que la población general, con secuelas físicas, emocionales y sociales de carácter crónico, además de una pérdida de las creencias básicas sobre uno mismo y el mundo, acompañada de la sensación de menor apoyo social y de un medio social más negativo y hostil. Las víctimas de violencia tienen un alto riesgo de presentar malestar físico y emocional también se ve una relación entre la experiencia de violencia y las dificultades funcionales, expresadas por un riesgo en la realización de actividades cotidianas, en la comunicación y la relación con otras personas, y en la participación social. A ello se añade la mayor sensación de soledad y estigma (Barañano, 2004).
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Autor.
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