Sergio Gallardo García1
Palabras clave: migración coreana; masculinidades; minería; Baja California Sur
La presencia de “KORES” en la minera de cobre El Boleo no sólo representa la única inversión minera asiática en nuestro país, sino la re-apertura de una minera que durante más de 80 años marcó las pautas de la vida económica y social de la región en torno a su desarrollo por compañías francesas. La introducción de nuevas prácticas, técnicas, organización del trabajo y relaciones sociales interculturales producen mercancías, a partir de los recursos naturales extraídos,
1 Doctorante en Antropología Social y maestro en el mismo grado académico por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS-Ciudad de México), adscrito a la línea de especialización “Violencias, Géneros, Sexualidades y Migraciones”, correo electrónico: sergio.gallargo@gmail.com.
demandadas por las cadenas globales de producción también producen sujetos, aún más, sujetos generizados específicos que responden a la configuración de un enclave de producción que se sustenta en un entramado capitalista de súper-extracción y despojo. El eje de la discusión teórica y metodológica que se plantea es desde los estudios de las masculinidades, donde se privilegiará un enfoque cualitativo para asir las subjetividades en torno a las diversas expectativas y significados de ser hombre y sus expresiones en un plano de la minera en Santa Rosalía como campo social.
El propósito de esta investigación es contribuir a los incipientes estudios coreanos en México desde una perspectiva antropológica que contribuya a la discusión sobre los fenómenos que vinculan a México y Corea desde una perspectiva de género que manifieste las relaciones y construcciones genéricas que están imbuidas en un tipo específico de desarrollo local. A su vez, se busca recuperar una de las apuestas antropológicas fundantes del CIESAS sobre investigar lo que se denominó las “minorías no étnicas en México” (1974) para dar cuenta de la diversidad cultural y migratoria de nuestro país ante la visibilización y problematización de los extranjeros inmigrados en México que asume como premisa de conceptualización considerarlos como parte de nuestra sociedad. Es decir, se trata de romper ontológicamente con las categorías de inmigrante, inmigrado, residente, local, como parámetros de nominar la otredad migratoria.
Así mismo, con la tendencia del crecimiento de la inversión surcoreana en el país ante la posible firma de un tratado de libre comercio con Corea del Sur, considero fundamental comprender el papel que actualmente desempeñan las empresas surcoreanas para visualizar el futuro hacia el cual transita el tipo de desarrollo que se emprenden en las localidades en las que se establecen, donde los empresarios y trabajadores asiáticos en relación con los trabajadores mexicanos, en términos de masculinidad, son pieza clave para su entendimiento.
El punto de partida para comprender la presencia de la empresa surcoreana “KORES” y sus trabajadores asiáticos es partir de comprender la misma población de Santa Rosalía como migrante. La creación del pueblo tiene sus orígenes en la concentración de trabajadores que provenían de distintas partes de la península californiana así como de Sinaloa y Sonora ante la creación de la minera El Boleo a manos de la “Compagnie Du Boleo” en 1884, por franceses, que conformó lo
que en ese tiempo se denominó como “pueblos de empresa”: edificación de campamentos de trabajadores mineros junto con áreas habitacionales francesas, así como hospitales y comercios, que marcaban la traza urbana de la localidad (Salazar, 2010: 141).
Podríamos incluso aumentar este argumento no sólo a Santa Rosalía sino a toda Baja California Sur, ante una revisión histórica de su población, la cual se ha conformado por múltiples flujos migratorios que iniciaron a finales del siglo XIX pero se dieron de manera intensa durante todo el siglo XX (Castorena, 2003). Apelando a este contexto, parto de la categoría de “súperdiversidad” de Steven Vertovec (2007) para problematizar a los sujetos de estudio bajo una interseccionalidad de migraciones en tanto que asistimos a un incremento constante de la heterogeneidad de la población por sus arribos migratorios, que en lugar de pensar desde su asimilación al proyecto de nación o sociedad civil su caracterización, implica pensar desde los aportes que su diversidad implica a las dimensiones lingüísticas, económicas, étnicas, de género, de clase y raza, etc. (Vertovec, 2007: 1025). Es decir, la propuesta de análisis se aleja de un modelo ontológico de integración donde se interpreta al migrante a partir de su adecuación e integración a las “lógicas locales”, sino a partir de la diversidad y complejidad que aporta a partir de sus prácticas. Coincidiendo con Steven Vertovec, Anna C. Korteweg (2017) nos invita a fomentar el pensamiento de la población “inmigrante” como ya integrada y constituyente de la sociedad en la que se establece. Es decir, re-conceptualizar la noción de integración inmigrante a partir de aceptar que los migrantes ya forman parte de la sociedad y no hay un modelo o pauta de integración ya que su misma presencia ya ha transformado las estructuras sociales en las que se sitúan (Korteweg,
2017: 428).
Los “inmigrantes” siempre son miembros de las “sociedades huésped”, aún si su pertenencia se define por la abyección o liminaridad, ya que incluso las respuestas institucionales de su expulsión –léase deportación- forma parte de un proceso de estructuración donde su presencia es inherente a su constitución.
Bajo esta perspectiva teórica podemos leer la llegada de contingentes minoritarios de empresarios franceses e ingleses que llegaron a la península sudcaliforniana en el siglo XIX a invertir en la minería1, como una reconfiguración social causada por la migración ya que detonaron subsecuentes migraciones internas e internacionales para la explotación laboral necesaria en las minas, trayendo así una súperdiversidad que forma parte de las estructuras económicas y sociales
de poblaciones como Santa Rosalía. De esta manera, pensar la reciente llegada de surcoreanos implica pensar no una integración, en un sentido asimilacioncita, sino una contribución y participación a este entramado social diverso migratorio donde el trabajo y la economía se reconfigura a partir de su participación.
Como mencionábamos, las extracciones mineras formaron parte de la fundación de algunas localidades donde se encontraban asentadas las minas. Para el caso de El Boleo, el poblado de Santa Rosalía pasó de tener 379 habitantes en 1886 (cuando se abre la minera) a tener 3,065 habitantes en 1891. Tan sólo 5 años después la población creció ocho veces su tamaño debido a la inmigración de obreros mineros, quienes provenían menormente de la región y mayoritariamente de Sonora, Sinaloa, Nayarit, Colima y Guerrero (González, 1991: 139). Cabe resaltar que en su mayoría los mineros provenientes de Sonora pertenecían a la comunidad indígena del Valle Yaqui. También inició un proceso de inmigración internacional no sólo de colonizadores franceses, ingleses y estadounidenses, sino de las primeras migraciones asiáticas (filipinas, chinas y japonesas2) a Santa Rosalía, las cuales llegaron a reemplazar a los trabajadores muertos y enfermos por la intensa explotación y exposición continua a los minerales. El mineral cobraba vidas y había que dárselas. Así, se tiene el registro de 180 chinos resguardados en el rancho de San Bruno esperando volver a Cantón ante padecimientos crónicos de nefritis albuminosa y fiebre gástrica,
enfermedades compartidas entre todos los trabajadores mineros (Preciado, 1991: 181).
En términos de infraestructura, la explotación cuprífera de los franceses estuvo acompañada de una cobertura de servicios básicos: escuelas, agua potable, cementerios, hospitales, hoteles, transporte, comercios, los cuales en un inicio eran exclusivos para los colonos y obreros mineros. Aquellos que no eran obreros mineros subsistían del auto-consumo campesino y al margen del desarrollo económico minero hasta principios del siglo XX, cuando la empresa minera invierte en la comercialización de bienes de consumo.
Cabe resaltar que antes de la llegada de las mineras, en la región no había una economía de mercado, la cual introdujo la compañía francesa a partir de mercancías importadas de Europa, Estados Unidos, Sonora y Sinaloa. La empresa paulatinamente se volvió un ente rector del poder político en la región al ser dueña de distintas actividades productivas y comerciales, diferentes a la extracción de minerales, protegiendo sus intereses económicos pero también decidiendo sobre el uso de las tierras, regulando el consumo y conducta de los pobladores e influyendo en el
nombramiento y destitución de las autoridades locales (Preciado, 1991: 163).
El “desarrollo” causado por la apertura de la Compañía El Boleo estuvo sujeto a los intereses de la compañía y no de la población, que si bien gozó de los servicios básicos y nuevos bienes de consumo, fue a costa de una dependencia a la empresa y perdida de su patrimonio para muchas poblaciones despojadas de sus tierras por la compañía para establecer bodegas y haciendas. La actividad minera durante el Porfiriato mantenía el control de los salarios de los trabajadores y las condiciones de trabajo y además vigilaba sus gastos mediante el monopolio comercial (Preciado, 1991: 169). El territorio geográfico, aislado del macizo continental mexicano, le permitió a la empresa no sólo monopolizar el comercio sino parte del ámbito político, teniendo control casi absoluto de la vida económica, política y social de la región, quizá la única minera que logró esto en dicha etapa.
A mediados del siglo XX la compañía cierra sus funciones y hasta finales de los ochentas queda en manos del gobierno mexicano que al no extraer el mineral suficiente para su sustento, decide cerrar. Treinta años después, en 2010 la minera El Boleo vuelve abrir a partir de capital canadiense y surcoreano que se plantearon una duración de 22 años de extracción para después cerrar y buscar nuevos espacios de extracción. Ante el devenir de miles de familias que migraron a otros espacios mineros o hacia Estados Unidos cuando la minera cerró y bajo una promesa declarada de volver a cerrar, esta re-apertura ha involucrado una escisión comunitaria y política que ha dividido a sus habitantes entre quienes se manifiestan en contra de ella y quienes celebran la continuidad laboral de una cultura minera inscrita en el pueblo.
Bajo este panorama, determinar cuál ha sido el proceso de incorporación de la inversión y trabajadores surcoreanos en la minera El Boleo y de qué manera influyen en la disposición y condiciones del trabajo donde se producen sujetos y mercancías específicas; implica adentrarse en la vida comunitaria de un poblado migrante que además, como se conoce en la literatura sobre minería en México a Santa Rosalía, es: “un pueblo que se negó a morir” (Romero, 1991).
década de los ochenta y noventa detona de manera significativa (Mera, 2011; Radulovich, 2015), producto de una política migratoria y económica orientada a la globalización desde un régimen estatal.
En 1992 Kim Young Sam se vuelve el primer presidente civil en Corea del Sur tras una larga trayectoria de 30 años de gobiernos militares. Su administración cambió la manera de gobernar y el desarrollo económico del país orientando una política de segyewha, que significa globalización, la cual contaba con una planeación en planes quinquenales del crecimiento de la economía surcoreana hacia el exterior, teniendo como objetivo la presencia en mercados económicos más allá de la cuenca del Pacífico, donde América Latina al estar del otro lado del Pacífico fue uno de los principales escenarios de interés. La incursión no solamente migratoria sino de relación económica de Corea del Sur con países latinoamericanos formaba parte de una economía que se planteaba ya desde ese entonces en términos de competencia global (ROK, 1995). Este nuevo modelo de crecimiento implicó un cambio abismal en las políticas económicas referentes al sector industrial de Corea del Sur, donde el papel activo del Estado fue clave en la promoción de exportaciones y en el propio financiamiento de las empresas exportadoras para que se establecieran localmente en los nuevos mercados internacionales (López y Licona, 2011: 273). La economía surcoreana se posicionó en el sudeste asiático como la primera en tener lazos comerciales con América Latina, contando con corporaciones y oficinas instaladas en diversos países, lo cual planteaba una lógica comercial que fuera más allá de las exportaciones, buscando
producir y vender mercancías fuera del territorio de la península coreana y de Asia en general.
Aunque México firmó relaciones diplomáticas y comerciales con Corea del Sur desde 1962, y previo a la firma la llegada de 1,032 coreanos a la península de Yucatán en 1905 ya vinculaba a ambos territorios a partir de una historia de enganche transnacional (Gallardo, 2015). Fue hasta la firma de Tratado de Libre Comercio de América del Norte que México se volvió un centro de atracción a capitales surcoreanos que veían en el tratado un punto de inflexión para acercarse de manera directa al mercado de consumo estadounidense así como otros espacios del continente (Gallardo, 2017).
Ahora bien, especialistas en materia económica que han analizado los flujos de inversión y dinámica de empresas surcoreanas en México y América Latina (López y Licona, 2011; Velarde, 2015), han notado como una tendencia que dichas inversiones y presencia de corporaciones no han
sido acompañadas de programas de desarrollo regional ni de protección de la producción local o cualquier otra política de responsabilidad social, donde los cambios producidos por sus intervenciones están sujetos a condiciones imprevistas y no controladas a nivel estatal dado su carácter temporal de inversión. Este fenómeno coincide con la descripción de sistemas coloniales que originaron el desarrollo minero sudcaliforniano, que sin embargo, hay que acotar de acuerdo a las nuevas manifestaciones que se dan contemporáneamente (Burchardt y Dietz, 2014).
Así, aunque la re-apertura de la minera El Boleo tenga una expectativa de actividad de sólo 22 años, su incursión en la economía, sociedad y espacio de Santa Rosalía consolida un proyecto de desarrollo que demarca las actuales y posteriores políticas estatales que configuran las estructuras económicas y sociales que trasciende la actividad extractivista.
La minera El Boleo se consolida como un proyecto de desarrollo políticamente legitimado y asociado con intereses estatales que se basan en la extracción como ruta del desarrollo regional (Burchardt y Dietz, 2014: 470), encadenando las localidades a su desempeño y las consecuencias deseadas y no deseadas de su desenvolvimiento en esta temporalidad que advierte una fecha de caducidad.
La postura de Burchardt y Dietz (2014) es que, partiendo del concepto de neo- extractivismo, las prácticas de apropiación y explotación contemporáneas no son estrategias económicas temporales en determinada región sino un proyecto de desarrollo consolidado de largo aliento dado las implicaciones de las rutas de desarrollo que configura en las políticas públicas estatales, relaciones sociales y ordenamientos territoriales. La relación entre desarrollo y extracción esta intrínsecamente relacionada.
Actualmente la tendencia es la regulación de la apropiación de recursos y sus exportaciones a través de la nacionalización o mediación de las prácticas extractivistas, incrementando los impuestos y requisitos de exportación. La extracción es vista como útil para el desarrollo políticas específicas de seguridad nacional, soberanía, reducir la pobreza, incrementar la participación social y diversificar las economías locales donde se encuentran.
En México, por ejemplo, pasamos de una política de “mexicanización” de la explotación minera a principios de los sesenta, cuando se exigía normativamente que capital mexicano participe mayoritariamente en las acciones y directivos de las empresas mineras (Madero, 1978), una privatización en los noventas, la cual involucraba cambiar a un modelo de concesiones que a
cambio de las inversiones se le pide a las compañías la creación de un número fijo de empleos mexicanos, la contribución financiera para crear infraestructura local (carreteras, centros de salud etc.) y el pago de aranceles de exportación. No hay ningún condicionamiento sobre las condiciones laborales.
Esta situación es importante si tomamos en cuenta que la economía mexicana está centrada en un modelo extractivista, donde el producto interno bruto está compuesto en su mayoría por las ganancias relativas a la explotación y productividad del petróleo. Además, México tiene una vocación minera dentro de sus entrañas (Madero, 1978: 167) por su accidentada orografía: la sierra madre occidental y la sierra madre oriental que atraviesan su territorio, aún en la península de Baja California esta la sierra californiana; lo que ha hecho que a lo largo de su historia más de mil quinientas compañías mineras se instalarán por todas las latitudes del territorio mexicano. Aún más, seis ciudades que posteriormente se erigirían como capitales de sus estados, emergieron fundacionalmente del desarrollo minero: San Luis Potosí, Pachuca, Aguascalientes, Durango, Chihuahua y Zacatecas.
Lo que podemos apreciar es cómo la producción del mineral en mercancías y la reproducción social no son construidas en base al trabajo únicamente sino a la mercantilización de la naturaleza bajo rutas del desarrollo específicas. Esto sugiere que los modelos nacionales basados en el desarrollo extractivista están constantemente produciendo nuevas estructuras sociales que determinan el éxito o fracaso económico de las localidades, más allá de lo que ocurre dentro del ámbito laboral. La apropiación de la naturaleza, por despojo, es un proceso que posiciona relaciones de poder, específicas y asimétricas, donde los actores que las encaran son colectividades subalternas que no tienen derecho sobre quiénes y cómo se apropian y usan la tierra (Burchardt y Dietz, 2014:479).
Es necesario entonces ver los procesos de extractivismo no como un proyecto estatal en coalición con empresas privadas, sino como un proceso de transformación espacial vinculado a un cambio político y social, donde la agencia de los sujetos es imprescindibles. Las relaciones de poder inscritas a un espacio y su territorialización, son puestas en disputa entre grupos de poder diferenciados, donde en este caso, la inmigración juega un papel importante al arrojar una súperdiversidad no sólo de arribos sino de repertorios culturales e identidades, donde las relaciones en torno al trabajo generan una diversidad de actores que es necesario problematizar para
comprender las convergencias, resistencias, disputas y coincidencias que se encuentran en este campo social. Para esta investigación, nos interesa entonces categorizar a los trabajadores como sujetos de estudios desde los estudios de la masculinidad.
Bajo esta problemática descrita a groso modo, lo que interesa a esta investigación es profundizar en los procesos de cambio socio-cultural y producción de sujetos masculinos que emergen de esta dinámica laboral que parte de un escenario minero pero que trasciende a los espacios dentro de “El Boleo” y están presentes en la vida comunitaria de Santa Rosalía.
Retomando las reflexiones analíticas de María Eugenia de la O sobre las masculinidades en contextos industriales (de la O, 2013: 86), se considera que las masculinidades desde el ámbito laboral cambian de región a región, generación a generación, donde importa mucho el ciclo de vida de los sujetos, de acuerdo a sus condiciones socioeconómicas. En el entramado laboral se conjugan las expectativas laborales con las expectativas de lo que significa ser varón dentro y fuera de la minera, siendo de menester importancia dar cuenta de los proyectos de vida y las vivencias que juegan parte fundamental en la articulación de lo que subjetivamente será la construcción genérica identitaria, las cuales son contradictorias y complejas. A esto hay que agregar el factor de “ensamble de culturas” (Reygadas, 2002) entre la comunidad mexicana y los trabajadores surcoreanos dado que los mandatos de género pueden dialogar o chocar en cuanto a la construcción del imaginario de género.
Partiendo de entender a los hombres como sujetos dentro de un sistema sexo-género (Gayle, 1986), el interés es indagar en la producción de sujetos que produce una serie de efectos sobre los cuerpos, las subjetividades, prácticas, cosas y relaciones que mantienen procesos de significación que instituyen la masculinidad en los diversos ámbitos de la vida de los sujetos y de la sociedad, “las cuales son relaciones de poder pero también de resistencia entre las personas y entre el cuerpo social dado” (Núñez, 2016: 28).
Los trabajadores en la minera no serán conceptualizados como obreros, en términos de colectividad, sino como actores situados en distintas prácticas cotidianas y relaciones sociales - dentro y fuera del trabajo- que constituyen su identidad y subjetividad (Valencia, 2005). Es decir, el trabajo no necesariamente es eje rector de las identidades de los trabajadores, dado que su devenir
como sujetos está compuesto por una serie de repertorios culturales donde el trabajo conforma tan solo una arista.
La distinción entre el mundo del trabajo y el “extra-laboral” es una construcción social que nos ha hecho separar las esferas del trabajo y la vida cotidiana cuando en la realidad hay una imbricación o una nula separación de dichas esferas. Hay que partir desde las relaciones sociales, las cuales no se dan en esferas separadas de la vida cotidiana, sino en función de prácticas y subjetividades que ordenan sus biografías (Schütz, 1995: 16) desde el ámbito laboral la conducta en el trabajo.
De esta manera, pensar lo que significa y como se construye el ser hombre dentro de la minera El Boleo para dar cuenta del cambio socio-cultural dentro de la comunidad en Santa Rosalía involucra pensar la minera como el contexto espacio-temporal que otorga cambios en las determinaciones situacionales y estructurales de las relaciones sociales de un grupo o sociedad, relativas a condiciones socioeconómicas cambiantes (Barros, 2005:105).
Los ámbitos laborales de los mineros se caracterizan por ser espacios exclusivos de hombres, siendo escenarios que exacerban los patrones y conductas relativas a la construcción de hombría y masculinidad. Sin embargo, esta masculinidad no es un reducto exclusivo del ámbito laboral sino resultado de la construcción social en sujetos generizados a través de un especifico sistema sexo-genero (Rubin, 1986) que configura las practicas, corporalidades, subjetividades, identidades y representaciones de los sujetos en torno a ciertos mandatos de género ligados a las condiciones económicas, culturales y sociales a las que pertenecen.
Investigar las masculinidades de mineros en Santa Rosalía, por tanto, es preguntarse por los patrones y significados que se le atribuyen a la hombría, las representaciones sobre las masculinidades no hegemónicas (Kimmel, 1998) y su relación con lo femenino en tanto que generan distintos posicionamientos de género sobre ser hombre dentro de la comunidad a estudiar, elementos que pueden estar presentes o no dentro del espacio de la minera. Es decir, hablamos de una construcción social que su estudio escapa a las prácticas y espacios laborales.
Esto es aún más significativo partiendo de pensar como las distintas violencias tienen como eje fundador y constitutivo en nuestras sociedades occidentales contemporáneas un derecho normativo –positivo o natural- (Walter Benjamin en Bernstein, 2013: 42) que funda y legitima al Estado a través de instituciones sociales que en su seno tiene un pensamiento androcéntrico. Es
decir, el pensamiento y ordenamiento social que se gesta desde lo masculino impone una normatividad violenta a las sociedades en cuanto a la forma estructural de garantizar la reproducción social. Dar cuenta de las masculinidades en torno a una labor cultural y racionalmente masculina, intrínseca a una comunidad relativamente pequeña (11,765 habs.) es problematizar sobre la configuración contemporánea entre género, poder y trabajo como ejes de entendimiento de las distintas manifestaciones de violencia que podamos dar cuenta en los distintos ámbitos de la vida de la comunidad.
De esta manera, los hombres son ante todo personas que parten de la creencia-exigencia de la virilidad y androcentrismo como parte inherente de su constitución como sujetos. Como menciona Óscar Guasch:
La masculinidad forma parte de un relato mítico mediante el cual se ofrece a los hombres la tierra prometida (en forma de reconocimiento social) siempre y cuando se adecuen a las normas de género que les corresponden. (Guasch, 2006: 15)
El estudio de las masculinidades, por tanto, no busca justificar o argumentar apologéticamente a favor de la dominación masculina, sino evidenciarla a través de estudiar críticamente los procesos de hacerse hombre y la manera de refrendar los pactos patriarcales que configuran las formas hegemónicas y subalternas que condicionan estructuralmente a los varones hacia las mujeres y hacia otros hombres.
Esta perspectiva teórica nos permite entender la violencia de género a partir de las prácticas individuales, colectivas, institucionales y culturales que demarca como atributos de género la conformación de los hombres y sus relaciones de poder. Esto implica considerar el poder como uno de los ejes centrales que sustentan la violencia de género, poder que se ha generizado (Coronil y Skurski, 2006) de manera asimétrica y su apropiación no vindica el cese de la violencia.
Dicho poder, sustentado en un privilegio patriarcal, construye socialmente el prestigio de la masculinidad en torno a las relaciones de género, siguiendo a Godelier (1986), produciendo “grandes hombres” que bajo distintos mecanismos simbolizan lo masculino renegando y aborreciendo lo femenino. Al hablar de relaciones de género, nos estamos refiriendo a la construcción social de lo masculino y lo femenino en torno a la articulación y normalización de los
valores socialmente aceptados sobre lo masculino y femenino, denominado sistema sexo-género (Rubin, 1975), bajo un esquema particular de raza, nacionalidad y posiciones socio-económicas.
La apuesta es ver el género como un elemento que atraviesa las diversas prácticas, identidades e instituciones que intervienen en el proceso de inmigración e incorporación laboral, de manera procesual y observada desde operaciones cotidianas. Parto de la distinción sumamente clara que hace Celia Amorós (2008) sobre las sociedades patriarcales donde se pone de manifiesto la subordinación de las mujeres hacia los varones, construidos socialmente desde la misoginia, es decir, de la normalización de la negación de lo femenino como sujeto (Amorós, 2008) mediante el cual los varones de auto-legitiman como sujetos genéricos de poder y patrimonio, generando las condiciones de marginalización y violencia de las cuales es necesario dar cuenta.
Si dentro del patriarcado la relación de sujetos sólo se reconoce entre hombres, entonces prima en la construcción de instituciones sociales lo que Amorós (2005) ha llamado “grupos juramentados”. Es decir, colectividades de hombres relacionándose entre hombres que rompen la atomización individual en torno a su amenaza de disolución ya que se parte de la de representar la condición del mantenimiento de la identidad, intereses y objetivos del grupo que representa, en tanto que la mujer no es considerada como sujeto, entonces se representan como la totalidad de los sujetos, sus iguales. ¿Qué relaciones se producen, cuestionan y ponen a prueba dentro de estos grupos juramentados?
La violencia como un fenómeno multi-dimensional, también se interioriza en los sujetos al aspirar concretar lo que la propia estructura social impone (Fanon, 1973). Las masculinidades nacidas en un seno patriarcal asumen la figura de hombría y los atributos que se imponen como mandatos de género como una aspiración y apropiación violenta que forma identidades, a su vez, violentas. Es una aproximación de la violencia desde una dimensión de los sujetos.
No se trata de ver la violencia desde una perspectiva estructural donde los sujetos son depositarios de la violencia, sino que desde los propios sujetos y sus repertorios culturales se sintetiza, vive y diversifica las diversas manifestaciones de la violencia en torno a la construcción de la masculinidad.
La invitación que nos hace Amorós es a reconstruir recurrencias susceptibles de ser identificadas en el funcionamiento de mecanismos de lo que llamamos patriarcado. Así, entablar un diálogo crítico entre el estudio de las masculinidades y la violencia de género es necesario
analizar la constitución y participación de hombres en Santa Rosalía en lo que podríamos denominar grupos juramentados que ostentan el poder dentro de la comunidad.
Bajo este panorama analítico, para dar cuenta de las relaciones de género entre coreanos y mexicanos en torno al trabajo minero, implica incorporar las relaciones de género y reproducción social que construyen ideológicamente los repertorios culturales que definen y moldean los mandatos de género (Amorós, 2008).
Siguiendo las recomendaciones de Guillermo Núñez (2013) es necesario pensar en los espacios de socialización del género donde se da el ejercicio de su sexualidad, paternidad, autoridad en la pareja y familia, autoconcepción de sí mismos; como aspectos que forman parte de los de la masculinidad, bajo un plano temporal. Es decir, hay un desplazamiento temporal de lo que significa ser hombre, que podemos atender a través de un corte generacional de los trabajadores.
No sólo hay una acotación cultural y espacial sino también temporal en la construcción de las masculinidades, donde se actualiza, rompen o difuminan ciertos pactos patriarcales en concordancia a las nuevas generaciones y su transición de juventud a “volverse hombre”, ya que asisten a diferentes repertorios culturales.
Dado el análisis a través de un corte generacional, en el caso de Santa Rosalía, son los nietos e hijos de mineros quienes incursionan en “El Boleo coreano”, adscribiendo otro tipo de masculinidad distinta al de la cultura minera de este pueblo.
Este desplazamiento temporal de la masculinidad atiende a cambios y continuidades puestas en tensión por la interseccionalidad migratoria, donde el movimiento ocupacional proveniente del Valle Yaqui en Sonora, otras localidades de Baja California Sur e incluso el arribo de surcoreanos, genera una tensión sobre la configuración de lo que constituye tanto masculinidades hegemónicas como subalternas (Kimmel, 1998): ¿es la agresividad, la guapura y el cuidado físico aspectos centrales de la masculinidad hegémonica? ¿será la homosexualidad, la auto-adscripción y orígenes migratorios (coreanos, franceses, sonorenses), la participación en trabajos domésticos, aspectos liminales de la masculinidad en Santa Rosalía? ¿Qué implicaciones tienen en cuanto a la construcción de grupos juramentados que imponen una relación androcéntrica de género a su sociedad? ¿Qué violencias podemos reconocer, registrar y dar cuenta?
La incursión de nuevas tecnologías de extracción minera y una nueva organización del trabajo generan una ruptura importante a tomar en cuenta entre las distintas generaciones de
hombres a tomar en cuenta en la comunidad, ya que somete a los individuos a condiciones objetivas y subjetivas condicionadas por las mismas medios de producción que modelan las prácticas laborales (Palermo y León, 2016: 54).
Las nuevas tecnologías de extracción minera conllevan a la operación de sistemas mecanizados que movilizan una gran variedad de maquinarias donde el requerimiento de habilidades no se deposita, como anteriormente, en la corporalidad de los trabajadores. Palermo y León a raíz del estudio con trabajadores en una mina de carbón en Río Escondido (Coahuila), dan cuenta de cómo “la valentía” y “actitud temeraria” que constituía la masculinidad laboral de los obreros mineros que se introducían con picos y palas en los túneles de las minas, ya no es la centralidad de los mineros que operan maquinarias de explotación “a cielo abierto”3 de las nuevas mineras. Los autores encuentran ahora como aspectos centrales actuales el “conocimiento tecnológico” para operar las maquinarias, el respeto y cumplimiento de órdenes de seguridad como centrales dentro del trabajo.
Hay una coincidencia en torno a la masculinidad y los requerimientos técnicos del trabajo. El sistema capitalista requiere de un sistema de género específico de acuerdo a los modos de producción, fuerzas productivas y relaciones de producción (Connell en Palermo y León: 57).
La construcción de masculinidades en torno al prestigio por la efectividad en el trabajo, forma parte de una configuración de los trabajadores como menos rudos y agresivos en cuanto a la corporalidad en sus prácticas laborales. Sin embargo, no rompe con la división sexual del trabajo y mandato de género de representar un sostén económico familiar, alejándose de las actividades domésticas y otros espacios generizados-feminizados. ¿Qué cambios en las relaciones de género implica estas nuevas disposiciones del trabajo? ¿Lo encontrado por estos autores será similar a la disposición del trabajo en Santa Rosalía? ¿Qué tipo de identidades, prácticas sexuales y grupos juramentados emergen de este desplazamiento hacia “nuevas masculinidades”?
Estas preguntas, que a priori no se pueden responder, sirven para ir problematizando el contexto de la re-apertura de la minera El Boleo en un escenario donde las masculinidades en torno al trabajo minero cuentan con una trayectoria histórica que permite hacer un estudio longitudinal o generacional, similar al de Guillermo Núñez (2013), para hacer énfasis en estos cambios en torno a la manera de ser y significarse hombres en Santa Rosalía.
Partiendo de mi experiencia de investigación sobre la migración surcoreana en el país (Gallardo, 2017; 2015) centrada en conocer las estrategias que emplean de manera individual y colectiva, problematizando las relaciones interétnicas, para insertarte en distintos sectores de la economía mexicana, encuentro una falta de estudios relativos a comprender las causalidades de su migración y relación con las inversiones surcoreanas que han incrementado de manera exponencial recientemente (Romero, 2016; Velarde, 2015).
Actualmente hay 1,653 compañías surcoreanas establecidas en el país, la mayoría centradas en la manufactura del sector automotriz pero recientemente con un gran peso en términos de ganancias de exportación en la industria minera (Licona, 2005), las cuales representan un imán de diversas empresas surcoreanas para invertir en México.
El proyecto de instalación de una planta productiva automotriz de la compañía surcoreana KIA Motors en la provincia de Pesquería en Monterrey, Nuevo León ha suscitado numerosos debates sobre la incorporación de nuevas modalidades de trabajo y los beneficios en términos de derrama económica que este tipo de proyectos pueden ofrecer a las comunidades y poblados en donde se insertan dado la creación de empleos y desarrollo de infraestructura en comunicaciones y servicios públicos. Sin embargo, poco se ha problematizado sobre los compromisos en términos de responsabilidad social que estas empresas adquieren o los impactos socioculturales que impactan de manera significativa, de manera positiva o negativa, en las regiones y localidades donde se establecen.
La emergencia de un tratado de libre comercio entre México y Corea del Sur bajo un modelo neoliberal de crecimiento económico mexicano basado en la incorporación de inversiones internacionales productivas, la apertura de empresas con “fecha de caducidad” que anticipa la extinción de los empleos creados y bajo una nula planeación de aprendizaje tecnológico de dichas inversiones, considero apremiante pensar en nuevas alternativas de re-pensar este modelo en crisis. Por tanto, considero fundamental comprender el papel que actualmente desempeñan las empresas surcoreanas para visualizar el futuro hacia el cual transita su desarrollo y cuáles son las condiciones económicas pero sobre todo socio-culturales que moldean la vida de comunidades locales.
El propósito paralelo de esta investigación es contribuir a los incipientes estudios coreanos en México desde una perspectiva antropológica que contribuya a la discusión sobre los fenómenos
que vinculan a México y Corea (problematizados desde un marco de globalización e interrelación económica, política y social) desde una perspectiva de género que manifieste las relaciones y construcciones genéricas que están imbuidas en su desarrollo.
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Notas
1 El Triunfo, minera situada en el poblado con el mismo nombre, de inversión inicial inglesa y posteriormente estadounidense dedicada a la extracción de oro y El Boleo, minera en Santa Rosalía de inversión francesa dedicada a la extracción de cobre. Ambas se desarrollaron a mediados del siglo XIX bajo una política porfirista de alentar el ingreso de capital extranjero como único medio para impulsar los trabajos que la economía nacional requería y por ella misma no podía solventar, en un contexto de expansión capital de las potencias económicas europeas bajo un modelo de colonización empresarial.
2 En 1881 se tienen registrados 10 filipinos dentro de la base de trabajadores de la minera. Para el censo de 1920-1921, se pierde su registro. Falta indagar sobre su posterior desplazamiento o repatriación. A través de Ernest Michot, director francés de El Boleo, se contrató en distintas ocasiones a contingentes de personas chinas para trabajar en la minera, embarcaciones en las cuales también llegaron contingentes japoneses. En
1904 llegó una embarcación con 500 japoneses a Santa Rosalía, quienes habían sido contratados para trabajar en la minera. Un mes después se buscó su repatriación dado que se rehusaban a trabajar en la mina aduciendo “ver al diablo al interior de sus túneles”, según registros del jefe político de Mulegé a Ignacio Mariscal, Secretario de Relaciones Exteriores.
3 La minería a “cielo abierto” implica dinamitar y extraer grandes cantidades de tierra para llegar a la profundidad en la que se encuentran los minerales bajo un nivel siempre conectado con la superficie, en lugar de hacer túneles para llegar a ellos.