Gergana Neycheva Petrova1
Palabras clave: emancipación; fantasía; dimensión estética
Abordar el tema propuesto para esta ponencia desde la Teoría Crítica, en particular desde Theodor Adorno y Herbert Marcuse, desemboca en una crítica de la sociedad en su conjunto. La reducción del hombre a sólo parte funcional del sistema social es propia de una concepción de la realidad que obedece a la cosificación de las relaciones humanas, donde los individuos y las cosas son objeto de manipulación para el funcionamiento adecuado de la sociedad en su totalidad, ya que como señala Adorno (2004: 10): “La totalidad se consigue sólo en virtud de la unidad de las funciones desempeñadas por sus miembros. En general, cada individuo tiene que realizar,
1 Doctora en Filosofía y profesora de carrera de medio tiempo (20hrs.) en la Universidad de Guanajuato, campus Guanajuato, su línea de investigación es la Racionalidad Contemporánea y la Teoría Crítica.
para ganarse la vida, una función y se le enseña a ser agradecido mientras la tiene.”
Ahora bien, el proceso civilizatorio, impulsado por el programa de la modernidad, se funda sobre el principio unitario de coherencia y estructuración tanto de la vida social, como del mundo exterior correspondiente a esta vida y suscita la formación de las instituciones que lo garantizan, instituciones que a la postre devinieron la autoridad exterior para la estructuración de la disciplina, como nos lo indica Foucault (2002), de la uniformidad y la reproducción ideológica, según Althuser (1988), de la confianza en el liderazgo gubernamental para asegurar la experiencia “progresista”; experiencia que Bolívar Echeverría (2009: 9) describe puntualmente como: “[…] la convicción empírica de que el ser humano, que estaría sobre la tierra para dominarla, ejerce de manera creciente su capacidad de conquistarla, aumentando y extendiendo su dominio con el tiempo, siguiendo una línea temporal recta y ascendente: la línea del progreso.” Al reconocer a la sociedad como bloque universal, como objetividad operante, la Teoría Crítica expone cómo ésta rodea a sus miembros y, al mismo tiempo, se encuentra dentro de ellos, ya que son los miembros quienes la constituyen. De cara a la alienante preponderancia de las relaciones utilitarias que el sistema ejerce sobre los seres humanos, Adorno argüiría tres características de la sociedad aún vigentes: la industria cultural y su acción integradora; la pérdida de autonomía e identidad de los individuos, que aparecen como productos privados de poder; y, por último, el mecanismo anónimo de reglas que rige la sociedad de intercambio. Para Adorno, el punto de partida para desentrañar los fenómenos sociales no puede ser otro que el de la totalidad antagonista, lo cual implica el análisis crítico de los hechos sociales concretos, pero no como un punto de partida absoluto, sino mediados por el proceso de producción y
reproducción de la vida social.
Pues el sacrificio que exige la sociedad es tan universal, que de hecho sólo se manifiesta en la sociedad como un todo y no en el individuo. En cierto modo ésta se ha hecho cargo de la enfermedad de todos los individuos, y en ella, en la demencia almacenada de las acciones fascistas y sus innumerables arquetipos y mediaciones, el infortunio subjetivo escondido en el individuo queda integrado en el infortunio objetivo visible. (Adorno, 2006: 65)
En cuanto que apropiación subjetiva, la cultura, al obedecer a un orden ya preestablecido, se convierte en una cultura organizadora, la cual “corta a los hombres el acceso a la última posibilidad de la experiencia de sí mismos.” (Adorno, 2006: 70) El saber de sí de la conciencia se entrega a la elección entre modelos estereotipados, cediendo ante los presupuestos objetivos, es decir, sociales y políticos, para quedar la conciencia completamente fuera de sí, dominada por el principio de identidad operante dentro del sistema social hegemónico y monolítico. Volcando su vida entera en un mundo extraño, una existencia exterior, paradójicamente la conciencia debilitada le permite al individuo conservar su sí mismo, sin siquiera extrañar su Yo. De este modo, la conciencia —desposeída de su lado subjetivo y crítico— permite a la objetividad operante que se instale como una lógica interna que prescribe la configuración del individuo, sometiéndolo en consecuencia a la presión social que gravita en torno suyo y convirtiéndolo en un engrane con determinadas funciones dentro del funcionamiento total, privado de conciencia de la preeminencia que domina.
La premisa de que Auschwitz no se repita, que demanda explícitamente Adorno, entraña la interrogante sobre las condiciones que han posibilitado estos sucesos y a lo largo de su obra el frankfurtiano da cuenta de una escasa conciencia individual y colectiva que se revela en el hecho de que “lo monstruoso no ha calado lo bastante en las personas [...]” (Adorno, 1998: 79). Tal indiferencia se da en una conciencia unidimensional incapaz de reparar en lo infame de los hechos. Si bien, el sistema de vida impuesto por la cultura civilizadora se eleva sobre dos fuerzas antagónicas: una que persigue la felicidad individual y la otra la unión humana, en las sociedades opulentas éste ha conducido a la unidimensionalidad del individuo, el cual queda inmerso en la reificación total del fetichismo de la mercancía que la misma evolución cultural ha puesto en relación con el progreso tecnológico, como lo explica Herbert Marcuse.
Retomando la crítica de la Dialéctica de la Ilustración -en cuyos fragmentos filosóficos Adorno y Horkheimer (2009) proporcionan un análisis epistemológico de la sumisión de la razón al principio de identidad, que le ha llevado hacia su instrumentalización orientada a fines-, El hombre unidimensional de Marcuse (1985) estudia la represión de los instintos humanos que se reproducen en las sociedades capitalistas, es decir, el sutil dominio que ejerce el sistema uniformador y la cultura masificada a nivel psicológico. Partiendo de la crítica a la brutalidad metropolitana de la sociedad opulenta desde la perspectiva del psicoanálisis, Marcuse sostendría
la misma tesis de que los planes de progreso han conducido al hombre a su propia esclavización, y los individuos mismos reproducen la represión sufrida, aclarando que “la democracia consolida la dominación más firmemente que el absolutismo, la libertad administrada y la represión instintiva llegan a ser las fuentes renovadas sin cesar de la productividad” (Marcuse, 1985: 7). Y es que, bajo la premisa de la libertad y el bienestar del todo social, la voluntad de la mayoría se convierte en constitutiva de la unidad social dentro del sistema. El individuo como tal ya no puede aparecer de forma aislada, sino que, como miembro de la comunidad a la cual pertenece, y como ésta lo precede, el individuo separado, sometido al mecanismo coercitivo colectivo, ya resulta predestinado a las funciones que le son dictadas por el sistema social y para la realización de sus fines económicos que supuestamente llevarían a la satisfacción de las necesidades de sus miembros. Empero, Marcuse indicaría que:
[…] la mejor satisfacción de las necesidades es ciertamente el contenido y el fin de toda liberación, pero al progresar hacia este fin, la misma libertad debe llegar a ser una necesidad instintiva y en cuanto tal, debe mediatizar las demás necesidades, tanto las necesidades mediatizadas como las necesidades inmediatas. (Marcuse, 1985: 8)
Es preciso aquí puntualizar los términos de la necesidad instintiva y la represión instintiva desde la perspectiva que Marcuse (1983) los aborda en su obra Eros y Civilización, donde contrarresta el planteamiento pesimista de la imposibilidad de la felicidad de los individuos expresado por Freud (2007) en su obra El malestar en la cultura, con un planteamiento en el que una civilización no basada en la represión de los instintos es posible. La condición del hombre como ser cultural, lleva a Freud a analizar más allá de las diferencias históricas, las divergencias culturales y la variedad de hechos de civilización. El choque entre el deseo natural y la cultura civilizadora, revela la condición humana y determina al hombre como ser social, que sólo llega a ser hombre porque su instinto biológico es sometido a la disciplina de la cultura.
Aunque una civilización no represiva pareciera una quimera para Freud, debido al antagonismo y la irreconciliación del principio del placer y el de realidad planteados por él, para Marcuse esta oposición no se origina en una naturaleza humana, sino que es producto de una organización social históricamente determinada, y más aún, debido al progreso y el desarrollo
social, la civilización humana ha llegado al momento en que es posible educarse en una sociedad no represiva, donde los conflictos puedan resolverse sin opresión y sin crueldad. Y es que el progreso tecnológico ya ha creado las condiciones para una liberación respecto de la obligación del trabajo, lo cual podría llevar a la ampliación del tiempo libre, que permitirá la liberación de las potencialidades reprimidas que,
Liberadas así, ellas [las facultades individuales] generarán nuevas formas de realización y de descubrimiento del mundo, que a su vez le dará nueva forma al campo de la necesidad, de la lucha por la existencia. [...] Con la transformación de la sexualidad en Eros, los instintos de la vida despliegan su orden sensual, mientras la razón llega a ser sensual hasta el grado en que abarca y organiza la necesidad en términos que protegen y enriquecen los instintos de la vida. (Marcuse, 1983: 193 – 194)
La indagación que emprende Marcuse de nueva cuenta retoma la reflexión que marca el pensamiento de los autores de la Escuela de Frankfurt sobre la posibilidad de que la especie humana pueda decidir su propio devenir. A este respecto, Marcuse defiende la postura de que lo que impide el advenimiento de una sociedad libre, no es porque ésta sea considerada como una idea utópica y por ende irrealizable, sino que el problema estriba en la situación objetiva que sujeta a la fuerza de producción en la reproducción del trabajo alienado y las prácticas represivas. En las sociedades capitalistas, la integración de la sociedad se da bajo la forma de entretenimiento, que para la cultura de masas obedece al monopolio de la identidad. En cuanto que las necesidades son administradas, creadas e introyectadas por la industria cultural, la carencia de libertad permanece oculta al individuo entregado al consumo, y la autonomía trabajadora queda circunscrita al interior de la funcionalidad operativa que le ha sido otorgada por la sociedad.
No obstante, Marcuse retomando la advertencia de Marx de que la automatización completa del trabajo socialmente necesario es incompatible con el mantenimiento del capitalismo, nos plantea que la posibilidad real de erradicar la pobreza mundial conduciría al surgimiento de una:
[…] imaginación productiva como fuerza productiva científicamente conformada, a la imaginación productiva que proyecte las posibilidades de una existencia humana libre sobre la base de las correspondientes posibilidades del desarrollo de las fuerzas productivas. Para que esas posibilidades técnicas no se conviertan en posibilidades de la represión, para que puedan cumplir su función liberadora y pacificadora, tienen que ser sostenidas y conquistadas por necesidades liberadoras y pacificadoras. (Marcuse, 1986: 14)
Ante el panorama de una hegemonía de la cultura de masas que impone un pensamiento identificador, no es de sorprender que la apuesta frakfurtiana sea por la recuperación de la particularidad individual. El imperio de la razón instrumental, puesto como una instancia dominante que conquista la realidad y coloniza hasta las posibilidades del ensueño, ha arrojado al individuo hacia un agresivo y devastador vacío de sentido de una realidad de hechos fijos y determinables, convirtiéndolo en un número estadístico, número fáctico, parte amorfa integrante o no necesariamente de la masa social. En la lógica de la facticidad operante, despojada de esencias, divinidades y fantasías, el hombre de éxito, el que sobresale por sus atributos o acciones, pone el molde para ser imitado por los demás.
Pero esta unidad de sentido que busca imponer la realidad objetivamente determinada es la que a la postre se revela como mera apariencia de identidad pues, para que la identidad sea real, tanto la humanidad como sus categorías más importantes, tienen que corresponderse con el contenido de su concepto. Justamente en esta discrepancia, entre lo nouménico y lo fenoménico, es donde se abre paso la lógica del desmoronamiento. La contradicción en la que cae el pensamiento conceptual, se hace patente en el hecho de que por un lado intenta imponer categorías universales y por otro lado busca aprehender bajo leyes lógicas independientes del sujeto al sujeto mismo, cuando éste último es por sí mismo considerado fundador de la individualidad real y viviente y por lo tanto se caracteriza por su contingencia y diversidad. Ante tal paradoja en la que se abisma toda fundamentación teórico-cognoscitiva, Adorno consignaría la primacía del objeto para el conocimiento, pero como objeto que no sólo se presenta como la cosa en sí, por cuya estructura apriorística indagaría la teoría del conocimiento, sino como objeto que
se concreta en el devenir histórico de la sociedad. Así pues, la resignificación de la lógica que plantea Adorno, es explicada por Javier Corona de la siguiente manera:
Para el filósofo de Frankfurt la lógica ha de concebirse como un horizonte donde objeto y sujeto están en un constante fluir, como un campo dinámico en el que la lógica es una forma de proceder irreductible a la objetividad o a la subjetividad, como un movimiento dialéctico comprensible desde la autorreflexión crítica. (Corona, 2008: 118)
La autorreflexión crítica, postulada por nuestro autor, remite a la posibilidad de devolverle al pensamiento la contradicción que le es inmanente, contradicción que éste experimenta inevitablemente enfrentándose a la cosa. La lógica del desmoronamiento en tal sentido resulta incompatible con cualquier pensamiento identificador, sino que busca reparar necesariamente en lo no-idéntico, en aquello que escapa de la figura armada y objetualizada de los conceptos. Planteada como un horizonte donde objeto y sujeto están en constante fluir, la lógica del desmoronamiento recupera la tensión dialéctica como un campo de fuerzas entre sujeto y objeto, que imposibilita la pura identidad, puesto que como Adorno contundentemente expresa:
La pura identidad es lo que el sujeto pone en cuanto traído desde fuera. Criticarla inmanentemente quiere decir, por tanto, criticarla desde fuera. La paradoja se las trae. El sujeto tiene que reparar en lo diferente, lo que ha cometido contra él. Sólo así llega a liberarse de la apariencia de ser absoluta identidad. Esta apariencia es a su vez producto del pensamiento identificante, que, cuanto más degrada algo a mero ejemplo de su clase o aspecto, tanto más se figura poseerlo en sí sin intervención de la subjetividad. (Adorno, 1975: 149)
Ante tal realización irónica del sujeto trascendental en la sociedad industrial y su performatividad por el espíritu objetivo convertido en coacción en cuanto que es anterior a cualquier contenido específico, la autorreflexión crítica sitúa al individuo como la única dimensión subjetiva y convierte a la conciencia individual en pensamiento; un pensamiento crítico que no se detiene ni ante el progreso y exige hoy tomar partido en favor de los residuos de
libertad, de las tendencias hacia la humanidad real, aun cuando éstas parezcan impotentes frente a la marcha triunfal de la historia. La reivindicación de la dimensión individual, rescatándola de la lógica de la facticidad y los imperantes colectivismo retrogradas, emplaza al individuo como sujeto del desmoronamiento y abre al conocimiento hacia dos planos implicantes: por un lado conocer se separa del mero constatar de los hechos para convertirse en una actividad crítica, entendida como tensión dialéctica que indaga por lo no-idéntico, y por otro lado reivindica la apreciación hegeliana de la estética como medio para conocer la verdad objetiva. En un mundo dominado por la razón formalizada, instrumental y autoritaria, la dimensión estética es recuperada por los frankfurtianos como aquel poder creador capaz de ir más allá de la facticidad que entumece a la humanidad.
Tanto Adorno, como Marcuse posteriormente, retoman como canon el postulado hegeliano del arte como despliegue de la verdad, que pone el énfasis en la caracterización de lo estético no como algo agradable ni mucho menos útil, sino que precisamente esto: despliegue de la verdad; despliegue que implica no sólo el movimiento progresivo de la dialéctica, sino también regresivo, y en este sentido remite volver a la determinación de la diferencia que se perdió en el concepto. La naturaleza conceptual, que es ineludible para el conocimiento, no es su verdad, pues todo lo conceptual tiene su origen en lo que no es conceptual, que a su vez forma parte de la realidad. Si bien, apariencia y verdad son inseparables para el pensamiento, la apariencia de la realidad objetiva no debe ser confundida con su verdad. Y es aquí donde cobra vital relevancia la dimensión estética, puesto que a través de ella se introduce en la apariencia aquello que lo fáctico suele ocultar. La dimensión estética recupera así el antagonismo inmanente a la realidad que cambia la dirección de lo conceptual y lo remite de nuevo a lo diferente, a la apariencia de algo en sí existente.
Lo más irritable para el conocimiento discursivo, que tiene lo verdadero a la vista y no lo posee, es justamente este conocimiento estético que posee a lo verdadero, pero como algo inconmensurable, como algo enigmático. A este respecto advierte Adorno:
El arte se convierte en un enigma porque aparece como si hubiera resuelto lo que en la existencia es un enigma, mientras que en lo meramente existente el enigma está olvidado debido a su propio endurecimiento abrumador. Cuanto más densamente los seres humanos
(que no son lo mismo que el espíritu subjetivo) tejen la red categorial, cuanto más pierden la costumbre del asombro por lo otro; la familiaridad hace que se engañen sobre lo extraño. (Adorno, 2004: 172)
Aquí encontramos otro pliegue más del pensamiento adorniano que coloca la esfera estética en aquello carente de intenciones, aquello que se escapa a la red categorial, impulsando así al movimiento dialéctico, privado de motivo o dirección, a recuperar la verdad sin que ésta haya sido ponderada de antemano. La dimensión estética irrumpe en la lógica de la conciencia ordenadora y estructuradora que en complicidad con la imperante división del trabajo siempre tiende hacia lo práctico, lo aplicable, lo “útil”, pues aquello que remite al carácter enigmático estético no es una experiencia específica, empíricamente determinable, sino es una experiencia pensante, la cual, como tal, es siempre individual.
La experiencia de las obras de arte es amenazada incesantemente por el carácter enigmático. Si éste ha desaparecido por completo en la experiencia, si la experiencia cree haber captado por completo la cosa, el enigma vuelve a abrir de repente los ojos; aquí se mantiene la seriedad de las obras de arte, que mira desde las esculturas arcaicas y es ocultada en el arte tradicional por su lenguaje habitual para fortalecerse hasta el extrañamiento total. (Adorno, 2004: 171)
Así, ante el proceso de reificación que lleva consigo el sistema capitalista, surge no sólo la necesidad, sino que se hace patente también la posibilidad de la dimensión estética para superar la apariencia de la realidad objetiva como una unidad de sentido inmutable. El instante de apariencia de algo en-si existente, del carácter enigmático de la dimensión estética, es una unidad paradójica, una unidad en la que se asoma el equilibrio de lo que desaparece y se conserva, una unidad en la que aparece la relación dialéctica de la experiencia del pasado con la del presente. En este sentido, Adorno refiere al gusto estético como capaz de dar cuenta del adverso devenir de la cultura: “El gusto es el más fiel sismógrafo de la experiencia histórica. Como ninguna otra facultad es capaz de registrar incluso su propio comportamiento. Reacciona contra sí mismo y se identifica como falta de gusto.” (Adorno, 2006: 151). Pero el gusto de las masas no es más que el
reflejo de la dominación de la cultura popular. La coacción mediática que se abre paso a través de proyecciones de imágenes que suceden con más rapidez que momentos que realmente pueden dar significado a la situación, incitan al espectador adiestrado a desprenderse de todo sentido y entregarse sin resistencia al vacuo predominio de las circunstancias y la sobreexcitación de sus sentidos. “Es la fatalidad del arte hoy estar infectado por la falsedad de la totalidad dominante.” (Adorno, 2004: 82). Su contenido estético, ante el catastrófico devenir de la cultura de masas, vaticinado por los frankfurtianos, aparece hoy como resultado de la represión de la cultura; su verdad: subyugada a la efectividad en la realidad. La estereotipia es la esencia del arte popular y no hay nada que ejemplifique esto mejor que el arte del realismo socialista. Si las propias masas todavía guardan atisbos de aquel mandamiento hegeliano que remitía a la relación dialéctica entre el arte de las masas y su gusto real, hoy en día su influencia es tan abstracta como el hecho del adoctrinamiento de la opinión a manos de un grupo de intelectuales de renombre. La industria cultural, que tuvo como uno de sus principales logros acercar las masas a los valores estéticos burgueses, ha transfigurado a éstos a tan sólo una deslucida representación de lo que solían ser:
El espíritu objetivo de la manipulación se impone con reglas experimentales, de cada situación, criterios técnicos, cálculos económicamente inevitables y todo el peso del aparato industrial sin antes someterse él mismo a alguna censura, y si alguien consultase a las masas, éstas le devolverían reflejada la ubicuidad del sistema. (Adorno, 2006: 213)
La decadencia de los valores estéticos burgueses sucumbió curiosamente al principio propiamente burgués de la competencia, que los reemplazó por el juicio objetivamente calculable en el mercado de valores. La ratio burguesa que otrora le otorgaba el privilegio a la obra de arte, al desistir frente al orden práctico de la vida que ella misma impulsó, cercena la posibilidad de relaciones desinteresadas. El deseo burgués por el arte voluptuoso cedió paso a una especie de valor de uso hedonista que imita al placer sensual, convirtiendo al arte en un negocio redituable. La cultura burguesa, que pretendía su validez universal, sucumbió ante una cultura progresista y para todos, una cultura que no obstante resultó divorciada de la realidad con el fin de legitimar el propio sistema burgués. Así, lejos de cumplir con el anhelo de las masas de la superación de la cultura clasista y elitista burguesa, éstos al apropiarse de la cultura resultaron disueltos en ella,
anulando las tensiones inherentes de la propia cultura burguesa. Continuando con esta línea de reflexión es pertinente aquí referirnos a Marcuse quien define a la cultura burguesa por su particularidad afirmativa:
Su característica fundamental es la afirmación de un mundo valioso, obligatorio para todos, que ha de ser afirmado incondicionalmente y que es eternamente superior, esencialmente diferente del mundo real de la lucha cotidiana por la existencia, pero que todo individuo “desde su interioridad”, sin modificar aquella situación fáctica, puede realizar por sí mismo. (Marcuse, 1967: 50)
Confiando su destino al progreso e instaurando una nueva fe, la fe de un futuro mejor, un mundo venidero superior al de la vida de aquí y ahora, la cultura burguesa le otorga a la dimensión estética la virtual posibilidad de realización de la plenitud del potencial humano. La contradicción paradigmática que sale al paso se refleja en la sutil separación entre su carácter progresista destinado, como en un acto de fe, a superar la organización actual de la existencia y al mismo tiempo a mantener la posibilidad de su realización en el plano de las ideas, en el plano de lo sublime. Marcuse lo describe de modo contundente:
A la penuria del individuo aislado responde con la humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del alma, a la servidumbre extrema, con la libertad interna, al egoísmo brutal, con el reino de la virtud del deber. (Marcuse, 1967: 52)
En la cultura afirmativa, lo decisivo para el arte ya no es su despliegue de la verdad, sino la representación de la realidad como bella, que, por ser así, embriagadora, se torna un sedante de la felicidad. La reproductibilidad del instante bello, del goce, es lo que interesa al arte. En la fastuosa apariencia ya no hace falta hacer justicia de la realidad, sino que, al producir la posibilidad de felicidad en la contemplación, la apariencia misma se pone al servicio de lo ya existente.
La estética idealista de la época burguesa le otorga al individuo el deber y la facultad de hacerse cargo de su existencia y de la satisfacción de su felicidad. De tal modo, en la medida en
que el ámbito cultural le otorga al individuo cada vez mayores oportunidades de aspiraciones y de satisfacciones, la dimensión estética es denunciada por Marcuse por su carácter de represión cultural y por la identificación de la felicidad con la facticidad material. Y, aun así, la promesa burguesa, de un mundo diferente en el que felicidad y libertad converjan, es preservada por el propio arte. Esta tensión ineludible entre la utopía y su correspondencia con las aberraciones reales que persisten en el mundo capitalista, es también la negación del orden establecido. A los valores operacionales, pragmáticos y productivistas, se opone la actitud desinteresada; al fetichismo consumista y las condiciones objetivas que someten al individuo, la dimensión estética recupera la memoria como idea reguladora que opone la resistencia y busca rescatar la libertad y la felicidad de la sensual y seductora imagen en la que éstos han caído. El potencial revolucionario de la dimensión estética radica precisamente en la capacidad de la obra de arte para transformar su contenido en un orden estético, un orden único y autónomo, que convierte la actitud de contemplación gozosa en lo que Adorno llama la actitud estética:
Al comportarnos frente a las obras de arte no como momentos personificados de nuestra existencia, sino como momentos que de algún modo están separados de nosotros, que no forman parte, de manera inmediata, de nuestra existencia, y que en general sólo podemos experimentarlos de una forma particular […], ellas ya están sacadas de la esfera de la mera inmediatez empírica […]. (Adorno, 2013: 311-312)
La estética burguesa de la contemplación tiene su auge en la industria cultural y en la consolidación de la sociedad del espectáculo; despojada de la pretensión de una reacción espontánea frente a la situación objetiva, la obra de arte se somete al ideal de la mismidad; la obra de arte se convierte en ligera, en tanto que bajo en principio identificador se torna cómplice del enmascaramiento del caos y la violencia presentes en la sociedad, anulando las contradicciones inmanentes a ella. Los happenings, los performances, las instalaciones artísticas se caracterizan por su futilidad; aparecen y desaparecen de la escena artística como acontecimientos efímeros, pasajeros, y fugaces, creando frente a las grandes obras maestras que perduraron por los siglos, obras artísticas que se caracterizan por su fragilidad y acaban por desintegrarse pronto. Pero estas obras que nos arrojan a la inclemencia del tiempo, a los materiales perecederos, que no contienen
nada del pasado, que se presentan ante nosotros como proyecciones borrosas, son también las que sitúan al individuo como el escenario de un constante proceso de cambio en el que convergen pasado y presente, escenario en el que las turbulencias del pasado confluyen con la lividez del futuro y permiten a la conciencia latente aprehender la realidad, no como algo aquí y ahora, sino en una retrospectiva al pasado y los anhelos extinguidos. Así en la dimensión estética, en la cual lo particular sensible emerge como el vínculo con el todo, se abre paso la dimensión histórica que evoca aquello que ha quedado irresuelto en otros tiempos atrás. Por eso, la imitación de la realidad empírica, es algo más que una aparición sensible asilada, sino que en ella se abre paso también aquello que le ha sido negado.
Empero, la situación predominante de unidimensionalidad denunciada por Marcuse pone la dimensión estética ante un nuevo peligro, peligro de que la obra de arte en tanto que persista en la contingencia de su existencia como un espejismo de su objetividad inmanente, no tiene garantías de que tanto el artista, como tampoco el observador estarán a la altura de esta objetividad. Siguiendo las pautas de la imperante lógica de la facticidad y racionalidad instrumentalizada, éstos se dejan guiar más bien por la actitud de intolerancia hacia todo aquello que podría aparecer como abierto frente a ellos, como aquello que todavía no ha sido previamente determinado. Esta actitud de intolerancia es la que opera como mecanismo de defensa para el yo débilmente formado, pero al mismo tiempo es la molestia que le ocasiona la que abre paso al resquebrajamiento de su arduo funcionamiento operativo.
De cara al acelerado proceso de cosificación que trae consigo el sistema capitalista y la industria cultural, la tarea de la teoría crítica recae en poner en evidencia sus procesos y así conservar el espacio crítico y autónomo de una función emancipadora. Es en este emprendimiento que la teoría crítica conjuga y a la vez distingue entre por lo menos dos dimensiones semánticas del concepto de mímesis: uno comprendido críticamente como igualación que anula y otra como identificación que dispara nuevos sentidos de creatividad y expresión. Por un lado, nos indica Adorno (2006: 208) “La industria cultural está modelada por la regresión mimética, por la manipulación de impulsos reprimidos de imitación.”, pero es en el segundo sentido en que
sobresale la fantasía exacta adorniana que le permite al pensamiento ir más allá de sí mismo y de la fantasía comprendida como actividad subversiva en el pensamiento marcusiano.
El diagnóstico de los autores de Dialéctica de la Ilustración es que la realización irónica de la estructura transcendental que el esquematismo kantiano le otorgaba al sujeto, a saber, la de referir por anticipado la multiplicidad de lo sensible a los conceptos fundamentales, ha sujetado a los individuos al cautiverio de un mundo auto producido. Con relación a ello, Adorno y Horkheimer nos dicen:
En el alma, según Kant, debía actuar un mecanismo secreto que prepara ya los datos inmediatos de tal modo que puedan adaptarse al sistema de la razón pura. Hoy, el enigma ha sido descifrado. Incluso si la planificación del mecanismo por parte de aquellos que preparan los datos, por la industria cultural, es impuesta a ésta por el peso de una sociedad
—a pesar de toda racionalización— irracional, esta tendencia fatal es transformada, a su paso por las agencias del negocio industrial, en la astuta intencionalidad de éste. Para el consumidor no hay nada por clasificar que no haya sido ya anticipado en el esquematismo de la producción. (Adorno, Horkheimer, 2009: 169-170)
Es precisamente aquí donde el problema emerge con toda su ferocidad en tanto que, bajo la opresión del capitalismo opulento, la abstracta indeterminación del arte entra en juego con una realidad, por lo demás sujetada a la industria cultural y reforzada por el avance tecnológico, que ya ha invadido al espacio privado. El resultado es, como advierte Marcuse (1985: 40) “no la adaptación, sino la mimesis, una inmediata identificación del individuo con su sociedad y, a través de ésta, con la sociedad como un todo.” La crítica devastadora que emprende Marcuse nos pone de cara frente al problema de la unidimensionalidad del hombre quien reproduce y perpetúa los controles ejercidos por la sociedad ya no por una mera adaptación impulsada por la introyección de las exigencias externas, sino por una plena identificación mimética con ellos. La colonización así de la dimensión interior es característica de la preservación del sí mismo sin un yo, es más, sin que realmente se extrañe el yo.
La identificación plena con una unidad supraindividual, no obstante, significa el perecimiento del individuo y esto es algo que no se escapa de la mirada crítica de los
frankfurtianos. Es por ello que recuperar el potencial mimético es aquella iniciativa que devuelve el libre juego de las facultades del espíritu, conduciéndonos así hacia la posibilidad de una experiencia plena, o como lo pone Marcuse (1973: 94) “[…] una experiencia ´natural` de los sentidos, liberada de los requisitos de una caduca sociedad explotadora.” El arte se vuelve entonces subversivo tan pronto deshace la forma estética, es decir el conjunto de cualidades preponderados por el establishment, o como explica el autor:
En virtud de esas cualidades, la obra de arte transforma el orden que priva en la realidad. Esta transformación es una "ilusión", pero una ilusión que otorga al contenido representado una significación y una función diferentes de las que tiene en el universo prevaleciente del discurso. Las palabras, sonidos e imágenes forman otro "nivel" de la dimensión e invalidan el derecho de la realidad establecida en beneficio de una reconciliación que aún no llega. (Marcuse, 1973: 93)
Cabe advertir que, incluso en la exposición del esquematismo de los conceptos puros del entendimiento, que dicho en términos generales consiste en la performación categorial de nuestras impresiones, Kant (2006: 306) nos habla de “un arte escondido en las profundidades del alma humana, bien difícil de arrancar a la naturaleza el procedimiento y el secreto.” Así desde la Crítica de la razón pura, el yo constituye las cosas aplicando las categorías a lo sensible, pero no sin que ello entre en una tensión estética interna. Es justamente esta interioridad la que abre la posibilidad de protesta contra el orden heterónomo impuesto al sujeto y se abre paso la fantasía como una actividad mental que conserva todavía su libertad con respecto al principio de realidad,
o por citar Marcuse:
La fantasía juega una función decisiva en la estructura mental total; liga los más profundos yacimientos del inconsciente con los más altos productos del consciente (el arte), los sueños con la realidad: preserva los arquetipos del género, las eternas, aunque reprimidas, ideas de la memoria individual y colectiva, las imágenes de libertad convertidas en tabús. (Marcuse, 1983: 135-136)
En este sentido sobresale la actividad subversiva de la fantasía que irrumpe en la estructura afirmativa de la cultura para dar cuenta de la posibilidad de otra realidad, de otro orden, que, a pesar de ser rechazado por el orden prevaleciente, permanece vivo en la conciencia humana. Al encontrar su expresión a través del arte, la fantasía interpela a las necesidades dominantes y formas de existencia establecidas mientras las niega y en esta relación dialéctica es donde emerge lo nuevo. Pero lo nuevo, no ha de ser comprendido como una categoría subjetiva, sino que impuesto por la cosa misma que no puede retornar a sí ya que su identidad ha sido fracturada, y como Adorno (2004: 37-38) contundentemente señala: “La fuerza de lo antiguo es la que empuja hacia lo nuevo, porque necesita de ello para realizarse en cuanto antiguo.” De este modo la fantasía establece una relación dialéctica no sólo con el pasado, sino nos remite hacia una posible liberación de la realidad histórica que ha sido oprimida por el orden establecido, o como lo explica Marcuse (1983: 142) : “En su negativa a aceptar como finales las limitaciones impuestas sobre la libertad y la felicidad por el principio de la realidad, en su negativa a olvidar lo que puede ser, yace la función crítica de la fantasía.” Este soñar despierto, como lo llama Marcuse, irrumpe en la visión armonizante de una realidad preestablecida devolviéndole su negatividad al constituir una dimensión posible de expresión del individuo particular.
La fantasía, a la sazón, sólo es posible a través de esta mímesis que vincula a la expresión con la experiencia individual, pero el no poder permanecer en el punto de la subjetividad, en el para sí-mismo, se convierte en una demanda por la necesidad irreconciliada de lo interior contingente del individuo particular con lo universal del lenguaje que posibilita su expresión. De tal modo, la fantasía comprendida como una actividad subversiva nos conduce a un espacio de imágenes que desgarra al pensamiento y posibilita su contienda contra la racionalidad administrada y su expresividad vulgar y convencional.
La fantasía es cognoscitiva en tanto que preserva la verdad del Gran Rechazo, o, positivamente, en tanto que protege, contra toda razón, las aspiraciones de una realización integral del hombre y la naturaleza que son reprimidas por la razón. En el campo de la fantasía, las imágenes irrazonables de libertad llegan a ser racionales, y los «bajos fondos» de la gratificación instintiva asumen una nueva dignidad. La cultura del principio de actuación se inclina ante las extrañas verdades que la imaginación mantiene vivas en el
arte popular y los cuentos de hadas, en la literatura y el arte; ellas han sido interpretadas con aptitud y han encontrado su lugar en el mundo popular y el académico. (Marcuse, 1983: 152)
La filosofía interpretativa, que postulan los frankfurtianos, indaga en el tejido del mundo fenoménico, buscando aquello que como un enigma subyace cual, si estuviera representando un mundo esencial pero que, sin embargo, se muestra en el propio fenómeno. Este acercamiento interpretativo tiene la pretensión de alcanzar un conocimiento materialista que, a través de la recomposición de los elementos empíricos aislados, lleve el análisis crítico a la interpretación que ilumina lo real que carece de intención. En contraposición con el conocimiento fáctico que parte de la acumulación de datos y conceptualizaciones de lo dado —que recae en una racionalización instrumental—, la fantasía exacta transforma la realidad expresando lo no idéntico en una configuración que cristaliza el contenido social e histórico de los fenómenos de modo que su verdad resurja cognitivamente. La interpretación se vuelve lo imperativo para la problemática relación entre pensamiento y lenguaje, pues la apertura hacia la libre imaginación y disociación no busca ni integración, ni sistema, ni unidad subjetivamente fundada de lo diverso, sino que se torna quasi una fantasía.
El problema aquí, que bien señala Susan Buck-Morss (2011: 226), desemboca en cómo someterse al objeto sin copiarlo y cómo transformarlo a través de la fantasía sin caer en la ficción. La respuesta Buck-Morss la encuentra en las “constelaciones cambiantes” como proyecto central de la teoría de conocimiento adorniano. En un análisis crítico sobre las construcciones en constelaciones cambiantes de la fantasía exacta la pensadora nos conduce a la discusión sobre la crítica del conocimiento que se suscita entre Theodor Adorno y Walter Benjamin. Para puntualizar al respecto:
Adorno estaba menos preocupado por el destino de los fenómenos y más intrigado por la originalidad del método de Benjamin y su utilidad para su propio programa. Ya que, sin postular un dominio metafísico más allá de lo históricamente transitorio, por detrás o por encima de la existencia física, en algún ser ideal o nouménico, la teoría de Benjamin confrontaba la pregunta metafísica por la verdad, la esencia de la realidad, e intentaba leer
su respuesta en lo propios elementos empíricos. Para utilizar el lenguaje kantiano, la teoría de Benjamin forzaba al reino fenoménico a producir el conocimiento nouménico […]. (Buck-Morss, 2011: 229)
En efecto, en su análisis de la doctrina platónica de las ideas que hace en el prólogo epistemocrítico de “El origen del trauerspiel alemán”, Benjamin (2006: 223-259) pone el énfasis en la salvación, la redención, de los fenómenos al mismo tiempo que la exposición de las ideas para la cual el lenguaje resulta esencial, pues las ideas, que son constelaciones eternas, permanecen oscuras, en tanto que no agrupen a los fenómenos, y las ideas, al aprehender tales constelaciones, dividen a los fenómenos que los conceptualizan y al mismo tiempo los redimen. El momento lingüístico de la idea, que se expresa en la generalidad del lenguaje, se caracteriza por su mutua pertenencia con la interpretación objetiva de los elementos que constituyen el fenómeno. Como tal y partiendo de la premisa de que la verdad en cuanto que es determinada por la intencionalidad conceptual no es verdad, Benjamin postula que el modo adecuado de acercarse a la verdad es adentrándose y desapareciendo en ella.
Frente a las formaciones lingüísticas que pretenden proporcionar una descripción pura de significaciones, lo que nuestros filósofos exigen es el abandono al concepto. Como tal, no obstante, este abandono es inseparable de lo que Adorno llama la actitud filosófica: una actitud frente a las cosas o los fenómenos que no pretende definirlos a partir de sí mismos, sino de describirlos e interpretarlos, desde su contenido social históricamente específico, rescatándolos del olvido histórico.
El que interpreta buscando tras el mundo fenoménico un mundo en sí que le subyace y sustenta, actúa como el que quisiera buscar en el enigma la copia de un ser que se hallaría tras él, que el enigma reflejaría y en el que se sustentaría, cuando la solución del enigma tiene como función iluminar como un relámpago la figura del enigma y ponerla al descubierto, no mantenerse en el enigma y asemejarse a él. (Adorno, 2010: 306)
De tal modo, describir el mundo, dejarlo al descubierto, no es un abandono desenfrenado a la ficción, sino es la creación de nuevas formas, el ars inveniendi cuyo órganon sólo puede ser
la fantasía, y puesto que las ideas constituyen una multiplicidad irreductible, cada descripción debe obedecer a las leyes que gobiernan la constitución de las formas universales, al mismo tiempo que su despliegue objetivo implica el desarrollo subjetivo de la consciencia reflexiva. Es así como la fantasía exacta ofrece una interpretación del mundo mediante la construcción de constelaciones cambiantes, de imágenes dialécticas, de visiones oníricas, que entrelazan los elementos aislados de la realidad y permiten la comunicación de lo nuevo, de aquello que todavía no ha emergido. La fantasía parte de lo empírico para romper con sus cadenas e irrumpir en las determinaciones del propio pensamiento. Liberado así el pensamiento del mero conocer y constatar de los hechos, éste propiciaría la constitución de un Yo firme y consistente, un Yo emancipado en su dinámica interna.
La fantasía exacta de un disidente puede ver más que mil ojos a los que les han calado las gafas rosadas de la unidad y que en consecuencia reducen y confunden todo lo que perciben con la verdad universal. A eso se opone la individualización del conocimiento. (Adorno, 1975: 52)
Adorno, Th. 1975. Dialéctica negativa, Madrid: Taurus.
Adorno, Th. 1998. Educación para la Emancipación, Madrid: Ediciones Morata. Adorno, Th. 2004. Escritos sociológicos I, Madrid: Akal.
Adorno, Th. 2004. Teoría estética, Madrid: Akal.
Adorno, Th. 2006. Mínima moralia: Reflexiones desde la vida dañada, Madrid: Akal. Adorno, Th. 2010. Escritos filosóficos tempranos, Madrid: Akal.
Adorno, Th. 2013. Estética (1958 / 59), Buenos Aires: Editorial Las Cuarenta.
Adorno, Th., Horkheimer, M. 2009. Dialéctica de la Ilustración: fragmentos filosóficos, Madrid: Trotta.
Althuser, L. 1988. Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Freud y Lacan, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
Benjamin, W. 2006. Obras, libro I, vol. I, El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, “Las Afinidades electivas” de Goethe, El origen del “Trauerspiel” alemán,
Madrid: Abada.
Buck-Morss, Susan. 2011. Origen de la dialéctica negativa. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt, Buenos Aires: Eterna Cadencia.
Corona, J. 2008. Theodor W. Adorno. Individuo y autorreflexión crítica, Guanajuato: UGTO/Pliegos.
Echeverría, B. 2009. Qué es la modernidad, México: UNAM.
Foucault, M. 2002. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI. Freud, S. 2007. El malestar de la cultura, Barcelona: Ediciones Folio.
Kant, E. 2006. Crítica de la razón pura, Buenos Aires: Losada. Marcuse, H. 1967. Cultura y sociedad, Buenos Aires: Sur.
Marcuse, H. 1973. Contrarrevolución y revuelta, México: Editorial Joaquín Mortiz. Marcuse, H. 1983. Eros y civilización, Madrid: Sarpe.
Marcuse, H. 1985. El hombre unidimensional, México: Editorial Artemisa. Marcuse, H. 1986. El final de la utopía, Barcelona: Planeta-De Agostini.