Yarimeth Osorio Rabadán1
Palabras clave: movimientos sociales; protestas; performatividad; subjetividad; política prefigurativa.
¿Sigue siendo imprescindible agregar novedad a la idea de movimiento?,
¿hasta qué punto esta categoría tiene un poder explicativo para cada fenómeno de acción
colectiva? Guiomar Rovira (2013)
1 Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), estudiante de la Maestría en Estudios Políticos y Sociales en la misma institución. Líneas de investigación: procesos y actores sociales, sociología de la protesta, comunicación política, identidad y subjetividad.
Correo electrónico yar.rabadan@gmail.com.
Después de 2008, año de crisis económica, surgieron protestas en diversos países del mundo (entre ellos Islandia, Grecia, Portugal, Inglaterra, Túnez, Egipto, España, Estados Unidos, Chile, México, Francia) que protestaban contra la precariedad en la calidad de vida, los ajustes estructurales, los abusos de regímenes autoritarios, la corrupción o el clientelismo político. Estas protestas dieron paso a revoluciones y movimientos sociales, que fueron identificados como los integrantes del más reciente ciclo de protesta (Tarrow, 1997). Como en cualquier otro ciclo, los movimientos sociales presentaron semejanzas y diferencias.
Sus diferencias comprendieron la manera en que surgieron, las demandas que enarbolaron, su curso y repertorio de acción, la posición que mantuvieron hacia el gobierno, sus objetivos y los desenlaces que tuvieron. Más aún, los participantes destacados de algunos de estos movimientos terminaron por integrarse al legislativo, mientras que en otros se mantuvieron alejados de lo que se nombra como política institucional. No obstante, lo que se quiso entender como elementos comunes, o semejanzas, fue lo más destacado por los analistas. Entre ellas se encuentran:
La composición plural. Si bien en el núcleo organizativo de los movimientos participaban mayoritariamente adultos jóvenes, en las manifestaciones participaban estratos varios sin restricción ni determinación estructural. Al movimiento se sumaba quien así lo deseaba.
La organización sin jerarquías, con pretensión de horizontalidad.
Los principios políticos. Ausencia de pliego petitorio y programa político, alejados de organizaciones políticas precedentes como partidos y sindicatos.
Las formas de acción. Ocupación masiva de la vía pública y exploración de formas de acción directa no violenta.
Y las formas comunicativas. Uso de nuevas tecnologías: internet como medio de divulgación y organización, así como espacio de protesta; y uso de teléfonos inteligentes para registrar y difundir los acontecimientos.
Además de las características mencionadas, se pensó en una cualidad extra, aquella de “vivir en el presente los ideales del cambio que se persigue”. Escenificar en la protesta misma los valores que abanderan su lucha. Una cualidad que, aunque se nombró por primera vez en relación con el ciclo de protestas altermundistas bajo el nombre de performatividad o política pre-
figurativa, repentinamente se atribuyó como novedad de los últimos movimientos sociales y como elemento distintivo de su naturaleza, respecto de sus anteriores. En los artículos académicos que fueron escritos al vuelo con el surgimiento de las protestas, no se dio suficiente claridad conceptual para ninguno de estos términos, en particular el de performativo, cuya historia es larga e involucra acercamientos con la filosofía, la lingüística, la antropología, el teatro, la jurisprudencia, la mercadotecnia política y, ahora, con la sociología de la protesta.
Como dicta la tradición en el estudio de los movimientos sociales1, se detectaron características particulares en las últimas protestas que llevaron a académicos y periodistas a decretar su diferencia, su novedad y su ruptura con los movimientos sociales anteriores. Se pensó entonces en la utilización de otros términos. Algunos investigadores sugirieron entonces hablar de los “más nuevos” movimientos sociales (D’Angelo, 2014), novísimos movimientos sociales (Feixa, Costa, Saura; 2002) o nuevos movimientos globales. Otros, de mayor o menor renombre, expusieron que el concepto de movimiento social podría estar ya agotado y que las últimas protestas deberían reconocerse como otro tipo de fenómeno social. Propusieron llamarles con otros nombres como nuevas insurgencias (Arditi, 2012), redes de activistas (Rovira, 2013) o, en un sentido más moderado, movimientos sociales en red (Castells, 2012).
El argumento de quienes optaban por derrocar la categoría principal sobre la que se ha construido la sociología de la protesta consistió en afirmar que las condiciones estructurales, ideológicas y comunicativas de estos últimos exponentes se distanciaban completamente de las reconocidas en los movimientos sociales precedentes, y que la teoría de los movimientos sociales ya no era adecuada para leer estos nuevos fenómenos. Sin embargo, no es la primera vez que esto sucede. Por el contrario, la intención de clasificar a los movimientos sociales mediante sus distintos grados de novedad (viejos, nuevos, novísimos o más nuevos), mediante adjetivos añadidos (movimiento feminista, ecologista, estudiantil) o mediante su desempeño geográfico (locales, globales, latinoamericanos, etc.) ha sido una constante en su estudio desde mitad del siglo pasado.
Otro intento por derrocar la primacía del movimiento social como el fenómeno de acción colectiva por excelencia, consiste en el desarrollo de teorías que acuñen conceptos distintos para nombrar fenómenos contrastables a un movimiento social. Un ejemplo se encuentra en el concepto de multitud, propuesto por Antonio Negri y Michael Hardt en sus libros Imperio (2002)
y Multitud (2004). En estos hablan de un gobierno inclusivo como alternativa al Estado liberal, que sería posible al llevarse a cabo la reproducción a nivel global de movimientos locales autónomos. La multitud designaría al movimiento de movimientos.
La investigación de la que se da cuenta en esta ponencia partió de las siguientes preguntas
¿en verdad los movimientos del último ciclo son radicalmente diferentes de sus anteriores?,
¿realmente se trata de un nuevo fenómeno social del cual las teorías de los movimientos sociales ya no tienen nada que decir?, y por otro lado ¿de qué se habla cuando se habla de performatividad? Y si es esta un elemento exclusivo en las últimas protestas.
Los resultados a los que llegó se traducen en tres propuestas 1) reconocer la tradición de los postulados teóricos desarrollados durante la segunda mitad del siglo XX, ya que continúan siendo la pauta para la explicación, la discusión y el enriquecimiento dialéctico de las teorías de los movimientos sociales de las últimas dos décadas; 2) comprender que la aparente novedad de los movimientos que integran el último ciclo de protesta no es absoluta, pues las propiedades organizativas (la aparente falta de jerarquía), políticas (el desapego por la política partidista) y comunicativas (uso de las nuevas tecnología) con las que se les caracteriza ya habían sido observadas con anterioridad (si bien de manera incipiente) en movimientos pertenecientes al ciclo de protestas altermundistas; y 3) que la performatividad, en sus múltiples acepciones (como recurso discursivo, como elemento ritual y como puesta en escena), tiene relación con la movilización social desde hace tiempo, por lo que no es un elemento exclusivo de los más recientes fenómenos de protesta.
Por cuestiones de tiempo y espacio, en las páginas siguientes se expone solamente la última de las propuestas: qué es la performatividad, cuál es la historia analítica de este concepto y cómo se relaciona actualmente con los movimientos sociales. En el primer apartado se exploran los estudios primarios de performatividad que parten de la filosofía del lenguaje, con Austin, e impactan el trabajo de filósofos como Butler. En el segundo apartado se continúa con un repaso al concepto que va desde la dramaturgia hasta el campo académico propio, los estudios de performance. Mientras que en el tercero se sitúa el momento en el que lo performativo se relaciona con los movimientos sociales y las acepciones con las que lo hace. El cuarto y último corresponde a las reflexiones finales sobre las distintas acepciones de lo performativo desde las que se estudia un movimiento social y las implicaciones que conlleva a la vigencia del concpeto.
El objetivo consiste en comprender los múltiples significados de lo performativo y pensar en los rasgos que imprime su puesta en práctica en los movimientos sociales, a razón de saber de qué se habla cuando se habla de performatividad, así como poner a prueba si, en efecto, es una cualidad que pudiera dar lugar a otro tipo de fenómenos sociales de protesta.
Como precisa Turner (1982 en Johnson, 2015) los orígenes etimológicos del término performance remiten al verbo parfournir del francés medieval, que significaba lograr, cumplir o ejercer completamente. Durante el siglo XI, el verbo fue llevado a Inglaterra en donde se enriqueció semánticamente al combinarse con la noción de ‘forma’ o apariencia externa. Para el siglo XVI había cristalizado la relación entre el performer y la representación teatral, y el verbo devino sustantivo para la realización o exhibición de una obra artística: performance. Sin embargo,
la conceptualización antigua de lograr o cumplir con algo a través del performance todavía operaba. En el siglo XX empezó a ser usado como referente en campos muy diversos, entre éstos los deportes, los negocios, la tecnología, la psicología, la lingüística, el performance arte y, finalmente, los estudios de performance. (Johnson, 2015: 9)
El término performance fue acogido, en primera instancia, en el campo de lo teatral para designar una puesta en escena, una representación. Como consecuencia, aún en la actualidad, performance tiene una denotación directa hacia el acto escénico, la teatralización o el drama que se realiza en lugares y momentos poco convencionales. No obstante, a mediados del siglo pasado, el primer campo de investigación de lo social en trabajar el término performance fue el de la lingüística. John Langshaw Austin, filósofo del lenguaje, expuso la teoría de los actos de habla en una serie de conferencias que impartió durante 1955 como invitado en la Universidad de Harvard.
Austin (1962), realizó una crítica a la tradición del lenguaje filosófico que establecía como propósito único de los enunciados el registrar o describir un estado de cosas, y calificarlo bajo los criterios de verdad o falsedad. En tal tenor, las exclamaciones, como tal, eran relegadas a los estudios retóricos o poéticos. A razón de lo anterior, el autor apeló al reconocimiento de otro
tipo de expresiones lingüísticas que no tuvieran como principio constatar o describir la realidad, sino que en su misma enunciación llevaran la realización de un acto. A estos enunciados les asignó el nombre de performativos (o realizativos, en su debida traducción). En el enunciado performativo “emitir la oración es realizar una acción, o parte de ella, y ésta no se concibe normalmente como el mero decir algo” (Austin, 1962: 6).
Lo performativo tiene sentido, por tanto, cuando existe concordancia entre el enunciado y el acto, el habla y la acción. De acuerdo a Austin (1962), los enunciados performativos no se limitan a transportar un contenido semántico, sino que buscan producir una modificación efectiva en cierto estado de cosas. La cualidad performativa de un enunciado postula una dimensión que permite al enunciado no sólo producir un efecto desde la enunciación, sino instaurar una realidad que, antes de su ejecución, era virtualmente inexistente (Aguilar, 2004). El performativo no se adapta a los criterios de verdad o falsedad, sino a que tenga o no el poder para producir felizmente (con éxito o con fortuna) aquello que nombra.
Más adelante, en el mismo ámbito de la lingüística, Searle (1969) daría continuidad a los estudios de Austin. Aquel profundizaría el estudio en los actos del habla y haría una distinción entre tres niveles que se presentan en el habla común: el locutivo, el ilocutivo y el perlocutivo. El nivel locutivo hace referencia a lo que una persona dice, el nivel de la constatación, la descripción y lo textual; el ilocutivo, indica el hacer con palabras, la performatividad propiamente; por su parte, el nivel perlocutivo se concentra en los efectos que los emisores pretenden tener sobre sus oyentes. La diferencia entre los últimos dos niveles consiste en que en el nivel ilocucionario, los efectos se producen al mismo tiempo que es pronunciado, mientras que en el acto perlocucionario, las consecuencias se producen después de la emisión. Este último representa la dimensión más social del habla.
Posteriormente, Jacques Derrida realizó una crítica a la teoría de Austin. Específicamente a los elementos que, según Austin, componían el éxito de un enunciado performativo, estos son: el contexto y la conciencia intencionada de los participantes. Derrida (1971) argumentó que, en el análisis de Austin, las condiciones contextuales estaban excesivamente determinadas creando escenarios cerrados y poco comunes; ya que los ejemplos citados por éste presentaban individuos con intenciones transparentes y aceptación por los procedimientos de la convención. De acuerdo a lo anterior, Austin expuso situaciones donde los participantes buscaban evitar la mayor cantidad
de variables que pudieran llevar el acontecimiento al fracaso, situación que resulta meramente improbable en circunstancias ordinarias de la vida real.
Derrida (1971), acudió al concepto de iterabilidad para referir lo reiterable que resulta todo acto de habla en una perspectiva histórica. De acuerdo a su proposición, todo acto enunciativo corresponde a una cadena de citas de repetición convencional. Es decir, todo acto de habla es entendible al ser una repetición de sí mismo, o de un acto similar, a lo largo de la historia. El poder de las citas (o de los actos performativos) para alterar la realidad no existe en función de una voluntad original, sino en función de su integración a un código inteligible que evoca situaciones de habla precedentes.
Como se mencionó, la primera condición para que un enunciado performativo sea exitoso, es su pertenencia respecto a un código que permita el reconocimiento del signo y la repetición del mismo (Derrida, 1971). En casos posteriores, el enunciador puede poner su enunciado a prueba, ya sea apelando a los códigos anteriores o estableciendo una tipología diferente de formas de iteración. Es decir, en la última de las opciones se trataría de la disrupción del código; el enunciado performativo pondría en tela de juicio, de manera deconstructiva, un discurso preestablecido, para apostar a que esta nueva configuración fuera entendida y, posteriormente, repetida.
De acuerdo al autor, un performativo recurre siempre a ideas y enunciados anteriormente fundados. Lo que le da fuerza y eficacia es la carga de significado a la que apela. De esta manera, un performativo (o una firma, en palabras de Derrida) debe poder desprenderse de la intención presente y singular de la producción para poder ser repetible, imitable, iterable; así, la firma multiplica sus enunciadores, se vuelve generalmente conocida y, a la vez, conserva la apertura para ser recreado y resignificado. Asimismo, Derrida anuló la oposición teatro realidad, en un sendero por el que ya caminaba Goffman (1973), para conectar la teoría de los actos de habla de Austin con los discursos de la vida cotidiana, lo que significó un gran aporte para los estudios de performatividad posteriores.
A finales de los años ochenta el concepto performatividad llegó a los estudios de género de la mano de Judith Butler, quien retomó la postura deconstructivista de Derrida para postular que el género era resultado de las prácticas sociales reiteradas, citas de las citas que habían perdido al autor, pero que se habían convertido en convenciones impuestas socialmente. Butler
concibe el género como la dramatización del cuerpo por medio de un ritual público de performatividad. Su crítica se dirige hacia el entendimiento ontológico del género (masculino o femenino) como una esencia que subyace en el cuerpo y que al ser descubierta provoca conlleva la manifestación lógica de comportamientos y discursos acordes.
Butler propone una problematización de las categorías de sexo y género, que han sido concebidas históricamente como naturales, y llega a la conclusión de que el cuerpo humano no es una realidad material fáctica, sino una materia cargada de significado por medio de una continua e incesante repetición del discurso regularizado. Butler propone que el género es efecto de acciones reiteradas (iterabilizadas), que se sostienen en virtud de la misma imitación de actos que resultan performativos. A partir de aquí, se habla de las palabras que tienen el poder de crear realidad material. La posibilidad de que los comportamientos y las acciones repetidas tengan el poder de construir la realidad de los cuerpos, y la constitución social del género, abrió una gama de posibilidades para pensar el performativo como un elemento esencial de la perspectiva constructivista.
La autora muestra que lo femenino y lo masculino son resultado de la interpretación cultural, de la institución, y que puede transformarse y dar lugar a las identidades alternativas. En este sentido, la obra de Butler es una subversión de las subjetividades que establece el poder, ya que apela a generar opciones en las que el individuo no sea directamente interpelado por el discurso dominante, espacios que, en última instancia, son una especie de resistencia y contrapoder.
Como se mencionó con anterioridad, el término performance se unió, casi desde sus orígenes, al significado de puesta en escena o representación teatral. Pero fue hasta la década de 1970 cuando, en paralelo a su incursión en el campo de la filosofía, el término performance art fue usado para cubrir un rango de actividades artísticas cercanas al teatro y a la experimentación multidisciplinaria. Los miembros del performance art trabajaron alrededor de una preocupación común por la sobrevaloración del texto en descuido de otros factores, como la acción o el contexto, que componían en igual o mayor medida la puesta en escena. En Latinoamérica el término performance es traducido mayoritariamente como arte acción (Taylor, 2012).
El performance art combinó la danza, el teatro, las artes visuales, la música, la poesía y el circo por medio del remix y la improvisación. El desvanecimiento de las fronteras entre las disciplinas artísticas fue su característica principal y lo que dio lugar a la identificación de un nuevo género (Giesen, 2006). En comparación con el teatro, al performance se le asignó un carácter más real (menos representativo); asimismo, se le reconoció como una herramienta privilegiada para intervenir en el mundo, ya que impactaba con fuerza en los cuerpos de actores y espectadores.
Las características más distintivas de los performances son la corporalidad del actor y la volatilidad de su evento (Johnson, 2015). El performance art pretende interpelar lo real, sacar al teatro del teatro y borrar sus fronteras con el drama de la vida cotidiana (Taylor, 2012). Por lo tanto, el actor del performance debe ser capaz de difuminar esa frontera entre realidad y actuación. Los performanceros escenifican el cuerpo como parte central de su propuesta y lo cargan con los significados de la vida cotidiana. En el performance, el actor no representa algo más de lo que es, se representa a sí mismo, por lo que la vida cotidiana se convierte en teatro y viceversa.
Se argumenta que el arte performativo permite vislumbrar nuevas posibilidades de emancipación, ya que los cuerpos se escenifican y son capaces de generar pensamiento en sus receptores. El performance no tiene una propuesta específica, pero representa problemáticas amplias. En el performance art se encuentra la posibilidad de transformar la sociedad mediante el shock que puede provenir de la combinación entre lo familiar y lo extraño.
Casi al mismo tiempo, entre 1970 y 80, los estudios de performance emergieron de una convergencia interdisciplinaria entre la antropología, la sociología, la filosofía, los estudios literarios y dramáticos, que reunieron recursos teóricos y metodológicos para construir la teoría de lo performativo. Los estudios de performance se formaron como una extensión de los estudios de drama, donde se entiende el cuerpo y la acción del individuo como espacio de confrontación. Pero luego de las artes, el performance se expandió a todos los sectores de la vida social y dejó de considerarse a los artistas como los únicos creadores de performance. Dentro de la antropología se desarrollaron relaciones entre el teatro y el ritual, analizando tanto las artes como una amplia variedad de ceremonias, rituales y juegos (operas, carnavales, desfiles, servicios religiosos, bodas, funerales, graduaciones, conciertos y narrativas) que han sido estudiados como
performances culturales (Loxley, 2007; Singer, 1959 en Johnson, 2015).
La propuesta interdisciplinaria del performance, no obstante, resultó bastante anormal para la academia del siglo XX habituada a la especialización. Por lo que se requirió la creación de espacios particulares para dar tratamiento adecuado a la ubicuidad del performance, que no podía estudiarse dentro de las disciplinas previamente establecidas (hasta la fecha estos espacios son escasos). A causa de la necesidad de un lugar donde el performance se constituyera como el objeto de estudio, se crearon centros (así como había ya departamentos dedicados al estudio del teatro o las artes visuales) tal como el Instituto Hemisférico de Performance y Política en la ciudad de Nueva York.
Taylor (2011) es una de las autoras que sostiene que el performance no tiene definiciones ni límites fijos. Actualmente, el campo que se define como estudios de performance estudia actos y comportamientos en vivo que se corresponden con lo cultural pero también con los conflictos sociopolíticos. Esta última perspectiva estudia los performances como rituales, que pueden ir desde la vida cotidiana hasta la vida pública de los representantes políticos pasando por la academia, los deportes, las protestas políticas, los desfiles militares, los congresos y convenciones, los funerales y demás. El performance “no es sólo el acto vanguardista efímero sino un acto de transferencia que permite que la identidad y la memoria colectiva se transmitan a través de ceremonias compartidas” (Taylor, 2012: 19). Los performances son entonces herramientas que “operan como actos vitales de transferencia, transmitiendo saber social, la memoria colectiva y el sentido de identidad a través de acciones reiteradas” (Taylor, 2012: 20).
Se debe tener en cuenta que no se trata de una simple repetición convencional, sino que en cada recreación performativa se encuentra de manera inherente e intrínseca la actualización de cada acto, que pone en juego la subjetividad de los actores participantes y dota de sentido su realidad inmediata. Los estudios de performance no sólo tratan el arte acción, sino los dramas sociales. Y lo más sobresaliente es que han establecido a esta categoría analítica como una práctica, una epistemología y un lente metodológico.
Lo performativo se puso en relación con los movimientos sociales a partir del giro cultural, en un momento en que la dimensión simbólica se situó en recuperación frente a las perspectivas
estructuralistas. En los últimos años las consideraciones a la identidad, la agencia, los marcos de interpretación y las tácticas de democracia directa se han puesto en boga y han constituido intentos por renovar el estudio de los movimientos sociales. Desde esta perspectiva, cultural y construccionista, los fenómenos colectivos son procesos en los que los actores toman decisiones, producen significados, impactan las orientaciones de la vida cotidiana y a la vez implican un cuestionamiento a las formas políticas predominantes (Paredes, 2013).
En relación con la protesta y los movimientos sociales, la performatividad puede ser entendida desde distintas dimensiones, por ejemplo, respecto al análisis del lenguaje (ilocutivo o perlocutivo) de las consignas y demandas, la exposición del cuerpo en las manifestaciones, los eventos de protesta artísticos/teatrales de los que se valen los activistas o la realidad alterna que se despliega durante las mismas. Más allá, han cobrado relevancia las dimensiones éticas y emocionales de los participantes de los movimientos. La lupa bajo la que se estudian los movimientos sociales se ha puesto permanentemente en los aspectos microsociales. Se entiende que los movimientos mueven a la gente alrededor de valores y emociones poderosas como el enojo, la frustración, el entusiasmo, la agitación, la culpa o la justicia (Eyerman, 2006; Juris, 2008; Jasper, 2012) que explican el sentido que los individuos otorgan a su acción, los medios que escogen, las metas que persiguen y el alto grado de solidaridad colectiva que motiva el surgimiento de un movimiento social.
Por lo anterior resulta fundamental para la existencia de los movimientos llevar a cabo acciones no-estratégicas (acciones expresivas) dirigidas a la cohesión, motivación y convicción alrededor de la causa del movimiento. Las acciones de protesta son así demostraciones públicas de inconformidad, pero también son acciones que dotan de sentido al movimiento y que despiertan sentimientos de pertenencia, solidaridad, identidad compartida y propósito común, que vinculan a los participantes. El performance desde el movimiento social se compone por dos caras: la expresiva o interna que tiene por objetivo evocar la empatía moral, dotar de sentido la acción, poner en común a los participantes e invitar a la movilización; y la política o externa que cumple con el objetivo de presentarse ante el adversario, encarnar un mensaje y ser una demostración de fuerza de oposición.
Los performances de oposición, como los llama Eyerman (2006), siempre serán realizados en lugares públicos elegidos por su significado simbólico, e implicarán un escenario,
un guion actores y audiencia. Pues el propósito de la dramatización de un asunto es hacerlo más visible y multiplicar su intensidad emocional. Así, los movimientos generarán efectos tanto momentáneos (manifiestos) como a largo término (latentes). En este derrotero, autores como el mismo Ron Eyerman (2006) o Geoffrey Pleyers (2009) postulan que el sentido del movimiento que se establece con la dinámica de los performances puede incorporarse en la biografía del individuo como experiencia y memoria significativa, que se verá reflejada en sus formas posteriores de participar políticamente y de vivir en general.
Por otro lado, se observa que la performatividad en las protestas no es un asunto reciente. Así como tampoco lo es del todo su estudio. A partir del surgimiento a nivel internacional de los movimientos por la globalización alternativa comenzó a pensarse en la dimensión performativa del otro mundo posible. Autores como Juris (2008) y Pleyers (2009) anunciaron el uso del término performatividad para hablar de una cualidad particular del activismo presente en las protestas altermundistas, en las contra-cumbres y en los Foros Sociales Mundiales. De acuerdo a sus estudios, en este ciclo se hacía una petición por la transformación aquí y ahora, esa que comienza por uno mismo, que se encarna en la forma de vida del día a día y que rechaza a las instancias de gobierno como organismos resolutivos.
Las contra-cumbres, como rituales performativos, tenían como función la generación de identidad, solidaridad y una visión alternativa a la sociedad capitalista; mientras que al exterior tenían como propósito exaltar su papel hacia sus adversarios, motivar a los espectadores para sumarse a la movilización y demostrar la fuerza de quienes apoyaban la vía alternativa. Juris (2008) reportó que en las contra-cumbres existían diversos estilos de protesta que iban desde la confrontación con fuerzas armadas hasta la exuberancia carnavalesca, que implicaban distintas técnicas corporales y que generaron sentidos e identidades diversas y alternativas.
De esta manera, desde el inicio del siglo XXI, los movimientos sociales mostraron prácticas interactivas y comunicativas moldeadas por la emergencia de la lógica cultural de la red. Sorprendieron, entre otras cosas, por la falta de afiliación necesaria para participar, la rapidez en la difusión de los mensajes y la facilidad con la que se sumaron actores a nivel global. Es de destacar que algunas de las redes de activistas que se formaron durante los años de apogeo de las contra-cumbres fueron una base importante para articular los movimientos posteriores a 2008, que ahora se consideran del más reciente ciclo de protesta.
Pleyers (2009) observó además que los Foros Sociales Mundiales, las comunidades zapatistas y los campamentos que se organizaron en las ciudades sede de los encuentros económicos, funcionaban como espacios de experiencias autónomos donde algunos grupos activistas desarrollaron un estilo de activismo no visto hasta entonces. Mientras unos continuaban actuando acorde a las prácticas de los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo XX (promovían una ciudadanía activa e informada, apoyaban una crítica científica a las políticas dominantes y realizaban monitoreo de los actores políticos), otros grupos desarrollaron un tipo de protesta original: buscaban defender su autonomía y su experiencia ante la influencia de los poderes económicos globales, por medio de los cambios personales y locales. De ahí que les nombrara alter-activistas, activistas del altermundismo, aunque su forma de actuar sigue dando muestras en los movimientos de la última ola.
En estos espacios de experiencia, los performances se vivían tanto en las protestas como en los momentos de dispersión. Conllevaron una cierta falta de jerarquía, un sentimiento de comunidad, la generación de emociones intensas e de identidades opositoras que permitían vivir a los participantes momentos de libertad, autodeterminación y gozo (Calhoun, 2001; Gould, 2001 en Juris, 2008). Sentimientos que ordinariamente no se encuentran en la participación política del ciclo electoral y que fueron experimentados como transformaciones personales. A partir de ahí comenzó a estudiarse bajo la dimensión de lo performativo la alteración a la subjetividad individual y colectiva.
En la última década se ha vuelto popular leer, además de las alusiones performativas, cualidades ligadas a la política prefigurativa, un tipo de acción directa consistente en que los participantes, mediante su dinámica y comportamiento, generan al momento un cambio en la realidad intersubjetiva, de manera que viven el cambio por el que se lucha. Es decir, que si un grupo de ciudadanos se organiza en un movimiento social en búsqueda de equidad de género, democracia efectiva, consumo alternativo, o rechazo al maltrato animal (por mencionar algunos temas), en su actuar comenzarán a experimentar los valores que proponen sus causas y dejarán de comer carne (al menos los últimos). Si se considera necesaria una especificación, se ha llamado performativa a la cualidad autorreferencial del actuar: el objetivo no precede a la acción sino que le es concomitante, mientras que se ha llamado política prefigurativa a la estrategia de acción directa consistente en la impresión en el presente, mediante actos concretos, de la predicción de
un mundo mejor o más democrático (Pleyers, 2015). Aunque muchas veces estas dos se usan indistintamente.
En ese marco se desenvuelven las más recientes protestas. Pero vale recordar que no están desconectadas de las de hace dos décadas, pues ya decía Melucci (1994, 1999) que los movimientos sociales fungían como un desafío simbólico a los códigos culturales dominantes y actuaban como profetas, como una voz en el presente que anunciaba las posibilidades del futuro, un conector entre lo actual y lo posible. Efectivamente, desde que se inauguró el estudio y práctica de la dimensión cultural de los movimientos sociales (en la época de los nuevos movimientos), se dio cuenta de que la elaboración de políticas dejó de considerarse como el momento cumbre de las protestas. De ahí en adelante lo propio de estas no era diseñar un nuevo orden, sino abrir posibilidades a lo hasta entonces invisible mediante un desafío de nuestros imaginarios.
Entre los análisis que exaltan la ruptura de los fenómenos de protesta contemporáneos con sus antecesores se encuentra el de Arditi (2012), quien expone que el objetivo político original de los movimientos sociales, consistente en funcionar como mediadores entre la sociedad civil y las instituciones políticas (y luego desaparecer), se ha desvirtuado. Pasando, los movimientos sociales, a formar parte de un escenario político convencional. En contraste, arguye que los fenómenos de protesta social de la década en curso presentan diferencias formales e ideológicas con aquellos que sugieren diferenciarlos de lo que él entiende por movimiento social y llamarlos con otros nombres como el de insurgencias.
Por otro lado, Rovira (2014) propone acertadamente que seguir aumentando la novedad al concepto movimiento social es un error, ya que, bajo esta tendencia se gestaron los conceptos de nuevos movimientos sociales y novísimos movimientos sociales. La autora propone la búsqueda de otras nociones, como convocatoria o redes activistas, que sirvan para diferenciar los últimos movimientos (refiriéndose, en particular, al #YoSoy132). Si bien, el análisis de los movimientos a partir de sus repertorios de acción, así como de su analogía con metáforas como la de red o enjambre, sirve para romper con el vicio acumulativo que había estado cargando el concepto de movimiento social, el problema de esta propuesta consiste en que la introducción de otras
designaciones para los fenómenos de protesta no sólo desecha el factor novedad, sino que desecha por completo el concepto movimiento social.
Desde la sociología se ha hablado ya de los marcos de interpretación necesarios para concebir de la vida cotidiana (Goffman, 1956), de la importancia de la dimensión simbólica para la protesta (Della Porta y Diani, 1999), y también de la importancia del performance en la acción política (desde la forma de hablar del gobernante, hasta la escenificación de los actos a la bandera) (Alexander, 2010); pero pareciera que no se había terminado por enunciar la relación que existe entre lo anterior y los movimientos sociales, de manera que ahora se identifica este como un campo de creciente potencial. Resulta atractivo, sobre todo ahora que las nuevas tecnologías pusieron múltiples elementos sobre la mesa. Pero se debe tener en cuenta que en movimientos del siglo pasado también se llevaban a cabo performances que, si bien eran menos llamativos, cumplían con las funciones rituales mencionadas. Por lo que la novedad, propiamente dicha, se encuentra en el abordaje académico que se hace de esta relación, y no en la relación misma.
No obstante, los teóricos sociales, en particular aquellos que refieran a los últimos fenómenos de protesta, deben tener mesura y juicio al introducir categorías con el afán de diferenciar unos fenómenos de otros, impulsados por la presión por la innovación, por el relativismo o por el criticismo (Wieviorka y Craig, 2013). Se considera necesario revisar la historia teórica de los movimientos sociales para comprender su concepto, sus acepciones y los fenómenos que pretende recoger. Lo que está sucediendo con el ciclo de protestas actuales, es una pretensión por resaltar las características particulares como novedades radicales, sin tener presente que modos similares de estas mismas están presentes en el pasado. Esto se atribuye al diagnóstico que se hace de la realidad social mirando únicamente el presente y al vicio inconsciente por parte de los investigadores de movimientos sociales de romper con lo anterior (y atribuir una presunta novedad) sin dar el lugar debido a la perspectiva de la continuidad y la transformación constructiva de la sociedad.
Lo anterior da para pensar que el movimiento social, como forma política (al igual que los partidos políticos o las organizaciones no gubernamentales), se modifica a lo largo del tiempo adaptando sus elementos constitutivos al contexto cambiante en el que surja. Con “elementos constitutivos” refiero a todos aquellos elementos de los que ya han dado cuenta los estudios
estructuralistas de los movimientos sociales, que abarcan desde sus formas de organización y comunicación, su repertorio de acción, su contienda política, hasta el número de participantes, el carácter no institucional y lo correspondiente a las demandas. Se propone que, aunque el fenómeno cambie de forma, no renuncia a los hilos que le dan continuidad y que lo identifican desde sus primeras expresiones hasta las más recientes.
En cuanto al concepto de performatividad, como se revisó, la inevitable amplitud de su concepto ha permitido que sea abrazada por distintos campos de estudio, ampliando su significado, a veces, llevando sus límites hasta el fondo. El término tiene un origen dual, por un lado, desde el arte acción (presentación teatral) y, por otro, desde la filosofía del lenguaje; cada uno de ellos lo ha llevado por caminos distintos que actualmente se entrecruzan. Desde el arte acción, el performance se ve reflejado en varios ámbitos sociales como la protesta, pero también se ha consolidado en los espacios culturales. Aunque su visibilidad actual tenga más resonancia que la que pudo tener una protesta lúdica de mediados del siglo pasado, pues, acorde al contexto de la época, no se le hubiera tomado con la suficiente seriedad como para rendir cuenta de su carácter performativo.
Los estudios de performance establecieron que todo fenómeno social, incluida la acción colectiva, puede estudiarse desde una visión performativa. Al interior de una protesta existen varias dimensiones en las que se observa lo performativo, entre ellas: 1) las representaciones teatrales que se llevan a cabo en las manifestaciones como parte del repertorio de protesta y que funciona además como la iteración que motiva y persuade hacia la misma dirección 2) las marchas y los mítines son símiles a los rituales que realizan las figuras políticas como las tomas de protesta o los festejos patrióticos para reafirmar un imaginario común, en este sentido, la protesta en sí es un ritual transmisor de cultura que marca la identidad de generaciones, 3) la política prefigurativa que toma forma en el ambiente de la protesta social, que impulsa la modificación de la subjetividad colectiva acorde a los consensos grupales y 4) la producción cultural que se lleva a cabo en las manifestaciones, que se expresa por medio de consignas, panfletos, discursos o eslóganes.
Se propone que la característica más sobresaliente de los performances en la protesta consiste en su función ritual, en decodificar los conflictos y recodificarlos de forma que la situación se vuelva comprensible para una colectividad. Al brindar sentido la realidad que se vive
colectivamente, los actores se vuelven partícipes y se modifica su percepción de la acción social. Por tanto, lo performativo, que se considera siempre presente en mayor o menor medida como transmisor de significado, no es un elemento que sea propicio para distinguir entre distintos fenómenos de protesta (por ejemplo, entre un movimiento social, una protesta o una revolución) sino, en dado caso, entre las preferencias en sus formas de acción, su postura y su cultura política. No hay fórmulas precisas para clasificar los fenómenos de la acción colectiva, ya que su naturaleza es dinámica, plural e impredecible. Algo que ha diferenciado a las protestas sociales, sin que llegue a ser un factor de clasificación, ha sido la vía por la que han conducido sus acciones, acorde a posturas políticas diferentes. La vía de la institucionalidad o la vía de la radicalidad, el predominio de las formas de acción expresivas o efectivas, son dos tipos de activismo que pueden separarse o converger. Hay movimientos que se valen de la política prefigurativa (estrategia de acción directa), de lo lúdico y lo carnavalesco (tal es el caso del
#YoSoy132, del 15M y del movimiento estudiantil en Chile). Por otro lado, se encuentran movimientos que se valen de sus sectores de base social, que se organizan mediante asambleas de representantes, que siguen un orden jerárquico, exponen un pliego petitorio y negocian con las autoridades (el ejemplo está en el reciente movimiento del Instituto Politécnico Nacional contra el cambio en los planes de estudio, o en el mismo movimiento estudiantil chileno que donde confluyen las dos vías de acción, la organización tradicional del movimiento estudiantil y el alteractivismo lúdico y subjetivo).
La investigación de la que se da cuenta en el texto presente opta por una reivindicación crítica en el uso del término movimiento social, al argumentar que las protestas de la última década no son un fenómeno nuevo, por el contrario, son resultado de la evolución constante y congruente con la realidad sociopolítica y tecnológica del siglo XXI. Evolución que presenta un reconocible punto de partida inmediato desde los movimientos del ciclo altermundista. Y si bien el estudio de los movimientos sociales se encuentra en un momento de transición y adaptación, en el cual requiere reconocer las modificaciones que han permeado en los actores, las identidades, los procesos y las formas de resistir, no quiere decir que en la realidad se trate de un fenómeno social diferente, sino de la expresión actual de aquel fenómeno complejo y multifacético que suele reconocerse con el nombre de movimiento social.
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Notas
1 Atribuyendo novedad fue como se nombró y se distinguió a los Viejos Movimientos Sociales (por antonomasia, los movimientos obreros y campesinos) de los Nuevos Movimientos Sociales (de causas culturales como el feminismo, ecologismo, movimientos estudiantiles y movimientos por los derechos humanos) y, así mismo, fue como se separó a los Nuevos Movimientos de los supuestos Novísimos Movimientos Sociales (correspondientes al cambio de siglo). Tal parece que cada que surge un ciclo de protesta de carácter internacional, existe la necesidad de distinguirlo de sus antecesores y de dotarle de novedad que vaya desde sus formas de acción hasta el nombre.