Aidé Grijalva1
Palabras clave: Programa Bracero; trabajo infantil; migración menores no acompañados; agro californiano
El fenómeno migratorio es uno de los más complejos como campo de estudio debido a sus múltiples aspectos, que abarcan desde los macro societales hasta las subjetividades de los individuos participantes en éste. La migración es, como señala Ignacio Irazuzta (2007:122) un tema predilecto de la sociología y las ciencias sociales constantemente incorporan distintas perspectivas en la búsqueda de conceptos teóricos que faciliten la adecuada explicación de dicho fenómeno. Esto último ha propiciado una variedad de corpus analíticos, así como la emergencia de nuevas taxonomías sociales, algunas de vida efímera, debido a una realidad que rebasa con frecuencia a los nuevos paradigmas.
En el caso específico de México, hay una larga tradición histórica migratoria de mexicanos
1 Maestra en Sociología por FLACSO-México.Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UABC.
Miembro del Cuerpo Académico de Estudios Sociales (CADES), correo electrónico: <aidel@uabc.edu.mx>.
a Estados Unidos desde el momento en que el tratado de Guadalupe Hidalgo definió la nueva línea fronteriza entre ambos países. Desde entonces, el flujo migratorio forma parte de la realidad de estas naciones vecinas, aunque las características de éste han variado con el tiempo y en función de vaivenes económicos y políticos. Tal como lo afirman Durand y Massey (2003:45) “ninguna corriente migratoria a Estados Unidos ha durado más de 100 años, salvo el caso mexicano”.
Este prolongado nexo migratorio binacional ha multiplicado las particularidades y especificidades de este proceso, haciéndolo variopinto, al igual que los esfuerzos para explicarlo, eso último muchas veces en función de la trinchera ideológica desde la que se describe o analice. Todo acto migratorio es forzado aseveran aquellos que hacen de este suceso un acto vinculado a la pobreza y a la ausencia de perspectivas laborales, coqueteando con una retórica de la victimización (Mezzadra, 2005:16) o con la perspectiva de “una transgresión de normativas” (Caggiano y Torres, 2011: 230). Otros, los consideran una instancia de libertad enmarcada dentro de la idea del derecho de fuga, en un análisis que prioriza la dimensión subjetiva de los procesos migratorios (Mezzadra, 2005: 30). La construcción social del migrante (Caggiano y Torres, 2011) ha convocado a migrantólogos para reflexionar sobre el abanico de representaciones existentes acerca del sujeto migrante (Córdova, 2012). El ir y venir, la circulación del migrante a través de un circuito, la des- localización y la re-localización ha sido también focos de atención de los estudiosos que tratan de decantar las diferentes prácticas y estrategias del sujeto migrante para insertarse tanto en sus lugares de destino como en el país natal, no solo en el sentido geográfico sino en el campo de lo social.
Esta variedad de temas aparecen en el estudio de caso que incluimos en este ensayo mediante el cual daremos cuenta de la experiencia como jornalero en los campos agrícolas del estado de California del prestigiado historiador mexicano Ignacio del Río.1 Este hecho aconteció en la década de los años 50 del siglo pasado, cuando Del Río contaba entre 12 y 17 años de edad. Este estudio de caso además de que nos ilumina sobre la movilidad migrante (Caggiano, 2011: 48) nos ayuda a entender cómo era la vida, en esa región del oeste estadunidense, de los niños y adolescentes mexicanos migrantes, no acompañados, indocumentados todos, de extracción social urbana, a diferencia de los de origen rural, con otras perspectivas de su estancia en el país vecino. Tal como lo comentan Moreno y Avendaño (2015: 210) durante mucho tiempo estos niños migrantes no acompañados fueron invisibles en los estudios sobre los migrantes. Por lo tanto, es imposible tener datos confiables sobre el número de estos niños y adolescentes a lo largo del
tiempo.
La dimensión subjetiva involucrada en este proceso migratorio, algo que suele ser soslayado con frecuencia, fue dilucidada gracias al interés del entrevistado por platicar sobre esa etapa de su vida, lo que Mezzadra denomina “el duro suelo de su experiencia” (2005: 27). Hurgamos no sólo en sus prácticas como bracero, sino también en las razones personales que lo indujeron a aventurarse a irse a Estados Unidos. Además, el recuento de las vivencias laborales de Del Río nos introduce en la existencia del trabajo infantil en el agro californiano, algo poco explorado en los estudios existentes sobre el Programa Bracero. Al mismo tiempo, nos ofrece una imagen fiel de los mecanismos de contratación existentes, así como la dependencia de la agricultura californiana del trabajo manual y el rol coadyuvante de los peones mexicanos en el desarrollo de esta actividad económica en California, considerado el granero de la Unión Americana.
Lo platicado por Ignacio del Río nos ayuda a descifrar una parte de su vida, pero también nos proporciona pistas sobre la variedad de características históricas y sociales del mencionado fenómeno migratorio. La retrospectiva de su experiencia en Estados Unidos es un testimonio que enriquece y modifica la percepción que se obtiene acerca del Programa Bracero cuando ésta se basa sólo en la revisión de fuentes hemerográficas e informes oficiales gubernamentales, logrando así una apreciación “distante y distinta” del mismo, como acertadamente lo señala Irina Córdoba (Córdoba, 2013: 91).
¿Cómo es que Ignacio del Río se convirtió en un niño migrante no acompañado? ¿Cómo se fue gestando en él, el deseo de migrar? ¿Cuál es la narrativa de su experiencia migrante? ¿Qué papel jugó la dimensión subjetiva en esta vivencia migratoria?
Su primer viaje al Norte, y una fugaz estancia en Texas, tuvo lugar cuando, con 12 años de edad, aceptó la invitación de un compañero de la escuela para correr una aventura: ir a Estados Unidos. Estudiaba el primer año de los tres de secundaria y Nacho que, debido al fallecimiento de su madre un par de años antes, vivía con su abuela materna, accedió a acompañar al amigo que empeñó su bicicleta para costear el viaje. “Íbamos un poquito a la brava, a la aventura” admitía, aunque reconoce que, a raíz de la pérdida de la madre y la decisión de su padre de irse a vivir a La Paz con su nueva familia, se sentía abandonado.
Eran mediados del año 1950. El Programa Bracero se había inaugurado en 1942 y aunque originalmente dicho convenio binacional entre México y Estados Unidos fue concebido para apoyar al país vecino ante la escasez de mano de obra que tenía para levantar las cosechas agrícolas, debido a la participación de éste en la Segunda Guerra Mundial, el programa se fue renovando periódicamente hasta su cancelación definitiva en 1964 (Córdoba, 2013: 92).
Durante 22 años, el gobierno de nuestro país envió jornaleros temporales para que llevaran a cabo las arduas labores del campo en Estados Unidos, en especial las relativas a la recolección de la producción agrícola. Contratados por periodos que iban de los 45 días a los tres meses, fue un ir y venir continuo de hombres, jóvenes la mayoría, que cruzaban la frontera estadunidense de forma legal, bajo el amparo de este programa binacional, convirtiéndolo en “un movimiento legal con un marcado carácter rotatorio” de acuerdo a Tuirán y Ávila (2010: 104).
Pero Nacho y su compañero de clases no tenían entonces la menor idea de esto. Tal como lo recordaría 60 años después: “La palabra bracero no entraba ni en el pensamiento ni en el lenguaje de estos dos muchachitos”, refiriéndose a él y su amigo. Pero a pesar de esto, en el imaginario colectivo del México de esa época circulaban historias de las peripecias corridas por los que se arriesgaban a ir a Estados Unidos y regresaban contándolas.
No es casual que hayan decidido ir a conocer el país vecino. La frontera de México con Estados Unidos se convirtió en un espacio abierto y el trasiego humano era de tal envergadura que el par de chiquillos optó por intentar seguir los pasos de sus connacionales “motivados por la aventura y para “conocer el otro lado”, como si se tratara de un rito de aprendizaje de la edad adolescente” (Le Goff, 2012: 129). No querían ser braceros. Solo ir a Estados Unidos, sin tener la menor idea que al hacerlo iban a integrarse a un flujo migratorio de gran relevancia, parte de un fenómeno histórico binacional.
Lo cierto es que la primera vez que Nacho emprendió el camino rumbo al Norte lo hizo hacia Monterrey, en donde se encontraba uno de los principales centros de contratación que el gobierno de México había abierto para enviar mano de obra mexicana a trabajar en el campo estadunidense. A partir de 1949 se habían establecido centros de contratación de braceros mexicanos en Chihuahua y Monterrey para “evitar aglomeraciones en la frontera e inmigraciones ilegales” (El Sol de León, 29 de julio de 1949). Entre 1942 y 1944 habían estado en Ciudad de México y en Irapuato, así como en Guadalajara durante 1944 y 1947 (Tuirán y Ávila, 2010: 105).
En 1948 se abrió uno en Mexicali (Grijalva, 2015: 238).
El plan de ambos menores era llegar a Reynosa, Tamaulipas, por lo que una vez en Monterrey se subieron al tren rumbo a ese lugar, a donde arribaron muy de madrugada. Ignacio del Río rememoraba: “¡Imagínate dos chamacos de doce años con un velizote y preguntando por dónde estaba el río!”. Después de que escuetamente les indicaron: “Pues, por ahí”, salieron de la ciudad y caminaron. Llegaron a la zona del río y ahí se quedaron dormidos
Los despertó un hombre que les ofreció ayudarlos a pasar a cambio de la ropa que traían en la maleta, dos o tres juegos de camisas y pantalones, que habían sacado poco a poco de sus casas, antes de salir de Ciudad de México. Se quedaron sólo con lo que llevaban puesto y con una camisa extra. El hombre los llevó a un rancho en donde, cerca de la medianoche fueron por ellos, y por otras “gentes” que estaban en el lugar. Se pusieron de acuerdo con un patero, quien los pasaría al otro lado del río. “Les decían pateros porque a la embarcación la llamaban pato, así como en donde no había río sino cercos de alambres, les comenzaron a llamar polleros”, acotó nuestro entrevistado. Llegaron al otro lado del río, unos 200 metros más debajo del punto donde se habían embarcado y, junto con otros señores, los chiquillos pasaron a territorio texano. Algunos de sus acompañantes ya tenían contratado un camión que los iba a llevar a McAllen o a algún rancho. Los que se quedaron, cuando vieron al par de chiquillos sin saber qué hacer, los invitaron a irse con ellos: “Nos fuimos no sé si a McAllen o algún otro pueblo. Pasamos la noche con gente que conocía
a los otros, pero nosotros éramos totalmente advenedizos”.
Nadie les preguntó qué andaban haciendo. Había gente de todas las edades moviéndose en esa parte de la frontera, desde niños como ellos, o jovencitos entre los 13 y 18 años hasta señores de 25, 30 o 40 años: “La palabra más común para referirse a los que andábamos así, en aquel tiempo, era 'vagos', o andar de vagos”.
Fue así que llegaron a un pueblo desconocido con sólo lo que traían puesto y sin un quinto. La generosidad de sus compatriotas los alimentó durante casi una semana, en calidad de arrimados en diferentes casas, tiempo durante el cual intentaron sin suerte conseguir trabajo. “No nada más estuvimos en una casa, sino de ahí nos pasábamos a otra y a otra y a otra de gente mexicana”, mencionaba Del Río, poniendo al descubierto las redes de apoyo que existían entre los mexicanos que buscaban trabajar en el suroeste de Estados Unidos. Redes que incluían “a los que estaban viviendo allá, a los que tenían mucho tiempo, a los que tenían papeles, a los que habían nacido allá
y a los que recién llegaban. Nosotros estábamos como arrimados y no faltaba quien nos diera un taco”, agregaba.
Texas, uno de los principales cultivadores de algodón de Estados Unidos, había sido vetado de lo que algunos estudiosos llaman el segundo Programa Bracero, firmado en 1949, debido a las constantes quejas que había por el maltrato que los rancheros texanos daban a los mexicanos que trabajaban en sus campos. Sin embargo, esto último no impidió que continuara el traslado de mexicanos rumbo a Texas, pero ahora lo hacían al margen del programa gubernamental, sin documentos que ampararan su estancia en ese estado (Scruggs, 1963: 251-264).
La incertidumbre pronto cansó al par de criaturas, que probaron sin éxito en varios ranchos recomendados por sus conocidos. Aquella situación los decidió a regresarse. Al querer reingresar a México, se enteraron que tenían que pagar 25 centavos de dólar para poder pasar el puente fronterizo. Como no traían dinero y sin saber qué hacer, se sentaron a esperar. Lo curioso, recapacitaba, era que “la Migración nos veía y nada, nos habían visto varias veces, cuando veníamos, había pasado la julia o patrulla de la Migración y ni nos pelaban a los dos, seguramente por el aspecto de niños que teníamos”.
Un hombre los ayudó a cruzar pagando la cuota y los orientó para que se fueran a la comisaría de policía y pidieran permiso para dormir ahí. Así lo hicieron: “Fuimos ahí, pedimos permiso y nos metieron a una celda y a la mañana siguiente nos dejaron salir”. Tal vez era algo muy común porque los policías no les preguntaron nada.
A partir de ese momento, siguió su camino solo, sin su compañero de la secundaria. Esto era muy común, advertía. Se fue de aventón a Monterrey, en donde estuvo un par de días, pues el último chofer que le dio raite le pagó hospedaje en un hotel de camioneros que salían rumbo al Distrito Federal, con la esperanza de que consiguiera a alguien que lo quisiera llevar. Desesperado, a los dos días, decidió regresarse por carretera, iniciando un periplo de alrededor de tres meses a bordo de carros, camiones y hasta en una carreta jalada por caballos.
Sin embargo, al llegar a Ciudad de México lo esperaba la infausta noticia del deceso de su abuela, fallecida tres meses antes, durante su ausencia. A pesar de tener a su padre vivo, pero con
el que había tenido poco contacto, la percepción de orfandad fue total. Era el mes de octubre de 1950. Seis meses había durado la primera aventura como migrante del futuro historiador, pero para el niño casi adolescente comenzó un periodo de inestabilidad emocional.
“Andaba en crisis existencial”, nos confesó. Al principio vivió con una tía paterna en Ciudad de México, luego en La Paz, Baja California Sur, con su padre y su nueva familia y de ahí de nuevo al Distrito Federal, enviado por su papá, a casa de unos amigos, con el ánimo de alejarlo de algunas malas compañías. “Fue una mala decisión porque me volví a sentir abandonado, no cabía en ningún lado y, entonces, me fui a la frontera”. Tal como lo señala Rocío García Abad, hay mayor probabilidad de emigrar entre aquellos que ya han experimentado un primer desplazamiento, pues una primera experiencia personal como migrante favorece futuros movimientos (García, 2001).
Mezzadra pone en el centro de la discusión teórica la búsqueda de libertad como uno de los rasgos característicos de muchas experiencias migratorias (2005: 16) y al derecho de fuga como el mecanismo para evaluar la tensión existente entre libertad y control dentro del fenómeno migratorio. Este autor recurre a la categoría de fuga como una forma de “remarcar la dimensión subjetiva de los procesos migratorios” (Mezzadra, 2005:44) con el propósito explícito de impedir su reducción, resaltando esa particularidad. Al incluir la noción de subjetividad, el autor ayuda a desplegar una noción del migrante más allá de la visión simplista de un sujeto que solo atraviesa fronteras nacionales (Uruzuzta, 2007: 122). Tal como Mezzadra lo confiesa: “yo enfatizo la individualidad del migrante” (2005: 26), en oposición a la imagen muy difundida del migrante como sujeto débil, como víctima, marcado por el castigo del hambre y de la miseria (Mezzadra, 2005: 26 y 46).
Esta búsqueda de libertad y el deseo de fuga fueron, precisamente, las motivaciones principales de aquel niño casi adolescente. El Norte, Estados Unidos, la frontera, se convirtieron en el espacio-refugio, en la escuela de la vida, en el lugar en donde este niño migrante no acompañado se transformaría en hombre. Durante más de tres años, entre mediados de 1952 y de 1955, Ignacio del Río estuvo moviéndose entre la Ciudad de México y la frontera norte de México, en un proceso motivado por causas ajenas a la deserción de una situación económica extrema
(Mezzadra, 2005: 17), corroborando históricamente algunas conclusiones de estudios recientes sobre niños migrantes no acompañados, cuyos familiares no viven ni situaciones de miseria ni de desempleo (Meza, 2014: 9).
Más bien, este caso coincide con el de una de las tipologías de niños no acompañados realizada por Ramírez et al. (2009) y citada por Moreno y Avendaño (2015: 215), en la que Incluye a aquellos menores que dejan a su familia por problemas en el seno familiar y por un espíritu de aventura más que por otras razones. Ahí donde “existe desintegración familiar, se produce el ambiente del cual se desprenden los menores para migrar indocumentados y solos hacia Estados Unidos” señala Antonio Meza (2014:11).
Tal como lo acotaba Del Río, el afán de aventura movía a un buen número de los que andaban en esas andanzas. No a los de origen rural que, como lo hemos señalado, iban a Estados Unidos a trabajar duro para ganar dinero. Al parecer, para los de origen citadino, no siempre era eso. Según nuestro informante tenían otras motivaciones. El dinero les interesaba, pero para la aventura, la diversión, para escapar, para conocer otras cosas. Para vivir una situación distinta de México. Una subjetividad migrante que determinó las prácticas y estrategias utilizadas por este menor migrante no acompañado, para insertarse en un espacio extranjero, ajeno, ignorante del idioma y de las costumbres, en un contexto cultural distinto.
¿Cómo se dio la apropiación de los espacios por este menor migrante? ¿Cómo fue su proceso de fronterización? ¿Cómo eludió las aduanas, los controles migratorios? ¿Cómo fue su configuración como sujeto móvil? ¿Cuáles y cómo fueron las oportunidades para trasladarse, para moverse, para establecerse?
El aprendiz de migrante, al enterarse de que en California pagaban mejor que en Texas, decidió que en estas nuevas incursiones hacia el Norte, su ruta sería por el lado del Pacífico mexicano, aunque sin tener claro cuál sería su destino final. El «desierto subjetivo» como denomina Mezzadra a los casos caracterizados por la falta de horizontes dentro de la noción de migración (2005: 17). Sin dinero para viajar, salió de la estación ferroviaria de Guadalajara en Jalisco y, trampeando trenes, llegó a Benjamín Hill, Sonora, después de pasar por la capital de ese estado, Hermosillo. De ahí, siguió hasta Mexicali como paso hacia Tijuana. Ambas ciudades fronterizas.
Tijuana era la meta, pues pasar por ahí hacia California no era tan difícil entonces como ahora: “atravesaba uno por partes de la ciudad, por la garita hacia adentro, no por el lado de las marismas, normalmente se iba uno por el traque, como se le decía a la vía del tren, por ahí a San Diego, más o menos 20 kilómetros. Era como la guía para no perderse”, recordaba el ex migrante. Una vez en San Diego, el siguiente paso era trampear en tren para seguir adelante.
Durante un poco más de tres años, el migrante adolescente sin un adulto a su lado, repitió esta travesía para poder llegar a California, desde San Diego hasta Stockton, pasando por la zona de Los Ángeles. Calculaba haber entrado y salido de Estados Unidos unas 20 o 25 veces y haber viajado hasta la frontera unas tres o cuatro veces, pues regresaba a la Ciudad de México a pasar las fiestas decembrinas. Un retorno vivido como una forma de movimiento, como sujeto móvil, como re-inmigrante (Rivera, 2011:310), rompiendo así el modelo unívoco de la migración (París, 2012:19).
Durante esos años, su permanencia en el país vecino fue intermitente: cuando más duró fue nueve meses, pero en otras ocasiones, sólo tres o cuatro meses. En otras un día, una hora. Toda esa movilidad, ese cruce de fronteras, los hizo siempre, salvo una ocasión, sin documentos, viviendo en una clandestinidad permanente, una vida bajo la amenaza constante de la expulsión, situación que al parecer no intimidó al adolescente. A cada expulsión seguía el retorno, no al lugar de origen sino a la frontera, en donde repetía el mismo circuito migratorio. La migración, acota París Pombo a propósito, se compone de idas y retornos, de viajes frecuentes entre distintos lugares de destino, tanto nacionales como internacionales (2012:19).
Ese ir y venir del futuro historiador era sin planes precisos. El propósito era juntar dinero y gastarlo. Hizo un grupo de amigos procedentes del Distrito Federal o de otra ciudad grande como Guadalajara o de Veracruz, unidos por el origen urbano, construyendo una nueva subjetividad juvenil. Hasta compraron un carro usado que se les desbieló por falta de aceite y dejaron abandonado en la carretera. “Nosotros cuando cobrábamos no mandábamos giros a nuestras casas, como los que venían del campo, sino que nos los gastábamos en pachangas, bebidas, en el carro y en ropa”, aceptaba sin pena.
La mayoría de las veces cruzó por Tijuana. “Una vez me pasé por Mexicali, nos fuimos a El Centro, California, luego, de alguna manera, trampeamos el tren y fuimos a dar a Indio y por ahí nos agarraron, luego pasé por Algodones, nos fuimos a Yuma, Arizona, pero la mayor parte de
las veces fue por Tijuana”, se acordaba. Salvo la vez que cruzó el Río Bravo nunca recurrió ni a polleros ni nada parecido.
Bonita, Encinitas, Oceanside, Visalia, King City, Manteca, Del Rey, Delano, Stockton fueron algunos de los lugares donde trabajó en California en jornadas diarias de ocho a nueves horas. Vivió en casas como abonado, en cuartuchos con baños colectivos, en “casuchillas”, en galerones, hasta con familias.
Sorprende la capacidad del menor para adaptarse a las circunstancias, lo que indiscutiblemente lo curtió para la vida. Cuando relata cómo se movía por el territorio mexicano, yendo y viniendo desde México, por Guadalajara, Mazatlán, Hermosillo, Caborca, Benjamín Hill, Mexicali, hasta Tijuana, poquito a poco, tardando unos 15 días en llegar, bañándose y durmiendo en parques, trampeando trenes, corriendo peligros como cuando se metió a un vagón donde llevaban ganado o la vez que los bajaron en medio del desierto y los dejaron ahí u otra en la que los balearon porque se metieron a un ranchillo a robarse una sandía.
Nunca anduvo solo, salvo raras ocasiones, porque Nacho manifestaba que era común hacer alianzas con un compañero eventual, formando pareja de viaje, y por cualquier desavenencia separarse y luego buscarse otro aliado. “Se forman grupos de dos o tres compañeros que se deshacen, se va uno y se incorpora otro. Se disuelve un grupo y se integra otro”. Todos lo hacían por sobrevivencia. “Es raro que anden completamente solos, porque se apoyan, se auxilian, se protegen”, explicaba.
Las redes sociales migratorias son un factor clave en los flujos migratorios así como en la orientación y dirección de éstos. En la mayoría de los casos, son las que deciden el destino de los migrantes. Estas redes se construyen a partir de lazos de amistad o de paisanaje y conectan a los migrantes novatos con los ya curtidos en esas lides. Son redes que enredan.
Estos amigos “circunstanciales” tuvieron un rol importante en la definición de las rutas seguidas por el aprendiz de inmigrante, pues los lugares de destino cambiaban en función de la experiencia laboral previa de los acompañantes fortuitos. Poco a poco recorrió el estado de California hacia el norte y fue aprendiendo el tejemaneje para subsistir en la costa oeste de Estados Unidos. A veces simplemente ir caminando por una brecha, llegar a una granja y pedir trabajo.
Durante tres años, Del Río llevó a cabo este retorno cíclico, una circulación a través de un circuito ya conocido, una re-inmigración para establecerse temporalmente, sin un plan establecido
(Rivera, 2011). En cada regreso exploraba nuevos lugares de destino, reinsertándose en contextos distintos, re-localizándose tanto geográfica como socialmente.
“Muy pronto comencé a vestirme y andar como pachuco,2 Cuando llegué a Tijuana la primera vez, al mes ya andaba apachucado. Y así hasta que me regresé”, nos confesó Del Río.
Tal como lo señala Octavio Paz (1992), los pachucos eran bandas de jóvenes, —lo que actualmente se conoce como tribus urbanas— por lo general de origen mexicano, que vivían en las ciudades del suroeste estadunidense principalmente y que se distinguían por su vestimenta, su conducta y su lenguaje. Según Paz, debido a la incapacidad de estos jóvenes de incorporarse a una sociedad que los rechazaba, respondieron a esa hostilidad con una “exasperada afirmación de su personalidad” (Paz, 1992:2), que se manifestó en un dandismo grotesco, una conducta anárquica y una insistencia por ser distintos, “una forma de afirmar sus diferencias frente al mundo” (Paz, 1992:3).
Ignacio del Río lo aceptaba:
Yo sí era pachuco, pero pachucón, hasta me compré unos zapatos de ante azules. Los cuellos levantados para arriba, el pelo hacia atrás, separado con una raya, un poquito de copete y una melenita muy acá, como cola de pato. ¡Ah! Y otra cosa típica eran los paraditos y el caminado, no se caminaba normalmente.
Según Paz (1992.3), el disfraz de pachuco de estos jóvenes de origen mexicano, los protegía y, al mismo tiempo, los destacaba, aislaba, ocultaba y exhibía. Pero el traje del pachuco no era un uniforme ni un ropaje ritual ni una manifestación pública de adhesión a una secta o a cierta agrupación. Era, simplemente, una moda que el pachuco llevaba hasta sus últimas consecuencias y la volvía estética. Al volver estético el traje corriente, el pachuco lo convertía en “impráctico” (Paz, 1992:4). Del Río coincide con esto al narrar:
No usábamos ningún cinto pero sí trajes con sacos largos. La camisa abierta y una cruz colgando sin que esto tuviera una significación religiosa, era más bien moda. A las camisas
les cortábamos las mangas. El pantalón casi cayéndose a la altura de la cadera, mucho levis, pero el gringo que era muy duro, al que le quitábamos las presillas y lo volteábamos por donde va el cinto. A los pantalones levis les poníamos adornos de remaches. Habían quienes se tatuaban, que se ponían una cruz en la mano, tatuajes.
Para el Premio Nobel de Literatura, el pachuco había perdido su lengua, religión, costumbres, creencias, por lo que negaba su origen mexicano al mismo tiempo que se oponía a la cultura estadunidense (Paz, 1992:3). Repudiaban al sistema, en especial a la autoridad. Como grupo inventaron una forma de comunicarse, de hablar, combinando palabras del inglés y del español, lo que se conoce como spanglés, por lo que el lenguaje era una cuestión muy importante. Ignacio del Río lo ratificaba:
Había que aprenderlo inmediatamente: Baisa es la mano, los zapatos, calcos, los pantalones, tramados. Lisa es la camisa, el sombrero, el tando, trabajo, jale o camellar, comer, refinar o sea el refín. Casa, chante, la mujer es la wisa, el carro, la ranfla. Si oían que no entendías eso o que no hablabas no te aceptaban. Y luego decíamos: “¿Qué pasó loco?, ¿oye, tú, bato?”.
Esa es las razón por la que el inglés, como idioma, era para el migrante adolescente sólo una referencia, unas cuantas palabras para conseguir trabajo, algunas castellanizadas como “la marketa” para referirse a las tiendas de comestibles o “blockes”, a las cuadras o manzanas de una calle. “Eso es lo malo, que no aprendías el inglés porque había mucha gente con la que hablabas en español” reflexionaba 60 años después. “Hablabas en inglés con los gringos o con la gente que te podía contratar pero un inglés muy, muy, cómo diríamos, muy burdo”.
Esto del “apachucamiento” según el decir de Nacho les pasaba a muchos que procedían de ciudades mexicanas, a los de origen urbano: “Era una manera de ser fácilmente aceptado por ciertos sectores que se movían mucho en la frontera, gente fronteriza, entre ellos los que se decían pachucos y, más comúnmente, chucos. Era una cierta identidad. Además, los chicanos podían sentir más afinidad con los emigrantes de origen urbano y apachucados” concluía. Para el pachuco, el barrio era la patria y las calles, su territorio natural. Esto es lo que Sandro Mezzadra denomina “el
universalismo de las pequeñas patrias”, una noción que permite considerar “modos radicales de asimilación a la cultura de recepción y elementos comunitarios que habilitan nuevas hibridaciones” (2005:26), como sucedió con nuestro entrevistado y sus amigos.
Tal como lo hemos mencionado, estamos ante un estudio de caso de un menor migrante no acompañado, indocumentado, que cruzó la frontera mexicana rumbo a California en múltiples ocasiones, repitiendo travesías o buscando nuevas rutas. No contaba aún con 18 años, lo cual no impidió que en una única ocasión fuera contratado como bracero e incluido dentro de este programa oficial bilateral de tintes burocráticos y legales. De esta experiencia queremos recuperar la narrativa y cómo ésta nos ilumina sobre diferentes aspectos de la movilidad migrante.
Mexicali, la capital del estado fronterizo de Baja California, se había convertido en uno de los espacios saturados de jornaleros y campesinos que buscaban ser incluidos en las listas de reclutamiento para pasar a Estados Unidos. “Año con año pasan por la frontera de Mexicali- Caléxico más de 300 mil campesinos de todas partes del país, la mayoría jóvenes, que se dan cita en aquella lejana frontera”, escribió con amargura Braulio Maldonado en 1961, un par de años después de haber dejado la gubernatura de Baja California (Maldonado, 2006: 207).
Ignacio del Río era uno de estos jóvenes. Evocaba su experiencia en Mexicali, cuando había llegado y se había enterado que estaban contratando braceros. Le informaron que solo tenía que presentar su acta de nacimiento, por lo que le pidió a su papá le enviara una copia de ésta a lista de correos. Recordaba haber usado un borrador común para eliminar la fecha de su nacimiento y haber ido a una oficina donde vio que tenían una máquina de escribir y “pedí que por favor me le pusieran como año de nacimiento el que correspondía para que tuviera 18 años; lo pusieron y aunque se veía perfectamente que estaba alterada, ni aun así pusieron peros”.3 De ahí se fue a una oficina especial en Mexicali, donde le dieron un papel equivalente a una especie de credencial, “un papelito nomás”. Sin embargo, ese “papelito” al que se refería Nacho no era cualquier papel. Era el que lo autorizaba a ser contratado como bracero. En Mexicali, diariamente se hacían filas con cientos de estos aspirantes, que se amontonaban sin control alrededor del edificio de la aduana, frente a la población fronteriza de Caléxico, en donde los futuros braceros eran maltratados tanto por las autoridades mexicanas como las estadunidenses. Del Río, en tono de denuncia, recapitulaba sobre
esa situación:
desde el momento en que pasamos la garita y que nos reciben los de la Migración, en Caléxico eran gritos, empujones, regaños, nos bañaban con una especie de polvo, spray, dizque para los animales, los piojos. De ahí nos llevaron a El Centro, donde nos dieron una credencial con retrato y un par de sándwiches.
En El Centro, California, una población ubicada unos 20 kilómetros al norte de Mexicali, el Departamento de Trabajo del país vecino había establecido uno de los centros de contratación a donde llegaban braceros mexicanos para que los agricultores de California y Arizona seleccionaran el personal requerido en sus ranchos y granjas (Excélsior, 7 de diciembre 1955). De ahí salían camiones llenos, cargados de jornaleros y campesinos mexicanos, y fue así como lo llevaron a trabajar en la cosecha del tomate, cerca de Stockton, en el norte de California.
Cuando el bracero adolescente se percató que en el campo vecino trabajaban puros indocumentados a los que les pagaban el doble que a los braceros, de inmediato se deshizo de la credencial: “En cuanto dejé el campo en donde estaba la tiré, porque si no te iba peor, si veían que habías salido de bracero. En cambio, decías: me pasé como indocumentado”.
Esperó a que le pagaran y se regresó a Del Rey, California, entre Fresno y San José, en el norte del estado, donde había hecho amistad con un contratista de nombre David, que Nacho conoció durante sus anteriores incursiones en esa entidad y con el que trabajó durante varias temporadas. “Me fui a trabajar con don David en la uva. Cerca de Del Rey había muchos campos de algodón, ahí había naranja, ciruela, uva, y más al norte, por Stockton, manzana y cereza, por la costa, betabel, más al sur, hacia Los Ángeles, limón y naranja” recordaba.
Al principio, el menor migrante indocumentado trabajó en varios lugares cercanos a San Diego, uno de ellos, Encinitas, en donde además de haber lavado platos en un restaurante, pizcó pepinos, calabacitas verdes, ejotes y chícharos. El objetivo era llegar hasta más arriba de Los Ángeles, porque en cuanto más subías al norte era mucho mejor el pago: la diferencia era de siete, ocho, diez, doce dólares. “Entre más cerca estabas de la frontera, eran más bajos los sueldos”, nos aclaró.
En Encinitas le pagaban muy poco, un dólar diario y la comida, que consistía en un plato de lechuga y vegetales con unas rebanaditas de jamón o algo parecido. Ahí dormía en una casuchilla, hacinado junto a otros cuatro compañeros y la granja donde trabajaba la dirigía una gringa a la que le pusieron La Bonita.
Por los rumbos de Encinitas también estuvo de aprendiz de albañil de un señor que estaba haciendo una casa y que lo trató muy bien, como si fuera casi de la familia y “además con cariño. Tendría en ese entonces unos 15 años, no había cumplido los 16. Ha de haber sido en el 53” acotaba. Ante la falta de buenas oportunidades laborales, optó por seguir hacia el norte de California.
A pie, solo, llegó a Oceanside y trampeando en el tren a Los Ángeles y después en autobús hasta Visalia, en donde un conocido casual le había contado de una señora llamada Conchita en donde se podía abonar.
Después de unos dos meses en Visalia, a inicios de 1954, Nacho se subió a un camión que buscaba trabajadores para ir a la costa, a King City, al desahíje del betabel, uno de los trabajos más duros entre las faenas agrícolas. “Una cosa verdaderamente terrible”, exclamaba al acordarse: “Déjame decirte que en los campos de betabel, en los galerones donde dormían los trabajadores, en las noches parecían hospitales, todo mundo quejándose, gritando ayes de dolor, ¡ay!, ¡ay!”.
Huyendo de King City llegó a Stockton a la cosecha de la fresa, en donde las jornadas eran menos duras pues, como repasaba, “puedes irte con más calmita, más lentamente, hay que ir escogiendo la fruta y acomodándola”. El siguiente punto en el peregrinaje laboral fue Manteca, de donde con un grupo de conocidos se dirigió a Fresno. En el camino, en un lugar llamado Del Rey, se puso en contacto con un contratista llamado David, para el que trabajó originalmente en el desahíje de la uva.
El encuentro con don David fue crucial para el niño-adolescente defeño. A partir de ese momento, Nacho se convirtió en uno de los integrantes de las cuadrillas de trabajadores del contratista. Con él estuvo no sólo en Del Rey sino en otros lugares como Delano, por los rumbos de Bakersfield. Se adiestró en las diferentes fases del trabajo agrícola, desde la siembra hasta la cosecha.
Con don David, el joven indocumentado tuvo cierta estabilidad no sólo laboral sino de otra índole: comida asegurada, un lugar donde vivir, y compañeros de trabajo con los que compartía la vida social de jóvenes jornaleros que tenían un origen urbano como él.
El contratista tenía sus cuadrillas de peones, las llevaba y las ponía a trabajar. Cobraba y luego él les pagaba. Según el decir de nuestro entrevistado todos los contratistas hablaban español, y entre ellos había uno que otro mexicano inmigrado, pero ya viejos. De los capataces, 95% eran mexicanos pero también había filipinos. “Gringos muy pocos”.
Los cerca de tres años pasados entre 1952 y 1955 por Nacho en el país vecino, lo capacitaron en los vericuetos de las arduas faenas agrícolas, pues casi siempre trabajó en el campo. Llegó a ganar entre 12 y 14 dólares diarios, un dineral en aquel entonces. “Imagínate allá, en California, con lo que ganabas en una, dos semanas te comprabas un carro, viejito, usado, pero carro al fin”, comentaba.
Todo esta experiencia como migrante, la vivió Ignacio del Río dentro de un proceso de fronterización, entendido éste como la delimitación entre grupos sociales donde las alambradas, cercas, muros o estaciones migratorias son un atributo fundamental de las fronteras estatales (Lois y Cairo, 2011: 11). Además, los estados nacionales no solo tienen el monopolio de los medios de coacción física sino también de los pasaportes, de las visas y de los documentos acreditadores de identidad (Irazuzta, 2007:122). El migrante es, sin duda, un ciudadano de la frontera, pues su definición como tal se da en el momento en que la cruza, trasponiendo los límites, la mayoría de las veces representado por bardas, por aduanas, por vigilancia policiaca y, por rastreos terrestres
Pero en la época en que el menor indocumentado incursionó por los confines que limitan a México de Estados Unidos, la frontera era muy porosa. Las barreras eran hasta cierto punto metafóricas. Había, cierto, vallas de alambres y por eso les decían “alambristas” a aquellos indocumentados que las brincaban en su afán por cruzar la línea divisoria. Cuando accidentes geográficos como canales o ríos servían como demarcaciones entre ambos países, les llamaban “espaldas mojadas” a los que la cruzaban nadando. Pero evadir esos controles no era difícil.
Eso explica que durante los tres años de su experiencia migratoria, Del Río pudo sobrevivir con facilidad a las zozobras y vericuetos que significaba vivir como indocumentado al lado de amigos ocasionales. Así lo contaba: “Andabas en la calle y de repente llegaba la julia, con la famosa frase: ‘your papers?’ Si era la Migración la que te agarraba, a veces directamente te llevaban a la frontera y te pasabas una noche, un día, unas horas en el corralón de San Ysidro”, aunque asentaba
que a partir de abril, que es cuando se desahíjan los árboles frutales y la vid, y hasta octubre, que termina la última pizca del algodón, disminuían tajantemente las redadas de indocumentados. “Cuando había trabajo, se hacían disimulados y hasta amables eran con uno”, añadía.
Un par de ocasiones lo sacaron por San Diego, pero tal como Del Río comentaba “apenas iban bajando los otros del autobús cuando ya íbamos por el traque pasando de nuevo”. También varias veces lo deportaron por Nogales, Sonora, aunque lo habían capturado en California.
Nacho se acostumbró a andar a salto de mata:
No era el fin del mundo, había veces que te llevaban al corralón de San Ysidro, a veces a San Diego, un corralón que ahí había, a mí me echaron varias veces, un par de ellas, habiéndome agarrado en California, me echaron por Nogales, en el ánimo quizá de alejarnos.
Una vez, recuerda, lo detuvo la policía de Los Ángeles, California, cuando estaba sentado con unos “cuates en la Placita Olvera”, el barrio mexicano de esa ciudad. Lo llevaron a la cárcel que estaba en el City Hall. Lo ficharon, lo pasaron a Migración y lo sacaron de Estados Unidos. En otra ocasión, en Delano, lo sacaron junto con otros 20 jornaleros indocumentados, sorprendidos mientras dormían en un galerón con camas: “llegó la Migra a medianoche y ni la ropa nos dejaron recoger. Creo que nos llevaron a Bakersfield, luego a Los Ángeles y de ahí en camión a San Ysidro de donde nos pasaron a México.”
Un mes de diciembre, justo cuando baja la necesidad de mano de obra agrícola, se fue a Fresno y compró un boleto para Tijuana y en la estación de autobuses guardó su maleta en uno de los lockers. Fue a comprarse una chamarra y saliendo de la tienda lo detuvo la Migra. A pesar de su insistencia, no lo dejaron recoger su maleta. Lo echaron de nuevo y se fue a la Ciudad de México y de ahí se regresó al año siguiente, repitiendo trayectos migratorios que enriquecieron su práctica migrante, ensayando diversas formas de movilidad y re-localizándose de nuevo.
En una de las ocasiones que lo capturaron, lo expulsaron por Texas. “Me agarraron en algún lugar de California, no sé cuál, y me llevaron a San Diego y de ahí en avión hasta McAllen, en donde estuve en un corralón entre tres o cuatro meses”, nos comentó. En el campamento dormían, mal comían y eran maltratados por los encargados del lugar. No a todos los expulsados los
mandaban a ese sitio, sino que eran selectivos. Los camiones procedían de diferentes lugares, de Nuevo México, de Texas y tal vez de Chicago. Cuando juntaron alrededor de 800 mexicanos, salieron en calidad de deportados de Puerto Isabel, Texas, a bordo del barco Emancipación.
Entre las bodegas, las distintas cubiertas, en los pasillos, sin cobijas y mal comidos pasaron los tres días que duró la travesía marina hasta Veracruz. La mitad del trayecto, lo hicieron en medio de la lluvia y el mal tiempo y al llegar al puerto mexicano les dieron un par de sándwiches y dinero. “Con eso te subías al tren y ya bájate donde quieras”. Fue así que llegó hasta Lechería, de donde se regresó de nuevo a Estados Unidos, en donde volvió a vagar sin rumbo, corroborando lo señalado por París Pombo: “los deportados no cierran en ese momento su experiencia migratoria, sino que reinician un nuevo ciclo y muchas veces, emprenden el proyecto de un viaje todavía más arriesgado hacia el norte” (París, 2012:19).
Con excepciones, como cuando cruzó por Mexicali o por Los Algodones, el pueblo que está al otro lado de Yuma, Arizona, la mayoría de los trayectos realizados fueron por Tijuana, y por la vía del tren que llevaba a San Diego, recorriendo una y otra vez las mismas poblaciones: National City, Chula Vista: “Rara vez te ibas por otra parte, era la misma ruta. A mí me tocó una etapa en que pasar era muy cómodo”.
Después de este ajetreo, de ese ir y venir, dentro de ese “desierto subjetivo”, el menor indocumentado se cansó. “No me hallaba, no me hallaba”, reflexionaba más de medio siglo después. Ya había alentado el deseo de volver a casa cuando se enteró de que su padre se había separado de su segunda mujer, por lo que le escribió y con gran alegría éste le respondió que lo recibiría con los brazos abiertos. Coincidió con que al estar trabajando en Bonita, cerca de San Diego, lo agarró la Migra. A pesar de que se escondió en un matorral lo pescaron. “Fue la última vez que me echaron y me dije: pues ya mi papá me dijo que sí, pues me voy y decidí regresar a México”, nos expuso.
Era el mes de mayo de 1955. Regresó definitivamente a México. Por fortuna, no se encandiló con Estados Unidos. Nunca le gustó el excesivo orden, la vida demasiado reglamentada, tanta rigidez. En cambio, cada vez que regresaba a su tierra sentía una gran alegría: “Es un sentimiento que lo recuerdo así, muy vivo”, reconocía el ex bracero. “Ya fuera México o Tijuana
me decía: ¡ay! Ya regresé donde todos me hablan, con todos me puedo entender. Y la Ciudad de México se me hacía muy bonita, comparada con aquellas cosas de allá”.
Este retorno significó para el joven de 18 años el fin de su ciclo como jornalero menor adolescente indocumentado no acompañado en los campos californianos y el cierre de una etapa. El contacto con otros “universos simbólicos” como Rivera denomina a las representaciones sociales que se generan en un individuo cuando regresa después de haber experimentado la migración internacional (Rivera, 2011: 310) fue fundamental para Ignacio del Río. Su reinserción social no fue en la localidad desde la cual emprendió su desplazamiento original (Ciudad de México) sino La Paz, capital de Baja California Sur, donde vivía su padre, y el capital social adquirido terminaron por conducirlo por los caminos de Clío, llegando a ser uno de los historiadores más importantes sobre y del Noroeste de México.
La técnica utilizada para la obtención de la información analizada fue la entrevista a profundidad. La gran capacidad del entrevistado para sistematizar sus recuerdos y su buena memoria facilitaron la reconstrucción de su experiencia como indocumentado en Estados Unidos. Además, su disponibilidad para hablar de esa etapa de su vida, fue esencial, justificando el enfoque cualitativo utilizado como metodología. Pero más que nada, al rescatar la individualidad del migrante, su subjetividad y sus experiencias de frontera y de fronterización, este estudio reivindica la importancia de las historias de vida en sustitución de la de los grandes relatos. Nos atrevemos a afirmar que la historia individual está insertada en una familiar y ésta en una social, por lo que no son las masas las que hacen la historia, sino los individuos, con sus relatos de vida, las que realizan notables contribuciones al estudio de fenómenos sociales relevantes como es, en este caso, el migratorio (Grijalva et al., 2009: 235).
Sandro Mezzadra, uno de los teóricos de este fenómeno, afirma que la historiografía de las migraciones ha vivido un periodo de gran vitalidad, lo que ha derivado en un cuestionamiento de metodologías y convicciones arraigadas. Para este autor, el “automatismo” en el origen de los movimientos migratorios, tiene el riesgo de desplazar del escenario a los protagonistas, convirtiéndolos en «individuos sin historia» (2005: 81 y 84). De ahí, su interés ya mencionado de hacer énfasis en la individualidad del migrante (Mezzadra, 2005: 26) pues es la gente, al margen
de los gobiernos la que le da forma a las migraciones.
La experiencia narrada por Ignacio del Río comprueba lo anterior. Lo vivido por el menor adolescente nos ilustra no solo sobre su subjetividad y su construcción social como migrante, sino sobre el trasiego de mexicanos que cruzaban la frontera norte de México al margen del convenio binacional existente y que llegó a ser el doble de los que lo hacían bajo el amparo gubernamental. Informes de la época calculan en casi 200 mil el número de braceros contratados en 1953, lo que contrasta con las 800 618 deportaciones reportadas ese mismo año por fuentes oficiales estadunidenses (Grijalva et al., 2012: 256). El alarmante movimiento de población expulsada nos habla del registro múltiple de jornaleros que entraban y salían con frecuencia del país vecino. Tal fue el caso de Nacho quien, como ya lo mencionamos, calculaba haber entrado a territorio yanqui alrededor de unas 20 y 25 veces en un lapso de tres años.
Esto último no es casual: El migrante «clandestino» es una necesidad, en el capitalismo. Los estados receptores de éstos, no buscan cerrar “herméticamente” las fronteras sino usarlas como compuertas, en función de los vaivenes de las necesidades de mano de obra. Los procesos de detención/expulsión, no apuntan a la exclusión de los migrantes, sino a una jugosa explotación de los excedentes migratorios corrobora Mezzadra (2005:148).
El retrato sobre las redes de apoyo existentes entre la población mexicana migrante y la forma en que éstas funcionaban es enriquecedor. Nos permite entender los mecanismos existentes para la movilización de la fuerza laboral requerida para el levantamiento de las cosechas agrícolas en California a través de redes que conectan migrantes y no migrantes. Mediante estos dispositivos, amigos, vecinos, conocidos, compatriotas son movilizados y todos aportan algo, desde consejos hasta dinero, aseveran Anguiano y Cardoso (2012: 215-216).
El suministro de mano de obra para las faenas del agro era la función del capataz, intermediario entre el capital y el trabajo. Reclutaba y organizaba a los jornaleros, los cuales, como en el caso de Nacho, sin experiencia en las faenas del campo, eran adiestrados. Para asegurar la provisión de fuerza de trabajo, el capataz establecía relaciones cordiales con sus enganchados, aunque el agravio se daba en otro nivel. Las tareas realizadas se llevaban a cabo sin o con mínimas condiciones de seguridad, sin equipo adecuado, con métodos rudimentarios remitiendo a la época del esclavismo estadunidense (El Sol de León:, 14 de noviembre de 1948). Era la etapa previa a la mecanización de muchos de estos quehaceres, por lo que había una gran demanda de mano de obra.
La participación de menores de edad, niños y adolescentes, como jornaleros indocumentados era algo común y tolerado por los contratistas y capataces, pero no es fortuito que las aventuras braceriles del menor indocumentado defeño fueran en el estado de California. En esos años, como lo demuestra Catherine Vézina, hubo una serie de acuerdos entre los gobiernos de México y de Estados Unidos para garantizar provisión de abundante mano de obra para los exigentes agricultores californianos (Vézina, 2013: 121-150). Lo paradójico es que en toda esta historia, el Estado mexicano fue casi invisible. Sólo hizo presencia un par de ocasiones: a través de la maquinaria burocrática que le expidió en Mexicali la autorización a Ignacio del Río para ser contratado como bracero y cuando lo transportó en barco desde Texas hasta Veracruz, en donde le dieron dinero para que se subiera al tren.
La narrativa de Ignacio del Río, sobre su experiencia laboral en los campos agrícolas californianos, corrobora la riqueza de este tipo de relatos como fuentes valiosas de información Entrevistas como la utilizada para este análisis, nos demuestran que es posible pasar del contenido de los relatos de vida a la comprensión de un fenómeno social como es el de la migración. Los estudiosos de este tema aún tenemos infinidad de preguntas sobre este fenómeno finalizado hace más 50 años, enmarcado dentro del Programa Bracero. El relato hecho por el especialista en la California jesuítica es, sin duda, una importante contribución para entender mejor ese acontecimiento histórico.
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Notas
1 Ignacio del Río Chávez nació el 19 de agosto de 1937 en Ciudad de México y falleció en La Paz, BCS, el 9 de junio de 2014. Doctor en Historia, fue desde 1969 investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Hizo importantes contribuciones a la historia del noroeste mexicano novohispano y publicó más de una docena de libros, además de innumerables capítulos en libros y revistas sobre la California jesuítica y las reformas borbónicas en el septentrión novohispano.
2 Pachuco, “un “vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo” (Paz, 1992: 6). Según algunas versiones, la palabra pachuco proviene del náhuatl pachoacan:“lugar donde se gobierna” queriendo connotar que el pachuco gobierna algo: un burdel, un casino, su barrio. Otras, argumentan, que se deriva de pocho, un término del argot para denominar a un mexicano nacido en Estados Unidos.
3 El convenio firmado el 23 de julio de 1942 entre los representantes de los gobiernos de México y Estados Unidos, que sustentó el Programa Bracero inicialmente, prohibía el trabajo a menores de 14 años, lo que
indica que en el primer convenio podían participar aquellos que pasaban dicha edad. http://www.farmworkers.org/convenio.html, consultado el 23 de agosto de 2015.