Ricardo Carlos Ernesto González1
Palabras clave: metodología; etnografía; encierro; cuerpo; emociones
Las violencias, como parte del tejido sociocultural y psicosocial en el que nos vemos inmersos, se han convertido en un elemento de la vida cotidiana, esa vida en donde Agnes Heller (1972) detecta la confluencia y el complejo proceso cultural y social en donde edificamos nuestras subjetividades y empoderamientos. Sin embargo, al mismo tiempo que nos construimos en ese entorno, adquirimos nociones que validan, peligrosamente, estas mismas acciones nocivas, que no son apreciadas de esa manera, y que, en muchos sentidos, las consumimos hasta saciarnos de ello (Valencia, 2010). Desde ese panorama, en donde las violencias forman parte de “nosotros”, se encuentra este trabajo que busca, a través del ejercicio etnográfico, vislumbrar las capacidades
1 Doctorante en Psicología Social, Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa, violencias institucionales- cuerpo-juventudes- encierros, ricardo.ernesto.cs@gmail.com.
de las violencias, bajo un contexto totalizador a los cuerpos y las subjetividades.
Es fundamental iniciar con un registro de las condiciones sociopolíticas en donde debatimos sobre la violencia y el encierro. Los ritos del conocimiento implican procesos de reflexión ontológica, metodológica y epistemológicamente, por lo que pensar a las violencias, nos lleva a pensar en los contextos, en los escenarios y en las asimetrías de poder, junto con sus interlocutores. México y América Latina, por sólo mencionar esta zona del globo, han sido parte de los contextos de violencia en diferentes niveles, desde los genocidios en Chile, Argentina, Brasil, Colombia, Centro América (Honduras-Guatemala-El Salvador) y México, hasta las búsquedas de paz en medio de las guerras del gobierno y el “crimen organizado.
Si esto no fuera suficiente, el conjunto de decisiones políticas por los gobiernos de dichos países han propiciado mayores índices de vulnerabilidad, exponiendo a una parte de la población ante las violencias sistemáticas, tales como las precariedades económicas, institucionales, abandonos intencionales, entre otras. Para el caso de México, las problemáticas sociales han sido crecientes y multifacéticas; variando sus direcciones, sus actores, sus rituales y sus mecanismos que las estructuran, por lo que es complicado crear parámetros de análisis homogéneos, que ayuden a explicar “lo actual”, bajo rutas analíticas pensadas en contextos anteriores.
Podemos pensar, por tanto, en diferentes expresiones de estos fenómenos sociales, desde las desigualdades económicas (con un alto porcentaje en pobreza extrema y una minúscula parte con la totalidad de las riquezas del país), las restricciones laborales (por edades, estudios, experiencias y, últimamente más visibilizado gracias a los esfuerzos de los trabajos académicos y activistas, el género), los oleajes migratorios (de todas partes del mundo, principalmente detonados en Europa y Latinoamérica), aniquilamiento de poblaciones precarias (estados de abandono intencionado o estratégico), soberanías (Agamben, 2006) y necropoliticas (Mbembe, 2011) en donde el ejercicio de la violencia se muestra desbordado; y que sexenio tras sexenio se replican a través de dispositivos mediáticos novedosos.
Durante el 2006, la entrada del Partido Acción Nacional (PAN) en el gobierno de México marcó un parteaguas en el debate y tratamiento a las violencias; por un lado teníamos un rastro de crisis económicas que ya llevaba más de 50 años en gestación, por el otro un “destape” mediático de las organizaciones criminales que operaban desde principios de los años 90 en México. A partir de este sexenio los conflictos armados incrementaron, creando un incremento en el número
de asesinatos y desapariciones en todo el territorio nacional, esta situación colocó a México en un escenario de saturamiento, la sociedad mexicana se vio socializada por condiciones asimétricas de poder.
Para algunos autores estas condiciones no son contemporáneas, por el contrario están registradas como parte de la historia mexicana, definiéndonos como parte de un “proyecto nacional excluyente” (Valenzuela, 2009). De ese modo, desde la conquista española, la sociedad mexicana nativa fue subordinada a los dominios económicos. Si requiriéramos una analogía de este proyecto excluyente en la época de la conquista, bastaría con mirar las condiciones sociales en que vivimos actualmente, con niveles de pobreza extremos, poco acceso a las instituciones de salud y educativas, así como un precario apoyo a los sectores poblacionales en mayor precariedad.
Este escenario ya es complejo por sí solo; sin embargo, aún hay poblaciones que están más propensas a las violencias que se desprenden de las coordenadas institucionales, en este caso referiremos a las que se encuentran en los espacios carcelarios. Este trabajo surge como parte de los ejercicios etnográficos en 2 centros de reinserción social de Baja California y la 2 reclusorios preventivos varoniles en la Ciudad de México, con una población entre 19 y 29 años de edad, sentenciadas y sentenciados por el delito de secuestro y crimen organizado. Dicho trabajo de campo fue desarrollado entre los años 2014 y 2016, obteniendo una mirada critica de las condiciones en que las poblaciones del encierro son partes clave de una violencia institucional que usa como articulaciones el cuerpo y las emociones.
¿Qué otra forma es más eficiente en el control de los sujetos, en el dominio de sus cuerpos, en la subalternización de sus condiciones y derechos ciudadanos, que la de replicar los encierros en sus modalidades de “arraigo”? Esta pregunta es justamente el resultado de las pruebas empíricas; en el conocimiento cotidiano está entendido que las fuerzas armadas, encargadas de la seguridad sobre la sociedad civil, ejerce diversas formas de violencias para “validar” su poder, entre las cuales se distinguen los cuerpos ausentes por los diversos espacios de encierro diseñados en la “institucionalidad”.
Con esto quiero decir que los procedimientos de la tortura (las que permean lo físico y
psicológico) también se inscriben en lugares de encierro, tres principalmente: los cuarteles (de la fuerza armada marina o militar) donde se destinan espacios para la tortura, en casas de seguridad donde de manera ilegítima se mantiene a las y los detenidos antes de presentarse a los lugares correspondientes para la toma de declaración, o en los espacios oficiales de arraigo como las puestas a disposición de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO antes SIEDO) en la Ciudad de México.
Con aproximadamente 56 grados (sensación térmica), el “M6” –código utilizado para referir al Metro Sexto, zona femenil del CERESO Mexicali- las “internas” salen a comer, en un pasillo cerrado, con poco flujo de aire se convierte en el camino cotidiano, un pasillo de 10 metros de largo, por 6 de ancho. Cada una de ellas lleva blusa blanca holgada, un pants color gris y zapatos del mismo color. Hay mucho ruido, entre gritos, risas, reclamos y el personal de seguridad gritando las ordenes para recoger sus alimentos, este es el escenario cotidiano de las 13:30 horas, de lunes a sábado.
As {, ejercer el poder a través de diversas tecnologías (Foucault, 1990) que posibiliten o articulen a los espacios de encierro con los cuerpos, y en gran medida, con aquello que diseñan las instituciones, es parte fundamental de una estructura que obliga a observar en las intenciones de esta misma violencia institucional, objetivos que antes he definido como la construcción del sujeto victimario. Con el fin de esclarecer, recurro a una de las reflexiones de Rodrigo Parrini (2007) sobre la forma en que es posible hallar las violencias institucionales:
Si la “tecnología de poder” que se ejerce sobre el cuerpo, correlato del “alma moderna”, no sólo despliega castigos y penurias, sino que incita deseos y ordena proyectos de vida; y si el poder no está en ningún lugar específico, si no lo ejerce “alguien” y no hay una pirámide que esgrima su diagrama y, más bien, está en todas partes –conformando una red, incitando comportamientos y disposiciones, obturando cuerpos y almas-, entonces, no hay que buscarlo sólo en archivos o libros, en los reglamentos; no sólo en la producción institucional de discurso, sino en las voces de aquellos a quienes las instituciones administran y corrigen [...] (p. 21)
Es aquí donde atribuiría a las violencias, tanto las físicas como las psicológicas, la
inscripción en una dimensión social y cultural que transforma las dinámicas sociales. Con esto me refiero a que las consecuencias de estas violencias han generado diversos dispositivos (Fanlo, 2012) que se traducen en reacciones diversas como esperanza y miedo desde la reflexión sobre las emociones y los vínculos socioculturales. Pensando que de manera paralela también se han constituido resistencias a través de las condiciones institucionales y el lugar que ocupan como victimario. Para muchas de las personas que habitan el encierro, la cotidianidad, llena de limitaciones, aún más agresivas que las que vivian en libertad, provocando reacciones que van, usualmente, en contracorriente.
Mientras realizo una de las entrevistas en el CERESO de Mexicali, una custodia que se encuentra a un costado mío hace una señal con la mirada a la interlocutora Cruz, posterior a esto le pregunto por qué hizo esa señal, y ella responde: “Dijo que me acomodara, que me sentara bien, porque tenía la pierna cruzada, entonces no debemos de sentarnos así”, después de esta indicación, la interlocutora cambio su forma de sentarse y la manera de expresarse cada vez que se acercaba una custodia. Aunque podría parecer arriesgado decir o enunciar con severidad que la cárcel transforma los cuerpos en su búsqueda de la vigilancia y control panóptico (Foucault, 2002), también es importante hablar de que reconstruye a los habitantes que la recorren en todo momento por un estigma fuertemente relacionado a los imaginarios socioculturales que ubican a las y los secuestradores. Es decir, durante las evidencias empíricas sobresalía una especie de castigo dentro del castigo.
Rodrigo Parrini (2007) anuncia que el espacio de encierro es una de las instituciones más importantes en nuestra sociedad dada su capacidad de ubicar y responder a las dimensiones delictivas. A esta situación podemos agregar la reflexión en la urgencia de una respuesta inmediata a los contextos de violencia delictiva o “criminal” que se ubican en la guerra contra el narcotráfico. Al respecto Parrini (2007) enuncia:
La cárcel impone un desafío curioso a todos sus internos: imaginar quienes serán cuando salgan de ella. La cárcel es como una máquina de sueños, que deglute la imaginación para devolver un rostro funesto. Memoria y tiempo de lo que nunca se fue, de la vida que no se tuvo, de lo que no será jamás [...] (71)
Mientras espero en una mesa de plástico, colocada al final del pasillo, salen dos internas con un traje color naranja, parecido a los que usan los laboratoristas, cubre de pies a cabeza, es holgado, más de lo común. Antes de salir les dan la orden de esperar, ellas en automático ponen sus cabezas sobre la pared, sus manos las ponen en su espalda baja; sin embargo ríen, platican sobre algo que no distingo por el ruido de alrededor, una de ellas comienza a cantar y las otras la secundan. Un ambiente gris, calido en extremo y con un olor a humedad intenso se llena de ruido, cantos, una canción de Juan Gabriel es lo que interpretan las mujeres que ahora esperan las puedan llevar a “juzgados”. La indumentaria es clave en el control de los cuerpos, la libertad es coartada hasta el punto de no decidir qué portar, el color naranja es para hacer “visible” a las personas que cruzan entre las dos zonas del CERESO, la zona varonil y la zona administrativa.
La re-construcción de los cuerpos comienza por impedir la auto-apreciación, pues quienes habitan el encierro (tanto las mujeres como los hombres) son presionados y anclados a reglas de vestimenta, comportamiento y de bienestar. La ropa ajustada o entallada en el caso de las mujeres esta1 prohibida, pues el argumento institucional dicta que ropa ajustada es seña de incitación a sus compañeras, esto en el caso de las mujeres. Pero en el caso de los hombres la situación es similar, deben de estar cubiertos todo el tiempo, de lo contrario son trasladados a otra área. Este proceso, en términos de Parrini (2007), obliga a las personas a repensar sus opciones al interior y al exterior de la cárcel, lo que nos lleva a plantear expresiones de resistencia en la cárcel.
Si existen reacciones como la resistencia en los espacios de encierro, podríamos hablar de un proceso de significados en personas que habitan el encierro, resistencias edificadas sobre las subjetividades que se tensan dia a dia en la cárcel, en la comida, en la charla, en el canto que resulta de la prohibición a los medios audiovisuales como la televisión, el cine o la radio. Todas estas reacciones son tejidas por procesos culturales, en donde la colectividad se edifica como el principal síntoma de supervivencia. El encierro que pretende castigar genera redes al interior con mayor fortaleza. En el reclusorio preventivo varonil Norte, la vida es amalgamada por el apoyo incondicional de todos los internos, condición que no queda exenta de otras violencias gestadas al interior y no sólo por la institución.
Al ingresar al RENO1, [...] y entrar al aula donde podré platicar (siempre con vigilancia) con las personas que están sentenciadas por secuestro, me encuentro con 30 varones, después de una breve presentación de la investigación comienzan a llover los comentarios. Uno de ellos, que está sentado al frente del aula menciona: “nosotros nos terminamos conociendo más aquí, te das cuenta quienes son culpables y quienes nada más estuvieron en el lugar menos indicado, pero todos somos y seremos de por vida secuestradores, aunque no lo hicieras, ya eres un mal para la sociedad, eres un secuestrador, por ser señalados por ese delito somos los enfermos, los malos de la película, eso es lo más gacho, por eso a veces no nos queda más que apoyarnos entre nosotros, entendernos aquí”.2
El acto de reconocerse frente a otro es lo que los antropólogos llaman “proceso de alteridad y otredad”, encontramos a un personaje que puede tener diferencias similitudes con respecto a nosotros y en función de esto identificarnos, pero en esa misma forma de identidad aparece una de las expresiones emocionales que me interesa abordar, la empatía. Es irrefutable que hay más de una emoción involucrada en los contextos al límite, precarios o de riesgo, este ejemplo es uno de tantos. El encierro detona vulnerabilidades, otras las potencia; sin embargo, no imposibilita a sus habitantes de re-socializarse, ahora en nuevas coordenadas y con otros códigos que emulan a los vividos en el exterior, que a su vez están en tensión con las reglas institucionales, las que constriñen el sentido y significado de sus vidas.
Percibirse como culpables o como inocentes comienza a ser un limite difuso entre quienes integran las cárceles, pues por un lado no pueden evitar pensar en esa característica en sus casos judiciales, pero el ejercicio totalizador en estos espacios, provoca que se disipe dicha característica, llevándolos a un punto de convivencia diferente. Si pensamos en la vida cotidiana y sus formas de representar a la cultura, cantar, reír, platicar, convivir, etc, son formas de restarle peso a las condiciones complejas-violentas en las que nos encontramos. De ese modo el encierro define maneras de existir y desarrollarse cotidianamente, incluso cuando los elementos judiciales acusan a unos y a otros.
El estigma (Goffman, 1995), el encierro y el miedo se vuelven a concatenar cuando se distingue a unas internas de otras, buscando un aparente reconocimiento o selección, así como de
sus procesos de “tratamiento”; al llegar a los espacios carcelarios, la diferenciación que se puede hacer por una preferencia sexual o por el lugar de origen, puede ser determinante para el tipo de trato que tendrá al interior. De nueva cuenta, la esperanza comienza a emplearse como estrategia de reconciliación, así como de respuesta a los mecanismos de exclusión y materialización de una potente biocultura (Valenzuela, 2009) que confronta a la misma violencia institucional, Yaya – interna del CERESO Mexicali- relata:
[...] con el tiempo pues ya ni tan peligrosas, éramos re escandalosas, porque pues este nos gustaba cantar mucho y siempre nos iban y nos regañaban: “no, que dejen de cantar”, no teníamos televisión todos, los demás pasillos tenían televisión y nosotras no teníamos televisión. Nos poníamos a cantar, todas las tardes nos poníamos de acuerdo desde la última celda hasta la primera, este para cantar, nos poníamos a cantar en la tarde, y pues se escuchaba un relajo y este, iban a decir: “cállense que no están en un burdel”, nos gritaban las oficiales y no pues ya calladitas nos quedábamos, luego si cantábamos alabanzas, las de la iglesia, también nos regañaban, nomás nos dejaban 5 o 10 minutos cantar y nada más, ya no: “cállense, hay mucho escándalo y sus compañeras de atrás se están quejando que nos las dejan escuchar la televisión”.
(Yaya, Mexicali)
Es importante cuestionar hasta dónde la esperanza confronta, o contrarresta, los devastadores efectos del estigma y el miedo, o de la violencia y el señalamiento sociocultural. Si bien, la evidencia empírica muestra una respuesta (emergente) por parte de los sujetos secuestradores en los espacios de encierro, la esperanza se contrapone a las vulnerabilidades de la distancia creada por los traslados de sus lugares de origen a centros penitenciarios foráneos, característica que ya integra a los sujetos por ser secuestradores o ser vinculados con el crimen organizado; sin dejar de señalar las peculiaridades que puede tener dicho tratamiento violento en tanto su género.
Antonio Marina (1999) habla de un balance en la dimensión emocional que se logra mediante la confrontación constante del miedo y la esperanza, pero desde otra trinchera aparece Greenberg, Elliott y Pos (2009) con una propuesta que apuntala a tener una perspectiva en la que
la regulación de las emociones contenga la posibilidad de un bienestar en los sujetos, colocando al miedo como una emoción que debe, con urgencia, encontrar una forma de regularla en la vida cotidiana, es decir, hablamos de un proceso de manejo en las emociones que no necesariamente tiene que estar lleno de irracionalidad.
Ambas posturas vienen a colación por lo siguiente: tanto el miedo, la empatía y la esperanza, coinciden en el contexto -bajo condiciones necropolitizadas- más que en los fines de sus usuarios, o decisiones premeditadas. Pues mientras que el miedo sirve como el principal insumo de las violencias sociales e institucionales, la empatía y la esperanza articulan una latente resistencia (inmediata) para contrarrestar lo que provoca el miedo (entre todo el estigma). Sin embargo, estas tres capacidades emocionales, a su vez, tienen características que las vinculan con las dimensiones socioculturales.
Pensemos en las formas en que se invierten los presupuestos emocionales a manera de respuesta. La empatía recrea lazos institucionales que invitan a la re- socialización de sus actos, el performance en el que se ven involucradas las personas bajo contextos de violencia (Deveraux, 2012) obliga a recuperar parte de sus condiciones de vida para enfrentar esos nuevos escenarios, para los casos específicos de la víctima y el victimario. La esperanza se instaura como una oportunidad de reconciliación o incluso de ejercer a través de la biocultura, rutas de existencia en el encierro.
Al final cada una de estas emociones tiene que confrontarse con las violencias institucionales, esas que se encarnan y emplean en formas sutiles y atroces, casi según el contexto en que se desarrolle dicha situación. Una violencia que puede encriptarse a través de un señalamiento lleno de estigma, como he mencionado anteriormente, hasta un exterminio de los cuerpos (vaciamiento) y la ejecución de sentencias que superan el tiempo promedio de vida de cualquier persona, siendo contradictorio el objetivo de reinserción.
Pero la violencia institucional no termina ahí, de regreso al norte, en Mexicali, al interior del M6 se observa una puerta de acceso principal de no mas de 2 metros de alto y 1.5 de ancho. Un sacerdote va al frente caminando, en un pasillo de al menos 10 metros de largo y extremadamente angosto, es el camino de acceso a la iglesia. Detrás de el van 15 o 20 internos, cada uno mira al piso y las manos las llevan esposadas a la espalda, algunos van riendo, quienes hacen mas ruido son alcanzados por un guardia de seguridad que propina golpes, mientras les
dice que no pueden reírse, con un tono agresivo y a la vez empujándolos para seguir avanzando. “¡Jesús! La gente no sabe eso, son la gente que nos cuida, es la gente que está para
salvaguardar a tu familia, o a la mía. Es la gente a la que el presidente les confía la vida de todos los mexicanos. Hasta ahí me di cuenta de todo, de lo bueno, de lo malo, de las dos cosas, de lo que yo trabajaba y de lo que ellos nos hacían”.3 Esto es lo que dice Cruz, mientras relata cómo los marinos la someten a diversas formas de violencias, entre las que destacan la tortura física y la psicológica. Un escenario en donde su narrativa se sitúa en contraposición como integrante de un cartel del narcotráfico y las acciones violentas de una institución encargada de salvaguardar la “paz”.
Hablar de la violencia institucional exige internarse en los sitios subjetivos de la vida cotidiana, de cualquier sociedad, pero antes es necesario entender los matices que contiene esta tipología. La violencia, es categorizada de diversas formas (a las que dedicaré líneas más claras posteriormente), pero cada una de ellas responde a transgresiones diferentes: físicas, psicológicas, de género, etc. Sin embargo, cuando esta violencia proviene de una institución, del Estado o de sus fuerzas armadas, se ve justificada y avalada por una “verdad” inquebrantable, lo que complica visibilizar sus consecuencias. Natatxa Carreras (2012) afirma:
Cualquier tipo de violencia que e intente analizar tiene que comprenderse dentro de contextos más amplios de poder, más allá del acto de dominación del uno(s) sobre otro(s) [...] la violencia no sólo se expresa en la ausencia de la autoridad estatal, de la política gubernamental y de la justicia, en que los gobernantes gobiernan por medio del terror, exterminio, desaparición, exclusión política y laboral, sino también en las formas en que la población se vive cosificada en su cotidianidad. (p. 71).
Por tanto, encontrar dispositivos de violencia en la vida cotidiana nos lleva a pensar en la importancia de su análisis. Antes he mencionado los posibles vínculos entre los estudios socioculturales y el complejo tema de la violencia, hablar de ésta acepciones es tan diverso como el referirnos a las definiciones de cultura que se han engendrado desde la antropología, tan sólo por poner un ejemplo. Los intentos por definir a la violencia pueden llegar a ser polisémicos, variados y articuladores de muchas discusiones, todas apuntando a distintos propósitos de explicación o crítica, de intervención y tratamiento.
La violencia, entonces, comprende una metacategoría de análisis que, para nuestra época, permea todas y cada una de las dinámicas sociales. Pero esta misma violencia se construye de relaciones de poder asimétricas, que vienen en presentaciones diversas, por ejemplo, en micro- violencias (Foucault, 1979), y que difícilmente pueden ser halladas, son particularidades a las que nos hemos “habituado” día a día. En consecuencia, se puede decir que las violencias se han incrustado en las prácticas culturales, en el lenguaje, en la religión, así como en eso que los antropólogos han denominado “usos y costumbres”.
Sin embargo, de las tipologías que se inscriben en los estudios de las violencias, la que resalta por los usos, estragos y consecuencias para el caso de las y los secuestradores, es la violencia institucional. En este capítulo muestro, mediante evidencias empíricas y recursos teóricos de las ciencias sociales (antropología, sociología y psicología social), cómo las y los secuestradores, desde sus procesos de detención hasta sus respectivas sentencias en lugares de encierro (cárcel, casas de seguridad y cuarteles), han sido actores sociales subalternizados que confrontan sus vidas con las decisiones institucionales (Mbembe, 2011) en la perspectiva de la necropolitica, principalmente las que competen al poder federal, cuerpos de seguridad y sistema penitenciario.
Al respecto Nelson Arteaga Botello (2003) señala que la violencia es parte de un proceso de conflicto, incrustado y hasta necesario para algunas dinámicas en las esferas de poder, Arteaga (2003) dice:
La violencia, por tanto, sólo se puede entender como el resultado de un proceso de constante desorganización social: los cambios en la esfera de la producción, de las instituciones políticas y en los referentes identitarios y culturales, devienen en maquinaria de conflicto [...] De esta manera, la violencia parece ser inevitable en la sociedad contemporánea [...] (p. 121- 122).
De ahí que no se puede pensar a la violencia como un ejercicio lejano, o al menos levemente distante del conflicto que representa en la sociedad; sin embargo, el conflicto que señala el autor termina en dicotomías lejanas y hasta antagónicas, y aunque no deja de ser una realidad, no es el único elemento que se pone en juego. El conflicto también puede representar
una oportunidad en la generación de propuestas adyacentes que busquen algún tipo de reconocimiento en el “buen vivir”, por muy amplio y abstracto que este pueda ser.
José Manuel Valenzuela (2005) plantea que las violencias sociales también se pueden traducir en violencias públicas, articulando los planteamientos en donde el exterminio y la exclusión, forman parte de procedimientos pensados para contrarrestar ciertas actividades que salen de la “norma” para las instituciones, señalando las que salvaguardan la seguridad. Dispositivos sobre los que se dibujan las problemáticas y necesidades de una parte de la sociedad mexicana, principalmente las que atañen a las juventudes, Valenzuela (2005) enuncia:
La violencia, como conculcación física premeditada de una persona o grupo de personas sobre otra u otras en contra de su voluntad, asume diversos rostros, es disímil, diversa, polimorfa, y se inscribe tanto en los ámbitos familiares o privados como en los públicos o institucionalizados [...] Podemos distinguir diferentes aspectos, protagonistas y víctimas de la violencia pública; entre ellos destaca la violencia institucional, en la cual se inscriben diferentes acciones coercitivas del Estado. (p. 134).
Valenzuela (2005) también apunta a equiparar estas violencias “institucionales” con las del crimen organizado, afirmando que, las últimas mencionadas, también son parte de las violencias públicas. De cierta forma esta idea recrea una noción operativa para este capítulo: la violencia institucional integra más de una forma para expresarse o ejercerse, entre las más recurrentes están la violencia física, psicológica y de género, todas funcionando de manera dependiente, nunca aisladas, en su conjunto siempre en la búsqueda de cohesionar a los sujetos y a la sociedad en general, bajo una lógica dominante.
Antes mencioné que el secuestro, como categoría de análisis y como parte de un contexto en las escenas del narcotráfico, ha logrado instaurarse en la definición de mecanismos económicos, políticos y culturales en México, al mismo tiempo que promueve una parte de las rutas paralegales (Nateras, Reguillo y Valenzuela, 2013) encargadas de contrarrestar la debacle económica, o las vulnerabilidades que ha dejado a su paso la precariedad estructural; se ha presentado así como parte imprescindible en la vida cotidiana de las y los mexicanos.
De tal suerte, las y los secuestradores, o quienes son señalados así, se convierten en dianas de un estigma incesante, inamovible y que se fortalece desde los discursos institucionales, así como de aquellas nociones que se enuncian en la vida cotidiana (Goffman, 1995); logrando
privar, en ese vaivén, la posibilidad de expresar algún conato emocional o afectivo desde su condición de victimario, fortaleciendo un discurso que proviene de las coordenadas clínicas (psiquiátricas y psicológicas), así como de la criminología, las narrativas jurídicas y, por ende, de las penitenciarias.
El recorrido que haré para mostrar las evidencias empíricas partirá de los procesos de detención, hasta el momento en que se realizan las entrevistas, pasando por las vivencias icónicas en sus experiencias directas con la violencia institucional; materializadas en el lenguaje, el cuerpo, la memoria y la administración de la vida-muerte (biopolítica), o en otras palabras las tecnologías (Foucault, 1990) para poder vivir y matar (Valverde, 2015), al respecto Tony –interno del CERESO El Hongo- menciona:
[...] esos güeyes te agarran y no te reportan porque si se les pasa la mano cuando te pegan, ya tienen fama, te pegan una verguiza, se les pasa la mano y te matan, te tiran y pum, delincuencia, delincuencia y pandillerismo, ¡pum! Por eso no aparecen, por eso no aparecía en ninguna parte, no aparecía, estaba desaparecido, estaba valiendo verga.
(Tony, El Hongo)
En otras palabras, la tortura, las amenazas, la construcción del sujeto como victimario y la ruptura de los derechos humanos, o de los derechos penitenciarios, aparecen como una contradicción intransigente de la violencia, una suerte de vuelco a la razón sobre los métodos que se deben de implementar desde las instituciones y lo que en la vida cotidiana comprende. Sobre esta discusión, enuncia David Fuentes (2006): “La violencia se revela como una paradoja: por un lado, se asocia al repudio público generalizado y, por otro, a una creciente demanda de imágenes violentas” (p. 21).
Si bien, aunque no estoy hablando en esta etapa de aquello que han creado los materiales audiovisuales y los medios de comunicación masiva instauran sobre el tema de la violencia, si aparecen vislumbrados sobre el discurso de la violencia permitida, la que es parte de una razón del bienestar, y que se contradice en su misma lucha, su persecución interminable de los agentes agravante a la sociedad, confrontados con más actos agravantes.
La violencia institucional, entonces, la entiendo como una articulación de las violencias
físicas y psicológicas, articuladas con algunas de las microviolencias y de género, en las cuales se legitima la transgresión a otro sujeto con fines particulares; pero que siempre vienen amalgamado bajo la búsqueda de algún tipo de “justicia” complementada en el poder judicial, jurídico y penitenciario; materializadas principalmente en el cuerpo, el lenguaje y en las emociones (relaciones intersubjetivas).
“Ahora soy un secuestrador, porque tengo un papel que dice eso”4. Así se refiere a lo que ahora es “legalmente” uno de los internos con los que pude mantener una charla en el Reclusorio Oriente en la Ciudad de México. La narrativa del victimario, se ha construido en el marco de una guerra contra el crimen organizado; esto en función de un escenario que tiene como polos opuestos, y principales personajes antagónicos, a quienes son encargados de disponer la legalidad, el poder y el bienestar ante los referentes de delictivos.
En sus consecuencias inmediatas se puede observar el hecho de que su condición como ciudadano se transforma, por lo que la “etiqueta” de secuestrador los ubica en un imaginario particular -del que ya hemos hablado antes-. La situación entonces nos arroja una pregunta:
¿cómo se construye esta condición de victimario sobre la de ciudadano? Al respecto puedo decir que el proceso de detención, declaración y encierro ayuda a la articulación de eta nueva condición social a la que es sujeta el detenido. Sin embargo, en este antagonismo de la víctima- victimario, uno lleva a la anulación del otro, o al menos al desenfoque de las diversas realidades que se cruzan, Claudia Briones (1995) menciona:
La dupla víctima/victimario se inscribe en un dominio en que la noción de justicia aparece conmovida y movilizada por la perpetración de una injusticia, lo que hace que ambos términos evoquen componentes tanto axiológicos como fuertemente conativos. Cuando víctimas y victimarios se individualizan (se “enmarcan”) desde afuera [...] estamos, entre otras cosas, autoexcluyéndonos de categorizaciones que, de alguna forma o en algún nivel, nos resultan perturbadoras, tanto por la impotencia o desamparo que parece propia de las primeas, como por la arbitrariedad o malicia que presupone los últimos. (p. 284).
Esta dualidad vislumbra cómo la “justicia” se aplica en función de un opositor, de una injusticia; sin embargo, las tecnologías (Foucault, 1990) para implementarla es lo que se ha salido
de la normatividad, de esa posible legalidad en las formas y los medios. Las evidencias empíricas han mostrado que los procesos de detención resguardan más de lo que podemos observar en las notas periodísticas; tanto los cuerpos y los vínculos emocionales se ven fuertemente transgredidos. Tony enuncia sobre su detención:
[...] se bajan todos, vestidos de civil normal, ya valió verga, este no es gobierno, ya valió verga no hay códigos, placas, nada, ya valió verga, pues: “todos al piso bájense, que la verga, bájense acá, todo al piso”, yo y mi primo nada más, “bájense para acá”. Abre la puerta, nos bajan y [pone sus manos en la espalda mientras hace un sonido con la boca que simula el tronido de un hueso], la verga, al suelo, va: “cómo te llamas, cómo te apodan”, dije: “no pues no tengo apodo”, ellos me dijeron: “cómo te llamas”, le dije: “no pues fulanos de tal”. La verga, putigolpes, me levantan, nos tapan la cara ¡pum!, van para arriba en peso en el pick up.
(Tony, El Hongo)
Michael Foucault (2002) afirmaba que el tratamiento de los cuerpos llevaba como fin, entre muchas cosas, un disciplinamiento, en donde el sometimiento, y la correlación con tecnologías de poder (Foucault, 1990) fueran respondiendo a la innata productividad expandida por los procesos de la modernización, pensando en que el riesgo y ocupación sean correspondientes a las necesidades que se puedan evocar de la sociedad (Giddens, 2000).
En otras palabras, hablamos de oportunidades “laborales” ante la precariedad, o la “ilegalidad” como una suerte de vereda que, sin justificar los daños que ha provocado, forma parte de una estructura socioeconómica importante para el México de la segunda mitad de los dos miles. El claroscuro que proporcionó el trabajo de campo tuvo en gran medida relación con las condicione contextuales, esto llevo a que, sobre su desarrollo, tuviera modificaciones y condiciones para realizarlo, originadas desde las instituciones penitenciarias.
Agamben, G. (2006). Homo hacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos. Arteaga, N. (2003). El espacio de la violencia: un modelo de interpretación. Sociológico, 18(52),
119-145.
Arteaga, N. (2003). El espacio de la violencia: un modelo de interpretación. Sociológico, 18(52), 119-145.
Briones, C. (1995). De víctimas y victimarios. Atajos en los procesos sociales de categorización.
Relaciones. Sociedad Argentina de Antropología, XX, 238-293.
Carreras, N. (2012). La politización de la violencia. En A. Fuentes (editor). Necropolítica, violencia y excepción en américa latina (pp. 71-86). México: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Devereux, G. (1994). De la ansiedad al método en las ciencias del �comportamiento. Madrid:
Siglo XXI.
Fanlo, L. (marzo, 2012). ¿Qué es un dispositivo?: Foucault, Deleuze, Agamben. Revista de Filosofía, (74). 1-8.
Foucault, M. (1979). Microfísica del poder. Madrid: Las Ediciones de La Piqueta.
(1990). Tecnologías del yo y otros textos afines. Barcelona: Ed Magazin de Troncos.
(2002). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo veintiuno.
Fuentes, D. (2006). Consideraciones teóricas en el estudio de la violencia. Caracterización de la muerte violenta en la frontera norte de México (pp. 21-48). México: Universidad Autónoma de Baja California.
Giddens, A. (2000). Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas.
España: Taurus.
Goffman, E. (1995). Estigma: la identidad deteriorada. Buenos Aires: Amorrortu.
Greenberg, L., E. Robert y A. Pos. (2009). Terapia focalizada en las emociones: Una visión de conjunto. Revista de la Asociación de Psicoterapia de la República Argentina, 2(1), 1-20.
Marina, A. (1999). El laberinto sentimental. España: Anagrama.
Mbembe, A. (2011). Necropolítica. Sobre el gobierno privado indirecto. España: Melusina [sic].
Parrini, R. (2007). Panópticos y Laberintos. Subjetivación, deseo y corporalidad en una cárcel de hombres. El Colegio de México: México.
Valencia, S. (2010). Capitalismo-Gore. España: Melusina.
Valenzuela, J. (2005). Juventudes Latinoamericanas. En M. Barbero, G. Sinkel, M. Bello, N.
Pacari y J. Valenzuela. América Latina. Otras visiones desde la cultura (pp. 115-169). México: Convenio Andrés Bello.
(2009). Impecable y diamantina. P.S. Democracia adulterada y proyecto nacional.
México: Colegio de la Frontera Norte y Juan Pablos Editor.
Valverde, C. (2015). De la necropolítica neoliberal a la empatía radical. Violencia discreta, cuerpos excluidos y repolitización. Barcelona: Icaria.
Notas
1 El RENO es como se le llama coloquialmente al Reclusorio Preventivo Varonil Norte, en la Ciudad de México.
2 Este fragmento es extraído de uno de los diarios de campo realizados en septiembre del 2015 en la
Ciudad de México, en una de las visitas realizadas en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte.
3 En el contexto de este fragmento de entrevista, la interlocutora Cruz hace referencia de aquello que escuchaba y pensaba cuando estaban en el hangar de despegue de la fuerza armada de la marina, justo después de haber pasado por una primera etapa de su detención, un periodo que emerge como limbo para sus vidas entre ese momento de traslado, hasta el lugar de arraigo, para quienes provienen de otros estados de la república.
4 Extracto de diario de campo sobre la visita al Reclusorio Preventivo Varonil Oriente en septiembre del 2015, en la Ciudad de México.