Sofía Reding Blase1
Palabras clave: mito; identidad; rito; desacralización; Star Wars.
Por cuatro décadas Star Wars ha masificado una narrativa que recoge símbolos de aquí, de allá y de acullá, para tejer un relato que podría –o no- considerarse un mito. La trama, apoyada en el mercadeo de todo tipo de artículos, es harto conocida: fuerzas oscuras conspiran para derrocar un régimen democrático custodiado por Caballeros (y Damas) Jedi que se mueven en el lado luminoso de un ficticio campo energético que une a todos los seres vivos. Los Sith, sus principales adversarios, usan el lado oscuro de la Fuerza para conspirar y operar geopolíticamente. Su villanía es de tal magnitud, que llevarán al Elegido a su perdición, aunque en un momento clave él decidirá salir de la oscuridad para cumplir con su misión de traer el
1 Doctora en Estudios Latinoamericanos. Es investigadora en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM. Es especialista en ética e interculturalidad, y en historia de las ideas y de la cultura en América Latina. Contacto: reding@unam.mx.
equilibrio a la atribulada galaxia, y salvarse de su propia desgracia.
El libreto es así de simple; sin embargo, ha calado en el imaginario popular global desde 1977 y se argumenta que el éxito obtenido por el film tiene que ver con la forma en que se armó el guion en general, es decir, con el hecho de que se trata de una narración estructurada al modo de un mito. Además, la saga presenta diversas civilizaciones tecnológicamente más adelantadas que nosotros, lo cual nos lleva a pensar que no existen motivos para descartar la reflexión mítico- simbólica, incluso en sociedades donde se ha instalado un pensamiento de avanzada. La interrogante que habrá que despejar es la siguiente: si hemos apostado por las explicaciones racionales, ¿por qué subsiste el reinado del mito?
Deseo aclarar, con mi intervención, cuáles son las características del mito y qué funciones desempeña. Para ello me referiré, colateralmente, a la trama de la saga galáctica creada por Georges Lucas y retomada por Disney, evitando anticipar ciertos detalles que arruinarían expectativas.
Mi intención es reflexionar sobre los alcances actuales del mito, pues si “todo lo que justifique un discurso puede ser mito” (Barthes, 1999: 108), luego entonces una colección de imágenes como las que se proyectan en la pantalla y se objetivan en ropa, libros, juguetes, artefactos para el hogar y dispositivos electrónicos, se convierten, en cierto sentido, en cosas sagradas.
Dicha definición lleva a pensar que la realidad que nos transmite el mito ha sido deformada, y eso es, precisamente la función del mito y no la de hacerla desaparecer: “El vínculo que une el concepto del mito al sentido es esencialmente una relación de deformación”. (Barthes, 1999: 115). Así pues, si llegáramos a tomar a Star Wars como mito, entonces habrá que desvelar cuál es esa realidad que se ha deformado y los motivos para hacerlo. Tal vez el primero de ellos sea que la alteridad –todo aquello con lo cual no nos identificamos- debe seguir siéndolo; es decir, tiene que ser otro del cual podamos distinguirnos.
En más de una ocasión se utiliza el término mito como sinónimo de mentira o de ficción –lo que sí es-. Parece como si el mito fuese un relato producido por mentes inclinadas al embuste o, guiados por intenciones perversas, a disfrazar la realidad. Por otro lado, nos sugiere que es
imperativo profanar los símbolos que aparecen en toda narración mítica. Por lo general, esta irreverencia se legitima en nombre de la ciencia y, en cierto sentido, sobran razones para hacerlo. Sería absurdo negar que nuestra vida corre menos peligros que antes y ello es gracias a los avances tecnocientíficos; pero también sería torpe cantar victoria sobre nuestros “enemigos”. Éstos son no sólo los elementos hostiles de nuestro entorno natural, sino también aquellos humanos que tienen una cultura diferente a la nuestra. A la naturaleza y a los “otros” los exploramos muchas veces sin pudor y los explotamos sin medida, argumentando que lo hacemos porque su deben estar a nuestro servicio.
La presencia de “otros” altera nuestra identidad y proyecto. Esta perturbación puede llegar a ser tan insoportable que en más de una ocasión ha llevado a ser destruidos física y culturalmente. A estas conductas les llamamos, respectivamente, genocidio y etnocidio. No se trata de una actitud “natural” en el sentido de que estemos programados para comportarnos de un modo tan vil. Tampoco podemos decir que hagamos lo contrario, es decir, ser buenos, porque nuestra naturaleza nos llame a la convivencia, ya que ni el bien ni el mal están anclados en nuestras entrañas.
Si somos capaces de pensar tanto en el bien como en el mal es porque somos mucho más que simples homínidos y podemos humanizar, es decir, dotar de un significado artificial, a lo que es estrictamente natural. En este sentido, nuestra especie se distingue de otras por su capacidad de dotar de significados diversos a aquello que, de suyo, parece tener solo uno o, de plano, ninguno. Somos, en suma, artífices. Como artesanos, vamos combinando hilos para formar imágenes, dibujos, textos: de hecho, no es gratuita la familiaridad que hay entre los términos “textil”, “texto” y “trama”.
Ahora bien, si lo bueno y lo malo no están en los genes, ¿dónde se encuentran? Dado que son ideas, es claro que se hallan en nuestra mente. Con esto no pretendo afirmar que exista algo así como ideas con las cuales nacemos, pues antes de aprender a hablar nos resulta imposible generar conceptos y categorías con los cuales ordenar nuestro entorno. Carecemos, siendo infantes (del latín in fans, que no habla) de la posibilidad de distinguir lo bueno, de lo malo. Esta distinción la vamos aprendiendo a lo largo de los años y desde luego vamos sumando y restando significados a esas concepciones según la cultura que se nos vaya enseñando, así como nuestras propias experiencias. Del modo en que concibamos lo bueno y lo malo dependerá nuestra
inserción en un grupo determinado, cuyos integrantes valorarán algunos comportamientos y despreciarán otros.
Pero ¿cómo saber y cómo aprender lo que un grupo considera valioso o reprobable? Una posible respuesta es afirmar que existen tramas en las cuales se establece el modo en que debemos comportarnos y lo que debemos evitar. Estos textos, confeccionados según sus seguidores en el origen de los tiempos, son los mitos. Son esos relatos los que contienen los códigos con los cuales podemos leer una realidad determinada. Por ese motivo, afirmar que los mitos son ideados por personas irracionales e infantiles es un desatino, toda vez que se trata de una construcción cuya estructura es racional y adulta: “el mito es lenguaje, pero lenguaje que opera en un nivel muy elevado”. (Lévi-Strauss, 1995: 233)
Una práctica propia de nuestra especie es narrar: relatamos nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro y, al hacerlo, interpretamos y le damos sentido el tiempo que vivimos y viviremos, así como al espacio que ocupamos y ocuparemos. Algunos intérpretes se dedican a la historia, otros al estudio de sociedades presentes y, otros más, a las profecías. Para interpretar el alcance o la significación de nuestra existencia, utilizamos símbolos. Éstos no tienen un significado único pues son representaciones de una realidad cuya interpretación varía de una cultura a otra. Esto nos lleva a preguntarnos si será posible entender lo que en otras culturas significa tal o cual símbolo, a lo que podemos responder que lo es si hacemos uso de la analogía, que nos lleva a encontrar semejanzas.
La analogía también hace posible la comunicación entre las culturas, aunque ésta no sea total. Algo parecido ocurre con la traducción de un idioma a otro, o con las diversas maneras en que se comunican los hablantes de un mismo idioma: ¡cuántos equívocos y malentendidos! Más de un pícaro se ha salido con la suya y la función que cumplen estos tramposos es harto importante en varios mitos, en los que aparecen burlándose de lo establecido. Los especialistas se refieren al pícaro como trickster aunque en inglés también hay otro término: rogue.
También en el campo del conocimiento científico nos hemos permitido ciertas trampillas: por ejemplo, un literato puede considerar que es un sin sentido hablar de “troyanos” para referirse a un intruso informático, ya que quienes invadieron Troya venían de otro lado. Un virólogo
podría considerar inadecuado que se hable de “virus” y “vacunas”, como si los sistemas informáticos enfermaran del mismo modo en que lo hacemos los seres vivos. Así pues, cada disciplina le da un uso a las palabras para especializarlas, volverlas especiales, pero entendiendo también que su significado es un “como si”. En eso radica la analogía: en encontrar algún aspecto que une a los seres, pero entendiendo que no son por completo iguales.
Hay pues diversas maneras de entender y de nombrar la realidad. Esta pluralidad es parte de nuestra especificidad: nuestra capacidad de producir símbolos para darle orden a una realidad que, por sí sola, no la tiene y así crear realidades alternas e incluso contrarias a lo realmente existente. Buscamos “señales” que nos orienten a tomar tal o cual dirección, para elegir y tomar decisiones, pero lo cierto es que lo que encontramos no tiene significado alguno fuera de nuestra cultura. Es ella la que nos hace sentirnos en casa, en un espacio domesticado en el cual podemos comunicarnos con nuestros iguales e interpretar los signos o señales que “se nos aparecen”. Esto nos permite vivir en orden y darle sentido a nuestra existencia.
Decir “vivir ordenadamente” son palabras mayores e incluso huecas, a menos que sepamos qué se supone que sea “orden”. Recordar que en griego “orden” se dice cosmos, y en latín mundus, nos aporta pistas respecto de la relación entre orden y humanidad, entendida ésta como la única especie que “sabe que sabe”; es decir, la única con conciencia y con la voluntad de dotar de sentido a la realidad en la que se desenvuelve. Y si hay diversas realidades, tenemos un problema mayúsculo: definir el bien. El malvado conspirador de la galaxia, Palpatine, diría “el bien es un punto de vista”, lo cual no es del todo falso. En todo caso, habrá que analizar cuál es el mirador desde el cual observamos y si nuestros ojos ven la realidad tal cual es (como el mesías de la Matrix) o si utilizamos códigos heredados.
Volvamos al asunto sobre el bien y la pluralidad de definiciones en torno a qué es lo bueno. De manera rápida podemos sortear la complicación de definirlo respondiendo que lo bueno es lo que nuestros antepasados definieron como tal, y que el significado de tan grande vocablo, lo dejaron dicho –o escrito-. Lo que nuestros antepasados dijeron y transmitieron oralmente o por escrito, es aquello a lo que llamamos mito.
Según Joseph Campbell, el mito reconcilia la conciencia con las condiciones previas de su
propia existencia, formula y presenta una imagen del mundo, valida o mantiene un orden social específico, y da forma a los individuos para que alcancen los ideales propuestos en su sociedad. El mito es también portador de sentido y explicación de porqué se considera valiosa algún tipo de realidad o algún comportamiento frente a ella y es, por tanto, configurador de valores. Así, heredar valores aparece como un obstáculo a la libertad en la medida en que se acepta la imposición de un modelo. Otro rasgo característico de los mitos es que no se producen a voluntad de un autor singular ya que son formulados por varias personas, por lo cual son patrimonio común. Quienes lo aceptan consideran que el mito es el fundamento de toda verdad.
Una vez que el mito se expresa, nadie duda de su contenido; es ese relato el que le otorga el carácter de verdad a lo que hacemos. Es curioso, pero así funciona: lo que se hace al margen del modelo mítico se considera una actividad vana e ilusoria (Eliade, 1988: 84). Las cosas y los seres se nos muestran no como son en realidad, sino como se les ha imaginado. Las imágenes, entonces, son importantes. De hecho, funcionan como recordatorio de lo que manda un mito. Estas imágenes las podemos apreciar en máscaras o pintura facial o corporal, así como en textiles y otro tipo de objetos, e incluso de modo sonoro mediante cantos o recitaciones.
La manera de recordar qué tipo de realidad hemos diseñado, es a través de ritos. El rito, además de expresar cómo proceder para que el orden conseguido no se resquebraje, también puede hacer lo contrario, es decir, que la comunidad voltee el cosmos u orden establecido (cf. Turner, 1988). Esta situación –poner de cabeza el orden- se vive de manera dramática, aunque controlada: el carnaval es un buen ejemplo de ello. Lo carnavalesco permite la inversión de los roles y la desacralización momentánea. Es una especie de válvula de escape que libera la tensión que se vive, en especial, en sociedades estratificadas en las que quienes ocupan los peldaños inferiores en la escala social, padecen los efectos de la jerarquía en carne propia. De ahí la centralidad que adquiere el cuerpo durante los carnavales y el relajo que se arma. Podemos decir que el rito es la escenificación del mito.
Ahora bien, el mito es un tipo de narración muy particular y se formula casi siempre de la misma forma. Su primera tarea, la más importante, es dotarnos de una identidad. El mito nos señala quiénes somos y cómo hemos llegado a ser del modo en que somos. En él hallamos, por ejemplo, ciertas explicaciones relativas al modo en que fuimos concebidos e incluso instrucciones sobre la manera en que seremos parte de una comunidad: un mito ordena –como autoridad que
es- que los recién nacidos o próximos a nacer sean presentados ante los otros a través de ceremonias que los volverán iguales al resto de la comunidad.
En cuanto nacemos pasamos por ese momento de reconocimiento de nuestra persona a los ojos de los demás: nuestro cuerpo es intervenido de determinadas maneras para que el cuerpo social en su conjunto, nos admita como parte de la gran familia. Hay, pues, ceremonias rituales de afiliación en las que el reconocimiento se efectúa mediante el marcaje de nuestro cuerpo: cortándolo, pintándolo, perforándolo, adornándolo, vistiéndolo, etc.
Pero ¿quién o quiénes han determinado esas prácticas? De nueva cuenta la respuesta rápida, pero no por ello fácil, es que así se ha hecho siempre o, como suele decirse, desde el origen de los tiempos. Esta es otra característica del mito: es un relato que impone determinado orden y que ofrece a sus seguidores dotarlos de cierta identidad, misma que los distinguirá de otros seres y los hará especiales. Por ese motivo, casi todos los grupos sociales se consideran ocupar el centro y se hacen llamar a sí mismos con términos que intensifican esa centralidad: “los hombres verdaderos”, “los valientes”… ninguno, por cierto, se hará llamar con términos degradantes tales como “los falsos” o “los cobardes”. Todo grupo social, como vemos, tiene una autoestima que le permite seguir viviendo de manera cohesionada. A ésta le llaman los antropólogos “etnocentrismo”.
Otra vez, como si de una estrofa se tratase, aparece el mito. La narración que explica por qué es tan especial el grupo de al que pertenecemos y no el de nuestros vecinos, es el mito. Y no basta que pensemos en grupos de tamaño reducido; podemos decir lo mismo respecto de poblaciones muy grandes, tales como las naciones, que sostienen ser superiores a otras porque “así fue dicho”. En este sentido, debemos pensar que el nacionalismo se sostiene en una narrativa muy particular. Por ello se habla de “mitos fundacionales” lo cual parece reiterativo porque lo que hace el mito es, precisamente, fundar o implantar, es decir, hacer todo encaje según el orden establecido. Es una especie de injerto en nuestra conciencia.
El mito tiene, en efecto, diversas funciones: no sólo nos inserta en un orden particular, sino que permite que todo permanezca ordenado y por siempre igual. Es una manera de decir que, gracias al mito, seremos por siempre jóvenes: se trata del eterno retorno de lo mismo. Todo es siempre igual, siempre ordenado, siempre comprensible, gracias al mito. No hay motivos para pensar que otro orden o mundo pueda ser mejor que el que tenemos por lo que las cosas no
deberían cambiar; nunca…
“Siempre” y “nunca” son propias de la eternidad y en el terreno de lo humano, nada lo es. Por eso, además de narrativas míticas, encontramos relatos en los que el futuro tiene mejor pinta que el pasado o el presente. A esos relatos se les conoce con el término de utopía. Lo que llama la atención de este término es su significado mismo: “no existe tal lugar”. Es, de alguna manera, una quimera o sueño inalcanzable. Definida así la utopía, parece que la victoria está de parte del mito, cuya autoridad y vejez se impone a la osadía de quienes desean un orden nuevo y profanan “lo dicho”. No obstante, la historia nos demuestra que incluso si la quimera se convierte en realidad, no pasará mucho tiempo antes de que se imponga como mito, es decir, como mandato que nadie debe desobedecer.
¿A qué se debe este carácter autoritario del mito? Teóricos del estructuralismo, Claude Lévi-Strauss en particular, afirman que la imposición no se debe al mito en sí, sino a la forma en que pensamos. Con eso quieren decir que nuestra mente está configurada para fabricar mundos que se definen de modo binario: arriba-abajo, blanco-negro, seco-húmedo, masculino-femenino, etc. Estas parejas llevan a identificarnos o diferenciarnos: si soy de arriba, ¡no puedo ser de abajo! A la inversa, ocurre lo mismo. Así se establece, por ejemplo, una relación dialéctica entre lo serrano y lo costeño. En algún mito fundacional podría hallar los elementos que me caracterizan como serrana, de tal suerte que podemos considerar al mito como enraizamiento, pero también como atadura.
Algo semejante ocurre con la naturaleza: ciertos mitos la presentan como bondadosa y hospitalaria, pero también como villana y hostil. Cuando se profana el mito, como el de la Madre Tierra, se multiplican relatos apocalípticos en los que aparece nítido el deseo de un mundo mejor o la restauración de lo heredado. La tirantez que se presenta entre lo pasado y el presente adquiere tal intensidad, que suelen emerger nuevos diseños, en los que la trama o hilado resulta en un textil más arropador que otros. Los nuevos tejedores suelen ser, por cierto, jóvenes que van colándose, por decirlo de alguna manera, en los intersticios de lo establecido, de una urdimbre que los demás no están dispuestos a modificar. Es lo que ocurre con algunos protagonistas de Star Wars: la esperanza en restablecer el orden de la República es emblemática.
Una situación distinta es la que se presenta en la franquicia de Star Trek o en películas como Odisea 2001, Alien o Terminator: son utopías -o contrautopías- porque señalan las fronteras con las cuales podemos toparnos, más pronto que tarde: complicaciones interculturales, máquinas dementes o extranjeros perturbadores. Así, en la narrativa que alude a la tecnociencia también podemos ver que se filtran salvadores, tanto como embaucadores. No cesan los relatos en los que la máquina simboliza la peor villanía: artefactos a los que al calor de un brote psicótico le da por matar (la icónica Hal-9000 o la temible Skynet) o bien, máquinas que desean un alma humana como Data, un personaje de Star Trek y que es la más alta gama del clásico Pinocho. Lo contrario, es decir los cuerpos humanos mecanizados, también nos aparecen como imágenes de materia y sólo materia, palabra que en hebreo se dice Golem y es también un personaje muy popular.
Cuando analizamos ciertos símbolos, observamos que aparecen recurrentemente en los mitos. Algunos de ellos, como el buen salvaje, se reacomodan y actualizan para dar lugar a figuras como las que aparecen en Avatar. Lo mismo podemos decir del mal salvaje, cuyas transformaciones no han hecho que pierda una de sus características más espantosas: devora al prójimo literal o metafóricamente. El estudio de las imágenes contemporáneas del caníbal nos diría mucho acerca de dónde estamos situados y qué nos aterra. Es el caso, por señalar un ejemplo, del caníbal más moderno: Hannibal Lecter, el ilustrado psiquiatra que devora a sus pacientes. ¿No es contradictorio que alguien dotado de gran racionalidad, sea tan inhumano?
Aquí es interesante prestar atención a Umberto Eco para quien el símbolo realiza la fusión de los contrarios, significa muchas cosas a la vez y expresa lo indecible porque su contenido escapa a la razón. Tanto en su versión positiva como en negativo, la figura del salvaje está clavada en nuestro imaginario. Su estudio es por eso tan interesante, como importante. Basta observar la cartelera cinematográfica para darse cuenta de la centralidad que siguen ocupando: si no son zombis, son androides, y si no son máquinas, es la naturaleza enfurecida. Por doquier, sigue la mata dando en cuanto a enemigos se refiere y lo mismo podemos afirmar respecto de los amigos.
Entre muchas de las áreas en que se especializa, la antropología social tiene un campo tan
interesante como complicado. Se trata de los estudios sobre parentesco. En ellos, es imposible sustraerse del estudio del mito porque es ese relato el que explica el modo en que se garantizará el cosmos y no el caos. ¿Cómo lo hace? La respuesta es rápida: prohíbe el incesto. Al hacerlo, asegura la continuidad de las líneas de parentesco que son, precisamente, eso: líneas que no admiten rupturas, rectas que evitan toda curvatura. De ahí que se acerquen las nociones de amabilidad y parentesco, en los términos de gentileza y gente.
Prohibir el incesto equivale a emparentarse y mostrar amabilidad a aquellos que son amables, es decir, los que son queribles o sujetos de nuestro afecto porque hemos establecido una relación con ellos; incluso si provienen de otro lado, se les acoge como si fueran de la misma sangre o consanguíneos. En sociedades sin Estado, esta apertura se calcula con gran precisión para que haya un equilibrio entre el adentro y el afuera: a veces se buscan esposas fuera de la propia comunidad –exogamia- y en otras ocasiones se las encuentra dentro –endogamia-. Algunas primas, por ejemplo, son consideradas como hermanas y es imposible acceder a ellas; en cambio, otras sí son vistas como posibles esposas. En este sentido, la noción de lo que es o no incesto, es por completo artificial. En pocas palabras: no está en los genes.
Por ello prohibir el incesto no es una cuestión “natural”. Nuestra especie ha perdido la posibilidad de olfatear a aquel con quien estamos emparentados y, obviamente, la sangre no llama. En cuanto se supo que Leia y Luke eran gemelos, ¡vaya escándalo que se armó a cuenta de un simple beso! Y ello se explica porque, en el mito, tanto gemelos como incestuosos son una aberración (cf. Girard, 1972: 83). Y ni hablar de la posible repetición de dicha situación en los episodios producidos bajo el sello de la corporación Disney, de los cuales podríamos esperar una repetición hasta la náusea, o una recomposición de la épica. Por tal motivo, antropólogos y filósofos suelen decir que a través de la cultura, es decir de las producciones materiales y simbólicas, el hombre se supera a sí mismo como ente estrictamente biológico. Así pues, lo natural del hombre –lo propiamente humano– es la cultura. Si por cultura vamos a entender un espacio de humanización, será correcto concluir que la cultura es el espacio natural del ser humano.
Cuando en un mito se institucionaliza el parentesco y se manda que los matrimonios se constituyan de determinada manera, también se establece a quiénes debemos hospitalidad, y frente a quiénes debemos mostrar hostilidad. En este sentido, superamos la idea de que hay algo
en nuestra biología, cualquier cosa que eso signifique, que nos empuja irremediablemente hacia la alianza o la rivalidad con determinadas personas. Irónicamente, eso es prueba de la libertad que tenemos y, al mismo tiempo, de nuestras ataduras o enraizamiento.
Varios autores han mostrado enorme interés en estudiar los mitos y ninguno ha afirmado que sea resultado de una rabieta. Es, como decía Lévi-Strauss, una prueba del alto grado de complejidad del que es capaz el pensamiento humano; en todos los casos el pensamiento humano se aplica a descifrar el universo, lo que permite superar la antinomia entre mentalidad salvaje (pre-lógica) y moderna (lógica). Así pues, mythos y logos no están contrapuestos, sino que son dos formas en las que se expresa la racionalidad.
El mito, como he expuesto, es la expresión de la conciencia que tiene el hombre de ser arquitecto de su propio ser, pero también de no ser plenamente libre. Es algo que, según Joseph Campbell, se convierte en la tragedia de todo héroe. Él –y hasta ahora no “ella”- tiene que romper con el pasado para volverse señor de sí mismo. Casi todos, eso sí, comparten rasgos que llevaron al mitólogo preferido por George Lucas, a pensar en la existencia de un monomito: los héroes se quedan sin padre, por ejemplo, o simple y llanamente no lo tienen pues han sido concebidos por una doncella. En esos casos, la ausencia del padre implica que no hay tradiciones a las cuales se deba lealtad. El héroe, por eso, está solo; su singularidad es una tragedia. En la nueva versión de Star Wars, la protagonista –sin que sepamos aún si será una heroína- es libre por completo porque no pertenece a un linaje que le imponga determinado destino. Sin embargo, se hunde en la aventura cuando es obligada a salir de los márgenes y a desarrollarse como la persona que está destinada a ser. Así, sigue el viaje del héroe: forzada por las circunstancias a dejar su oficio de chatarrera, consigue compañeros de aventuras, se encuentra con una anciana sabia o experimentada –Maz Kanata-, y se hunde en las oscuras entrañas de un armatoste de impresionante fuerza destructiva. Lucha y casi muere, para luego confrontarse con una Bestia –el emotivo aunque brutal parricida Kylo Ren-. Hasta aquí, la estructura clásica del mito.
En nuestras sociedades contemporáneas, sin embargo, nadie quiere para sí una vida trágica. Por ello –y otras razones más- el mito parece haber desaparecido casi por completo. Sus resabios nos aparecen hoy, a pesar de la obstinación que muestra el discurso cinematográfico,
despojados de su carácter sagrado y de su autoría colectiva. Por eso los relatos construidos al modo de un mito, como Star Wars, no aportan la fuerza que se necesita para superar lo que un filósofo llamó la “experiencia del desgarro y de vivir en un mundo roto” (Mardones, 2000: 11). La pregunta que se cuela es si Star Wars se ha convertido en un relato ideologizante disfrazado de mito. A bocajarro podemos afirmar que así es.
Disney ha destronado al mito más popular de la cultura popular mediatizada. En el episodio que lanzó, tras la compra de toda la franquicia Star Wars (30 de octubre de 2012), retomó ciertos personajes y símbolos, algunos de los cuales conservó en un intento –exitoso- por introducir en la trama a los más jóvenes espectadores. No obstante, también eliminó ciertos significantes, para llevar la trama hacia coordenadas de las que poco se sabe y que parecen estar sometidas a la improvisación. Todo ello ha dividido a los seguidores, tanto neófitos como devotos de la saga.
La posición de estos últimos es trending topic: su furia –o rabieta- surge de la infidelidad al canon garante de la armonía en el relato, situación que los ha llevado a rebelarse ante el “nuevo orden” impuesto por Disney. La brecha generacional se hace patente: mientras que las generaciones más viejas hacen un llamado global a eliminar del canon la última entrega, los más jóvenes, ávidos de entretenimiento y fast fashion, se muestran complacidos por los efectos especiales y por las escenas divertidas que caricaturizan a los personajes más emblemáticos. Son estos nuevos seguidores, la evidencia de un olvido respecto de la autoridad del mito –o, al menos, de su estructura- y sobre esa situación habrá que reflexionar.
El paso de la armonía que permanece a la improvisación del performance en que parece haberse convertido la saga, no es gratuito. Ya no hay profecías ni se aceptan visiones del futuro; la fascinación o el verse atrapado por el ojo del realizador, sin embargo, está bien lograda. La estetización que se expresa en los efectos especiales y la elección de ciertos colores e iluminación, es lo suficientemente exitosa como para abrir puertas al consumo:
“Un monopolio sin tapujos de la oligarquía capitalista sobre los mass media de la sociedad, que no sólo es aceptado sino defendido fanáticamente por una base clientelar creada ex professo y promovida y cultivada demagógicamente por los “concesionarios
mayores” de los mismos. Clientela o “familia” de estirpe consumista que es llevada a identificarse, mediante un “lenguaje” y una gestualidad peculiares, en torno a un conjunto de modas y preferencias, y que se reproduce cultivando la afición y empatía con una pintoresca constelación de “mitos”, “estrellas” e “íconos”, sean del espectáculo de diversión, del deporte-espectáculo, de la telenovela, de la política o del periodismo”. (Echeverría, 2011: 554)
La desacralización de la que se acusa a Rian Johnson, el director de la más reciente entrega, está legitimada por la corporación Disney. El giro dado al relato, con la consecuente desaparición de la Orden Jedi anunciada en el título del episodio, parece empujar al mito moderno de la democracia hacia otros derroteros. Enclavada en una estrechez que la condenó a desvanecerse en el aire, la Modernidad se revitalizaría al plantear, a través de Disney, un orden en el que lo más cool prevalecería sobre lo anticuado: así, veremos la misericordiosa conversión al vegetarianismo o la calcinación de la “feminazi” para dar cabida a un real empoderamiento de lo femenino. Sin embargo, la escenificación de los cambios operados en protagonistas y antagonistas es insuficiente para rotular como mito al guion, y más que suficientes para mostrar la ideologización detrás de la trama.
La icónica frase con la que subtitulo este último apartado estuvo ausente en el episodio estrenado el año pasado. Podríamos considerar eso como otra evidencia de que los planes de Disney se proyectan hacia una cosmogonía diferente de la que solía ser el sello de Lucas. El sentimiento que prevalece es el de la apertura hacia nuevos derroteros, lo que acercaría el relato cinematográfico a esbozar una utopía. Como tal, habrá que entender que no se tratará ya de una especie de “eterno retorno de lo mismo”, sino de una apuesta a solucionar, aunque sea sólo en la pantalla, los problemas ocasionados por la cltura política moderna, en cuya base se encuentra la exclusión.
Pero el nuevo formato, ¿consigue eliminar la humillación experimentada por las minorías? El empoderamiento de la chatarrera, ella misma un desperdicio por la condición de abandono que padece, podría dar razón a esta nueva narrativa individualizante del feminismo
occidental. El hecho de que la protagonista sea blanca, es motivo suficiente para pensar que no estamos ante mensajes de emancipación, sino frente a más de lo mismo. Al respecto, rescato una compleja idea de Bolívar Echeverría:
“[…] si –como afirman sus críticos– lo que hace la modernidad realmente existente no es otra cosa que remplazar al dios arcaico por un dios moderno, a una fuerza mágica por otra, si su discurso no hace más que sustituir el mito abiertamente fantástico de los tiempos arcaicos por otro mito, sólo que cripto-fantástico, aparentemente racional y experimental; en otras palabras, si la modernidad realmente existente traiciona el proyecto profundo de la modernidad de construir un cosmos humano en el que lo sobrehumano no esté instrumentalizado como justificación de la injusticia; si esto es así, muchas de las actitudes, comportamientos y movimientos sociales que desconfían de ella y descreen de la conveniencia estratégica de los sacrificios exigidos a las formas de vida humana pre- modernas o alter-modernas y al sistema ecológico del planeta podrían tener un sentido y una función indirectamente pro-modernos, afirmativos de la esencia de la modernidad”. (Echeverría, 2011: 233).
El postulado anterior es claramente aplicable al futuro de la saga: no se trata de un esfuerzo por adelantar una utopía (como sería el caso de la franquicia de Star Trek) sino, por el contrario, de ocultar la estrechez que se manifiesta en la modernidad fáctica. Es en este sentido en el que podemos percatarnos del giro que se ha dado: del mito a la burda ideología. Situación grave porque, si tenemos en cuenta que Lucas suele decir que sus películas estaban dirigidas a niños de 12 años, el mensaje transmitido a ese segmento poblacional, es que ya no es necesario tomar decisiones respecto a qué está bien, y qué está mal. Lo importante, en todo caso, es la diversión por encima de la complejidad.
¿Hemos entrado de lleno a una era post-mítica? De ser así, las formas para acceder a lo real dependerán del modo y el medio –o “los medios”- que se le deforme. Desarticulada la saga y eliminado el dinamismo de sus símbolos, la autodestrucción parece era inevitable. De algún modo, al coronarse como la heredera de todos los derechos que compró a Lucas, la corporación Disney tiene que destruir la propiedad que adquirió. Esto es, sin duda, un derecho vinculado a la
propiedad privada. Convirtió el mito en una mercancía más y, al hacerlo, afirmó la neutralidad – de valores- tan acorde con el libre mercado: todo es susceptible de cambiar, según el berrinche de productores –y consumidores-.
El sentido de autosuficiencia de la nueva elegida –que se autodefine como “nadie”-lleva a una irrefrenable voluntad de poder y a la desaparición del último Jedi, caído en la desgracia de haber perdido todas sus batallas. La humillada chatarrera recoge vestigios del pasado y los vende como lo que son: desechos, escoria (Jedi scumb) continuando con lo que antaño hiciera el General Grievous, pero sin achaques de malogrado cyborg. Esto conduce a otro presentimiento: más importante que el deficitario Luke es, a mi parecer, la eliminación de prácticamente todos los villanos. Esto es, el fin de la imagen del enemigo –externo- y que es sustituida por la del enemigo interior, en su faceta psicoemocional: la tentación de caer en el lado oscuro de la Fuerza o de volver a la luz.
O acaso los seguidores demandarán que se respeten los hitos clásicos de algunos mitos, como en el caso de hermanos enfrentados (Rey-Ren) y cuyo estudio, el de la rivalidad fraternal, nos remitiría a Girard para quien está claro que tanto el héroe como el parricida, tienen algo en común: son una excepción monstruosa, no se parecen a nadie, y nadie se les parece. (Girard, 1983: 70-71 y 80).
La violencia, desde luego, seguirá presente. No obstante, tendrá un carácter mucho menos político, y me parece que se centrará en el drama personal. Así lo vislumbro, toda vez que la crisis emocional ha sido una fuente de inspiración para y desde Disney, que ha sabido sacar la debida plusvalía del deterioro de la fuerza personal y la consecuente necesidad de resiliencia. Así como el “aquí y ahora” es el arma más funcional para combatir una adicción, así también serviría para superar la toxicidad del sistema sin por ello declararlo disfuncional por completo. En pocas palabras, el deterioro del mito de Star Wars, es el reflejo de la fatiga del mito de la democracia: con su negativa a aceptar la misión que le confiere todo un linaje y sin comprender cabalmente la manifestación de lo sagrado al hombre, que descubre así su existencia; y que es el modo en que Eliade (1988) definió a la hierofanía.
La nostalgia que despierta la icónica frase “Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana” echará a andar la máquina recaudadora, pero no movilizará a sus seguidores a un cambio esperanzador. Hasta el 2020, según planes de la poderosa Disney, los fieles seguidores harán
crecer las ganancias, aunque no irán más lejos que algún centro de convenciones o un parque de diversiones. No obstante, el mensaje que transmite (que el Bien debe prevalecer) puede llegar a servir como recordatorio en especial para las jóvenes generaciones, de un conjunto de valores tales como la bondad y la necesidad de humanizarnos viviendo en común. Tal vez haya llegado la hora de reformular mitos que afiancen nuestras raíces, y de utopías que nos lleven a soñar sin parar.
No obstante lo anterior, tengo un mal presentimiento: el aniquilamiento de la Orden Jedi dará lugar al orden Disney, su mitología ideologizante, y sus ritos de consumo voraz. Para los nostálgicos, como lo han escrito académicos y blogueros, sólo nos restará preguntarnos: ¿siempre nos quedará Tatooine?
Barthes, Roland (1999). Mitologías. México: Siglo XXI. Campbell, Joseph (1991). El poder del mito. Barcelona: Emecé.
Echeverría, Bolívar (2011). Antología. Crítica de la modernidad capitalista. La Paz: Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia.
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Mardones, José María (2000). El retorno del mito. La racionalidad mito-simbólica. Madrid: Síntesis.
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