Félix Enrique López Ruiz1
Palabras clave: estudios de género; masculinidades; identidad; etnicidad e interculturalidad
La conciencia de lo-que-uno-es se vivencia entre los humanos de diversas maneras y se percibe desde distintos enfoques. La estabilidad, severidad o flexibilidad de las fronteras que se erigen tras la definición del ser, inician tras el conocimiento relacional de sí y de los otros que le afirman, contradicen o conflictúan, pero que –siendo- posibilitan su existencia. La autodefinición del sujeto a partir de su relación con los otros, se denomina identidad.
La identidad humana ha transitado de la consideración de posiciones esencialistas donde se afirma la prevalencia de una sustancia inalterable que define lo que es humano y permite diferenciarle de aquello que no lo es a través del reconocimiento indiscutible de las características que lo hacen ser lo que se es (Aristóteles, 1964); hacia estadios de afirmación donde el ser no
sólo no se configura desde plataformas esenciales, sino que, descartándoles por completo, se rehace constantemente en lo social.
Ahora bien, este enfoque social desde donde vemos la identidad humana, ¿es un proceso en el que el sujeto nada tiene que decir?, ¿es sólo un cuerpo a la deriva que se moldea acorde a los designios de la realidad social vigentes en el espacio donde se vive? Para Jean Paul Sartre (1973) la existencia precede a la esencia, por lo que el ser humano se va haciendo en el camino y traza su propia esencia a medida que realiza su libertad, en un arduo itinerario siempre abierto y revocable. La identidad humana tiene sentido, así, cuando se es consciente de sí y no cuando se es sólo parte inconsciente de una colectividad social.
La identidad humana, reconocida como una construcción básicamente social y cultural, es una relación y no una calificación (Lévi-Strauss, 1983). Y esa construcción humana no es estática sino dinámica, fluye en lo colectivo y en lo individual (Bauman, 2005). Y esa fluidez genera no sólo identidades nuevas sino diversas. Esta diversidad resulta de procesos sociales complejos de los que depende la posibilidad misma de la existencia y la convivencia humanas (Di Castro, 2012, p. 56). Esta diversidad interactúa. Y en su interacción genera relaciones de poder que, en un mundo globalizado, podría generar riqueza cultural, pero en su lugar suele producir desigualdad.
A lo largo de este trabajo se estará reflexionando sobre las identidades masculinas de los hombres indígenas que residen en Monterrey, Nuevo León. Estas reflexiones pretenden dar sustento teórico y oportunidades de entendimiento a un fenómeno social complejo que actualmente se genera a causa de la migración y del choque cultural entre identidades tradicionales y hegemónicas que, en un contexto de adversidad cultural, no encuentran espacio para cohabitar.
Si aceptamos la identidad humana como una construcción social —aunque sujeta a mecanismos de poder que difícilmente pueden ser superados, pues éstos no sólo representan la ambición de un grupo opresor sino la aceptación tácita de los oprimidos a serlo— es posible pensarla como un sistema no definitivo y transformable. Entender la reconfiguración de las identidades masculinas en contextos coyunturales que les forzan a resignificarse requiere de una base teórica, ontológica y epistemológica, y es por sumar a ello que apuesta este trabajo.
La cultura tiene raíces viejas, en primera instancia fue utilizada para significar esa formación humana que tuvo más pretensiones teleológicas que instrumentales; la cultura entendida como generadora de realidades es de una época reciente. Nuevos profesionistas de la sociología y de la antropología han descubierto que en la cultura el desarrollo individual tiene un nivel secundario en tanto que prima el social, el cual se manifiesta en sistemas históricos que derivan de proyectos de vida, intencionados o no, transmitidos por todos los miembros de un grupo, sin conceder privilegio alguno a un modo de vida sobre otro (Kluckhohn & Kelly, citado en Abbagnano, 1998).
Coincido con la adherencia de Clifford Geertz (1997) en La interpretación de las culturas
cuando declara que
El concepto de cultura al cual me adhiero (…) denota una norma de significados transmitidos históricamente, personificados en símbolos, un sistema de concepciones heredadas expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales los hombres se comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento de la vida y sus actitudes con respecto a ésta. (p. 89)
Por eso, puede definirse la cultura como un conjunto de valores o formas de vida colectivos e individuales que son compartidos a lo largo de la historia por los miembros de la sociedad (Vallespín, 2011), y que implican una lejanía y diferencia con la naturaleza biológica del ser humano (Colom, 1988). Podemos atribuirle al concepto un carácter significante de la realidad, mismo que puede transformarse durante los procesos sociohistóricos (Rodríguez & Sieglin, 2009).
Ahora bien, observar el mundo desde un punto de vista centrado en la propia experiencia social y cultural es una disposición universal de los seres humanos, pero también una posición que, por sus restricciones de enfoque, se acerca a lo etnocéntrico. Este término designa las formas específicas de esa disposición universal, que establecen fronteras para la propia lengua, cultura, clase social, raza, o carácter nacional y descartan todo lo que esté más allá de tales fronteras para ubicarlo en los terrenos de la naturaleza, de lo no civilizado, no cultivado o no desarrollado. Es
dejar fuera al otro; actitud ingenuamente arrogante que suele materializarse en una especie de imperialismo cultural que se adjudica el deber moral de dirigir hacia un presunto progreso a los grupos que juzga inferiores. Civilizar a los otros se vuelve categórico. La exigencia es obligar a otros a que adopten la forma de vivir del que subyuga y es instituida en pensamiento hegemónico. El concepto etnocentrismo tenía una dimensión ideológico-cultural que, anclada en la fe religiosa y en la idealización del progreso, suponía plausible la vieja idea de las misiones civilizatorias — hoy desacreditada (Ortiz, 2002).
Frente a esto y, paralelamente al etnocentrismo, el término relativismo da un sentido positivo a la comprobación de que toda experiencia social trae consigo el punto de vista singular de que toda teoría contiene una teoría del mundo con una racionalidad particular, sus propios criterios de verdad y valores sobre lo correcto y lo justo (Neiburg, 2002).
La cultura es entonces algo fundante, dinámico, mutable, que se resignifica constantemente en su variedad. Es en esas resignificaciones contingentes donde sobresale una de sus características: la diversidad. Dentro de una misma sociedad o comunidad, coexisten diferentes formas de vida que configuran también unidades identitarias disímiles; éstas suelen ser excluidas por grupos hegemónicos que dominan cultural y simbólicamente a agrupaciones minoritarias en favor de una supuesta igualdad (Vallespín, 2011).
Con pertinencia, Alain Touraine (citado en Martínez & Blázquez, 2007) señala que una sociedad de cultura homogénea es una sociedad antidemocrática y con menos alternativas para el desarrollo. La diversidad cultural enriquece porque implica la “presencia de fórmulas diversas de hacer frente a los desafíos y a los problemas, constituye un impulso para toda cultura el estar relacionada con otras que le sirven de espejo y se posibilitan nuevas síntesis y mestizajes culturales” (Martínez & Blázquez, 2007, p. 71).
La diversidad cultural refiere la existencia de múltiples y variadas culturas e identidades que determinan los grupos y las sociedades que componen la humanidad (Sartori, 2001). Se revela en las distintas formas de organización social, en los diferentes idiomas y creencias religiosas, en las prácticas del manejo de la tierra, selecciones de los cultivos y dietas, en las expresiones del arte y en todo atributo de la sociedad humana (UNESCO, 2001). Existen culturas que difieren entre sí, como tramas de significado que se entretejen a partir de las distintas experiencias humanas, cada vez más complejas, plurales y dinámicas.
Al dejar de lado las diferencias, nos percatamos que somos sujetos en devenir permanente, en las vicisitudes de la vida, productos de una historia y diversos contextos. Nos definimos y somos definidos, entonces, por las características con las que se nos identifica y localiza, mediante las que buscamos distinguirnos de los otros, integrarnos en conjuntos de referencia y pertenencia, así como en hilos conductores que nos den la sensación de continuidad en los cambios más o menos drásticos de nuestras vivencias (Ruiz, 2009).
Esta diversidad cultural ha sido tema de análisis y debates contemporáneos que procuran contribuir en las nuevas reconfiguraciones sociales que resultan de su aceptación y arraigo, estableciendo con ello un fundamento epistemológico razonable. A este carácter diferencial se le ha nombrado de distintas maneras, entre ellas:
pluralismo cultural: se presenta cuando los segmentos más significativos de la sociedad no sólo reconocen la diferencia como derecho del grupo e individuo que lo integran, sino que la conciben, por el contrario, como un recurso sociocultural que enriquece (García, 1989);
heterogeneidad: es característica de la constitución de sociedades, producto de una combinación y contraposición de patrones estructurales cuyos orígenes y naturaleza son muy diversos entre sí (Cornejo, 2002);
hibridez: abarca procesos en los que estructuras o prácticas sociales, antes separadas, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas en que se mezclan los antecedentes; convirtiendo lo diferente en igual y lo igual en lo diferente, pero de tal manera que lo igual no es siempre lo mismo y lo diferente tampoco es simplemente disímil (García, 1989);
transculturación: se refiere a una forma de contacto cultural que, lejos de ser pensada como una relación unilateral y unidireccional entre una cultura hegemónica o dominante, que actuaría como donadora, y una cultura subordinada o dominada, que sería receptora, es pensada como una interacción creativa entre las distintas entidades hasta lograr una nueva entidad con elementos del par en contacto (Rama, 2008). Supone una dinámica creativa, resignificadora y refuncionalizadora (Weinberg, 2009); y
mestizaje: designa las mezclas interétnicas, tanto la combinación de razas o la producción de fenotipos a través de fusiones genéticas, como el ensamble de hábitos de
vida y formas de pensamiento (García, 1989).
Estos conceptos constituyen una batería de voces que, resignificadas en lo social, sirven para interpretar las realidades que ocurren y/o que habían permanecido ocultas. No pretenden ser absolutos ni concluyentes, ya que son construcciones que pueden cambiar (Salazar, 2009).
Admitir la diversidad cultural representa en sí nada menos que la derrota de la retórica integracionista a favor de una política de diferencia (Martín, 2009), dirigida a situaciones interculturales donde actúan, entran en contacto, armonizan o divergen individuos o grupos sociales de culturas diferentes, que pueden causar a su vez separaciones y pugnas (Ruiz, 2009). Lo diverso es un factor de desarrollo, de creatividad y de prácticas positivas de reconocimiento cultural (Martínez & Blázquez, 2007), por lo que aceptar al otro cultural es hallar un reflejo de nuestra propia existencia, de nuestras propias necesidades, de nuestros objetivos vitales; con lo cual rompemos el caparazón reducido de la particularidad cultural.
Ahora bien, cuando se adquiere conciencia de sí mismo aparece la tentación de definir a lo otro, a aquello que ahora se sabe que no se es. Emmanuel Lévinas (1999) plantea ese otro como constitutivo del sujeto. Es en las relaciones intersubjetivas donde el prójimo en su alteridad se demuestra como imperativo que pone en cuestión la autonomía del sujeto, y la respuesta, por la interpelación del otro, se manifiesta como heterónoma (Dussel, 2014). En este sentido, el problema deja de ser los límites de lo cognoscible —ya no se trata de conocer o reconocer la alteridad— para dar lugar al asunto de la responsabilidad para con el otro.
Roger Bartra (1992) describe con precisión en El salvaje en el espejo que la frontera entre el yo y el otro está custodiada por la ilusión de la identidad pura y sitiada por el afán del yo por autodefinirse; además, los límites establecidos reducen lo otro a lo mismo: “esta obsesión occidental es el Otro, como experiencia interior, como forma de definición del Yo, ha revelado la presencia de otras voces: El Otro ha ocultado al otro” (p. 193). El otro queda eclipsado por el otro (Rabinovich, 2009).
La alteridad supone el reconocimiento del otro a partir de una explicación de los vínculos constitutivos entre el yo y el otro; el análisis de la peculiaridad del sujeto desde el que se extienden hacia lo social (Ruiz, 2007), revela que las manifestaciones de estos vínculos son diversas en las relaciones personales e interpersonales.
Entonces, ¿quiénes somos?, ¿qué o quién nos identifica?, ¿quién soy yo?, ¿qué se me
permite ser según mis facultades? Interrogantes que, junto con las de Jerome Bruner (1991), podrían ampliar el cuestionamiento global:
¿Mediante qué procesos y en referencia a qué tipos de experiencia formulan los seres humanos su propio concepto de YO? y ¿qué tipos de YO formulan? ¿Consta el YO (como había sugerido William James) de un Yo “extenso” que comprende la propia familia, los amigos, las posesiones, etc.? ¿O cómo sugería Hazel Markus y Paula Nurius, somos una colonia de Yoes Posibles, entre los que se encuentran algunos temidos y otros deseados, todos ellos aglomerados para tomar posesión de un Yo actual? (p. 67)
En síntesis, alteridad no es sólo la simple diferencia sino una clase especial de diferencia, que está relacionada con la extrañeza, y no se refiere de manera general o abstracta a otra cosa, sino a otros. Esteban Krotz (2002) indica que
Una persona reconocida como el otro, (…) no es considerada como tal en relación con sus particularidades individuales, y menos aún de las “naturales”, sino como miembro de una comunidad, como portador de una cultura, como heredero de una tradición, como representante de una colectividad, como punto nodal de una estructura permanente de comunicación, como iniciado en un universo simbólico, como participante de una forma de vida distinta de otras, como resultado y creador de un proceso histórico específico, único e irrepetible. (pp. 58-59)
¿Y ahora quién se es? Podemos decir que la identidad se ha convertido en un prisma a través del cual se descubren, comprenden y examinan todos los aspectos de la vida contemporánea. Los seres humanos no se habrían planteado una identidad si la pertenencia hubiera seguido siendo su destino y condición sin alternativa (Bauman, 2005). Ahora que hay condiciones de inclusión, frente a las usuales de exclusión, las preguntas por las otras posibles adscripciones identitarias emanan con legitimidad.
La palabra identidad significa lo mismo. En su acepción más básica incluye asociaciones, por una parte, con los rasgos de los miembros de una colectividad frente a los otros que no
pertenecen ésta y, por otra, refiere la conciencia que un individuo tiene de ser él mismo y distinto a los demás (Solórzano-Thompson & Rivera-Gaza, 2009). Por lo general, al hablar de identidad hay dos situaciones: en la primera tenemos dos o más sujetos que parecen diferentes pero que son en realidad iguales, mientras que en la segunda dos sujetos que siendo distintos son igualados por medio de alguna operación mental. Estos dos modos de entender la identidad perduran en contraposición en las ciencias sociales: los esencialistas consideran que la identidad mana de una naturaleza idéntica compartida, mientras que para los construccionistas la identidad es construida artificialmente en la interacción social (Lomnitz, 2002).
Es una versión conjunta, aunque más cercana por sus fines con la construccionista, aquella que describe la identidad con mayor exactitud: es una construcción social basada en la interacción de un actor con su entorno. Si la interacción está en constante movimiento, las formaciones identitarias de los sujetos sociales carecen de un contenido definitivo o permanente. Así, la identidad es un mapa social de vigencia limitada en el que se inscriben las diversas experiencias de un individuo (Rodríguez & Sieglin, 2009); un proceso psíquico y social siempre en reformulación, a través del cual cada sujeto no cesa de construirse y de ser construido. Por lo tanto, la identidad no es una esencia estable, porque anuda lo biológico con lo social y lo subjetivo.
La identidad como categoría invita al análisis de la producción de subjetividades tanto colectivas como individuales que emergen, o pueden ser percibidas, en los ámbitos de las prácticas cotidianas de lo social y la experiencia material de los cuerpos. La identidad individual permite a las personas mantener libertad y autonomía frente a las obligaciones y restricciones que los grupos obligan a los individuos (Ayestarán, 2011), porque asegura a cada persona el sentimiento de ser único, de ser la misma persona a través del tiempo y del espacio, de ser responsable de las diferentes experiencias vividas en los grupos sociales.
La identidad colectiva ofrece a la persona una interpretación de la estructura social y del lugar que ocupa cada persona en dicha estructura, dentro de la cual puede recibir apoyo de personas y grupos que comparten, al menos parcialmente, un proyecto de vida. El sujeto accede a su identidad gracias a los otros (Ayestarán, 2011). Una identidad colectiva requiere, como mínimo
un sentimiento de pertenencia común; una forma de atribución de este estatus de
pertenencia; alguna comprensión de un interés común; algún tipo de solidaridad entre sus miembros; y un sentido de continuidad, que permita establecer una relación narrativa entre pasado, presente y futuro. (Vallespín, 2011, p.183)
En lo colectivo la identidad ha incorporado elementos contrahegemónicos tales como el espacio, el cuerpo, la vida privada, la sexualidad. Los estudios contemporáneos de la identidad ilustran los múltiples procesos culturales que coadyuvan a la creación consciente y presentación performativa de las identidades (Solórzano-Thompson & Rivera-Gaza, 2009) y buscan la reivindicación de las identidades que se encuentran amenazadas (Sartori, 2001).
La condición subordinada de grupos minoritarios y la ausencia de su voz en la producción cultural de la sociedad en la que se inserta provocan el incremento de movimientos resistentes. En Latinoamérica la exclusión sistemática de lo indígena, obligada a la integración, más la resistencia de grupos étnicos que defienden su lenguaje y sus tradiciones y cultura autóctonas y protestan contra los ataques sociales y militares planeados incluso por las instituciones y los gobiernos, causan, en la tensión del conflicto, la posibilidad de una resignificación de las identidades (Solórzano-Thompson & Rivera-Gaza, 2009).
Las sociedades actuales confrontan la diversidad, como nunca antes en la historia, a partir del reconocimiento de lo otro. Cultura, diversidad, alteridad e identidad, siendo complejas históricas y contextuales (Restrepo, 2009), son en la actualidad un “foco de atención inexcusable para la teoría y la praxis en un doble sentido: como problema y como oportunidad” (Bermejo, 2011, p. 7).
Admitimos que las realidades sociales son eventos sucedidos a partir de una realidad biológica, tienen en ella su origen pero no necesariamente representan su punto final. También que ellas se articulan según intereses y conveniencias (Albert, 2002). Esa articulación social dio pie a la construcción de niveles culturales y civilizatorios cada vez más complejos que, en beneficio de sus integrantes, posibilitó un mayor desarrollo humano. Sin embargo, este desarrollo civilizatorio también ha cobrado cuotas de injusticias e inequidades. Los seres humanos han transitado por distintas valoraciones de sí que alejan y marginan a unos de otros, lo que consecuentemente
inhibe la posibilidad de un tránsito hacia una sociedad más justa y/o mejor. Martha Nussbaum (2008) atina al señalar que los seres humanos tenemos la misma base biológica, pero que es lo emocional donde se evidencia el modelaje de acuerdo a la sociedad respectiva donde se vive. Y se pregunta:
¿Qué diferencia sustantiva existe en realidad entre los animales humanos y los que no lo son, que vaya más allá de la construcción social de sus identidades? Son las relaciones entre individuos los que nos hacen ser y no otra cosa. Es el espejo creador del otro lo que nos permite ser lo que somos siendo –juntos– algo nuevo constantemente. Está clarísimo que no es jamás el mismo espejo en el que derramo mi mirada, ni es mi mirada jamás la misma y se refleja en ese otro espejo (p. 175).
Está claro entonces que la vida humana presenta características invariables que son establecidas por la naturaleza de nuestros cuerpos y del mundo en que habitamos (Capra, 2003). Nuestra mente es resultado de nuestro cuerpo evolucionado; en ella se estaciona nuestra mayor cualidad y en ella, accidental o no, se desarrollan todas las realidades que valen la pena ser vividas, y por desgracia, también las que no (Nussbaum, 2008).
El género es una categoría de análisis de la realidad social y política que surge en el ámbito de las ciencias sociales durante el siglo XX como una propuesta de transformación democrática, y se consolida como una herramienta enfocada a superar las raíces y manifestaciones de la desigualdad entre hombres y mujeres (Cazés, 1998). La teorización feminista del género muestra cómo este concepto regulador de las identificaciones genéricas le otorga significado a la identidad y la diferencia sexuales de acuerdo con un determinado sistema de clasificación. Es decir, el género designa lo clasificado (“hombre” o “mujer”), pero apela también y sobre todo al sistema general de identidad sexual que organiza tal clasificación (Richard, 2002).
Marcela Lagarde (1995) señala que, para comprender la vida social y la cultura, el orden de los géneros es regulado por formas de coerción social, instituciones y mecanismos de vigilancia asignados a cada género de acuerdo con su edad, etnia, clase, religión, nación. Así,
cada sociedad tiene una organización genérica específica, la cual es en sí misma una estructura de poderes, jerarquía y valores. Para Marta Lamas (2012) la cultura identifica los sexos con el género y éste marca la percepción de lo social, político, religioso, cotidiano. De ahí que lo que se juega en la inscripción del otro sea la calidad determinante de la diferencia, en la que intervienen, aparte de la de género, la de clase, etnia, edad, religión, parentesco y otras que marcan exclusiones o inclusiones.
En el imaginario social es común que se confundan los términos sexo y género; a fin de evitar confusiones habría que puntualizar un poco: el sexo se refiere a las diferencias biológicas entre hombre y mujer, esto incluye las particularidades de sus órganos genitales externos e internos, las particularidades endocrinas y las diferencias relativas a la función de la procreación (Vidales, Elizondo, & Rodríguez, 2007); cuando se utiliza el término género, se quiere decir que las diferencias y desigualdades entre hombres y mujeres son construidas por la sociedad, no por la naturaleza (Lamas, 2012), en tanto que las identificaciones sexuales no pueden reducirse a las propiedades anatómicas o biológicas de los cuerpos, ni a los roles socialmente programados en función de estas significaciones, sino que deben entenderse como producto de las complejas tramas de representación y poder que se imprimen en los cuerpos sexuados atravesando los discursos simbólicos de la cultura (Richard, 2002). Judith Butler (2010) considera que no existen papeles sexuales esenciales o biológicamente inscritos en la naturaleza humana, sino formas socialmente variables de desempeñar uno o varios papeles sexuales. Para ella el género se ocupa de deconstruir los marcos interpretativos que se desatan alrededor de los códigos identitarios; muestra que, si el género es una forma de existir del propio cuerpo, y el propio cuerpo es una situación, un campo de posibilidades culturales a la vez recibidas y reinterpretadas, entonces tanto el género como el sexo son cuestiones completamente culturales.
Dentro de los estudios de género se ha desarrollado un campo de reciente interés: los estudios de género de los hombres y las masculinidades. Dicho campo tiene como objeto de estudio a los hombres y lo que éstos hacen como referentes más próximos al problema de la dominación masculina (Careaga & Cruz, 2006).
La identidad es un constructo sociohistórico, simbolizado culturalmente por cada sociedad organizada genéricamente, en la que, desde su subjetividad y el tipo de relación que establecen, los individuos cumplen (favorablemente o no) los papeles y atributos sociales impuestos y asignados a cada género. La diversidad humana, aun dentro de un mismo núcleo cultural, y la posición de los grupos sociales en un sistema dado, lleva al terreno de la identidad: los componentes identitarios no sólo tienen que ver con lo cultural o lo social, sino también con lo personal y subjetivo (Huerta, 1999).
Es importante reconocer que tanto mujeres como hombres han sido educadas/os de forma diferente en nuestra sociedad. Esto forma una identidad de género que se traduce en roles específicos: los hombres desempeñan actividades sociales definidas (cargadores, matemáticos, soldados, policías, etcétera), donde el uso de la fuerza, la racionalización y la agresividad están implicadas; estos roles forman el estereotipo de la identidad masculina. Por otro lado, los tradicionales roles de género asignados a las mujeres son el cuidado del hogar y de las hijas e hijos; la reproducción de estereotipos tradicionales de belleza, la represión del enojo, entre otros. En general, se espera que el rol femenino tenga un mayor manejo de los sentimientos para que la mujer se haga la responsable de la vida emocional de la sociedad (Garda, 2006).
Ahora bien, ¿cómo se construye la masculinidad? La masculinidad tiene una serie de rasgos que se reproducen de generación en generación, misma que a través de diferentes mecanismos va interiorizándose en los hombres a lo largo de un proceso de socialización que contiene diversas presiones y límites, así como varios premios. En este proceso intervienen los padres, la familia, la escuela, amigos, compañeros, la iglesia y los medios de comunicación, etc., y se conforma apegada a ciertos patrones de acuerdo con un modelo no siempre explícito pero hegemónico que permea todas nuestras relaciones (Keijzer, 2001).
Apenas el recién nacido es identificado como hombre, la sociedad le inculcará lo que se entiende por tal, alentándole algunos comportamientos y reprimiéndole otros, fomentándole ciertas convicciones y haciéndole sentir que pertenece a un colectivo masculino que ostenta privilegios, superioridad, poder y autoridad frente al colectivo femenino. Será preparado para ejercer autoridad frente a ellas, como un aspecto fundamental, y que no muestren signos de debilidad ante éstas ni ante sus pares; también, a que tome decisiones y que éstas aparezcan como
lo más sensatas. Así, la expresión de sentimientos como temor, dolor, tristeza, ternura, afecto, compasión, y otros afines, serán considerados femeninos y contraproducentes para los objetivos de control y dominio; por lo tanto, habrá que reprimirlos (Ramos, 2006). Se educa para ser hombre (Guiza, 2010).
En cada sociedad existen grupos de hombres que logran legitimar sus características masculinas y se imponen como modelo de referencia para otros hombres. Al grupo que detenta este modelo se le denomina masculinidad hegemónica (Rosas, 2008). La construcción de la masculinidad hegemónica es un proceso sociocultural histórico cuyo orden de poder es el patriarcado y su paradigma es el hombre. Su base es la supremacía de los hombres y lo masculino sobre las mujeres y lo femenino (Serrano & Pacheco, 2011). La construcción de la masculinidad hegemónica está directamente vinculada con la adopción de prácticas de graves riesgos, en respuesta a un guion socialmente determinado que exagera las conductas más asociadas con la masculinidad, entre los cuales destaca la violencia (Guiza, 2010).
La violencia masculina es una realidad que muchas veces rebasa la capacidad de atención social que requiere, ya por la incapacidad gubernamental, ya por la dificultad que implican las violencias micro que laceran la vida cotidiana de sus víctimas. Existe muchos comportamientos de control y dominación que, debido a la forma en que los hombres los ejercen, quedan ocultos, invisibles y son ejecutados impunemente; se les ha denominado como micromachismos. Ellos se refieren a aquellas conductas violentas sutiles reiterativas y casi invisibles que sólo pueden identificarse en lo cotidiano de la vida diaria, donde son susceptibles de ser atendidas (Villegas, 2005). Ahora bien, al pensar en la identidad masculina, no sólo debe atenderse en función de la violencia que ejerce a otros/as (aunque nunca hay que perderla de vista), puede también hacerse desde las posibilidades valiosas (desde la perspectiva masculina) de ser hombres. Pero ello también es un asunto complejo, pues implica un reconocimiento consciente y un interés legítimo y valiente por transformase en medio de un contexto donde se les asegura que son privilegiados. Es posible que, por ello, la búsqueda de la identidad masculina sea más difícil que la suya para las mujeres (Guiza, 2010).
La masculinidad contiene un conjunto de prácticas sociales, culturales e históricas mediante las que los hombres, en tiempos y espacios específicos, son configurados genéricamente y a partir del cual se reconocen como hombres pertenecientes a contextos y
realidades con diversidades culturales, clasistas, étnicas, lingüísticas, etarias, sexuales, laborales, territoriales (Serrano & Pacheco, 2011). La masculinidad está grabada en los cuerpos, en las relaciones, en las prácticas y sus consecuencias, a la vez que es construida sociocultural e históricamente (Rosas, 2008). En este sentido, es posible y deseable pensar que pueda invertirse el proceso con el que se ha construido; deconstruirlo, “desmontarlo” pieza por pieza y revertir las oposiciones jerárquicas que hay en todas las relaciones humanas (Quevedo, 2001) y, de ese modo, volver a reflexionar de manera crítica y vivencial sobre otras posibilidades de ser hombre.
En síntesis, la identidad masculina es resultado de las normas, valores, significados y códigos de conducta que se atribuyen a los hombres. La masculinidad no es permanente, estática ni es una sola. En la vida cotidiana existen diferentes tipos de masculinidad (Connell, 2010); éstos se construyen a lo largo de la vida de las personas y, con los códigos aprendidos, van ajustándose según el ciclo de vida y el entorno social. La cultura atribuye a los hombres las características de fuerza, competencia, destreza, control, racionalidad y autoridad. Estas características cambian según la generación y la posición social. Las nuevas masculinidades consisten en la transformación de esas características ideales de masculinidad, por otras centradas en la corresponsabilidad y la equidad (Figueroa & Franzoni, 2011)
Se calcula que en el mundo viven alrededor de 400 millones de personas indígenas divididas en por lo menos 5 mil pueblos. Están presentes en todos los continentes, aunque no en todos los países (ONU, 2010). En América tienen presencia en la mayoría y son alrededor de 60 millones (Zolla & Zolla, 2004).
Un rasgo fundamental de la población indígena en México es su diversidad. Los indígenas mexicanos no son una población homogénea. Actualmente hay más de 55 millones de indígenas mexicanos (INEGI, 2015) congregados en 62 pueblos indígenas a los que corresponden las 62 lenguas indígenas usadas a lo largo del país; en el interior de esos pueblos hay pluralidades lingüísticas, culturales e incluso religiosas mucho más amplias (CDI, 2010).
Entonces, el mundo indígena es complejo y diverso. Por un lado existen grupos indígenas con una muy rica veta milenaria que se revela en sus lenguas y costumbres; por otro, existen grupos con una veta que deriva de las relaciones de convivencia y dominación de la etapa
colonial. Ambos comparten historias y relaciones de dominación y exclusión similares, pero difieren en proyectos de desarrollo, lo que dificulta formular propuestas para que superen los rezagos sociales y económicos que padecen. Aunque hay planteamientos que reivindican la preservación de lo identitario como el único recurso para lograrlo; y, a su vez, posturas opuestas que abogan por la incorporación o asimilación de nuevas visiones y procesos de desarrollo, esto es, preservar la identidad pero sin rechazar la integración y el cambio. Como ocurre en numerosos países, sea por razones históricas, económicas o sociales, por persecuciones, o bien por desplazamientos que los excluyen del desarrollo, muchos de los asentamientos de la población indígena están caracterizados por la dispersión territorial. De las poco más de 192 mil localidades que integran México, 34 mil 263 tienen un 40% de población indígena, 22 mil de las cuales tienen menos de cien habitantes (CDI, 2014).
Las áreas de mayor concentración están en el interior del país, son regiones de difícil acceso en zonas desérticas, montañosas o selváticas. Son los casos de las agrupaciones tarahumara, wixárika, maya y huasteca en zonas como la montaña de Guerrero, la selva lacandona, la sierra mixteca y los valles centrales, por mencionar algunas de las más notorias. Recientemente las personas indígenas han empezado a desplazarse hacia las ciudades; 17.1% vive en metrópolis como Monterrey, Cancún y Guadalajara, las cuales tienen las mayores tasas de crecimiento de esta población (CDI, 2010). Este nuevo escenario implica otras posibilidades de ser indígena y otras hostilidades para dejar de serlo; un escenario aún no explorado a cabalidad, donde está en juego la permanencia de su identidad.
El estado de NL fue fundado sobre la destrucción de las comunidades indígenas originarias de la región. Luego del despojo, el crecimiento poblacional nuevoleonés avanzó lentamente. Su posterior desarrollo industrial dio un impulso importantísimo al aumento poblacional, impulso que, por un lado, multiplicaba algunos sectores y, por otro, difuminaba la presencia de otros, entre ellos el indígena (López, 2016). En 1877, José Eleuterio González (1885) sentenció que los indígenas naturales de la región habían desparecido.
Desde ese entonces, las personas indígenas desparecieron de los registros de NL, y no es sino hasta la década de 1960 que surgió un renovado interés por la identificación de un reciente
fenómeno de arribo étnico. Investigadores sociales dirigieron su atención y sus estudios a “las condiciones de llegada de los miembros de distintos grupos étnicos a un estado construido a partir del exterminio de las poblaciones indígenas en su territorio” (Durin, 2006, p. 15), y pusieron especial atención en los nuevos indicadores de medición de esta población responsabilidad de las instituciones encargadas de tales procedimientos.
Según datos recientes, en los últimos años la cantidad de indígenas que residen en NL ha aumentado considerablemente (CDI, 2010; CONAPO, 2014; INEGI, 2014; e INEGI, 2016). En 1970 apenas había 787 hablantes de lenguas indígenas en NL, que representaba 0.046 por ciento de la población total de ese año. En 2015 la población hablante de lengua indígena alcanza los 59,196 lo que representa casi el 1.2 por ciento de la población total. Para ampliar esta información, enseguida se presentan los siguientes datos poblacionales:
Conteos | Población indígena según La CONAPO/CDI | Población hablante de lengua indígena según INEGI (1) | ||||||
Población total | Total | Porcentaje de incremento | Proporción respecto a la población total | Población total | Total | Porcentaje de incremento | Proporción respecto a la población total | |
2015 | 5 119 504 | 121 296 | 48 | 2.4 | 4 860 623 | 59 196 | 47 | 1.22 |
2010 | 4 653 458 | 81 909 | 42 | 1.76 | 4 347 510 | 40 137 | 36 | 0.87 |
2005 | 4199 292 | 57 731 | 95 | 1.37 | 3 720 379 | 29 538 | 91 | 0.70 |
2000 | 3 834 141 | 29 602 | 176 (2) | 0.69 | 3 392 025 | 15 446 | 110 (2) | 0.40 |
Población hablante de lengua indígena a partir de los 5 años.
Porcentaje a partir del Censo de 1990.
Fuente: Elaboración propia a partir de: CONAPO, 2014: Dinámica demográfica 1990-2010 y proyecciones de población 2010-2030; INEGI, 2015: Censos de Población y Vivienda, Nuevo León 2010: Tabulados del Cuestionario Básico; INEGI, 2016: Encuesta Intercensal. Principales resultados; CDI, 2010: Indicadores sobre la población indígena de México; y CDI, 2016: Fichas de información básica de la población indígena, 2015.
De entre los datos poblacionales de las personas indígenas en el estado de NL, ha de destacarse la condición bilingüe de la población hablante de lengua indígena ya que, siendo este un factor muy importante para su desarrollo, la mayor parte de ellas conservan su lengua materna y utilizan el español. Frente a este aspecto surgen más interrogantes que certezas: ¿qué porcentaje
de estas personas transmiten a sus hijos (en su caso) su lengua materna?, ¿cuántas de ellas son lo suficientemente aptas para leer y escribir en su lengua materna y en español?, entre las personas indígenas que se quedan definitivamente en NL ¿en qué grado y –en su caso- hasta qué generación se disuelve entre las identidades nuevoleonesas su identidad indígena manifiesta –en este caso- por su lengua materna?
La población en NL se concentra mayoritariamente en el Área Metropolitana de Monterrey (AMM). Las personas indígenas también siguen ese patrón, aunque habría que destacar el reciente incremento notable en municipios periféricos al AMM donde, por ejemplo, aparecen municipios con alta concentración indígena como los municipios de Pesquería con 3,079 habitantes hablantes de lengua indígena, Zuazua con 1,602, Ciénega de Flores con 1,471, y El Carmen con 1,212. Aun así la mayor parte de esta población se concentra en el AMM donde habitan poco más del 81 por ciento. De los municipios más poblados del AMM, caben mencionar: en primer lugar Monterrey, capital de NL, donde está alrededor del 18 por ciento de la totalidad de indígenas; García, en el segundo lugar, con el 14 por ciento; y con el 12 por ciento, aparece en tercero, el municipio de Juárez. De la totalidad en el estado, cuatro de cada cinco personas hablantes de lengua indígena en NL viven en el AMM.
Los pueblos indígenas considerados como tales por el Artículo 2 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (2014) son “aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciar la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas o parte de ellas” (p. 4). Una de las características más importantes, de los pueblos indígenas es su lengua, pues ellas se asocian significativamente a su identidad cultural y, en consecuencia, enriquecen con su diversidad a todo México. En NL, si bien están registrados hablantes de 52 de las 68 lenguas indígenas existentes en México, las lenguas indígenas más habladas en el estado son el náhuatl, el tének y el otomí (CDI, 2010).
Actualmente en NL hay una minúscula mayoría de mujeres mayores de tres años: 2,452,451 (lo que representa el 50.46 por ciento de su población total), por sobre la cantidad de hombres mayores de tres años: 2,408,172 (lo que representa el 49.54 por ciento de su población total). En el sector de la población indígena caracterizada en el mismo rango de edad, son los hombres los que ostentan una mayoría también mínima (aunque un poco mayor) de casi el cuatro
por ciento: los hombres hablantes de lengua indígena mayores de tres años se calculan en alrededor de 30,764 (lo que representa el 51.97 por ciento de su población total), las mujeres se calculan en 28,432 (lo que representa el 48.03 por ciento de su población total).
En los distintos municipios del estado, las variaciones proporcionales entre ambos sexos no son tan diferentes pues mantienen una paridad más o menos equilibrada, sin embargo hay algunos municipios donde el dato presenta, por sus divergencias, algunas áreas distintas de interpretación: en los municipios de Guadalupe y Santa Catarina la proporción de hombres es un poco mayor que en otros municipios, respectivamente ésta se enumera con el 60 por ciento para Guadalupe y el 59 por ciento para Santa Catarina; el caso más singular es el del municipio de San Pedro donde el 74 por ciento de la población hablante de lengua indígena es del sexo femenino. Estas divergencias entre municipios pueden explicarse –entre otras razones- por la división sexual del trabajo (por ejemplo y sin ser exclusivos: empleo doméstico para el sexo femenino y trabajo industrial para el sexo masculino) y por las características propias de las condiciones de empleo que resultan en interés migratorio para las personas indígenas hacia los lugares donde se ofertan.
Durante la Encuesta Intercensal 2015 del INEGI, y con la aparente intención de mejorar los mecanismos de medición de la población indígena que resultan limitados y en cierto sentido discriminantes (cuando éstos se basan sólo en la condición del habla de lengua indígena para su identificación), se ha incorporado como indicador adicional la autoadscripción total o en parte a un origen étnico. En este sentido, también se incorporan a este sector étnico no sólo la población indígena tradicional sino también la afrodescendiente.
En comparación con la condición hablante de lengua indígena, en términos de autoadscripción el INEGI (2015) muestra cifras mucho mayores -lo que refuerza con evidencia la dificultad de identificación de la cantidad de personas indígenas en el estado. En NL, las personas que se asumen totalmente como indígenas son 352,282, lo que representa el 6.88 por ciento de su población total (5,119,504); parcialmente se autoadscriben como indígenas 58,874, lo que significa el 1.15 por ciento del total en NL. A estos números habría que agregar que, por separado, se contabilizan a aquellas personas que, al considerarse afrodescendientes, enriquecen también el prisma cultural nuevoleonés. Este sector poblacional cuenta con 76,241 personas que se autoadscriben totalmente como afrodescendientes, lo que representa el 1.46 por ciento de la población total de NL; parcialmente se autoadscriben como afrodescendientes 18,430 lo que
significa el 0.36 por ciento del total en NL. En suma la población que se autoadscribe total o parcialmente con origen étnico en NL es de 457,827, lo que representa el 9.88 por ciento de su población total. En síntesis, actualmente uno de cada diez nuevoleoneses se considera a sí mismo total o parcialmente como indígena o afrodescendiente. Para ampliar esta información, enseguida se presentan los siguientes datos poblacionales:
NL | Hablante de lengua indígena | Autoadscripción étnica | ||||||
Población total | Población hablante de lengua indígena mayor de 3 años | Población que se autoadscribe totalmente indígena | Población que se autoadscribe parcialmente indígena | Población que se autoadscribe totalmente afrodescendiente | Población que se autoadscribe parcialmente afrodescendiente | Total de la población que se autoadscribe total o parcialmente con origen étnico. | Porcentaje de etnicidad en NL en relación con su población total | |
5 119 504 | 59 196 | 352 282 | 58 874 | 76 241 | 18 430 | 457 827 | 9.88 % |
Fuente: Elaboración propia a partir de: INEGI, 2015: Tabulados de la Encuesta Intercensal.
La alternativa de emprender una nueva vida en un lugar diferente, en la búsqueda de un bienestar social —vivienda, salud, seguridad, trabajo, educación, etcétera—, ha sido motivo para que las personas migren en nuestro país. Los cambios de residencia han acontecido en nuestra historia y han sido motor de desarrollo, por ello, la migración es considerada una importante fuerza modeladora de la estructura social en los lugares receptores. Sin embargo, el rápido crecimiento urbano suscita múltiples problemas, como la creación de nuevas zonas habitacionales, de empleo, y de integración social, por mencionar algunos ejemplos (López, 2017).
Durante mucho tiempo se ha creído que los indígenas sólo podían o debían vivir en sus regiones campesinas originales. Esta impresión, aunque no ha cambiado del todo en el imaginario social, si se ve enormemente contrariada por los hechos que muestra nuestra actualidad (López, 2017). En los últimos treinta años, debido a los cambios estructurales en la economía nacional, uno de cada tres indígenas vive en contextos urbanos (INEGI, 2014). El estado de NL es el tercer polo urbano más significativo en recepción de migrantes indígenas en el país y en ella están presentes 52 de las 68 lenguas autóctonas existentes en México (INALI, 2008). Es de destacarse
que el 40 por ciento de los indígenas que viven en NL han nacido ya en la entidad, y que su tasa de crecimiento anual es de las más grandes del país, con 10 por ciento (CDI, 2010). Por todo esto adquiere mayor urgencia, y relevancia el reconocer la indudable presencia (y las implicaciones sociales que ello conlleva) de lo que Diana García Tello (2010) denomina como indígena regio o indígena nuevoleonés.
Las intenciones científicas de esta incipiente propuesta de investigación se construyen ante la necesidad de entender los nuevos procesos dinámicos de génesis de identidades masculinas de indígenas de segunda generación en un contexto urbano tras un proceso de migración familiar. Para ello, es menester precisar cuál es la situación ontológica y las características existenciales que derivan de estas nuevas identidades, e indagar el por qué, para qué y cómo éstas últimas se ven constituidas, afirmadas o conflictuadas por las influencias permanentes de las identidades masculinas predominantes en los lugares de origen y destino familiar, así como por las incidencias circunstanciales que se derivan de un proceso migratorio que, aunque no se desprende de una acción propia, si permea a la familia y origina reconfiguraciones identitarias en los individuos que la conforman.
Los hombres indígenas de segunda generación que residen en Nuevo León ven obstaculizado el sostenimiento de las identidades masculinas tradicionales y se ven inmersos en un contexto social distinto donde la reconfiguración de sus masculinidades transita por estadios socioculturales que les dificultan la consolidación de una identidad estable. Inmersos en un prisma cultural que les problematiza su definición, no reconocen total o parcialmente como propios los estereotipos de masculinidades que les son transmitidos por sus padres y que se remiten a su lugar de origen, ni tampoco aceptan del todo los paradigmas culturales que se imponen en el lugar de destino. Así, para la construcción de sus identidades masculinas, se ven orillados a conciliar -además de las vicisitudes propias de sus intereses individuales-, las características de ambas identidades colectivas, lo que genera en ellos una posición permanente de conflicto existencial. Sin dejar de ser lo que han sido, y sin ser aun lo que serán, estos hombres
indígenas anclados en contextos complejos y multicausales, están generando masculinidades nuevas por describir, estudiar y aprehender.
Antes del evidente interés por tratar de entender el cómo se construyen las identidades masculinas de los hombres indígenas residentes en Nuevo León, será fundamental el profundizar en el conocimiento del contexto en el que se construyen y de la afectación que esta construcción implica en la vida cotidiana de los sujetos que les recrean en lo concreto. Aunque algunas delimitaciones y fronteras conceptuales habrán de referirse, no será este un recorrido teórico rígido sobre el problema. No habrá tampoco gran esfuerzo en polemizar sobre los tensos debates dicotómicos de hombre/mujer, indígena/no-indígena, o rural/urbano, ni sobre los conflictos que les resultan propios y se acentúan en contextos identitarios hegemónicos, patriarcales, heteronormados y etnocentristas. En lo profundo, esta acometida teórica se soportará en una elasticidad indispensable para la integración de objetividades que se desprendan de la literatura científica sobre el tema y de subjetividades derivadas del hecho existencial de vivir siendo hombre y de las vicisitudes contingentes que implica –siendo uno y singular- la exigencia de ser parte de una identidad colectiva.
Pregunta de investigación principal
¿Cómo son las identidades masculinas de los indígenas de segunda generación que residen en Monterrey, Nuevo León?
Preguntas de investigación secundarias
¿Cómo son autopercibidas las identidades masculinas y los elementos que les constituyen, por los indígenas de segunda generación que residen en Monterrey, Nuevo León?
¿Cómo determinan los procesos de socialización la construcción de las identidades de género de los indígenas de segunda generación que residen en Monterrey, Nuevo León?
¿De qué maneras, el origen étnico y la multiculturalidad del lugar de residencia, inciden en la construcción de la identidad de los indígenas de segunda generación que residen en Monterrey, Nuevo León?
¿Qué tan preparados y dispuestos se encuentran los hombres indígenas de segunda generación que residen en Monterrey, Nuevo León, para la configuración de una
identidad flexible y versátil que haga frente a una sociedad cada vez más global?
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