Ricardo Espinoza Toledo1
Palabras clave: democracia; presidencialismo; participación; reformas constitucionales; centralización.
México tiene un sistema político que funciona con crecientes problemas de representatividad. La estructura de poder sigue siendo la misma de antes de la democratización, excepto que se incorporó a PAN y PRD en la lógica anterior. Como consecuencias del Pacto de 2012, se desestructuraron los equilibrios políticos y los contrapesos que se creían firmes, se sometió al Congreso a través de los dirigentes del PAN y PRD y se domesticó a las oposiciones. El principio de división de poderes se afectó y el presidente se fortaleció. A pesar de ello, y quizás también por ello, no hay acciones de gobierno, en sentido estricto, pues la función de los gobernantes se reduce a administrar lo contingente y a presentar como obra realizada lo que se ha prometido, sin haberse cumplido; a su vez, se legisla “con visión de futuro”, pero no se atienden los problemas
del presente.
Sin embargo, las reformas necesarias no se pueden instrumentar cuando el gobierno no consulta ni persuade. Tampoco es posible combatir la corrupción gubernamental cuando el mismo gobierno la concibe como irrelevante. Así, mantener inalterada la estructura del poder provoca el estancamiento de las reformas y del proceso de democratización. El sistema electoral y sus interminables reformas atienden los mecanismos de asignación del poder, pero no su ejercicio. Y no se puede llevar a cabo una reforma democrática sin afectar a los grupos cercanos al poder y la estructura presidencialista. La reforma democrática del poder político en México sigue ausente. Mientras no se establezcan procedimientos democráticos, los resultados no podrán ser democráticos, como sostiene Sartori (1991).
En este texto tomamos como equivalentes las nociones de gobierno de presidente fuerte, gobierno presidencial, régimen presidencial y presidencialismo para referirnos al caso mexicano, sin desconocer los matices ofrecidos por el Profesor Maurice Duverger. Precisemos: partimos del supuesto de que no hay una única variante presidencial en el mundo: el presidencialismo norteamericano, por ejemplo, es muy distinto del mexicano, solo que en este texto nuestra reflexión no va más allá de México. Esta presentación consta de 4 apartados en el orden siguiente: 1/ El gobierno presidencial rebasado; 2/ La estructura de poder preserva privilegios; 3/ Democratizar para proteger la institución presidencial; 4/ La debilidad del gobierno presidencial.
El régimen presidencial mexicano se diseñó para fortalecer y proteger al presidente. Al surgir de elecciones directas, se le dotó de legitimidad propia; al no tener responsabilidades políticas frente al Congreso, no se le puede llamar a cuentas ni destituir. Además, dispone de atribuciones legales que no se reducen a las ordinarias, en materia de telecomunicaciones, de energía, de inversiones y de expropiaciones, a pesar de los recientemente creados “organismos autónomos”. Por lo demás, dispone de una gran válvula de salida de las presiones políticas: las reformas electorales permanentes. Estas encuadran el conflicto y operan como espacio de negociación y acuerdos entre las fuerzas políticas por medio de reformas interminables. En ese espacio se satisfacen la expectativas y exigencias de los opositores que pierden motivos para cuestionar la estructura de poder.
La estructura de gobierno mexicana es “ideal” para un presidente porque le reduce al máximo los costos de transacción. Como no tiene compromisos institucionales con la oposición, sus arreglos políticos le han resultado efectivos, con socios ocasionales y sin poner en juego lo fundamental: su capacidad de control político. Gracias a ello, ningún sexenio presidencial ha sido interrumpido. Cuenta con otro elemento determinante: la disciplina de su partido. El partido es un organismo estratégico, en toda la extensión del término, pue es el espacio de distribución de candidaturas y cargos, punta de lanza contra la oposición, maquinaria electoral y apoyo organizado al presidente.
El presidente dispone de recursos que controla en exclusiva. En la administración pública, nombra y remueve a sus colaboradores, muy pocos con la aprobación del Senado; en cuanto a los recursos, distribuye los dineros públicos: define los tiempos de envío a través de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), beneficia o castiga a gobernadores, supervisa los recursos federales utilizada como arma de presión a adversarios y tiene atribuciones legales para hacer reasignaciones. La estructura federal le ayuda: en caso de conflictos, empuja al gobernador correspondiente a actuar; excepcionalmente, el conflicto lo atrapa (Ayotzinapa, maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, CNTE). Pero también puede dar espacio a sus aliados en estados, como al partido Verde en Chiapas. Puede obstruir y atacar a sus adversarios a través de su influencia en los medios, filtrar expedientes de la Procuraduría General de la República (PGR), orientar la acción de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (FEPADE) y presionar al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la federación (TEPJF) y la Suprema Corte de Justicia (SCJ).
La divisa de los presidentes mexicanos ha sido no compartir las decisiones. Una práctica de los gobiernos de la alternancia, de 2000 a 2012, fue la confrontación con la mayoría de oposición en el Congreso. Fox y Calderón pedían mayoría en elecciones legislativas intermedias como “condición del cambio”: la oposición obstruye al presidente en el Congreso, era su lema. Fox incluso recurrió a la controversia constitucional contra el Congreso como una forma novedosa de veto al Presupuesto, en 2005. Calderón promovió la iniciativa preferente, las candidaturas independientes, una segunda vuelta en elecciones presidenciales y acabar con la pista plurinominal buscando, con todo ello, fortalecer al presidente. Ningún presidente mexicano se ha orientado en la búsqueda de gobiernos de coalición pues lo consideran un mecanismo que,
al compartir el poder, debilitaría aún más su fuerza.
El correctivo fue el Pacto de 2012 que afianzó la centralización presidencial. Como candidato y luego presidente, Peña Nieto ha sostenido propuestas para asegurar la mayoría presidencial en el Congreso, como quitar el límite de 8 % a la sobrerrepresentación, acabar con los legisladores plurinominales y darle mayoría absoluta de legisladores al partido que obtenga al menos el 35 % de los votos. Peña inició su gobierno cobijado en el Pacto por México, alianza política que le aseguró mayorías ampliadas en el Congreso y le permitió alinear a sus opositores.
Si se observa bien, con esos recursos ningún presidente requiere gobernar en coalición. La promoción de gobiernos de coalición en México ha sido obra de las oposiciones, pero, como dijimos, de ningún presidente. Durante el gobierno de Calderón, el PRI hizo aprobar algo que llamaron “gobierno de coalición”, que no es otra cosa que gobiernos multipartidistas (Chasquetti, 2003); bajo el gobierno del PRI, y en plena campaña electoral, la alianza de PAN, PRD y MC retomó el tema. Vimos antes que los presidentes disponen de medios para eludir gobernar en coalición, y les ha funcionado. Por esa razón, los presidentes han coincidido en mantener sin cambios la estructura de poder.
El problema del gobierno presidencial en México es que lo vuelve objeto de las demandas y los ataques sin que disponga de los medios para su satisfacción. Así, la centralización presidencial convierte al presidente en punto de partida y de llegada de reclamos y críticas. Las omisiones de gobernadores y ex gobernadores se hacen recaer en el Ejecutivo federal, las fallas del sistema de justicia se atribuyen al presidente, la delincuencia desbordada es otra muestra de la ineficacia presidencial, la pobreza y la desigualdad debilitan su función y a su titular y la corrupción lo supera.
El llamado gobierno de coalición en México, previsto en el artículo 89; XVII de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, es muy limitado. Básicamente, este “gobierno de coalición” consiste en la ratificación del gabinete presidencial por el Senado. Primero, se construye a propuesta del presidente, es decir, cuando ya está en funciones y tiene su programa de gobierno; segundo, lo puede disolver el presidente, si así lo decide, sin consecuencias políticas ni para el gobierno ni para el Congreso. Independientemente de eso, el presidente puede remover libremente al gabinete en todo momento. Con un “gobierno de coalición” así y sin él, el rumbo del gobierno y del Congreso sigue igual que antes de empezar,
porque no hay condicionamientos institucionales que obliguen a modificar políticas y programas de gobierno. Con este esquema, estamos ante una versión matizada del régimen presidencial con apariencia de coalición.
Un auténtico gobierno de coalición instituye la negociación entre fuerzas políticas diferentes y establece consecuencias para los pactantes en caso de ruptura. Cuando no hay consecuencias políticas ni para el gobierno ni para el Congreso, se pierde su esencia, que es gobernar en coalición (Strom, 1990). Y no puede hablarse de verdaderos gobiernos de coalición cuando se mantiene intacta la estructura presidencial. El gobierno de coalición supone y requiere transformar el régimen presidencial para establecer mecanismos institucionales que ofrezcan certezas a los coaligados. La fórmula institucional del gobierno de coalición cobija lo siguiente: como el gobierno depende de mayorías construidas con otros partidos, la desintegración de la coalición es también la caída del gobierno. Ese diseño induce siempre y abre el espacio a la negociación de programas y políticas entre partidos diferentes que hace posible la permanencia del gobierno.
El pluripartidismo no cambió el régimen político mexicano ni la promesa de los panistas en el gobierno de la República. A pesar de los enfrentamientos con el Congreso, el presidente no ha sido bloqueado por las oposiciones. Las movilizaciones sociales cada vez más amplias, a su vez, son dispersas, diversas y efímeras y no han tenido efectos políticos significativos. En cuanto a los partidos de oposición, siempre ha habido uno que colabora con el Ejecutivo: el PAN con Carlos Salinas y el PRI con Fox y Calderón. El presidente únicamente se enfrenta de manera selectiva a sus opositores, aunque de Salinas a Calderón, todos combatieron al PRD. Agrupados en el Pacto de 2012, las oposiciones del PAN y PRD colaboraron con el presidente del PRI.
Los conflictos entre fuerzas políticas se circunscriben al sistema electoral y son negociables, hasta incluso modificar la Constitución en la materia para destituir a los consejeros, como en 2007. Las críticas y fallas se orientan al Instituto Nacional Electoral (INE), al TEPJF y a la Fepade. Fuera de eso no hay negociación ni discusión. El régimen le es funcional a los actores políticos pues les asegura la circulación de sus élites y la alternancia pacífica. Eso explica por qué los partidos políticos mexicanos son presidencialistas: ante todo, coinciden en favorecer al presidente: desde su punto de vista, no hay razones claras para modificar la estructura de poder. Sin embargo, el ejercicio de gobierno en solitario es cada vez menos efectivo y constructivo para
la institución presidencial y para gobernar en pluralismo.
La liberalización de las relaciones económicas que llega hasta las reformas del Pacto por México (2012-2013), ha consistido en una serie de renuncias que han dejado al Estado en posición vulnerable. Acabar con la rectoría económica del Estado y equiparar las relaciones de propiedad pública y privadas a través de las reformas a los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución o la reforma laboral que debilita el contrato colectivo con las reformas al artículo 123 constitucional, son concesiones a la inversión privada, nacional y extranjera. La desventaja es que esas medidas no se han traducido en mayores y mejores empleos ni en mayor inversión privada para beneficio social ni en un auténtico Estado de Derecho,1 como lo ofrecieron los gobiernos del PAN y del PRI, sus promotores.
Existe ahora un cuadro en el que, desintegrada la anterior estructura constitucional, el Estado desmantelado por las múltiples reformas hace que el nuevo diseño se presente desarticulado e incapaz de mejorar las condiciones de existencia de los mexicanos, desprovisto, además, de medios para combatir las causas de la corrupción que lo corroe y tampoco ofrece mayores certezas jurídicas de las que aseguraba el viejo presidencialismo.
Sobre la base de interminables reformas a la Constitución y a las leyes y la creación de nuevas, se fueron justificando las decisiones del presidente, impulsor exclusivo del nuevo proyecto. Más que cambiar la realidad política y económica del país, los incesantes y reiterativos cambios en la formalidad jurídica dan la imagen de gobiernos reformadores que, sin embargo, deciden sin consulta y sin consensos sociales amplios. Cambiar las leyes para mantener y renovar los controles políticos ha sido la acción de los gobiernos. La obsesión de reforma permanente ha provocado disposiciones duplicadas, uso variable e inconsistente de la terminología, disparidad en el alcance y profundidad de la regulación, desorden y falta de sistema en la materia regulada, deficiente ubicación de las disposiciones constitucionales y errores en la actualización del texto (Fix-Fierro y Valadés, 2017). Si la Constitución fuera simplemente “una hoja de papel”, como cuestionaba Lassalle (1976), con los 699 cambios que ha sufrido desde 1917 hasta 2016, tendríamos otra realidad social, económica y política, esto es, una nueva Constitución real.
Las reformas a la Constitución promovidas por el gobierno de Enrique Peña Nieto
completan el ciclo de desmantelamiento del Estado surgido de la Revolución y de su Constitución. Progresivamente se ha operado un retiro del Estado, de sus originales compromisos sociales que lo concebían como un Estado nivelador y protector de las mayorías en situación de desventaja. La situación de desventaja de las mayorías no ha cambiado, pero desapareció el papel nivelador del Estado. Precisamente en ese reconocimiento se fundaba el intervencionismo estatal en materia de derechos laborales, su función de asistencia social (en salud y educación) y, de manera destacada, sus atribuciones para determinar el régimen de propiedad.
El libre comercio, divisa de los gobiernos norteamericanos, fue adoptado por los gobernantes mexicanos como el gran proyecto de modernización del país. A esa concepción estorbaba todo lo que de original, es decir, nacional, tenía la Constitución. Dañado por la impunidad, desde entonces la estrategia del gobierno consistió, no en combatir la corrupción que se había vuelto el lubricante del sistema político, sino en acelerar el deterioro de las instituciones inadecuadas para el libre comercio.
La tarea de los grupos gobernantes mexicanos consistió en instrumentar las interminables reformas a la Constitución para adecuarla a los requerimientos del libre cambio. La letra de la Constitución se ha ajustado a una realidad que no corresponde a la nuestra. En ese país imaginario, en el que las desigualdades extremas y la debilidad que caracterizan a la sociedad y la economía mexicanas no existen, solo hacía falta una operación de los grupos políticos para eliminar los dispositivos constitucionales de protección de las mayorías y de la soberanía nacional. Toda referencia a lo nacional aparece entonces como anacrónico, pre moderno, una barrera que había que romper. En esa lógica, para la tecnocracia gobernante los grandes y ancestrales problemas nacionales se seguían arrastrando por estar atados a un pasado y a una estructura constitucional inadecuada para los tiempos modernos.
El presente caracterizado por la ausencia de Estado de Derecho, con infraestructura insuficiente e inadecuada, de desempleo, de inseguridad desbordada y de educación de bajo nivel, se asemeja a un hoyo que sencillamente quedará tapado por el influjo de la modernización deseada, sin necesidad de hacer nada más. Para la tecnocracia gobernante no hay necesidad de afectar los intereses de los grupos que lucran con los recursos públicos ni en materia de educación ni de energéticos ni en ningún otro tema; lo decisivo es romper las ataduras con un pasado que se considera desfasado, y la modernidad vendrá como por milagro.
En ese proyecto no cabe ni la democracia ni la participación social ni los contrapesos al poder, porque representan una amenaza a la instrumentación de los cambios formales deseados. En su concepto, la realidad equivale a la formalidad constitucional y jurídica. Pero si bien las Constituciones son documentos legales caracterizados por mandatos y prohibiciones, no se reducen a eso, porque establecen, ante todo, una estructura de incentivos, de recompensas y de reprimendas que aportan la ingeniería del comportamiento de una Nación. Por tanto, la Constitución no es solo un sistema bien conectado de preceptos, de órdenes y prohibiciones, sino que va más allá, pues su objetivo es controlar y limitar el ejercicio del poder. La estructura y las funciones del gobierno son fundamentales para su existencia: es la estructuración eficiente del ente político (Sartori, 1984). Eso, sin embargo, fue omitido por los gobernantes y representantes mexicanos pues significaba negar la acción de esos reformadores para quienes la eficiencia del gobierno es solamente traducir sus intenciones en leyes.
Estos gobernantes creen que privatizar es la medida más efectiva antes que convertir a Pemex en una empresa competitiva y eficiente. De esa forma, consideran más rentable poner en venta los recursos del subsuelo que el rescate de Pemex (PRD, 2013). En la vorágine de cambios a la Constitución, se impone la creencia según la cual, el curso de los acontecimientos derivados de los propósitos establecidos en las reformas se encargará de resolver los grandes problemas nacionales, y no la acción del Estado. En cuanto a las telecomunicaciones, las reformas de 2013 reivindican el contenido antimonopolios previsto en la Constitución y levantan las barreras a la inversión privada, nacional y extranjera, pero sin construir mecanismos de contrapeso para el control efectivo de los “sujetos preponderantes”, como se les llama eufemísticamente, ni modificar el dominio casi exclusivo de las grandes empresas televisivas, de telefonía y otras.
En México, las reformas a la Constitución y a las leyes derivadas son debilitadas sistemáticamente por los arreglos entre el gobierno y los grupos de poder que las hace posibles. Las reformas del Pacto por México encontraron así su primer freno. En materia de educación, las modificaciones promovidas desde el gobierno de Carlos Salinas que desembocaron en las de 2013, se han propuesto rescatar la política educativa de manos del sindicato de maestros, pero sin acabar con los privilegios ni con la relación clientelar que mantiene el gobierno con los dirigentes del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). Algo parecido ocurre con Pemex y su sindicato: se ponen a subasta los recursos de la Nación con las reformas de 2013,
pero sin afectar la relación del gobierno con la organización sindical que es parte de su clientela política.
Por sus resultados, las reformas a la Constitución y a las leyes han tenido un objetivo puramente político y no el cumplimiento de los propósitos buscados. El combate a la corrupción, iniciado con la “renovación moral” del gobierno de Miguel de la Madrid y continuado a través de una serie interminable de reformas constitucionales y legales hasta llegar al “sistema nacional anticorrupción” (DOF, 18 de julio de 2016), ha ido de la mano con la ubicación de México como uno de los países más corruptos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y de América Latina; las permanentes reformas en favor de la transparencia pública, que han derivado en reconocimientos internacionales, también lo sitúan como uno de los países menos transparentes del mundo. Ocurre que tantas reformas no combaten ni las causas ni las fuentes de la corrupción, sino que atienden solo a sus síntomas. A pesar de la existencia del Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI) y de numerosas fiscalías, resultado, a su vez, de múltiples reformas, acuerdos, convenios y declaraciones, los gobernantes deciden qué información se da a conocer y a quién se persigue. Sin transparencia no hay rendición de cuentas ni posibilidades de combatir la corrupción gubernamental. Bajo nuevas reglas se quieren preservar los privilegios y la impunidad.
La institución presidencial se ha debilitado, y no es por el desgaste que impone el desempeño de la función ni por la presencia mayoritaria de las oposiciones políticas. Es la debilidad derivada de presidentes de partido minoritario indispuestos a compartir las decisiones. El final de mandato de los presidentes que se recuerde ha sido de aislamiento e impotencia ante el deterioro de la economía y el imperio de la corrupción y la delincuencia. Del exilio de Carlos Salinas al ensimismamiento de Enrique Peña Nieto, pasando por la rebelión del PRI durante la presidencia de Ernesto Zedillo y el enfrentamiento con la oposición de los panistas Fox y Calderón, se registra un deterioro progresivo de la institución presidencial.
A fuerza de excesos en el intento de restaurar o preservar el predominio del presidente, sus recursos han ido perdiendo eficacia. Puede hacer pasar sus iniciativas en el Congreso, pero no traducirlas en políticas públicas; puede aparecer como el eje del sistema de poder, pero no
implantar las reformas constitucionales y legales derivadas. Dispone de una amplia gama de recursos legales, políticos, financieros y humanos con los que logra, eventualmente, neutralizar a sus opositores, pero no puede convencerlos. Los presidentes eluden sistemáticamente impulsar una política diferente a la que les permite mantener el control de las decisiones.
El pluralismo del Congreso fue precedido de la complicada relación del gobierno encabezado por el presidente Carlos Salinas con el PRI. Aunque Salinas aún contó con mayoría de legisladores del PRI en el Congreso, el verdadero pilar de sus iniciativas fue el PAN, su socio en el poder, con el que hizo empatar su programa de gobierno. Sus sucesores en el cargo, de Zedillo a Calderón pasando por Fox, aparte de no tener ese respaldo, mantuvieron relaciones conflictivas con los partidos que los postularon. La mala relación del presidente con su partido y no disponer de mayoría propia en el Congreso les complica la tarea. Enrique Peña N., no tuvo mayoría del PRI en el Congreso, pero mantuvo a su partido muy disciplinado y cohesionado bajo su dirección, y lo mismo lo utilizaba para impulsar acciones conjuntas con el PAN o con el PRD o con ambos, que para combatir a PAN y PRD en los Estados o cuando fuera necesario.
La alternancia en los estados le impone límites adicionales al presidente. No es lo mismo tener una mayoría de gobernadores afines que una mayoría adversa. Los presidentes el PAN siempre tuvieron una mayoría de gobernadores opuestos; Peña Nieto contó con gobernadores mayoritariamente afines.
En esas circunstancias, los últimos presidentes se han refugiado en acuerdos secretos para asegurar aliados: en 2009 se registró uno entre Calderón, presidente, y Peña Nieto, gobernador del estado de México, contra una alianza de PAN y PRD en el estado de México a cambio de apoyos al presidente Calderón; en 2012 tuvo lugar el Pacto por México entre Peña Nieto, PAN y PRD, que procesó todas sus propuesta en secreto y, en 2017, se ha referido otro pacto para las elecciones del estado de México que evitaran una alianza PAN-PRD y PRD-Morena. Probablemente la debilidad de la institución presidencial ha llegado a niveles de vulnerabilidad que lo fuerzan a pactar compromisos no revelados al público.
Ese modo de actuar se ha perfilado como el recurso de presidentes que han quedado atrapados en medio del conflicto político y social que le adjudica la responsabilidad de todos los faltantes y problemas. Pero la acción no transparente de los gobernantes opera en contra de la eficacia y legitimidad del sistema institucional.
… quizá la ambición primera de la política, su primer campo de batalla, luego de la opinión pública, es justamente apoderarse de las instituciones, moldearlas, gobernar desde ellas.
Pero acaso el corazón de la política democrática es que esa puja se dé sobre un entramado institucional que garantice el combate sin retribuir la arbitrariedad, sin premiar la corrupción, ni coronar la violación de las reglas.
Nada de esto puede garantizarse si la puja democrática no es transparente, si los intereses y las intenciones de los actores políticos, lo mismo que sus acuerdos, suceden en la sombra, a espaldas de la opinión pública y del propio entramado institucional en el que actúan.
Una de las desgracias de la democracia mexicana es que sus combates se dirimen en la sombra, fuera de los ojos de la ciudadanía y de los medios... (Aguilar, 2017).
El gobierno de Felipe Calderón y obsecuentes promovió iniciativas para otorgarle mayor fuerza al presidente frente al Congreso, al que no dudaban en calificar de obstructor; el PRI, en el Congreso, por su parte, promovió algo que llamó “gobierno de coalición” e iniciativas para asegurar mayoría absoluta al presidente que ganara con al menos 35% de votos; el propósito era domesticar a un Congreso que consideraban “irresponsable”. Se llegó, incluso, a proponer otorgarle poder de decreto al presidente. Esas propuestas comparten el doble defecto de buscar fortalecer al presidente ampliando sus facultades en detrimento de la decisión de los votantes al tiempo de exponer aún más la institución presidencial al juego político y a la conflictividad social.
Los presidentes de la primera y segunda alternancia han estado convencidos de que la condición de la gobernabilidad es contar con mayoría de su partido en el Congreso, como en los tiempos del sistema de partido casi único. Los resultados electorales han ido en dirección distinta desde 1997: la responsabilidad es compartida. Con todo, no puede hablarse de Congreso obstructor o de oposición irresponsable. Hasta ahora, los presidentes han contado con el respaldo de al menos un partido importante de oposición, dentro y fuera del Congreso. El sorprendente experimento político bautizado como Pacto por México (2012) expresa el más alto grado de
colaboración de las oposiciones en un régimen presidencialista. PAN y PRD actuaron como si fueran cotitulares del Poder Ejecutivo: apoyaron al presidente en todas sus propuestas sin obtener ganancias políticas, hecho inexplicable en partidos con larga experiencia en la oposición. El presidente se fortaleció, pero en detrimento de sus opositores, convertidos en colaboradores incondicionales, y del Congreso.
Esa centralización, sin embargo, acabó por afectar aún más a la propia institución presidencial. El espacio dejado por la neutralización de las oposiciones fue llenado por el activismo del presidente de la República, único actor dedicado a difundir y reivindicar las reformas constitucionales y secundarias logradas bajo la nube del Pacto de 2012. La voz del presidente y la publicidad oficial de las reformas ocuparon el concierto nacional durante 2013 y la primera mitad de 2014. Sin socios institucionales que operaran como soportes políticos efectivos, los escándalos de corrupción gubernamental y la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, la noche del 23 al 24 de septiembre de 2014, se convirtieron en verdaderos misiles que estallaron en el rostro de un presidente que creyó haber conquistado la supremacía política. La centralidad y verticalidad de la solitaria institución presidencial hizo que la respuesta social barriera con la omnipresencia de una figura que veía cómo su popularidad se derrumbaba irremediablemente.
Esa espiral de presidentes que concluyen su mandato aislados y débiles se ha venido repitiendo en los últimos tiempos, aunque las circunstancias que enfrentan sean diferentes. Todos han entregado el poder a su sucesor repudiados por no haber contribuido al mejoramiento de las condiciones sociales y económicas de las mayorías desaventajadas ni protegido la seguridad jurídica de los mexicanos. Reformas interminables a la Constitución y a las leyes han servido para el reacomodo de grupos de poder político y económico, pero no para hacer efectivos los derechos reconocidos o para lograr su implantación. La presidencia unipersonal se muestra cada vez con menos capacidad para afrontar exitosamente los retos y demandas de una sociedad diversa. Y las demandas son cada vez mayores y con mayor fuerza. La opción de darle mayores facultades al presidente frente al Congreso pensando que esa “fortaleza” es condición suficiente para afrontar las exigencias sociales carece de fundamento. Eso acabaría por vulnerar aún más a un presidente con recursos y eficacia decrecientes.
La coalición PAN-PRD-MC, por su integración, ha acordado formar un gobierno de
coalición (Plataforma electoral 2018; Apuntes para el Programa de Gobierno). Esa alianza de partidos, no obstante, tiene que acomodarse al régimen de Ejecutivo unipersonal, por lo que su única opción es actuar como si fueran un solo partido político con tres corrientes. Es una versión nueva de estructura corporativa, con la desventaja de no tener entre sus filas a un líder en capacidad de unificar a los tres partidos que lo integran. Ese acuerdo político se traducirá en diputados y senadores en el Congreso, pero no dará paso a un gobierno distinto del tradicional. Porque, en caso de ganar la elección presidencial, podrán formar un gabinete multipartidista, al que bautizarán como gobierno de coalición sin en realidad serlo. Como dijimos antes, la Constitución llama “gobierno de coalición” a gabinetes multipartidistas que quedan a discreción del presidente.
Si el propósito es proteger al presidente fortaleciéndolo, el camino es introducir mecanismos institucionales para compartir costos y beneficios en el ejercicio de gobierno que refuercen y recreen la pluralidad política. Alianzas como la del Pacto de 2012 trajeron costos, pero no beneficios a PAN y PRD ni fortalecieron el pluralismo. Introducir la coalición de gobierno en la estructura institucional y asegurar la permanencia de la coalición por medio del reparto de cargos en el Gabinete haría de la construcción de acuerdos el soporte de la gobernabilidad democrática.
En México se han instrumentado interminables reformas a la Constitución para adecuarla a los requerimientos del libre cambio, sin apuntalar ni fortalecer el ejercicio efectivo de los derechos sociales y civiles de la mayoría de la población. En este país, un pequeño porcentaje de agentes económicos concentra la inmensa mayoría de los recursos y todos los demás poseen una parte mínima, por lo que no es posible el libre mercado cuando entre los participantes existe una desigualdad como la mexicana. Sin la participación efectiva del Estado no pueden agruparse los factores de la economía productiva, pues el presente está caracterizado por la ausencia de un estado de derecho, con infraestructura insuficiente e inadecuada, desempleo e inseguridad desbordada y educación de bajo nivel.
Para la tecnocracia gobernante no hay necesidad de afectar los intereses de los grupos que lucran con los recursos públicos, lo importante es romper las ataduras con un pasado que se
considera desfasado. El Tratado de Libre Comercio creó un régimen especial para incentivar la llegada de inversiones y proteger a los empresarios de los abusos y condicionamientos del gobierno. En ese escenario las divisas de los migrantes fortalecieron la economía popular y el dinero del petróleo sustituyó el desarrollo de un sistema legal que evitara enriquecimientos ilícitos, corrupción y compra de votos. Sin embargo, cuando ese acuerdo es cuestionado por Estados Unidos e impone mayores barreras a la migración y se remata el petróleo, se desvela el manto que ocultaba la realidad de gobiernos sin compromiso con el desarrollo nacional.
El intervencionismo del Estado debe concebirse como un acto de justicia social, pero también como la única forma efectiva de asegurar la paz y el mejoramiento de las clases pobres; sin embargo, la liberalización del mercado va en sentido contrario a los requerimientos sociales de bienestar. El gobierno mexicano diseñó e impulsó sus reformas en un entorno globalizador que está siendo duramente cuestionado y ha descartado el fortalecimiento del mercado interno como opción de desarrollo, lo que afecta la vida política. El mantenimiento de las instituciones democráticas necesita un cuerpo de normas, creencias y hábitos que garanticen el apoyo a las instituciones, lo que depende de la existencia de algunos derechos, libertades y oportunidades fundamentales y efectivos, que encarnen y promuevan las auténticas instituciones políticas, pero es en ello donde radica la falla central en el país.
La democracia social es entendida como equidad de estatus, modos y costumbres, como un proceso que en sentido social y económico extiende y completa ese sistema político y lo hace más auténtico. Así, la política en democracia se entiende como el conjunto de decisiones colectivizadas que buscan el bienestar, pero cuando ese objetivo no se logra y el método para la búsqueda de ese propósito falla, se pierde el respaldo social a las instituciones Dahl (2003).
Con las reformas a telecomunicaciones y a los artículos 25, 27 y 123 de la Constitución se modifican las facultades constitucionales antes exclusivas del presidente en materia de telecomunicaciones (concesiones de radio y tv), del control sobre exploración y comercialización de petróleo, de energía eléctrica y de expropiaciones y deja de regular la propiedad, la economía y los conflictos obrero-patronales. En cuanto a los recursos del subsuelo, el petróleo, el contrato con particulares se sobrepone a las atribuciones constitucionales de intervención del Ejecutivo que queda como mero regulador de la competencia a través de la Comisión Reguladora de Energía (CRE).
Se dispersan algunas facultades exclusivas del presidente a través de organismos llamados autónomos. La Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) modifican indirectamente las atribuciones del Poder Ejecutivo. Al neutralizar el intervencionismo gubernamental se pretende otorgar certezas a los inversionistas que veían como una amenaza el predominio constitucional del presidente, al tiempo que se renuncia a la justicia social como responsabilidad del Estado.
Pasamos, así, de un presidente interventor a un presidente libre de compromisos sociales en un país donde la mayoría de sus pobladores vive sin poder satisfacer sus necesidades básicas; de un presidente garante de la justicia social a otro cuya función es asegurar la libre competencia en un país donde no existen condiciones para el libre mercado. Esos cambios a la institución presidencial se han dado a través de las facultades no ordinarias del presidente. La creación de los denominados organismos reguladores y de los autónomos muestra el propósito de desestructurar el anterior carácter intervencionista del Poder Ejecutivo y el propósito de distribuir la amplitud de atribuciones a su disposición en materias como la de energía (CRE y CNH), educación (INEE), competencia económica (COFECE) y telecomunicaciones (IFT). Estos organismos no abandonan del todo la órbita presidencial pero inicialmente comparten la designación de sus integrantes con las fuerzas políticas presentes en el Senado. En la forma, el Poder Ejecutivo quiere parecerse a un presidente como cualquier otro; en la práctica, ha asegurado mecanismos de intervención en la distribución de los cargos de dirección de esos organismos y de sus decisiones en detrimento de la autonomía conferida.
En todo ese proceso hay una ausencia que es el origen del estancamiento de la democracia mexicana: el procesamiento de las decisiones, su contenido y la falta de consensos sociales, van en sentido contrario a la democratización (Dahl, 2003) que se dice impulsar. Esas reformas han sido impuestas desde la Presidencia de la República y sus afines en el Congreso a través de pactos sucesivos entre los mismos grupos de poder. Pero la implantación de las modificaciones a la Constitución encuentra uno de sus principales obstáculos en los arreglos entre las élites políticas y entre los funcionarios públicos y los grupos que las patrocinan. Porque mientras la corrupción gubernamental registra un crecimiento exponencial, las múltiples reformas quedan como propósitos incumplibles. La transformación de un país no se puede cimentar en reformas
autocráticas, aunque se hagan a nombre de un bienestar colectivo que siempre se promete y nunca llega. Reorientar el rumbo solo será posible si se pone fin a los privilegios y se garantizan transparencia y rendición de cuentas, en esencia, construir un régimen político democrático que transforme el centralismo presidencial y lo sitúe a la altura de las necesidades del pluralismo político conquistado.
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Notas
1 Legisladores demócratas de Estados Unidos pidieron que se eliminen los “contratos de protección” laboral en México en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Se denomina “contrato de protección” al contrato colectivo firmado por el patrón con un sindicato a espaldas de los trabajadores, intercambiando dinero y prebendas de diverso tipo para conseguir discrecionalidad en el manejo de las relaciones laborales. “En la renegociación del TLCAN se debe insistir en que se elimine todo contrato de protección y que los trabajadores puedan negociar colectivamente para un nuevo contrato”, dijo Sander Levin, representante demócrata por Michigan, en el primero de tres días de audiencias públicas sobre el TLCAN en Washington DC. Según Levin, el sistema laboral mexicano está diseñado para impedir que los trabajadores obtengan sus derechos y logren la negociación por mejores salarios y condiciones de trabajo. “Es un sistema basado en una política gubernamental de supresión de los derechos de los trabajadores para fomentar la inversión”, dijo. “El sistema mexicano de juntas de trabajo, que es responsable de registrar sindicatos, aprobar huelgas y resolver disputas laborales, es ineficiente, politizado y corrupto”, calificó Levin (El Economista, 28 de junio de 2017). En eso han quedado las reformas laborales.