Omar Báez Caballero1
Palabras clave: sociedad civil; rendición de cuentas; democratización; construcción de la agenda; México.
Este artículo analiza la intervención de la sociedad civil organizada en la agenda institucional para la rendición de cuentas durante la democratización mexicana. En México, como en otras nuevas democracias, el establecimiento de prácticas, normas e instituciones efectivas en rendición de cuentas representa una aspiración compartida entre un creciente sector de ciudadanos, políticos profesionales, académicos y observadores de la cosa pública (López
Ayllón, et al. 2011).
En el lapso que va del 2000 al 2018 —de la primera alternancia al regreso a la presidencia del otrora dominante Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, la sociedad civil organizada en México ha enfrentado posturas gubernamentales contrapuestas para su participación activa en la construcción de las instituciones de rendición de cuentas.
La primera alternancia presidencial abrió una “ventana de oportunidad” o ventana de política pública (Kingdom, 1984). En el contexto del cambio inaugural de partido en el gobierno en el año 2000, prevaleció un ambiente receptivo, favorable para que las organizaciones civiles intervinieran en esta agenda institucional. Así emergieron, en 2002, la ley federal y el órgano autónomo encargado de velar por el derecho al acceso a la información pública: la “joya” de la alternancia (Aguayo 2009).
El avance en el derecho al acceso a la información pública fue uno de los pocos resultados democráticos positivos de la administración de Vicente Fox (2000-2006). Desde entonces los diferentes gobiernos mexicanos han mostrado resistencias para rendir cuentas y la relación entre sociedad civil y gobierno no ha estado exenta de diferencias. Sin embargo, lo anterior no ha sido obstáculo para establecer relaciones de colaboración entre activistas, académicos, funcionarios y legisladores y para conseguir cambios institucionales de avanzada, como la reforma constitucional en transparencia de 2014.1
Pero la relación de relativa colaboración giró hacia el conflicto en mayo de 2017, cuando un puñado de organizaciones civiles mexicanas denunciaron públicamente presuntas actividades de espionaje de la administración del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) en contra de defensores del derecho a la salud. Por ello, estas organizaciones civiles decidieron romper sus relaciones con el gobierno mexicano en la Alianza para el Gobierno Abierto, una iniciativa multilateral en pro de la transparencia gubernamental impulsada en 2011 por México y otros países en la Organización de Naciones Unidas (ONU).2 Este fue el primer caso donde la pérdida de confianza en las autoridades de un país fundador de la Alianza llevó a las organizaciones civiles a interrumpir sus tareas en dicha iniciativa (Martínez, 2017).
Unas semanas después, The New York Times expondría urbi et orbi mayores detalles sobre las presuntas actividades de espionaje ilegal del gobierno mexicano en contra no solo de defensores del derecho a la salud, sino de periodistas, defensores de los derechos humanos,
activistas anticorrupción e incluso sus círculos familiares (Ahmed & Perlroth, 2017).3 Este reportaje generó importantes ángulos de análisis: la gravedad de las probables violaciones a las libertades de información, de expresión y de prensa (Avendaño, 2017); la necesidad de una investigación judicial creíble, independiente y “acompañada” por instancias internacionales (Sotomayor, 2017); el uso del espionaje político en cualquier régimen político (Castañeda, 2017); el manejo comunicativo gubernamental ante la crisis (Franco, 2017); las posibles razones del gobierno para realizar actividades de espionaje ilegal y el uso que se le puede dar a la información recabada (Caccia, 2017), entre otras cuestiones. Pero un flanco relegado entre los analistas, aunque acaso más sustantivo, consiste en ubicar este episodio en un contexto más amplio, por un lado, en la evolución de las relaciones entre la sociedad civil organizada y el gobierno en torno a la agenda institucional de rendición de cuentas, por otro lado, en cuanto a la marcha del régimen democrático en el México de los últimos años, particularmente el ejercicio de las libertades de información y de prensa durante el gobierno del presidente Peña Nieto.
Mediante el análisis cualitativo no estructurado de casi dos décadas de cambios institucionales, en este trabajo sostengo que la ruptura entre el gobierno y distintas organizaciones civiles no solo dislocan las pautas de colaboración entre ambas partes en la Alianza por el Gobierno Abierto, sino que interrumpen una relación histórica de relativa colaboración entre gobierno y sociedad; además, acarrea cuestionamientos legítimos sobre el compromiso democrático de la administración federal actual (2012-2018) y advierte sobre las posibilidades de regresión en la incipiente democracia mexicana.
Más allá del caso, el artículo echa luz sobre las tácticas usadas por los gobiernos electos democráticamente para restringir la fuerza o las capacidades de intervención de la sociedad civil en los asuntos públicos y los riesgos de retroceso político en nuevas democracias. El cierre de espacios para la sociedad civil por parte de gobiernos democráticamente electos ha comenzado a atraer la atención de periodistas, activistas y estudiosos de la política comparada; no obstante, persisten importantes aspectos por descubrir, como el conjunto de tácticas formales e informales usadas por los gobiernos para restringir la fuerza de la sociedad civil o el impacto de las restricciones gubernamentales al interior de las organizaciones civiles (Brechenmacher, 2017: 5-6).
El artículo se divide en cinco partes. En la primera explico las modalidades de
intervención de la sociedad civil organizada en los asuntos públicos y la relevancia del control de la agenda en las democracias contemporáneas. En la segunda parte reviso el tratamiento de la rendición de cuentas en el régimen autoritario del México de buena parte del siglo XX y, en contraste, el desahogo de la agenda entre las organizaciones de la sociedad civil, legisladores y funcionarios después de la primera alternancia en el ejecutivo federal. En la tercera parte describo detalladamente los procesos legislativos de las reformas en materia de transparencia (en vigor desde febrero de 2014) y el Sistema Nacional Anticorrupción (en vigor desde junio de 2017). En la cuarta parte considero los signos de retroceso democrático durante la administración de Enrique Peña Nieto, visibles sobre todo en el último tercio de su mandato sexenal. En la quinta parte, finalmente, se presentan las conclusiones.
La inquietud por los controles, la supervisión del poder, los pesos y contrapesos se encuentra bien instalada en el horizonte político de las democracias contemporáneas. Quizá no es exagerado afirmar que estamos inmersos en la Era de la Rendición de Cuentas (Dubnick, 2007). En los albores del siglo XXI, los países con representación en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), colectiva e individualmente, declararon que la transparencia, la rendición de cuentas y la integridad (combate a la corrupción) son principios básicos para la administración pública. Esta alineación temática es una suerte de infraestructura ética, un sistema integral para el reforzamiento mutuo de estándares legislativos, organizaciones institucionales y procedimientos administrativos para asegurar que los servidores públicos pongan el interés público por delante de su propio interés (Armstrong, 2005: 2).
Luego de los procesos de transición desde el autoritarismo, la rendición de cuentas se convirtió en una extendida asignatura —social, política, académica— en las nuevas democracias, sobre todo por la tensión potencial que plantea la necesidad de controlar el poder político, por una parte, y la de contar con un gobierno efectivo, por la otra (Carrillo Flórez, 2006; Mainwaring, 2003).
La agenda institucional de rendición de cuentas se entiende aquí lato sensu, esto es, como el conjunto de temas sujeto a la toma de decisiones y al debate en los espacios institucionales (Baumgartner 2011: 288), en torno la “organización de la desconfianza” en los representantes y la
institucionalización de mecanismos ciudadanos de control del poder público (Rosanvallon, 2007: 30). Esta definición permite incluir asignaturas diferentes —transparencia, ética pública, fiscalización, rendición de cuentas, combate a la corrupción—, pero unidas por ser consideradas claves para la observancia de los intereses de la ciudadanía por parte de los representantes del poder público. La agenda de la rendición de cuentas queda anclada a un supuesto normativo fundamental de las democracias: el ejercicio del poder público debe poder ser verificado, evaluado, limitado y, en su caso, sancionado (Bovens, 2010; Manin, Przeworski, & Stokes, 1999; Mulgan, 2003).
La teoría democrática liberal clásica —sostenida, entre otros, por Robert Dahl— señala que una pluralidad abierta de actores tiene la capacidad de incidir en la formulación de las políticas públicas, porque el sistema político es democrático, permeable y virtualmente todos los tópicos significativos pueden obtener la atención de las élites. Pero una versión más realista considera que la desigual distribución del poder y de la influencia política repercute en la definición de la agenda. La agenda política no es algo dado ni existe por el azar; por el contrario, se hace de manera dinámica y está sujeta al rejuego político, estructurado en buena medida por los actores predominantes: poderes constitucionales, partidos y grupos de presión, entre otros.
El poder no solo es ejercido en la toma de decisiones, sino también cuando se limita el tratamiento de los distintos temas “La definición de alternativas es el instrumento supremo del poder (…) Quien determina de qué se trata la política, gobierna el país, pues la definición de alternativas es la selección de conflictos” (Schattsneider, 1960: 69). Es como si el poder tuviera dos caras, una que decide y otra que no. O mejor dicho, una cara que escoge entre distintas alternativas de decisión y otra, acaso más importante, que determina las alternativas que se ponen bajo discusión (Bachrach & Baratz, 1962).
La participación en los espacios donde las alternativas son determinadas se encuentra restringida. Incluso en democracias avanzadas, muchos ciudadanos y grupos sociales se sienten escasamente representados, fuera de la toma de decisiones o sin armas frente a las resistencias de sus representantes a rendir cuentas.
El tránsito de alguna problemática de la agenda sistémica —el conjunto general de controversias políticas que caen dentro del rango de preocupaciones legítimas merecedoras de
atención por parte de las autoridades públicas— a la agenda institucional —entendida como el conjunto de registros concretos organizados para una activa y seria consideración por parte de un determinado cuerpo decisorio— depende no solo de los tomadores de decisiones habilitados —presidentes, legisladores, jueces—, sino de la actividad de grupos organizados de la sociedad, quienes a sus vez tienen diferentes accesos a los tomadores de decisiones, pesos específicos, ubicación estratégica; así como la actividad de partidos políticos y medios de comunicación (Cobb & Elder, 1971: 905-909).
Las relaciones entre la sociedad civil y los tomadores de decisión de las políticas públicas pueden asimilarse en una línea que corre entre la colaboración y el conflicto. Lo primero supone un proceso donde ambas partes —sociedad civil y representantes del poder público— se conjuntan para alcanzar un cambio institucional sustantivo. Lo segundo supone una situación donde las partes emprenden acciones mutuamente antagonistas, con el objetivo de neutralizar, dañar o eliminar a la contraparte. Aunque ni la colaboración es siempre incondicional ni el conflicto es necesariamente negativo. Lo relevante, en todo caso, sería cuando el conflicto signifique bloquear el ejercicio de libertades civiles o dañar la institucionalidad democrática.
En México, bajo el régimen autoritario que se afianzó desde la década de 1930 hasta finales del siglo XX, la agenda política desconoció la rendición de cuentas, es decir, esta no era una alternativa ni estaba sujeta a la toma de decisiones y al debate en los espacios institucionales, como las cámaras del Congreso o las oficinas de la administración pública.
La historia es bien sabida. El régimen priista se asentaba en un Ejecutivo excesivamente fuerte que opacaba a los otros poderes. Esto traía consigo la virtual irresponsabilidad del Ejecutivo y de la administración pública. A un tiempo, la información estaba rigurosamente controlada por el ejecutivo federal, quien además gozaba de un alto poder discrecional sobre medios de comunicación (Carreño Carlón, 2000).
El derecho a la información garantizado por el Estado se introdujo en la reforma política de 1977, considerada un hito en la liberalización política mexicana (Middlebrook, 1994). No obstante, con esta reforma nunca se pretendió establecer una garantía individual en clave democrática —que cualquier gobernado en el momento que juzgue necesario, solicite y
obtenga del gobierno determinada información—, sino reducirla al aspecto político-partidista en su más simple expresión: el derecho de los partidos políticos a contar con espacio en los medios (Grupo Consultor Interdisciplinario, 2004). En todo caso, el derecho a la información plasmado en la Carta Magna no pasó de ser un mero enunciado. El régimen de partido dominante nunca emprendió la regulación secundaria y, en los hechos, este derecho fue letra muerta. Sus contenidos solo se definieron hasta el arribo del primer gobierno de alternancia en el ejecutivo federal en el año 2000, más puntualmente, la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental entró en vigor en junio de 2002.
La primera alternancia presidencial en México abrió una ventana de oportunidad para la intervención de la sociedad civil organizada en el tratamiento institucional de la agenda de rendición de cuentas. En un ambiente aún celebratorio frente al inédito cambio de gobierno, la administración del primer presidente emanado del Partido Acción Nacional (PAN), Vicente Fox (2000-2006), acogió una iniciativa de ley de acceso a la información pública emanada del trabajo de un conjunto de académicos, periodistas y activistas civiles alrededor de un evento académico —el seminario: Derecho a la información y reforma democrática—, celebrado en la ciudad de Oaxaca el 25 de mayo de 2001. Este encuentro dio origen a una declaración y al establecimiento de una Comisión Técnica para elaborar el proyecto de una ley de acceso a la información pública “para consolidar la democracia”; dicha Comisión fue llamada “Grupo Oaxaca” en un reportaje elaborado por la corresponsal en México del periódico estadounidense The New York Times: Ginger Thompson (Fuentes Berain & Juárez Gámiz, 2008: 18-19).4
El proyecto del Grupo Oaxaca se convirtió en una iniciativa de ley en octubre de 2001 y fue respaldada por diputados de distintos partidos: Revolucionario Institucional (PRI), de la Revolución Democrática (PRD), del Trabajo (PT), Verde Ecologista de México (PVEM) y Convergencia (hoy Movimiento Ciudadano). Una segunda iniciativa fue presentada en diciembre de 2001 por el gobierno federal, con el respaldo del presunto partido gobernante: Acción Nacional (PAN). El diputado perredista Miguel Barbosa Huerta se encargó de sumar una nueva iniciativa. En la minuta predominó la iniciativa del gobierno, pero importantes cuestiones fueron tomadas del trabajo de Grupo Oaxaca. Hasta entonces la sociedad civil en México no había coadyuvado tan claramente a la creación de una ley donde las aspiraciones democráticas estuvieran tan claramente reflejadas (Doyle, 2003).
La Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental fue aprobada por el Congreso de la Unión el 30 de abril de 2002 y entró en vigor el 12 de junio de 2003, al publicarse su reglamento y abrirse las puertas del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI). Aunque esta sería la única reforma significativa en términos democrático-institucionales durante el autodenominado gobierno del cambio, implicó abrir una nueva etapa para la rendición de cuentas y la democratización en México. Este cambio postransicional (Becerra & Lujambio, 2006) no sólo fue resultado de las negociaciones y debates en el Congreso —la ley fue aprobada por votación unánime en el Senado y en la Cámara de Diputados—, sino una clara expresión de que la construcción de consensos entre sociedad civil e instituciones políticas no sólo es posible sino eficaz y democráticamente productiva.
De 2002 a 2007, la federación y todas las entidades federativas establecieron leyes para el ejercicio del derecho a la información pública. En julio de 2007, además, se reconoció constitucionalmente el derecho a la información como uno fundamental y, acaso más relevante, se establecieron bases y principios generales para la creación de leyes de acceso a la información en la federación y los estados. Esta nueva reforma fue bien recibida por prácticamente todos los actores políticos y civiles.
Del año 2000 al 2012, en México se establecieron nuevas instituciones políticas cuyo propósito explícito fue abonar a la rendición de cuentas y combatir la corrupción: la Auditoría Superior de la Federación (ASF), en el año 2000; el Instituto Federal de Transparencia y Acceso a la información (IFAI), en 2002; el Servicio Profesional de Carrera, en 2003; el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social (Coneval), en 2003; el nuevo Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en 2008; el Sistema de Evaluación del Desempeño (SED) en 2008, y el Sistema Nacional de Archivos en 2012 (Merino, 2013).
Este conjunto institucional es reflejo y motor de una agenda que ha tenido que avanzar muchas veces a contracorriente. Prácticamente desde su nacimiento, además, el IFAI enfrentó amparos de distintas dependencias y secretarías de Estado, y más tarde de funcionarios en lo individual y de personas morales, en contra de sus resoluciones. La mayoría de estos amparos fue ganada por el Instituto, pero esto no significó su fin (Becerra & Lujambio, 2006: 193-95). La administración del presidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), en particular, fue una
amplia promotora de amparos en contra del acceso a la información. De manera persistentes, a lo largo de su sexenio las dependencias y entidades del gobierno federal persistieron en ampararse y atacar las resoluciones del órgano garante, al interponer en su contra un total de 436 solicitudes de amparo —de 2003 a 2011—; entre las dependencias del gobierno federal más reticentes a cumplir con las solicitudes de acceso a la información destacaron la PGR y el Servicio de Administración Tributaria (SAT), en cuestiones de enorme trascendencia como lo fue impedir la difusión de una lista de beneficiados con la condonación de créditos fiscales, que el órgano garante ordenaba hacer pública (IFAI, 2012).
La intervención de la sociedad civil organizada en la agenda institucional de rendición de cuentas tomó un nuevo impulso con el recambio de poderes en 2012, tanto por la integración de la nueva legislatura como por las promesas de campaña del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018). En campaña, el priista barajó la creación de una Comisión Nacional Anticorrupción con autonomía constitucional, así como el fortalecimiento del IFAI y la creación de un órgano autónomo para vigilar los contratos de publicidad gubernamental. De estas propuestas, la que avanzó primero fue la reforma en materia de transparencia (en vigor desde febrero de 2014).
El dictamen que fue aprobado en diciembre de 2012 por unanimidad en el Senado — con reforma y adición a 11 artículos constitucionales, que aún debía ser procesado en la Cámara de Diputados en calidad de instancia revisora— implicó que el grupo de trabajo de las comisiones dictaminadoras —Puntos Constitucionales, Estudios Legislativos, Gobernación, Anticorrupción y Participación— revisara detalladamente tres iniciativas —presentadas por separado por las tres principales fuerzas políticas— cuyo objetivo era “fortalecer” la institución garante de la transparencia.5
En el proceso, las comisiones unidas celebraron sesiones de trabajo el 16 y el 30 de octubre de 2012 para analizar el primer borrador del dictamen y escuchar la opinión de los comisionados del IFAI, de algunos funcionarios de varias dependencias de la administración pública federal relacionadas con la materia, así como de organizaciones de la sociedad civil. Poco después, el 6 de noviembre, las comisiones celebraron una reunión de trabajo con representantes de organizaciones civiles: México, Infórmate; Conferencia Mexicana para el
Acceso a la Información Pública; Artículo 19; México Evalúa, y Colectivo por la Transparencia. En esa sesión, se aprobó un Acuerdo para la Transparencia del Dictamen de las iniciativas en materia de Transparencia, que permitió, entre otras cuestiones, que se hiciera pública la siguiente información: las tres iniciativas en materia de transparencia; los comparativos elaborados para analizar las diversas iniciativas en estudio y dictamen; los análisis conceptuales elaborados para determinar las convergencias y divergencias de las iniciativas en estudio y dictamen; las opiniones presentadas por los legisladores; los comentarios y opiniones de las diversas dependencias de la administración pública, asociaciones, organizaciones de la sociedad civil; las minutas o actas de las reuniones de trabajo de las Comisiones Unidas en las que se escuche a actores interesados en opinar en torno a las iniciativas en estudio, así como en las que se analice, discuta, debatan las iniciativas en materia de transparencia y acceso a la información pública; el proyecto de dictamen final aprobado. Finalmente, el 27 de noviembre las Comisiones Unidas llevaron a cabo una reunión conclusiva en la que participaron los consejeros del Instituto Federal Electoral (IFE), investigadores y académicos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), así como representantes de organizaciones ciudadanas: Fundar, Instituto Mexicano para la Competitividad y Cultura Ecológica (LXII Legislatura. Senado de la República, 2012).
Todo este proceso, según se dice en el dictamen de las Comisiones Unidas, permitió arribar a un proyecto de decreto en materia de transparencia y rendición de cuentas aprobado por unanimidad de los 113 senadores presentes el 19 de diciembre de 2012. Un proceso legislativo ejemplar, que cumplió en rigor con el proceso legislativo y ganó reconocimiento público, puesto que lo senadores “abrieron la puerta” a las opiniones de la sociedad civil organizada, de la academia y de las instituciones públicas directamente involucradas en el tema, “con el ánimo sincero de escucharlas”. Estas opiniones se reflejaron en el dictamen que modificó la propuesta enviada por el entonces presidente electo. El resultado de esos análisis y de esas conversaciones produjo un dictamen “realmente digno de celebración” (Merino, 2012).
El proceso legislativo no concluiría sino hasta el 7 de febrero de 2014, con la promulgación de la reforma que, entre sus principales rasgos, expandió los sujetos constitucionalmente obligados al conjunto de las instituciones del Estado —tres poderes, tres
niveles de gobierno, órganos autónomos y partidos—, actores privados que reciban recursos públicos —sindicatos de la administración pública— y particulares que realicen actos de autoridad. Además, el órgano garante ganó autonomía constitucional y facultades nacionales.
Como una derivación sobresaliente, la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública fue aprobada en marzo de 2015, alrededor de un mes después del plazo fijado por el legislador en los transitorios. Pero también fue precedida por un nuevo capítulo de participación activa por parte de la sociedad civil (Grupo Consultor Interdisciplinario, 2015). La propuesta de ley fue producto de más de 300 horas de trabajo entre cuatro grupos parlamentarios y grupos de la sociedad civil, especialistas y académicos (Senado de la República, 2015). Sin embargo, la propuesta enfrentaría diversos obstáculos, como la introducción de artículos no acordados con los expertos y supuestas “observaciones” desde la Consejería Jurídica de la Presidencia. No se conoció quién y bajo qué argumentos agregó los artículos no consultados y que al contrariar el espíritu de la iniciativa generaron reproches de organismos civiles y órganos garantes (IFAI e institutos estatales). Tampoco se conocería, íntegro y públicamente, el documento con los reparos de la Consejería. Pero los organismos civiles pusieron en circulación un pronunciamiento crítico sobre la iniciativa presentada el 2 de diciembre por la Comisiones de trabajo en el Senado, no solo en cuanto a los contenidos de la iniciativa sino para manifestar su preocupación por disposiciones “incorporadas” de último momento y sin la participación de expertos, órganos garantes y agrupaciones sociales. En el último tramo del proceso, apuntaban, “los temas más sensibles” fueron resueltos por los senadores “sin presencia” de las redes de la sociedad civil (Colectivo por la Transparencia, 2014).
Frente al proceso, ahora sujeto a supuestas observaciones del Ejecutivo, renovó la discusión pública. Las comisiones senatoriales llamaron a una nueva ronda de “audiencias públicas” para restablecer el contacto con expertos, agrupaciones y órganos garantes. El 18 de marzo sería aprobado en el Senado el dictamen de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Un ordenamiento que, pese a sus limitaciones, algunos expertos consideraron un “formidable instrumento” al servicio de la ciudadanía (Casar, 2015); un “aliento de esperanza”, junto a la aprobación de la reforma constitucional que crea el Sistema Nacional Anticorrupción, en ambos casos “con la participación franca y el debate abierto entre
muy diversas organizaciones de la sociedad civil y la academia: algo muy poco frecuente en las prácticas parlamentarias del país” (Merino, 2015b).
El nacimiento del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) resulta otro buen ejemplo de colaboración entre la sociedad civil y los representantes públicos. La Comisión Nacional Anticorrupción (CNA), propuesta por el presidente Peña Nieto desde campaña, se diluyó entre las diferencias partidistas y las críticas por parte de especialistas. Pero las tres principales fuerzas políticas presentaron iniciativas destinadas al combate de la corrupción a través de un sistema nacional (Grupo Consultor Interdisciplinario, 2013). Además, el Compromiso 85 del Pacto por México señalaba la creación de “un sistema nacional contra la corrupción que, mediante una reforma constitucional, establezca una Comisión Nacional y comisiones estatales con facultades de prevención, investigación, sanción administrativa y denuncia ante las autoridades competentes por actos de corrupción” (Presidencia de la República, 2012).
Con ese aliento reformista, a principios de 2013 en el Senado de la República se celebraron una serie de foros que contaron con la participación de funcionarios y especialistas en la materia. Para finales de año, las Comisiones Unidas presentaron su proyecto de dictamen en materia de combate a la corrupción. Aprobado por el Pleno el 13 de diciembre de 2013, el dictamen recoge en lo general las coincidencias del PRI, PAN y PRD, además de atender algunas observaciones de los especialistas (LXII Legislatura. Senado de la República, 2013).
En la Cámara de Diputados la discusión dio un viraje alrededor de un año después, cuando el grupo parlamentario del PAN presentó una iniciativa —4 de noviembre de 2014— para establecer el SNA. Esto reanimó el debate público e institucional. En ambas cámaras se abrieron procesos de consulta. Además, la sociedad civil organizada realizó un fuerte movimiento cuya bandera fue la llamada Ley 3 de 3. El proceso legislativo no fue sencillo ni corto. El SNA entró en vigor el 19 de junio de 2017. Pero se trata de una transformación de la mayor trascendencia, quizá la reforma federal “más audaz” que se haya promulgado para comenzar a contrarrestar las malas prácticas de la administración pública mexicana y para bloquear a quienes, en general, abusan de las atribuciones o los recursos públicos que la sociedad pone en sus manos (Merino, 2017).
A mediados de noviembre de 2017, la activista María Elena Morera, presidenta de Causa en Común —organización impulsora de la profesionalización de las policías, usualmente con buena interlocución con gobernantes y legisladores— denunció los niveles de violencia que en México han alcanzado “proporciones bélicas”. En la misma reunión, el presidente de la República reaccionó visiblemente enojado y con un reclamo: “…se escuchan más las voces que vienen de la propia sociedad civil que condenan, que hacen bullying, sobre el trabajo de las instituciones del Estado” (Reforma, 14 de noviembre 2017). Esta reacción, de alguna manera, significó confirmar la postura reacia del gobierno actual y su desencuentro con activistas y organizaciones de la sociedad civil a medida que se extendieron los cuestionamientos en el sexenio sobre los pendientes y las fallas en el combate a la corrupción y la rendición de cuentas en materia tan sensibles como la seguridad pública. Al parecer, al presidente y a sus aliados les terminó por cansar el activismo civil en materia de rendición de cuentas.
Sin el dramatismo ni la profundidad de otras latitudes que muestran retrocesos democráticos, en México se viven crecientes dificultades para el ejercicio de la libertad de expresión. Por un lado, medios de comunicación y periodistas han sufrido ataques violentos. Solo en los primeros meses de 2017 fueron asesinados siete periodistas, mientras que en el sexenio suman 36. De acuerdo con Artículo 19, la mayoría de las agresiones ocurridas en 2006
—226 de un total de 426 contabilizadas— provinieron de funcionarios públicos de todos los niveles institucionales (Pérez Correa, 2017). Junto a Siria, México fue el país más mortífero en el mundo para el periodismo durante 2017, con 12 periodistas asesinados. Según el balance anual de Reporteros sin Fronteras, “En este país, donde imperan los cárteles del narcotráfico, los periodistas que abordan temas como el crimen organizado o la corrupción de los políticos, sufren de manera casi sistemática amenazas, agresiones y pueden ser ejecutados a sangre fría”. Por otro lado, el gobierno mexicano ha buscado estrechar los espacios para el activismo de la sociedad civil a través de diferentes tácticas, a saber:
La persuasión presidencial directa. “La sociedad civil —le dijo el presidente Enrique Peña Nieto a un grupo de empresarios en Los Pinos— no debe pasar tanto tiempo hablando de corrupción”. A uno de ellos —Carlos X. González—, le reprochó directamente el
activismo de su hijo, promotor de una organización empeñada en denunciar la corrupción: “Tu hijo debería dejar de ser tan crítico con el gobierno” (en Silva-Herzog Márquez, 2017).
Acoso por vías legales. La recomendación presidencial podría ser tomada como solamente una torpeza, un gesto inapropiado. Sin embargo, llegó acompañada de actos de intimidación, por ejemplo, auditorías sorpresa por parte de las autoridades recaudadoras federales, digamos que cinco empresas de Claudio X. González, fundador de Mexicanos contra la Corrupción, recibieron nueve auditorías el mismo día: “La hostilidad gubernamental —comenta Silva-Herzog Márquez en artículo publicado el 4 de septiembre de 2017— no tiene precedente en la corta historia del México pluralista. Las relaciones entre organizaciones de la sociedad civil y el gobierno pueden ser naturalmente tensas, pero hasta ahora, con la restauración priista, advertimos hostigamiento (Silva-Herzog Márquez, 2017b).
Acoso por vías ilegales. El hostigamiento también incluyo (presuntas) actividades de espionaje en contra de activistas ciudadanos, periodistas, defensores de los derechos humanos, miembros de la oposición, correligionarios incómodos al grupo gobernante6 e integrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) —que revisó la investigación del caso Ayotzinapa entre febrero de 2015 y abril de 2016 (Ahmed, 2017).
La asignación discrecional de millonarios recursos destinados a la publicidad oficial. La creación de una instancia reguladora en la materia es otra más de las incumplidas promesas de campaña del presidente Enrique Peña Nieto. Algunos observadores incluso señalan ofensivas mediáticas, auspiciadas desde altas esferas de gobierno, como la orquestada desde el periódico El Universal en contra de activistas integrantes del Comité de Participación Ciudadana, que llevó a la renuncia conjunta de seis colaboradores y cuatro organizaciones civiles que colaboran con dicho medio. La publicidad gubernamental se usa como una forma de presión informativa.
Estas son muestras —más o menos claras— de las barreras a la libertad de información que existen en México. Además, el gobierno y sus aliados han postergado nombramientos clave y negado los recursos indispensables para el pleno funcionamiento del SNA. En enero de 2017, luego de meses de retraso, seguían vacantes la Fiscalía Anticorrupción, la sala superior y las salas especializadas del Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TFJA). Los pendientes en
materia de rendición de cuentas son más. La creación del Sistema Nacional Anticorrupción y el Sistema Nacional de Transparencia obligaban a los legisladores a aprobar todo un paquete de leyes secundarias, que sigue sin desahogarse por imposibilidad de acuerdos legislativos, por ejemplo, alrededor de la Ley General de Archivos.
Desde la primera alternancia presidencial en el año 2000, en México se han creado —y recreado— importantes instituciones para la transparencia, la rendición de cuentas y el combate a la corrupción. Este proceso de cambio institucional es imposible de entender a cabalidad sin la participación ciudadana, la presión de las redes sociales y los célebres casos de corrupción, que algunas veces orillan a partidos y gobierno a sentarse a la mesa para tratar la agenda de rendición de cuentas.
En México, como en muchas otras nuevas —y viejas— democracias, existe un amplio consenso discursivo entre partidos políticos, gobierno y organizaciones civiles, sobre la necesidad de disminuir la corrupción, transparentar y rendir cuentas por el manejo de los asuntos públicos. También existe un amplio sentir general sobre la permanencia de la corrupción y la efectiva de rendición de cuentas en México, por ejemplo, la corrupción fue considerada como el segundo mayor problema del país, solo por debajo de la inseguridad pública.7
Hace tiempo que en México es posible identificar un “movimiento de conciencia” cuya principal aportación ha sido abrir una (nueva) ventana de oportunidad para proponer e impulsar reformas capaces de combatir la corrupción y la impunidad (Merino, 2015a: 3). Son muchas las instituciones académicas y las organizaciones civiles, así como el creciente grupo de profesionales con trayectorias destacadas en materia de transparencia y rendición de cuentas: la Red por la Rendición de Cuentas, Fundar, Colectivo por la Transparencia, México Infórmate, Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), entre otras. Recientemente, varias de estas organizaciones prometieron encabezar los esfuerzos ciudadanos para ir por más (#VamosPorMás) e impulsar una agenda que fortalezca el SNA. En su representación, el actor Diego Luna leyó un comunicado que resumía el punto: “Corrupción, impunidad y violaciones graves de los Derechos Humanos son enfermedades que están minando la salud de la nación y
que amenazan su desarrollo económico, político y social. Padecemos, todos, una profunda e indignante injusticia. Y no podemos ni estamos dispuestos a acostumbrarnos”.
La sociedad civil en México participa, y seguramente lo seguirá haciendo, en el proceso legislativo y la construcción institucional. Este es un campo de investigación creciente dentro de los estudios legislativos y la democratización en México (Béjar, 2017). La democratización en México es causa y consecuencia de un público cada vez más incisivo, informado y activo. La sociedad civil organizada es cada vez más fuerte para enfrentar un panorama adverso. La administración del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) resiste —bajo diferentes tácticas— la plena puesta en marcha del Sistema Nacional Anticorrupción y pinta para dejar saldos negativos para la agenda de la rendición de cuentas, por sus resistencias y andanadas en contra de la sociedad civil organizada.
El creciente escrutinio civil sobre el quehacer público en México habrá de cuidar los espacios ganados y de seguir buscando la consolidación de un sistema efectivo para la transparencia y la rendición de cuentas no solo de cara al proceso electoral que en julio de 2018 renovará la distribución del poder en el país, sino seguramente en los próximos años. La forma en que se desarrolle esta disputa habrá de marcar los derroteros de la democracia mexicana.
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1 Esta reforma es considerada de “avanzada” por diversas organizaciones, como las aglutinadas en el Colectivo por la Transparencia: Alianza Cívica, Centro Nacional de Comunicación Social, Fundar, Contraloría Ciudadana para la Rendición de Cuentas y Visión Legislativa, entre otras.
3 Un software denominado “Pegasus”, creado y comercializado por una empresa israelí (NSO Group) supuestamente de forma exclusiva a los gobiernos para ser utilizado para el combate al crimen organizado, fue infiltrado en los teléfonos inteligentes y otros dispositivos de ciudadanos críticos al gobierno — periodistas, defensores de derechos humanos, activistas anticorrupción— con el objetivo de monitorear llamadas, mensajes de texto, correos electrónicos, contactos y calendarios; incluso se señala que el micrófono y la cámara de los dispositivos pueden ser activados mediante este programa.
4 El Comité estuvo Formado por Miguel Carbonell (Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM); Juan Francisco Escobedo (Universidad Iberoamericana); Sergio Elías Gutiérrez (Grupo Reforma); Jorge Islas (Facultad de Derecho-UNAM); Issa Luna Pla (Universidad Iberoamericana); Salvador Nava (Universidad Anáhuac); Roberto Rock (El Universal); Luis Javier Solana (El Universal); Luis Salomón (El Informador de Guadalajara); Miguel Treviño (Grupo Reforma); Jenaro Villamil (La Jornada); y Ernesto Villanueva (Universidad Iberoamericana).
5 Las iniciativas son: 1) la del senador Alejandro Encinas, expuesta el 6 de septiembre del 2012, en representación del prd; 2) la de la senadora Arely Gómez, en representación de los grupos parlamentarios del pri y del pvem; y 3) la de la senadora Laura Angélica Rojas Hernández (pan, 4 de octubre).
6 En concreto, Ivonne Ortega, exgobernadora de Yucatán, diputada federal con licencia y con aspiraciones a la candidatura de su partido (pri) a la presidencia de la República, interpuso denuncia penal contra quien resulte responsable del delito de espionaje.
7 Según encuesta (Inegi 2015), 66% afirma que el principal problema es la inseguridad, mientras que 50.9% colocó a la corrupción en esa posición.