Alejandro Martínez Espinosa1
Palabras clave: ambiente obesogénico; hogar; significados; nivel socioeconómico; obesidad en escolares
Desde la década de los ochenta se han documentado elevados niveles de exceso de peso en todo el mundo, que se presentan tanto en población adulta como en niñas y niños. Pero aunque la prevalencia durante la infancia ha sido menor, la evidencia recabada apunta a que está aumentando más aceleradamente que la de los adultos (Afshin et al., 2017). Por otro lado, en países de ingreso alto se ha identificado un estancamiento en el crecimiento de las prevalencias de exceso de peso de menores, mientras en los países de ingreso medio y bajo, como México, el
aumento continua (Ezzati et al., 2017).
Específicamente la población mexicana entre los 5 y los 17 años de edad, se encontraba en el sexto lugar de obesidad y sobrepeso de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2014). Si se considera a los adolescentes, la población mexicana presenta el mayor exceso de peso de las 35 naciones que integran dicho organismo (OCDE, 2017). Esto ha permitido que los padecimientos crónicos cubran la mayor parte de la carga de enfermedad (Stevens et al., 2008; Gómez et al., 2016). En tanto que la esperanza de vida sigue aumentando, junto con la probabilidad de vivir con una enfermedad crónica, se considera que esto amenaza con colapsar el sistema de salud (COFEMER, 2012).
Lo anterior coincide con los cambios en las últimas cinco décadas, en las que la energía alimentaria que provenía de cereales y leguminosos se ha reducido, a la par del aumento de la que se obtiene de la ingesta de azucares y de grasas de origen animal y vegetal (Barquera y Tolentino; 2005; Moreno et al., 2014).
Pero más allá de reconocer la trascendecencia del cambio alimentario, la forma en la que se trata tiene consecuencias en las prácticas cotidianas de la población. Paulatinamente, la alimentación, ha pasado de sustentarse en la tradición a estar sujeta a la regulación y vigilancia individual, orientada por expertos (Fischler, 2011). Las practicas cotidianas de alimentación cobran relevancia médica, e implícitamente, reciben una carga moral que deriva en la responsabilizacion y culpabilización de los individuos, respecto a los daños que puedieran sufrir (Gracia, 2009). Los individuos quedan despojados del sentido de sus experiencias, incapacitados para “escuchar” a su cuerpo, y desplazados de la capacidad de cuidar de él, descalificados para buscar formas propias de proteger su salud (Martínez, C., 2014).
La intención de actuar de manera agresiva para evitar “efectos devastadores” impulsó la guerra contra la obesidad; sin embargo, al enfocarse en las acciones personales y en el peso, en lugar de la salud, ha generado problemas que no son más aceptables que los que se buscan evitar: insatisfacción con el cuerpo, desordenes de alimentación, discriminación, anorexia, complicaciones con cirugías bariátricas, dietas que pueden conducir a la muerte, e incluso suicidio derivado del acoso (Ramos, 2015).
Desde la década de los noventa, ha ido ganando fuerza la idea de explorar el efecto del ambiente, en tanto que los cambios en los consumos individuales están fuertemente relacionados
con la transformación del ambiente alimentario (WHO, 2000; Butland et al., 2007; Popkin et al., 2012). Así, el ambiente puede ser obesogénico, si las oportunidades y condiciones de vida que lo configuran repercuten en patrones alimentarios y de actividad física que conducen a la acumulación de grasa corporal (Egger, Swinburn y Rossner, 2003; James et al, 2010). En esto se han apoyado las políticas públicas que abarcan a toda la población como un componente esencial de la prevención de la obesidad (PAHO, 2011; OMS, 2016).
En México, la postura enfocada en los cambios de comportamiento individual se ha sostenido desde la academia; sin embargo, ha existido una interacción constante con funcionarios en el diseño de políticas públicas, lo que ha dado paso a diversas propuestas a nivel poblacional. Frente a las elevadas prevalencias de sobrepeso y obesidad, la Academia Nacional de Medicina (ANM) hizo recomendaciones alimentarias enfocadas en restringir consumos calóricos y aumentar los saludables (Rivera et al., 2012:7). Por otro lado, la participación de expertos en el diseño de políticas, ha hecho posible identificar la relevancia de las edades más tempranas, además de establecer recomendaciones respecto a bebidas y alimentos de alto contenido calórico (Barquera et al., 2013). En última instancia, la contribución de los especialistas ha fundamentado la regulación de la publicidad dirigida a niña y niños, el etiquetado de los alimentos y el establecimiento de un impuesto especial que ya ha dado muestra de reducir el consumo entre un 6% y un 12%, en 2014 (COFEPRIS, 2014; Colchero et al., 2016). Cabe señalar que estos esfuerzos regulatorios se dan en medio de presiones de la industria por su reducción y un reclamo de la sociedad civil por aumentarlos (Chávez, 2015; El Poder del Consumidor, 2015).
Pero en aunque existen acciones a nivel ambiental, estás se siguen sustentando en supuestos centrados en los individuos manteniendo latente la culpabilización de las personas. Para evaluar la posibilidad de regular el ambiente alimentario la Comisión Federal de Mejora Regulatoria (COFEMER) impulsó una audiencia pública con representantes de los sectores académico, gubernamental, social y empresarial (Barquera et al., 2013). Detrás de esta pluralidad, el criterio que informaba a la COFEMER era la teoría económica clásica, en la que se identifican las fallas del mercado y los comportamientos no racionales como aspectos que repercuten en que los agentes puedan maximizar su bienestar y, en el caso que nos ocupa, dan paso a la ganancia de peso. Esto hace necesaria la interacción entre agentes gubernamentales y económicos, en dónde “es especialmente interesante analizar las causas que modelan las preferencias y decisiones de los
consumidores que generan comportamientos que afectan la salud de los individuos.” (COFEMER, 2012:51). Se espera que las características de la población a niveles agregados (poblaciones, comunidades, países, etc.) reflejen los cambios en el comportamiento de agentes representativos típicos que siguen las reglas de la microeconomía, en última instancia un hombre económico racional (Hoover, 2010).
Lo anterior no considera la evidencia de que entre el ambiente y los comportamientos individuales, existen ámbitos de interacción que impactan en la ganancia de peso. Tal es el caso de las redes sociales (Christakis y Fowler, 2007), el entorno escolar (Bonvecchio et al., 2010; Shamah et al., 2011) o la configuración del hogar (Chen y Escarce, 2010; Schmeer, 2012; Muniagurria y Novak, 2014; Martinez, 2018).
En dichos ámbitos de interacción, se configura buena parte de las prácticas alimentarias, mediante la apropiación de significados. En México, analizando centro escolares, se ha mostrado que los significados atribuidos al agua simple dificultan su consumo, además de que las representaciones sociales de alimentos y bebidas pueden ser confusas y contradictorias, y con ello dar paso a una separación entre los discursos y las preferencias alimentarias (Theodore, 2011a; 2011b).
En el hogar, si bien existe evidencia del efecto del modelaje de los consumos por parte de los padres (Briz et al, 2004; López et al., 2007), el fundamento de las prácticas que son modeladas, aún requiere mayor indagación. En ese sentido, los significados que se atribuyen a la alimentación pueden ser cruciales para entender como se configuran en los consumos de alimentos de bajo valor nutricional y alto aporte calórico y su posible permanencia a lo largo de la vida.
Por lo anterior, en esta ponencia se presenta la exploración de las representaciones socialmente compartidas que se le atribuyen a la comida desde el ámbito familiar en el que crecen las niñas y niños en edad escolar, tomando en cuenta que exceso de peso se ha captado desde tempranas edades, aumentando la probabilidad de mantenerlo en la vida adulta además de que es al comenzar la escolarización cuando aumenta la autonomía en los consumos alimentarios y se definen los hábitos (Wooldridge, 2014; Durá et al., 2013). Dicha exploración forma parte del componente cualitativo de mi investigación doctoral.
Técnica de recopilación de información
La entrevista en profundidad fue la técnica seleccionada puesto que permite obtener información sobre aspectos en los que los sujetos no pueden ser directamente observados (Creswell, 2014). La observación de las características de la comunidad y de los hogares, fue de utilidad para completar las narraciones. Al ser semi-estructuradas eran suficientemente flexibles para acercarse a la complejidad de la forma en la que se construyen y se transmiten los significados en la vida familiar. Por un lado se buscó captar las condiciones de cada hogar al momento de la entrevista, además de reconstruir, mediante su narrativa, algunos aspectos derivados de sus experiencias con sus hogares de origen para acceder en lo posible a una comparación entre generaciones principalmente en lo que se refiere a la dinámica familiar y las practicas alimentarias.
Selección de los participantes
Para desarrollar el objetivo planteado se buscó incluir, en primera instancia, a quienes se encargaban de la alimentación de niñas o niños en edad escolar. A partir de esto, sólo se contó con la participación de mujeres, ningun varon expreso ser el encargado principal de la alimetnación de menores, aunque en los lugares en los que se hizo la invitación habia presencia masculina.
Por otro lado, el estudio de los significados de los alimentos supone que además de las condiciones de consumo en la vida cotidiana (significados internos), se consideren también los diversos condicionamientos económicos o políticos (significados externos) (Mintz, 1996:24). En ese entendido, se enfocaron dos estratos socioeconómicos (popular y medio) para captar las posibles diferencias entre ellos, toda vez que la prevalencia de exceso de peso ha mantenido una relación directa con el sobrepeso y la obesidad (Flores et al., 2005; INSP, 2008; Bonvechio et al., 2009).
Un primer aspecto que se consideró para identificar el estrato socioeconómico fue el lugar de residencia, dentro de la delegación Coyoacán en la actual Ciudad de México. Villa Coapa ha sido un lugar de residencia de clase media, apreciado por su accesibilidad, cercanía de comercios y ambiente apacible, lo que reúne a población que busca formar parte de una comunidad
relativamente homogénea en cuanto al uso del espacio urbano, los consumos y el ocio (Giglia, 2002; López, 2007). Por su parte los pedregales de Santa Úrsula y Santo Domingo comparten una historia de precariedad y pobreza a la que sus habitantes le han hecho frente con organización popular, tanto civil como religiosa, con lo que han logrado mejorar sus condiciones de vida, con múltiples dificultades todavía (Zermeño, 2005; Ramírez, 2007). Otro aspecto que se consideró fueron las características de la ocupación del principal contribuyente a los ingresos del hogar, en términos de la estabilidad de los ingresos y la calificación requerida para obtenerlo. Así, se identificaron como hogares populares aquellos establecidos en los Pedregales (Santo Domingo o Santa Úrsula) cuyos perceptores principales de ingreso fueran inestables y escasamente calificados, mientras los hogares de estrato medio fueron aquellos establecidos en Villa Coapa, cuyos ingresos principales provinieron de un empleo estable que requería instrucción superior.
Características de las participantes
La muestra analizada estuvo compuesta de 14 mujeres, siete de cada estrato. Las edades de las informantes iban de los 28 a los 49 años en el estrato popular y de los 38 a los 46 años en el estrato medio. La escolaridad de las primeras iba desde la primaria trunca al bachillerato, mientras entre las segundas sólo había quien había estudiado bachillerato o licenciatura. No se reportó que algún niño o niña presentara algún padecimiento crónico, aunque nueve de los hijos de las participantes tuvieron algún grado de exceso de peso, diagnosticado por el médico.
Las entrevistas se realizaron entre entre los meses de marzo y abril de 2015 y fueron llevadas a cabo por el autor, quien antes de realizar la entrevista les explicó el objetivo de la investigación, respondió a sus dudas, garantizó el anonimato1 y la posibilidad de interrumpir la charla o reservarse el derecho a responder. Cuando se otorgó el consentimiento verbal se procedió a grabar la conversación.
Mediante un acercamiento a la teoría fundamentada (Strauss y Corbin, 1990), el presente análisis constituye un momento inductivo en el conocimiento de los significados que han envuelto a la alimentación, en la vida de las participantes.
Valoración del cambio en de la dieta
En los dos estratos analizados, los significados relacionados con la alimentación daban paso a diferentes valoraciones de la comida que estuvieron frecuentemente referidos a una comparación con las condiciones de escasez y precariedad que habían experimentado en sus familias de origen. Sin embargo, de ello no deriva un conjunto homogéneo de valoraciones, más bien, nos encontramos con un panorama variado y lleno de tensiones y ambivalencias frente a los cambios ocurridos en el ambiente alimentario y a sus propias trayectorias de vida.
Para las mujeres de estrato popular, diversas situaciones complicaron la atención de las necesidades del hogar en el pasado. Por ejemplo, Estela enfrentó en su adolescencia la enfermedad crónica de su padre quien aportaba el único ingreso, Doña Herminia tuvo que hacerse cargo de sus hermanos al fallecer su madre y ante el alcoholismo del padre, mientras Rogelia migró de su comunidad ante la precariedad y la falta de empleo. Con el paso del tiempo, su inserción en el mercado laboral y la aplicación de diversas estrategias les permitió reducir las dificultades económicas.
Aunque las mejoras en la situación económica fueron percibidas como un evento positivo, la dieta a la que dio paso no estuvo exenta de cuestionamientos. El consumo de carne, por ejemplo, ha sido uno de los principales indicadores de mejoría en la dieta y de mejoría económica al mismo tiempo; sin embargo, también puede significar un desbalance en la ingesta de alimentos para los miembros del hogar, pasando de la limitación al exceso: “[…] sí había verduras, [en su infancia] pero sí lo que le hacía falta era un poco más de carne, yo creo. A lo mejor ahorita ya es mucha carne.” [Aída, 28 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada].
Incluso, sin abundar en los contenidos de los alimentos, su cantidad ya es un indicador de que algo ha cambiado y no necesariamente para bien, “comíamos poquito, éramos muchos y los alimentos eran poquitos […] y ahora pues no, ahorita incluso tenemos que hacer dieta porque más me vale.” [Magdalena, 45 años, sin pareja ni otros familiares, madre de un escolar con exceso de peso]. “Más me vale” remite a una especie de amenaza, pero en este caso no viene de otra persona, Magdalena se refiere a su composición corporal, pues ella misma reconoce que presenta exceso de peso, pero también a la de su hijo menor, a quien le cuida la alimentación para
evitar que su peso se incremente.
Cabe señalar que la mitad de los escolares cuyas madres valoraron de forma negativa el cambio de dieta, presentaban exceso de peso. Parece que esto ha permitido que revaloren la experiencia de su propia infancia como más saludable, ante su preocupación al observar el peso de sus hijos:
Yo creo que sí se alimentan mejor los niños de pocos recursos, ya lo viví, ya vimos que sí, que la alimentación es mejor con pocos recursos porque frijolitos y sano, verdurita.
[…] ha empeorado [la alimentación], porque, aunque comíamos poquito comíamos caldito de pollo, frijoles, por ejemplo, cuando no teníamos para comprar carne, aquí teníamos pencas de nopales, los rebanábamos en cuadros del tamaño de un bistec y los poníamos a cocer y esa era nuestra carne […] En la noche de merendar pues un bolillo y un atolito. Ahora ya queremos la leche, así como viene, con unos corn flakes o unas donas o chatarra, sigue siendo chatarra. Sí, eso sí ha empeorado [Magdalena, 45 años, sin pareja ni otros familiares, madre de un escolar con exceso de peso].
Por su parte, en las familias de estrato medio a las que tuvimos acceso, las narraciones también dan cuenta de una mejoría en la alimentación a partir de la presencia de carne, frutas y verduras en el menú, como consecuencia del aumento de ingresos.
Hay que señalar que lo que se considera benéfico ha mostrado algunos cambios, como lo muestra la narración de Jackie: “yo creo que sí mejoró [la comida], en la [familia] actual, sí. En la otra, bueno, muchas carencias, muchas limitaciones, a lo mejor esporádicamente pues comía carne.” [Jackie, 39 años, vive con su pareja, madre de dos escolares con exceso de peso].
Pero la presencia de carne en el menú también puede tener un contenido distinto:
Ha cambiado [la alimentación], no te puedo decir que mejorado […] Con mi papá me acostumbré más a la ensalada, pero también a la carne, o sea, como que si no había carne no había comida. Esa era la diferencia. Y acá si ha habido días en los que no comemos nada de carne y me toca pura verdura, y la carne se ha disminuido. […] Más que mejorar, es diferente. [Paloma, 46 años, vive con su pareja, madre de un escolar con exceso de
peso].
En el mismo sentido, la razón de Laura para señalar que su dieta actual es mejor que la de su hogar de origen tiene que ver con una reducción de la ingesta de carne: “Ha mejorado [la comida, respecto a su hogar de origen], yo comía mucha carne, y ahorita ya no. Y a mí no me gustaba la leche, no me gustaban las verduras, me gustaba mucho la fruta, me encanta, pero no me gustaba la verdura, pero ahorita ya la estoy consumiendo.” [Laura, 39 años, vive con su pareja, madre de dos escolares delgados].
Pero en este estrato también se presentaron visiones críticas a la dieta que se consumía, al compararla con la de su familia de origen. La razón para ese balance negativo se encuentra en las nuevas preferencias de consumo, como muestra el caso de Nelly, específicamente refiriéndose a lo que su hija consume como postre:
No, ha empeorado [la alimentación]. […] mi mamá cocinaba […] Ella era muy administrada […] mi mamá no nos dejaba sin postre, es decir, era un postre o una gelatina […] algo que implicara más azúcar de la permitida, pero no nos dejaba pasar a la cocina […], y la fruta era de postre, ése era el postre y mi hija no, es helado, es un tazoncito de sabritones, galletas emperador o de esas, no sé, gomitas, dulces; para ella un postre es un dulce [Nelly, 38 años, vive con su pareja, madre de una escolar con exceso de peso].
De manera similar a lo señalado por las participantes de estrato popular, Sonia reconocía que una mejoría en los ingresos familiares iba en un sentido distinto al que deberían: “seguimos en el ritmo que no deberíamos de seguir, porque sí o sea comprar extras, igual cosas que no son tan necesarias, como chucherías, así galletas, esas cosas extras.” [Sonia, 34 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada]. Esto puede contrastar también con la dieta de la infancia: “mi mamá siempre trató de darnos no mucha carne, pero sí balanceado bien, que tuviera proteína y verduras y eso. Y ahorita tal vez no está tan balanceada.” En su apreciación, Sonia reconoce prácticas que sabe que no se ajustan a lo que debería hacer, pero ese reconocimiento se remite a acciones que no parecen preocuparle mucho, pues se pueden reajustar.
Los pasajes citados antes, en ambos estratos, parecen apuntar a que la desmejora de la dieta reside en lo que ahora se “quiere”, que se venden fuera de ella, pues representan una reducción drástica de la variedad, además de que pueden resultar dañinos. Estás distinciones son más explicitas en los testimonios de las participantes del estrato popular:
Yo siento que antes nos variaban más la comida, como que antes sí nos daban fruta, verdura, […], y ahora como que nada más es lo mismo, quieren lo mismo, lo mismo. Por ejemplo, se les antojan mucho los taquitos en la noche, de suadero, de al pastor, así. Y eso de noche pues también siento que hace daño. Entonces, siento que sí ha cambiado el hábito alimenticio y que antes era mejor que ahora, en ese aspecto de que ahora comemos más grasas, más irritantes, por ejemplo, la Valentina, el limón, todo eso. Nos nutrimos menos, a lo mejor podemos comer más, pero más grasas, más harinas, más de todo eso. [Carla, 33 años, vive con su pareja y su madre, madre de una escolar delgada]
Con la mayor disposición de recursos parece que es más frecuente que se consuma lo que se prefiere. Estamos ante un tipo de consumos determinados por la búsqueda de variación respecto de lo que hay en casa, que se tiene que buscar fuera de ésta. En este sentido, comer en restaurantes de comida rápida sería una de las muestras más significativas de la disponibilidad de recursos, pero con consecuencias negativas que no pasan desapercibidas “[…] cuando hay más dinero, por ejemplo, hay más oportunidad de ir a comer fuera, pero el comer fuera es restaurantes de novedad: Burger King, McDonald’s, que esa comida la veo ni tan nutritiva, como que siento que con más dinero te vas a comer más comida chatarra, que ni siquiera te hace bien.” [Aída, 28 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada]
Ya sea a partir de lo que los hijos “quieren” o lo que en familia “queremos”, las madres que consideran que su alimentación empeoró respecto de su familia de origen, reconocen la importancia de los “gustos” en este proceso, de tal modo que, al buscar complacer a la familia (darle gusto), se termina por alimentarla mal.
Las concepciones críticas sobre los alimentos, no se traducen en un cambio en los patrones alimentarios. Representan apenas algunas reacciones que podían incluso no reflejarse en
cambios reales para la alimentación familiar. De hecho, Magdalena añadía, poco después de señalar las bondades de su dieta cuando era niña: “la verdad es que nunca he hecho eso, pero muchas veces he tenido ganas de hacer una comida como esas” [Magdalena, 45 años, sin pareja ni otros familiares, madre de un escolar con exceso de peso].
Aunque los gustos puedan ser considerados cercanos a los consumos de comida chatarra del mismo modo que los antojos, es necesario distinguirlos para dar cuenta de su permanencia, a pesar de las críticas a ese tipo de consumo.
Los gustos, si bien son algo que sale de la rutina, al estar sujetos a la existencia de un excedente, con las dificultades económicas suelen ser los consumos que son objeto de un recorte de los gastos, como lo señala Aída, con un tono de insatisfacción: “20 pesos que a lo mejor me gastaba en, no sé, chucherías de chicharrones y papas, y todo eso pues ahorita los necesito para completar la comida” [Aída, 28 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada].
Por otro lado, tener que consumir lo que hay en casa puede ser visto con desagrado, puesto que se asocia al incumplimiento del antojo, o simplemente es la expresión de lo que no se puede tener: “
[…] los niños, cuando de vez en cuando ‘ah, ¿qué crees? que se me antojó -no sé- sincronizadas’, ‘ah bueno, pues vamos a hacerlas’, pero si ya tengo algo hecho de comer pues comemos lo que hay.” [Carla, 33 años, vive con su pareja y su madre, madre de una escolar delgada]
[…] a veces los viernes cuando ya no tengo tanto dinero sí nos abstenemos un poquito y a lo mejor lo que haya. Preparar lo que alcance. [Estela, vive con su pareja, madre de una escolar con exceso de peso]
“Lo que hay” adquiere su significación como una base relativamente flexible, pues puede haber alimentos a los que se recurre cuando lo que se cocinó para ese día no es del agrado de alguien, especialmente los niños: “Sí, en el caso de mi hijo que no le guste algo, pues se hace un huevo. ‘Me hago mi huevo o me caliento mi arroz’, así, pero casi siempre se comen lo que hay, siempre.” [Carla, 33 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada]. Lo que hay cubre
una necesidad, pero no es tan gratificante como un gusto.
Por sus características, los gustos pueden ser un complemento de lo que hay, considerando que también son planeados. Mediante el gusto, se abre un espacio en la abstención a la que conduce lo que alcanza. Significa que haya botanas, golosinas y antojos en general, como en las reuniones o celebraciones, por ejemplo: “los chicharrones, eso sí como que es de ley” [Aída, 28 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada].
Así, satisfacer un antojo lleva aparejada la sensación de libertad, que no se logra sólo con el gusto, que como señalábamos, se tiene que planear: “[…] no nos reprimimos de algo que se nos antoje, nos lo compramos. No hay represión.” [Estela, vive con su pareja, madre de una escolar con exceso de peso]. No hacerlo, equivale a limitarse, fue considerado incluso como un obstáculo para ahorrar: “porque si junto, vivimos muy muy limitados, entonces no puedo juntar, y no me gusta tener a mis hijos así muy limitados, que ‘¡ay mamá!, cómprame un elote’, ‘no, mi amor, porque tengo que guardar’” [Magdalena, 45 años, sin pareja ni otros familiares, madre de un escolar con exceso de peso].
Cuando hablaba de “guardar” esta informante se refería a ahorrar para las vacaciones familiares. No poder cumplir un antojo o no poderlo proporcionar a los hijos, vendría cargado de un fuerte sentimiento de frustración, a tal punto que no hay ninguna duda respecto a darle prioridad al disfrute inmediato, frente a otro que requiere esperar.
Para nuestras informantes del estrato popular, el pasado de precariedad enmarca la forma en la que conciben la satisfacción de esos antojos. Si bien se trata de aspectos accesorios, innecesarios, la satisfacción deriva de que no estaban al alcance antes y la gratificación se experimenta en forma casi inmediata:
Si lo llevo [al nieto] al súper, sí es así de que “¿me compras unos Danoninos abuelita, me compras un yogurt abuelita?” y le digo “sí, llévalo” […] Pero es como un lujo ¿no? […] porque no es una necesidad que diga ¡ay! Lo tienes que llevar. […] Entonces, así como que a lo mejor sí nos podemos dar ahora ese lujo, porque antes no nos lo podíamos dar. […] digo pues es comida, es algo que vas a comer. Lo llevo. [Herminia, 49 años, vive con su pareja, su hija y su nuera, abuela de un escolar con exceso de peso]
Esa satisfacción encuentra en su inmediatez un fuerte estímulo para su búsqueda, sobre todo si se toma en cuenta que puede existir un temor ante la imposibilidad de disfrutar en el futuro. En el caso de doña Herminia, su temor se sustenta en la experiencia de la enfermedad de su esposo, que había restringido buena parte de los consumos que tenían. Al hablar de sus dificultades para reducir su ingesta, y con ello su peso: “[…] digo ¡ay! trabajo tanto y todo y si me quedo sin comer, al rato que me ponga mala, ¿qué voy a hacer?” [Herminia, 49 años, vive con su pareja, su hija y su nuera, abuela de un escolar con exceso de peso].
En contraste, para el estrato medio, los consumos de alimentos nocivos por su contenido de grasa no son de difícil acceso y no se evitan, más bien al contrario, se afirma su carácter casi obligatorio, aunque regulado:
Regularmente somos taqueros, son tacos al pastor, […] mandamos pedir, por lo menos cada viernes, son de rigor, […] y ya el fin de semana puede ser pizza o puede ser carnitas, o tlacoyos, gorditas o quesitos, nada tan elaborado. [Nelly, 38 años, vive con su pareja, madre de una escolar con exceso de peso].
Esa regularidad y rigor con los que se presentan esos consumos, requieren de entrar en la planeación cotidiana de los gastos, pues no se trata de una actividad excepcional:
“[…] por lo menos dos veces al mes comemos fuera de la casa, o que en la noche unos taquitos, algo así, pero procuramos siempre cuidar lo que tenemos, no despilfarrarlo, […] la realidad de las cosas es que vivimos al día, prácticamente, pero sí tenemos un extra para gastar y procuramos planearlo, no desperdiciar” [Laura, 39 años, vive con su pareja, madre de dos escolares delgados].
Antes señalábamos que el postre mostraba para ellas el empeoramiento de la alimentación, ejemplificando esto con las preferencias de la niña de Nelly. Este caso nos permite contemplar el alcance y la importancia del “gusto”, en la comida familiar. En primer lugar, si bien el postre supone planeación, al comprobar la despensa y tenerlo disponible, su consumo se ubicaría dentro del ámbito de la regularidad de cada ocasión de comida. Lo que coloca al postre
más cerca del antojo, es el contenido que no está sujeto a control por parte de los padres. La disposición de recursos reduce la necesidad de esperar para satisfacer ese gusto.
Tener un postre acorde al gusto de los hijos parece necesario, dado que a la par de complacerlos se estaría proporcionando una dieta suficiente. Este aspecto es central pues en ocasiones se proporciona el gusto del postre sólo a los hijos:
Creo que [comen] suficiente, ni mucho ni poco. […]
O sea, vamos, tienes una sopa, un guisado. A veces, bueno, para ellos por lo menos, no sé, se tiene algún tipo de yogurt, de helado, para que digan ‘¿qué hay de postre?’, es así como que ese, para cerrar la comida. [Elena, 43 años, vive con su madre y su pareja, madre de una escolar delgada].
Pero más allá de los tacos o de los postres, las frituras también pueden incluirse en la lista de esos alimentos que pueden ser dañinos y que sin embargo no se dejan de consumir. Al final de cuentas, están profundamente arraigados en la experiencia infantil, tanto como consumos gratificantes, como consumos propios de los menores:
[…] de lo que comemos y que no está tan bien obviamente son las frituras […] Bueno, eso no lo puedes evitar, […] de chiquita decía ‘es que las papas, es así como que lo más rico’, entonces ahora que dicen que a los niños no hay que darles, hay que quitarle toda la chatarra, ¿pero por qué si es un gusto que les puedes dar? O sea, no en exceso, pero sí lo puedes comer. [Elena, 43 años, vive con su madre y su pareja, madre de una escolar delgada].
Así, lejos de las limitaciones del estrato popular, los gustos pierden la urgencia del antojo y con ello, su capacidad de satisfacer, pero la disposición irrestricta requiere de mayores esfuerzos para que sean consumidos en porciones que no deterioren la salud.
Otro aspecto involucrado en la conformación de prácticas alimentarias es la satisfacción que
deriva de compararse con los consumos del grupo social más inmediato pero suficientemente distinguible. Para las informantes del estrato popular, entre las personas más favorecidas, la restricción respecto a los “gustos” o “antojos”, por el hecho de tener recursos, ya no significa represión o limitación, sino “cuidado”:
Como que las que tienen más… se cuidan más. […] las niñas [de su patrona] en la noche nada más van a cenar cereal y nada más van a comer esto y esto. [Herminia, 49 años, vive con su nuera, su hija y su pareja, abuela de un escolar con exceso de peso]
[…] el rico siempre va a tener lo mejor de comer… bueno no mejor, sino ellos van a tener otro tipo de comidas, pero la verdad sí, luego hasta son, o sea, como que los cuidan más sus mamás, meten más verduras, o sea, son más especiales con ellos. Carnes pues casi no comen. Y la diferencia que tenemos nosotros es que sí consumimos de todo, de todo. [Lucía, vive con sus padres, hija escolar con exceso de peso]
Una comparación entre las niñas de la patrona y el nieto de doña Herminia, parece inevitable, lo que enfatiza la naturaleza que ella atribuye a ese “cuidado”:
[…] mis niñas [hijas de su patrona] de hecho no saben comer nada, nada les gusta porque su mamá no […] Y yo veo al mío [su nieto], no, el mío es bien gordo. No, el mío come re bien […] Pero pues es que la señora siempre anda así con limitaciones. [Herminia, 49 años, vive con su nuera, su hija y su pareja, abuela de un escolar con exceso de peso]
El “cuidado” no deja de ser restrictivo, por lo que lleva una carga negativa. Las madres que lo efectúan son “especiales”, una forma de decir que son exigentes y estrictas, que restringen lo que comen y con ello, lo que sus hijas aprenden a comer. La otra implicación es que a las niñas de la patrona nada les gusta, lo que doña Herminia expresó con un dejo de congoja. Por el contrario, ella decía con orgullo que su nieto era bien gordo, como muestra de que come re bien, e incluso de que todo le gustaba y que disfrutaba comer, a diferencia de las niñas, que no lo podían hacer.
Paradójicamente, los hogares con más recursos son los que estas informantes se
representan como los que tienen más restricciones en su alimentación. El hecho de la restricción, aunque sea por la voluntad de los papás, no aminora la tristeza con la que se asocia la limitación (el “no poder” darse gustos). Mientras, en los hogares populares desprovistos de esa voluntad, es patente la satisfacción de que los niños puedan comer de todo. Este aspecto puede ser de singular relevancia para entender el posicionamiento frente al entorno obesogénico, pues justamente una de sus características es hacer accesibles alimentos más paladeables (Popkin et al., 2012).
De manera un tanto simétrica, en el estrato medio, también existe una satisfacción que deriva de la forma en la que se perciben frente al grupo social más cercano; sin embargo, los señalamientos son distintos cuando las valoraciones dejan de remitirse a la familia de origen, y cuando el cumplimiento de ese deber se evalúa en relación con el comportamiento de personas de las que se quieren diferenciar. En las referencias a las formas de comer de las personas con pocos recursos, emergió todo un catálogo de esos alimentos que no se deben comer, oponiéndolo a un patrón que se caracteriza por un mayor cuidado:
Yo creo que depende de cada familia, […] yo lo que sí te puedo decir es que en las familias con menor recurso toman más refresco, comen más papa, o sea, son como más chatarreros, más de garnachitas, de barbacoa, tienden más a ese tipo de alimentación. Y cuando, en el otro tipo, son como creo yo más cuidadosos en ese sentido. No son de todos los días una gordita o un taco de carnitas, tacos al pastor. [Paloma, 46 años, vive con su pareja, madre de un escolar con exceso de peso].
En tanto que ese tipo de alimentación es chatarra, suponen que quienes la consumen (los más desfavorecidos) saben que esa comida los puede dañar; sin embargo, asumen que ellos tienden a consumirla porque no les importa cuidar lo que comen. Ese descuido de lo que se consume, tiene diferentes implicaciones para cada género. En el caso de los varones, se presenta como una situación difícil de evitar, pues no se les reconoce la capacidad de preparar alimentos, por lo que necesitan que les hagan:
[…] la mayoría son hombres solos, que casi siempre son los mismos y comen solos. O a veces también estudiantes, ya no te queda otra, no está tu mamá y estás aparte y pues te
vas a comer ahí. Desde mi punto de vista, los que frecuentan son personas que no tienen el tiempo o no tienen a las personas que les hagan eso. [Sonia, 34 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada].
Los trabajadores, en particular, estarían más expuestos a la necesidad de comer fuera de su casa, donde la disposición de recursos está relacionada con la calidad de la comida:
[…] por cuestiones de trabajo […] a lo mejor comen hamburguesas, comen tacos, hasta en el tianguis ¿no? Algunas personas. [Elena, 43 años, vive con su madre y su pareja, madre de una escolar delgada].
[…]finalmente [quienes comen fuera de casa] son las personas que no les da tiempo, están todo el día metidas en el trabajo, como más aceleradones […] Pero también hábitos, buscan gastar más y tener como más balance en la comida, porque comer balanceado es más caro, esa es la verdad. [Paloma, 46 años, vive con su pareja, madre de un escolar con exceso de peso].
Situándonos en los significados de la alimentación de los niños, la idea de descuido encuentra eco en la referencia a los conocimientos que las madres ponen en juego al comer y dar de comer:
[…] si ya se están perdiendo imagínate, los valores, que no se esté perdiendo el educar a tu hijo cómo comer, ¡pues olvídalo! Estamos ya muy mal… y más las mamás que trabajan, ¿has visto niñitos así en tianguis?, comiéndose que la gorda de chicharrón y la grasota y todo y el niño bien chiquitito, yo si lo he visto, cuánta grasa no está comiendo. Pero pues la mamá qué le puede hacer, pues tiene que trabajar ¿no? … [recapacita], no, es floja, huevona ¡perdón¡, porque bien puede hacerle su comida al niñito y que ella engorde y que ella se muera, pero al niño cuídalo. [Margarita, 38 años, vive con su pareja, madre de una escolar delgada].
Así, la pérdida de valores sería equiparable con la pérdida de la trasmisión del cuidado de
como comer. Esto da paso a la consideración de que sería válido reclamar, a las madres más pobres que cuidaran la alimentación, el peso y con ello la salud de los niños, haciendo a un lado la flojera de cocinar en casa. La flojera, entonces, se vuelve una característica de esas madres, que explicaría sus prácticas. Situarnos en la perspectiva de la pérdida de los valores, ciertamente podría ampliar la crítica a todos los sectores sociales, aunque ello no aportaría tampoco argumentos que se opongan a lo antes dicho respecto de los pobres.
Si comer garnachas fuera de casa se considera un rasgo individual de la erosión de los valores, más dramática todavía si tomamos en cuenta que quienes estarían dando muestras de esa pérdida serían las madres, justamente en quienes se deposita, la responsabilidad de enseñar a comer a los hijos:
Yo creo los que comen seguido fuera es porque no tienen ganas de hacer de comer. […] yo sí creo que es falta de compromiso, responsabilidad, falta de sacrificio, porque sí es sacrificio estar pensando en hacerles variado, […] sí creo que es falta de sacrificio de las mamás. [Nelly, vive con su pareja, madre de una escolar con exceso de peso].
Las normas de género convergen con los criterios de diferenciación social para exigir que las madres hagan el esfuerzo por transmitir los valores de una buena alimentación, sobre todo de aquellas que enfrentan tal precariedad que sólo encuentran acomodo en la informalidad, precisamente en donde existe mayor oferta alimentaria “mala”.
Si nos enfocamos en la relación entre recursos económicos y alimentación, lejos de abrir la posibilidad para comprender de otro modo la situación de quienes experimentaban precariedad económica, nuestras informantes terminaban afirmando la independencia de una mala alimentación respecto a los ingresos de los que se dispusiera:
En cuanto a alimento yo no creo que el dinero, yo creo que más bien es cuestión de educación porque yo creo que sale más barato, más económico comprar frutas, comprar verduras, ¿sí me explico?, unas croquetas de atún a pedir algo de comer o ir a comer a algún lado. [Laura, 39 años, vive con su pareja, madre de dos escolares delgados].
En el señalamiento anterior, educación hacía referencia a darse cuenta de una diferencia obvia entre el costo de los alimentos que se venden fuera de casa y el de los alimentos caseros. Al mismo tiempo, servía para ofrecer una explicación mediante el prejuicio de clase según el cual buscar la satisfacción inmediata, es propios de las clases bajas, debido a su escasa instrucción.
Según estas informantes, para comer de manera sana bastaría dejar la pereza y gastar un mínimo de dinero:
[…] puedes comer sanamente, yo digo que el que no tiene y se compra pan, es huevón, porque puedes hacer con nada o tal vez un atún, le echas cebollita y jitomate o limón y con tostaditas y ¡wow! Y ni $30 pesos te gastas. [Jackie, 39 años, vive con su pareja, madre de dos escolares con exceso de peso].
Frente a una caracterización de la alimentación deficiente como propia de los pobres, y que muestra pereza y falta de cumplimiento de valores y roles sociales, se establecen las virtudes de la dieta propia. La carne se presentaba como un alimento que no se puede comer en contextos de limitaciones; sin embargo, una breve consideración de lo dicho, hace que nuestra informante matice su señalamiento:
“[…] aunque yo pueda ahorita darles carne a mis hijos, yo sé que la carne es mala para un niño […] entonces les meto más, por ejemplo, pescado, yo sé que es más caro, el salmón y la pechuga.” [Jackie, 39 años, vive con su pareja, madre de dos escolares con exceso de peso].
Ese potencial dañino de la carne requiere tomar precauciones:
“[…] los fines de semana que llegamos a comer en la calle y que se pueden comer una hamburguesa y sumamente grasosa, ahí sí digo no ¡chin! […] y me dice ‘mamá es que quiero comer…’, ‘no ya comiste […], acuérdense que hay que limpiarnos’. [Jackie, 39 años, vive con su pareja, madre de dos escolares con exceso de peso].
En ambos sectores, después de identificar la valoración que hicieron del cambio alimentario entre su familia de origen y la actual, podemos identificar dos aspectos que condensan los significados relacionados con la alimentación: en primer lugar, identificamos el tipo de alimentos de acuerdo con la satisfacción que se le atribuye. Lo que hay, los gustos y los antojos constituyen el rango de opciones por el que se aprecia la comida, donde se combinan distintos tipos de satisfacción: física, emocional y social. La satisfacción física inmediata remite al antojo y la sensación de libertad o de no limitarse con la que se le asocia, de manera concurrente a lo hallado por Vargas: “El antojo responde a un vivo deseo y es una comida de escape, que opone el orden al desorden” (Vargas, 1993:29). La posibilidad de compartir momentos y salir de la “rutina” se expresa en los gustos que se pueden dar. Estos aspectos contribuyen a definir como el extremo opuesto un cuidado de los que se come, para cumplir con los dictados de tener un cuerpo agradable, adecuado y saludable.
Lo que hay, delimita el aspecto constreñido de la alimentación. Sin embargo, su contenido cambia en el tiempo, al comparar las familias de origen con las actuales y también al comparar su empleo en cada uno de los estratos considerados. Al comparar entre familias de origen y actuales, parece haber una atribución de significado a “lo que hay”. Por la incorporación de la oferta industrializada o lista para consumir, la base alimentaria del hogar habría comenzado a considerarse menos sabrosa, limitante e incluso aburrida. Curiosamente, ante la creciente difusión de las advertencias respecto a los riesgos de tener un peso excesivo “lo que hay” habría pasado a ser bueno “casero”, variado, saludable. Se entiende que lo que hay tiene un sentido negativo, primordialmente en los hogares de sector popular, mientras en los hogares de estrato medio predomina la apreciación positiva.
Ambos sectores tienen alguna referencia más o menos cercana con estas representaciones de la comida, pero las significan de forma diversa. En el sector popular, lo que hay indica la comida preparada cotidianamente, una base más o menos estable de alimentos, una alternativa cuando la comida no es el del agrado de algún miembro del hogar, especialmente los niños. Pero también con el aumento o disminución de los ingresos, así como con los vaivenes en la actividad laboral de los miembros del hogar.
En el caso del estrato medio, “lo que hay” se define en relación con lo que se encuentra al
salir de la casa y cuyo consumo a veces es ineludible, por ejemplo, cuando se lleva a los niños al cine o de vacaciones, donde abunda la oferta alimentaria industrializada y con poca variedad. En ambos estratos, “lo que hay” remite a un consumo de necesidad que refleja tanto la base alimentaria aceptable del hogar, como la inevitable constricción de la industria alimentaria.
En el estrato menos favorecido, la dieta de necesidad está muy cerca de los patrones alimentarios considerados rurales (frijoles, tortillas, chile), lo cual puede ser una ventaja frente a la oferta hipercalórica (Lozada et al., 2007; Ortiz et al., 2006). En el caso de lo que hay fuera de casa, se ha identificado un riesgo de incremento de peso a partir del consumo de alimentos altamente paladeables, sin importar que estos sólo se realicen los fines de semana (Kaakouch, et al., 2016). Esto cobra importancia ante los señalamientos frecuentes en el estrato medio, de comer bastante los fines de semana y dedicar el resto de los días a “limpiarse”, lo que muestra que la mayor diferencia con el estrato popular es la frecuencia con la que ocurren dichos consumos.
El gusto, en ambos estratos estaría definido por la planeación o consideración de un gasto a futuro y de cierta regularidad en su cumplimiento. También, puede dividirse entre el que se procura en casa, los más “cotidianos” y los que requieren de una mayor planeación los “programados”. Los gustos cotidianos complementan la alimentación básica de los hogares.
El gusto se satisface con golosina o botanas o como comida rápida en la calle. La diferencia entre los dos estratos es que, en las familias de estrato popular, los gustos cotidianos se han visto recortados cuando se enfrentan dificultades económicas, pues es preferible gastar el dinero destinado a ellos para obtener la base mínima de los alimentos a la que están acostumbrados. Lo mismo ocurre con las salidas. Sin embargo, darse gustos en tiempos de austeridad sólo implica una mayor planeación, pero no su exclusión.
La mayor frecuencia de salidas e incluso el acceso a gustos en casa, contribuye al aumento de peso de los niños en los hogares con mayor nivel socioeconómico. En este sentido, el postre condensa el impacto de la ingesta cotidiana de gustos, pues este alimento suele contener azúcar en exceso y, sin embargo, ser considerado como necesario por los padres de estrato medio para que los niños no se sientan limitados. Aquí vemos un contraste entre el discurso normativo, más presente en este sector, y las prácticas alimentarias y de actividad física que no siempre coinciden con el mismo.
El antojo por su parte, está mucho más presente en los hogares populares. Se vive como una necesidad repentina cuyo incumpliendo puede derivar en una gran frustración. Esto puede deberse al deseo de proporcionar lo que no se tuvo en la infancia, considerando que todas las informantes señalaron tener una mejor situación que cuando niñas, a pesar de los altibajos que hayan enfrentado. El antojo, estaría en el extremo opuesto a la necesidad, por ello no está sujeto a la planeación; sin embargo, si está sujeto a las condiciones en primer lugar económicas, pero también de salud, como mostró el caso de Doña Herminia, que se preocupaba de que pudiera enfermarse y ya no poder permitirse sus antojos. A la lógica de las madres entrevistadas de estrato medio, que se enfocaban en cuidarse, las madres del estrato popular contraponían explícitamente la gratificación del disfrute. Lo que las del sector medio identificaban como cuidado, las del estrato popular consideraban una restricción sin sentido. Esto, sin duda, conlleva la reducción del cuidado de la alimentación, con el consiguiente efecto en el cuerpo.
Esta postura de rechazo a la restricción que hacen las madres del estrato popular, refleja lo profundo del habitus de clase en el que fueron socializadas y que ahora configura sus preferencias. Esas “prácticas ajustadas a las regularidades inherentes a una condición” (Bourdieu, 1998:174), tiende a privilegiar los gustos ante la duda respecto a la posibilidad de su posterior disfrute. Esto puede conducir a precipitar el resultado que justamente se quiere evitar. En este sentido, también fue importante la presencia de hogares que consideraron la posibilidad de que los cambios en la dieta tuvieran consecuencias negativas, por lo que estuvieron más pendientes de esos resultados que quienes consideraron que las nuevas pautas dietarias, eran mejores a las anteriores.
Por su parte, el lugar de la preparación de los alimentos era depositario de diferentes significados. A pesar de los gustos cotidianos que pueden tenerse en casa, en este espacio es donde se suele producir la comida más sana, particularmente para el estrato medio. Como señalamos antes, salir a comer es gratificante, es una forma de convivir e incluso de darle un descanso a la madre, con todo un menú de comidas compradas fuera de casa, que se consumen los fines de semana. Así, la comida casera puede ser saludable, pero no es tan satisfactoria como la de fuera. La comida fuera de casa puede ser menos sana, pero más rica y más divertida.
La comida casera se relaciona con las tareas asignadas a la madre o a alguna otra figura femenina del hogar. Al analizar la división de las labores del hogar, resalta casi inmediatamente
que la labor de cuidado y crianza de niños ha sido asignada a las madres o a la figura femenina adulta más cercana. Cuando analizamos el significado de la adquisición de los alimentos, lo que se nota es una moralización por parte de las madres de estrato medio contra las de estrato popular. Puesto que los varones que comen solos “no tienen de otra”, ellos son exculpados de tener consumos obesogénicos; sin embargo, las madres, al tener la responsabilidad por el cuidado y la crianza, son duramente criticadas si adquieren alimentos preparados. Así, las madres del sector medio atribuyen a las madres más pobres la adquisición de comida fuera de casa, y la falta de enseñanza a sus hijos de como alimentarse adecuadamente.
Lo interesante aquí es que quienes tienden a comprar con mayor frecuencia alimentos fuera de casa, son precisamente las madres del estrato medio. Las fuertes críticas hechas por ellas a las mujeres de estrato popular que compran comida elaborada o comen garnachas, adquiere sentido a la luz de la oposición de clases que caracteriza a las sociedades occidentales en las que las clases ascendentes sostienen el modelo normativo de la clase dominante, pero que “en muchos aspectos es muy distinto de su modelo. Es desigual y con frecuencia extraordinariamente estricto y riguroso” (Elias, 1987:515). Esto contrasta con la relativa autonomía de los grupos desfavorecidos, que no se ven supeditados a compromisos o aspiraciones en ese orden social, como se vio por ejemplo en el tema del ahorro como un valor que distingue a los sectores medios.
Es importante recordar en este punto, que las familias consideradas de estrato medio en este estudio, son familias que han ascendido socialmente en el lapso de una o dos generaciones, lo que las coloca relativamente cerca de las familias de estrato popular. De hecho, Laura menciona que tienen un extra para gastar y “procuran planearlo, no desperdiciar”. La distancia social no parece ser tan amplia entre su familia y la de algunas de nuestras informantes del sector popular, al menos en cuanto a ingresos. Sí, en cambio, se aprecia una distancia más clara en cuanto a valores de clase. De ahí la vehemencia del discurso con el que buscan distinguirse de ellas, apelando a valores morales como la flojera, el descuido, o la irresponsabilidad como madres, elementos que la educación –que ellas poseen- permite superar. El ahorro es uno de esos valores de clase media que distinguen a este sector de las clases populares, que no ahorran porque “no pueden esperar para satisfacer un deseo”. Los gustos y antojos que consumen, por ejemplo, no son muy diferentes de los que reportan las familias del sector popular, solo que se incluyen dentro de un marco de planeación que las madres de estrato medio esbozan como racional y
responsable.
Finalmente, queremos destacar la trascendencia que tiene para nuestra investigación el análisis del significado atribuido a los alimentos (Mintz, 1996). Los grandes cambios que han configurado el ambiente obesogénico en México, han asociado a los consumos de alimentos hipercalóricos, por un lado, con la movilidad social y con el estatus, y por el otro con el desarrollo de padecimientos crónicos, definiendo así, los significados externos que impactan en las practicas familiares. Pero al mismo tiempo en el ámbito familiar la preocupación por la salud actual y futura de los niños se enfrenta con el carácter ineludible de dichos consumos, lo que caracteriza los significados internos. Señalamos esto porque en lo revisado hasta aquí queda claro que las tensiones se mantienen independientemente de las diferencias por estrato social. Mientras para el estrato medio, hay que definir criterios para cuidarse sin dejar de darse gustos, pues la oferta alimentaria y la inactividad física de los niños los está haciendo ganar peso, para nuestras informantes del estrato popular, aprovechar el aumento en los recursos disponibles para adquirir alimentos altamente paladeables y ofrecerlos a sus hijos, es una oportunidad que no se debe dejar pasar, aunque esto se esté reflejando en la composición corporal de sus hijos.
Los hogares de estrato medio atribuyen la mayor cantidad de consumos de escaso valor nutricional al estrato popular, siendo que corresponden al mismo estrato medio. Del mismo modo, en los hogares populares se tendió a identificar la restricción como propia de los hogares con más recursos, cuando en realidad, este tipo de consumos se tienen que restringir porque sigue siendo oneroso para el gasto familiar de los hogares del sector popular.
En ambos estratos, se critica a los postres, las botanas, la comida rápida, por los efectos perjudiciales que pueden tener para la salud, pero se les considera indispensables como parte de una alimentación gratificante.
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Notas
1 Los nombres utilizados identifican las experiencias analizadas, estos han sido cambiados por los reales para mantener el anonimato.