Miguel de la Torre Gamboa1
Palabras clave: Cultura; Educación; Filosofía; Ciudadanía
La opinión popular suele llamar utopistas a quienes idealizan sobre la vida social a través de un ejercicio imaginativo que aspira a colocar como horizonte de la vida humana colectiva un proyecto de sociedad imposible, este sentido del término se usa para designar peyorativamente a aquellos críticos de la vida social que hablan del cambio apuntando alternativas que suponen acabar por completo con lo que somos como sociedad, por considerarlo absolutamente insatisfactorio, y para sustituirlo prefiguran una radical refundación de la vida colectiva en la que asuntos como la libertad, la justicia, la solidaridad o la equidad sean absolutos y definitivos, sin
1 Universidad Autónoma de Nuevo León, Facultad de Filosofía y Letras. Dr. en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México. LGAC: Filosofía de la Educación. miguel.delatorregm@uanl.edu.mx
quedar condicionados a ningún poder, a ninguna circunstancia, a ninguna determinación.
Otras veces se llama utopistas, o utópicos, a quienes nos ofrecen como idea del cambio social más bien un proyecto de recuperación del pasado. En este caso la crítica se tiñe de nostalgia y conservadurismo, pues presenta como horizonte necesario a la vida social contemporánea, una vuelta a modos de vida, a instituciones y prácticas del pasado, reciente o remoto, argumentando que en ellos se realizaba una idea de vida buena, es decir una conducta ética de los individuos y/o colectividades, regida, igual que en el caso anterior, por valores universales, absolutos e inatacables.
Unos y otros, los llamados “utopistas” de ambos tipos, comparten una desvalorización de la historia y de lo concreto de los procesos de cambio, habidos o esperados; en ambos casos, efectivamente, se ignoran las fuerzas sociales, las prácticas, las motivaciones, los intereses concretos que nos mantienen en el estado de cosas en que estamos, o que dejaron atrás lo que hoy se levanta como bandera. Les falta el reconocimiento de que el sistema de relaciones sociales es una construcción colectiva en la que se reflejan intereses, aspiraciones, concepciones del mundo y de lo humano que han conseguido una correlación de fuerzas favorable, que les permite imponer su visión de las cosas.
Hay, sin embargo, otra clase de utopistas. Aquellos que acompañan la crítica del presente de un reconocimiento de las fuerzas y situaciones sociales que lo han hecho posible, al mismo tiempo que de la convicción de que este presente no tiene que ser necesariamente lo que es, que es posible mirarlo, y en consecuencia vivirlo de otro modo; si somos capaces de articular y poner en marcha, las fuerzas y actores sociales cuyos intereses y aspiraciones han sido dejados de lado. En este caso, la crítica de lo existente y su consecuente apuesta de futuro se basan fundamentalmente en dos elementos: Primero, la comprensión clara de la historia que hay detrás de nuestra vida social y lo que en ella nos parece insatisfactorio, y, segundo, la comprensión de la posibilidad real del cambio, esto es, la interpretación de lo humano y sus sociedades como resultado de su propia práctica y, en el marco de esta comprensión de lo humano como ser práctico, la comprensión del estado de abierto al mundo, de ser inacabado, de ser en construcción, como característica básica de la existencia humana.
De este modo, la utopía, tal como la explica Ernst Bloch (2007), no es una ocurrencia o un sinsentido, sino una necesidad del género humano, es una expresión cognitivo-violitiva de la
apertura del género al mundo, es la forma que toma la esperanza, que nace de la incompletud humana. La creación de utopías, no es otra cosa que la práctica de imaginar, de críticar, de aspirar a un modo de vida para el hombre partiendo de la inconformidad con lo existente y la voluntad de transformarlo, en la medida de sus posibilidades. En este sentido, la utopía crea nuevos sentidos, nuevas significaciones, a lo existente a partir de la crítica realista, teórica y prácticamente fundada, de lo que somos, sin dejar de reconocerlo como producto histórico y oponiéndole lo posible, lo que todavía no es, lo no existente todavía (Bloch 2007). En la utopía se expresan nuestras necesidades, nuestros intereses, nuestro deseo y esperanza, al mismo tiempo que la confianza en la necesidad del ser humano por ir más allá, por reconstruirse a sí mismo.
La utopía como crítica del presente, es la crítica de la cultura en la que vivimos y sus ideas, la crítica de los modos en que la vida colectiva se articula y se organiza, la crítica de su sistema de gobierno y de los funcionarios e intelectuales que sostienen esa forma de convivialidad, esa estructura social y esa forma gobierno. La crítica de la cultura es una tarea que ha de abordarse desde distintos frentes al mismo tiempo, que, según Dewey (1986), no son sino dimensiones o facetas de una misma realidad: La crítica de la cultura implica el esfuerzo por impulsar nuevas formas en la vida de comunidad; parte fundamental de este propósito será el de una práctica de la filosofía que establezcan una dirección para el cambio; esa dirección u orientación hacia determinados fines es, precisamente, lo que ha de volverse objeto de estudio y de trabajo en los procesos educativos de manera consciente y democrática. La realidad en la que se articulan estas tres dimensiones es la de lo que Dewey llama experiencia humana.
La práctica de la filosofía en los Estados unidos no tiene una historia de larga data. La colonización del noreste americano no trajo al continente a grandes intelectuales, era más bien un núcleo de colonizadores y comerciantes aventureros, desplazados, perseguidos, marginados, etc. no sólo ingleses, sino también escoceses, irlandeses, alemanes, galeses, holandeses, flamencos, suecos, hugonotes franceses y de otras latitudes. El desarrollo de la cultura no era pues, una preocupación central para estos colonizadores; en cambio, la Norteamérica de la segunda mitad del siglo XVIII ya no era la misma de los pioneros. Para ese tiempo, ya habían arribado al continente grandes empresarios que venían a hacer negocios y traían consigo, la “alta cultura”
europea y la intención de conservarla. Boston era uno de los lugares clave de asentamiento de esos grandes capitalistas europeos, ingleses, alemanes y de otras partes que, ya para ese momento, habían encontrado en América, una enorme oportunidad de negocios: terratenientes esclavistas, comerciantes, industriales, banqueros, etc. toda una élite que buscaba crear para ellos y sus hijos las mismas oportunidades de formación y de consumo cultural de las que disfrutaban en Europa.
Recién a finales del siglo XVIII es que hay un pensamiento filosófico americano (Marcuse 1969), esto es, una élite intelectual, que básicamente se ocupa de interpretar el lugar del hombre en el mundo y la vida social apoyándose en las ideas del calvinismo, orientación religiosa predominante entre los inmigrantes. Los principales intelectuales de esta filosofía preocupada por el deber ser del hombre con miras a la salvación de las almas, intelectuales preocupados por difundir un modo de la vida social que fuera ambiente propicio a esa salvación, esta élite se concentraba en lo que fue la Nueva Inglaterra, la costa atlántica del noreste de los actuales Estados unidos, una zona a la que se reconoce como la cuna de muchas de las tradiciones culturales de la vida norteamericana contemporánea.
Ese pensamiento americano temprano, era principalmente teológico (Marcuse 1969), expuesto en sermones, pronunciamientos, documentos políticos y unos cuantos libros, todo ello caracterizado por planteamiento heredados de las filosofías y cosmologías medievales inglesas y holandesas que fueron influyentes en el pensamiento calvinista. El pensamiento griego de la antigüedad, era un tanto desdeñado y sobre todo, lo que tuviera que ver con los desarrollos de la ciencia y la técnica, pero tratando, también de tomar distancia del pensamiento inglés que hacía de base a la dominación británica en las colonias. El siglo XVIII registra, entonces, una serie de pensadores americanos, cuyos temas fueron casi siempre teológicos, entre los más importantes debe mencionarse a Cotton Mather, Jonathan Edwards cuyas publicaciones fueron el producto de reflexiones llevadas a cabo para ser expuestas en los púlpitos, en las asambleas, en la plaza pública, en las cortes, etc.
Ya más cerca del siglo XIX, se registra una corriente filosófica menos ligada a la teología, pero igualmente orientada a los asuntos de la construcción de una nueva nación y al combate del despotismo inglés sobre las colonias, destacan aquí los nombres de Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y Thomas Paine. Hay en estos nuevos intelectuales una influencia,
aunque no muy ortodoxa, de la Ilustración francesa. Ellos se apropiaron de algunas de las interpretaciones ilustradas sobre la vida social y la democracia (Bernstein 2014), y las adaptaron a la vida pública norteamericana; recuperaban de ella la idea de la filiación natural del ser humano, la idea del predominio necesario de la razón, la idea de la necesaria caída de las monarquías, pero no recogían estas ideas para desarrollarlas en una reflexión que se mantuvieran en la especulación abstracta, con temas como los de una humanidad feliz o una sociedad gobernada por la razón, si no ligándolas a cuestiones prácticas, al análisis de medidas concretas que resolvieran su situación frente a la corona inglesa, a la solución de los problemas del desarrollo económico, de la afirmación de sus derechos de libertad, etc. No podía tratarse de una recuperación completa de las ideas de igualdad, porque la visión americana aceptaba las diferencias de clase y aún más practicaba la esclavitud.
Para los años treinta del siglo XIX se desarrolla una nueva corriente, esta vez, se trata de trascendentalistas románticos, que más que al pensamiento ilustrado, recuperan ideas de Hegel, de nuevo en una versión más bien heterodoxa, la figura más destacada de estos nuevos filósofos americanos es el teólogo y poeta Ralph Waldo Emerson (West 2008), quien representaba destacadamente al movimiento de reforma de la Iglesia Unitaria (una de las versiones americanas del calvinismo), proponiendo la idea de un Dios interior en las personas. En esta propuesta se contenía un dicurso crítico de la conformidad americana con la situación social de ascenso de la cultura del industrialismo, el dinero y el consumo, y se promovía la vuelta a una américa original, en continuidad con la naturaleza. En este movimiento destacan, también el utopista Henry David Thoreau y el poeta Walt Withman, ambos muy influyentes en la visión de la cosas de John Dewey.
Los trascendentalistas promovían un pensamiento religioso libre, un cristianismo anti- dogmático y sobre todo anti-calvinista; ellos recuperaban a Kant, en quien veían al gran vencedor sobre la idea del mundo-máquina del empirismo, pero ponían en sus interpretaciones una carga de sentimentalismo que evidentemente no era Kantiana y asimismo, con la palabra trascendental significaban más bien lo divino y no lo racional; también los trascendentalistas recogieron el pensamiento de Hegel, al que combinaron con ideas sacadas de la ilustración, de ese coctel surgieron trabajos como los de Walt Withman.
Es esta época, principios del siglo XIX, en la que se producen el surgimiento de las
primeras universidades americanas, lo que requiere la integración de grupos de profesores, filósofos entre otros, para tender las necesidades académicas de sus alumnos. En el campo de la filosofía, la mayoría de estos nuevos profesores, son reclutados entre los teólogos y ministros religiosos que escriben, muchos de ellos son ingleses importados para la función o bien intelectuales americanos formados en Inglaterra o Alemania. Dewey, se forma como Doctor en Filosofía en la recién creada Johns Hopkins (Westbrook 1991) cuyo departamento de filosofía se formaba con apenas tres profesores: Charles Sanders Peirce, George Stanley Hall y George Sylvester Morris; éste último fue su mentor, y con él mantuvo un trabajo continuado durante algún tiempo: escribieron muchas cosas juntos, aunque siempre en una relación de maestro- discípulo.
La filosofía académica se veía, por supuesto, influida por las ideas en boga en Europa, principalmente la Ilustración Francesa, Kant y Hegel, predominantemente éste último. El intelectual más destacado del nuevo hegelianismo americano es Josiah Royce. Con Hegel, igual que con los ilustrados, lo que los americanos hicieron fue adaptarlos a su particular modo de hacer filosofía; así, por ejemplo, a Hegel se le leía como un crítico del empirismo y de la separación mente-cuerpo, es decir, la idea más valorada de Hegel era la de la continuidad entre naturaleza y pensamiento. Por años, Hegel fue el más leído de los autores europeos, pero para la segunda mitad del XIX, su influjo empezó a decaer en el marco de una lucha por tomar distancia de cualquier clase de idealismo, todavía en las primeras versiones del pragmatismo, hay una gran influencia de Hegel, aunque codo a codo con el empirismo.
Ni los primeros pensadores americanos, ni los segundos ilustrados, románticos y hegelianos eran, dice Ludwig Marcuse (1969), pensadores de convento, ni pensadores de escritorio, sino pensadores al aire libre, lo que significa que eran, antes que intelectuales, filósofos o teólogos, ministros de culto religioso, hombres de acción, políticos, empresarios, periodistas, que buscaban influir prácticamente en el destino de la nación, orientándola y llevándola en una dirección auténticamente diferente de la monarquía. Los europeos tuvieron siempre una mala opinión de esta filosofía de predicadores, políticos y escritores de revista, y la calificaban como una “filosofía bárbara” por cuanto que no se ajustaba a los cánones y formas de la práctica de la filosofía que privaban en Europa. Aunque Dewey se ubica en una época un poco posterior a esta tradición, pertenece a la del surgimiento de la filosofía académica en los
Estados Unidos, misma que abordaremos un poco más adelante, de todos modos, encaja bien con este modo de filosofar, Marcuse (1969, p.211) nos cuenta que para cuando Dewey cumplió 70 años, la lista de sus libros, folletos, ensayos y artículos ocupaba ya 155 páginas, en este amplísimo número de textos, sin dejar de plantear ideas y argumentos filosóficos, el tema central no son los problemas de la filosofía académica profesional, sino problemas como los de la escuela americana, la comunidad americana rural, el desarrollo de las naciones, la crítica de la injusticia, la defensa de militantes reprimidos o perseguidos, etc. Por supuesto, Dewey no tenía nada que ver con una práctica de escritorio de la filosofía, era absolutamente ajeno, dice Marcuse, a la imperturbabilidad monacal.
Carl Gustav Jung dijo alguna vez (citado por Marcuse): “los americanos son europeos con estilo de negros y alma de indios; es decir no son europeos, sino seres exóticos e indefinibles”. Josiah Royce, expresó también, alguna vez, en el lenguaje de su maestro Hegel y con orgullo de su originalidad, que lo que la palabra americanismo significaba era: “El espíritu enajenado de sí mismo” (también citado por Marcuse).
John Dewey es parte de esta historia, en una etapa que tiene lugar a los finales del siglo XIX, en particular en lo que puede llamarse los inicios de la ”filosofía académica moderna Americana”. En la segunda mitad del siglo XIX en los Estados Unidos no había tantas figuras intelectuales trabajando asuntos de filosofía en instituciones educativas, ni siquiera había un número razonable de instituciones que promovieran esa reflexión.
Dewey accede a una formación universitaria en gran parte debido al interés de su madre en una educación superior para sus hijos, pero ese interés tenía más que ver con la carrera teológica y eclesial que con otros proyectos de vida. Las expectativas maternas, sin embargo, se vieron frustradas, Dewey se resistió a la vida religiosa y prefirió dedicarse a la docencia, principalmente porque en su mente juvenil no acababa de resolverse el problema del lugar de Dios (Marcuse 1969).
Aunque John Dewey rechazaría el calificativo de utopista, porque pensaba de la utopía en los términos de filosofías totalitarias y negación del pensamiento reflexivo que anotábamos al principio, no cabe duda, que él fue un crítico comprometido de la vida social en la Norteamérica
de finales del XIX y principios del XX, un crítico constante y decidido de las prácticas sociales y culturales que en la sociedad norteamericana de su tiempo impedían que la tradición democrática y solidaria que había sido dibujada en la constitución americana de 1776 y puesta en práctica por los viejos pioneros de la “Nueva Inglaterra” de los siglo XVIII y XIX, y por ello es que, en nuestro punto de vista, puede vérsele como un utopista. En sus numerosas publicaciones, Dewey fustigó las realidades sociales y culturales con que la gran industrial norteamericana, su cultura dineraria, su entusiasmo por el consumo de los nuevos productos de la ciencia y de la técnica, iba transformando la vida pública en una busqueda ansiosa de novedades, de comodidades, de consumos, y la iba alejando del pensamiento reflexivo, de la preocupación por el bienestar colectivo y de la posibilidad de una conducta libre y consciente del individuo.
Los cambios que a los finales del siglo XIX tuvieron lugar en los Estados Unidos, tales como la extensión del territorio, la expansión de los centros de población, las nuevas vías y medios de comunicación, la gran industria, la creciente ampliación de la industria del espectáculo, la profesionalización de la política, tuvieron un efecto pernicioso para la vida pública; promovieron el eclipse del público americano como una fuerza social, convirtieron la aspiración a la vida democrática en un discurso justificador de la dominación y la alienación de todo interés humano en la cultura dineraria. Dice Dewey:
“El factor espiritual de nuestra tradición, la igualdad de oportunidades y la libre asociación e intercomunicación, se ha visto oscurecido y desplazado. En lugar del desarrollo de aquellas individualidades que profetizaba, lo que se da es una perversión del ideal entero de individualismo para ajustarse a las costumbres de una cultura del dinero” (Dewey 2003:59-60).
Para Dewey, en el marco de esa sociedad consumista, entretenida en los deportes, el cine, las comunicaciones y los viajes, en general sumida en el consumo de nuevos y nuevos productos, las ideas de la libertad del individuo, de la comunidad democrática y de una ciudadanía comprometida, no eran ya sino un discurso abstracto, legitimador de las nuevas prácticas sociales y las nuevas relaciones de poder.
Estas ideas que habían sido formuladas por el liberalismo del Laissez faire en el siglo
XVIII y habían tenido una significación muy específica en el marco de las luchas en las que surgieron, llegaron a América para producir dos efectos dispares: Por un lado, fueron inspiración para el desarrollo de la vida de comunidad orientada al bien común y con un espíritu solidario que caracterizó a las comunidades pioneras del noreste de los Estados Unidos y produjeron los ideales que quedaron plasmados en la Constitución americana de 1776; pero por el otro, en las cabezas de los grandes empresarios y los políticos de oficio, no significaron sino abstracciones, conceptos filosóficos encerrados en sí mismos que se impusieron en la cultura norteaméricana como un discurso esencialista, sin ninguna relación con su vida pública y con los problemas del desarrollo de una nación democrática. Hacer de la libertad individual y la democracia realidades sociales, requería, según dewey, de un nuevo liberalismo renovado, coherente y crítico; y al mismo tiempo que esta nueva filosofía, eran indispensable nuevos procesos educativos, a través de los cuales, se promoviera una forma nueva de vida de comunidad, una nueva ciudadanía.
Era indispensable, creía dewey, tomar distancia de liberalismo tradicional y de su idea abstracta del individuo, tanto como de las falsificaciones y la manipulación legitimadoras del poder en los Estados Unidos de su tiempo, asumiendo que la vida social, lo mismo que el conocimiento, no están nunca acabados, que no son una forma “definitiva” a defender, sino que se encuentran en permanente construcción. La libertad del individuo, la participación social, la democracia y la construcción colectiva de alternativas, no pueden ser formas únicas y definitivas, conceptos de una teoría, absolutos, sino experiencia constante de vida asociada.
En Viejo y nuevo individualismo de 1929, Dewey hace la crítica del liberalismo del Laissez faire que sostenía que los intereses colectivos son opuestos a los intereses individuales y que hay que defender los intereses y la libertad de los individuos frente a un Estado que interfiere con la libertad de los individuos. El liberalismo, dice, nació como una respuesta en defensa de los intereses dedicados a las prácticas económicas y políticas de la nueva clase burguesa, porque la estructura social medieval las impedía, las coartaba, las excluía; se trataba, entonces, de la defensa de la libertad y los intereses de estos grupos sociales, y claro, en su punto de vista, tenía sentido de proteger esas actividades y cambiar las condiciones sociales para que se desarrollarán. Ese movimiento, en intelectuales posteriores (particularmente los de la ilustración), se convirtió en la defensa del derecho natural de los individuos y entonces el asunto se volvió una abstracción, el concepto no hablaba ya de la vida social, de los individuos existentes, sino de uno
mítico, abstracto, genérico.
Esta fue una idea que la revolución americana transformó, considerando al individuo como sujeto social, como un agente de lo social, y por lo tanto como contribuyente a los intereses colectivos. Esta nueva concepción del individuo, sin embargo, también se perdió en el proceso de la conformación de la nueva sociedad industrial norteamericana del siglo XIX, una comunidad muchísimo más grande, enormemente urbanizada e industrializada, con una masa obrera muy consciente de sus intereses de clase y más dispuesta a la lucha que a la colaboración. En este nuevo contexto el liberalismo americano conformado en la vida de las colonias y la lucha por la independencia, se había convertido en un puro discurso, se había desnaturalizado y no podía existir del mismo modo; por ello era necesario repensarlo; dado el nuevo contexto, era necesario entender de otro modo el lugar del individuo en la vida de comunidad, aunque sin abandonar la defensa de sus intereses y su libertad; entender el modo como el individuo podría ser el elemento fundamental de la vida colectiva en la nueva sociedad industrial.
Dewey escribió en 1929 El público y sus problemas para contestar los puntos de vista de Walter Lippmann que opinaba que la democracia y la comunidad democrática no eran posibles porque la gente no se lo proponía, porque las masas no estaban pensando en participar en la vida pública, sino que estaban perdidos, “desaparecidos” de la escena pública. Dewey no estaba de acuerdo con esto, No creía que el público actuara desinteresado de lo político por sí mismo, sino que las condiciones sociales nuevas eran las que lo llevaban a esta conducta; opinaba que el público norteamericano estaba manipulado y concentrado en distractores.
En 1937 escribió Democracy is radical un artículo en el que argumenta que los individuos son los verdaderos actores de la vida social, qué hay que entender que los fines de la democracia son radicales y que el concepto de la democracia significa cambios radicales en el contexto norteamericano de esa época. Critica allí, en particular, el modo como pensaban el cambio los movimientos de sindicales y los partidos comunistas en el mundo, lo mismo que los partidos y movimientos de derecha: ni unos ni otros, decía, entienden el sentido de la democracia: “Por un lado Stalin nos dice que porque creó una constitución, ya creó una democracia en la Unión Soviética; por el otro Goebbels, dice que la única democracia en el mundo es el nacionalsocialismo” (Dewey 1977:296); frente a estas interpretaciones es que es necesario repensar la democracia, apoyados en el principio de que los individuos para ser libres necesitan
condiciones que hagan posible la realización de las potencialidades que su personalidad encierra o significa.
Cada uno debe ocupar un lugar en la vida social, y ese lugar está dado por las potencialidades de su personalidad y su libertad. Personalidad y libertad son los factores que nos permite saber de la presencia o no de la libertad. La ausencia de límites, de trabas, de restricciones a los individuos y el favorecimiento de las condiciones que hagan posible que su personalidad se ejerza, esto es lo que se entendería por libertad y lo que daría lugar a la democracia. La personalidad es lo que hace posible ocupar un lugar la vida social. Ese lugar, para que tenga sentido, para que contribuya a los intereses colectivos, no debe de ser asignado, pensado, por otro distinto que el individuo que lo ocupa. No es cosa de decirle “este es el papel que te toca jugar”.
Para Dewey, la práctica de la filosofía habría de ser entendida como esa crítica de la cultura de la que hablamos, y que él llevaba a cabo cotidianamente. Esto es, como la actividad intelectual en la que se reflexiona sobre las realidades sociales y humanas, pasadas o presentes, sea para legitimarlas, cuestionarlas o condenarlas. Cuando esa reflexión es, específicamente sobre las interpretaciones filosóficas en que se funda una sociedad, o las que la critican, la filosofía cobra la forma de una “crítica de las críticas”. Dice Bernstein (2010), La “crítica de las críticas” expresa claramente la intención deweyana de una reconstrucción de la filosofía: Él quiere asumir como objeto de estudio de la filosofía, la crítica de las filosofías del pasado. Con este cometido, Dewey enfatiza que la filosofía de nuestro tiempo, si quiere hacer un aporte realmente significativo para el cambio social, no puede desentenderse de los desarrollos del saber humano históricamente acumulado, particularmente, no puede desentenderse, en el caso de la cultura y la sociedad modernas, del conocimiento científico y los métodos de conocimiento de la ciencia que la cultura moderna ha generado. La filosofía debe ser la clase de reflexión que se nutra de ellos y se piense a sí misma jugando un papel de cambio al lado de ellos.
Aún cuando los filósofos se centren en la crítica de otros, o hablen en un lenguaje técnico, abstracto y oscuro, y su trabajo se nos presente como una actividad altamente especializada y desconectada de la vida y la práctica social, aún cuando sus reflexiones parezcan estrictamente
ubicadas en el ámbito de la teoría ética, de la lógica, de la epistemología o la metafísica, siempre estarán refiriendo su trabajo a los problemas de su cultura y su sociedad. De una u otra manera, más regularmente de un modo inconsciente, dice Dewey (1986), estarán reflexionando sobre los asuntos de su tiempo y tratando de ofrecerle soluciones y alternativas aunque sean erradas o inútiles.
Los filósofos actuales, dice, debieran hacer conscientemente lo que hasta ahora han venido haciendo casi siempre de forma inconsciente, y por tanto, inadecuada, es decir, deben enfrentar en su concreción y no especulativamente, las creencias, los supuestos y los problemas de nuestra sociedad, haciendo explíticos los valores que admitimos y cómo orientan la acción social en un sentido o en otro. Deben, en particular, formular una teoría de la investigación que explique los modos de argumentación que consideramos válidos y las conclusiones intelectuales que de ellos resultan y que aporte fundamentos inteligentes para una acción que enfrente los retos de la nueva realidad social (Dewey 1986).
La idea de ciudadanía democrática que Dewey (2004) desarrolla bajo el concepto de la Gran Comunidad y a la que entiende como una forma de la vida asociada que tomaría por modelo el espíritu de las comunidades científicas cuyos participantes están dispuestos a sujetar al interés de una construcción colectiva, su experiencia individual y los productos del propio trabajo investigativo, participando en la tarea de una inteligencia común para la explicación y aplicación de los saberes; esa Gran Comunidad democrática, resulta de la libertad de los individuos y de su disposición a la comunicación más amplia y permanente entre todos los miembros del grupo.
El interés común, el compromiso y el espíritu de comunicación y colaboración genuinos han hecho posible la aparición de formas organizativas sociales realmente orientadas al interés general en la historia de la humanidad, pero, igualmente, estas mismas fuerzas sociales ha dado lugar a realidades como la de la “Gran Sociedad industrial norteamericana”. El problema no han sido las fuerzas y procesos sociales, los avances técnicos y científicos, que ha transformado la vida de la comunidad, sino las relaciones de poder que, con base en esos mismos procesos y fuerzas sociales, han generado una forma de la vida social que obstaculiza la libertad individual y la democracia. Dewey (2004) creía que una sociedad verdaderamente democrática, tendría que
ser el producto de la comunicación genuina y la interacción cooperativa, solidaria, entre los individuos convencidos de que la experiencia pasada y presente, de la humanidad como comunidad global, así como el interés común harán posible ir más allá que cualquier otra forma de asociación humana en la historia.
Los procesos educativos, si se organizan democráticamente y si asumen a la comunidad democrática como su fin en perspectiva, serán instrumento fundamental en la tarea de la construcción de la Gran Comunidad,.
“... la educación variará con la cualidad de vida que prevalezca en el grupo. Particularmente, es verdad que una sociedad que no sólo cambia, sino que tiene también el ideal de tal cambio poseerá normas y métodos de educación diferentes de aquella otra que aspire simplemente a la perpetuación de sus propias costumbres. [...] No podemos establecer, sacándolo de nuestras cabezas, algo que consideremos como una sociedad ideal. Tenemos que basar nuestra sociedad en las sociedades que realmente existen, con el fin de tener la seguridad de que nuestro ideal es practicable. Una democracia es más
que una forma de gobierno; es primariamente un modo de vivir asociado, de experiencia comunicada conjuntamente. ” (Dewey 1998: 77-79)
El concepto de la Gran Comunidad, la comunidad verdaderamente democrática, por supuesto, no tiene nada que ver con la reducción simplista que hoy día vivimos y que significa, si acaso, participación y voto universal en los procesos de designación de autoridades. Muy lejos de eso, para Dewey (2004), la democracia es una forma de vida de la comunidad, que ha de abarcar todos los aspectos de la vida social y sólo existe si es que la comunidad toda está en condiciones de participar libremente, y efectivamente participa y se compromete, en la tarea de construcción colectiva de soluciones a la multiplicidad de aspectos de la vida social. Igualmente es necesario que los procesos educativos que tienen lugar en el marco de esa forma de convivialidad consigan extender, para el conjunto de los miembros, el dominio de los productos y los procedimientos de la ciencia, de modo que pueda garantizarse una dirección a los asuntos de la comunidad basada en lo mejor del pensamiento moderno.
La democracia supone, entonces, dos cosas (Dewey 2004): Primera: una multiplicidad de
intereses, libertad para expresarlos y espacios en los que se puedan realizar; y, segunda: la decisión y compromiso de integrar un sistema de vida colectiva a partir de esa diversidad. Dice él:
“...La realización de una forma de vida social en la que los intereses se penetran recíprocamente y donde el progreso o reajuste merece una importante consideración, hace a una sociedad democrática más interesada que otras en organizar una educación deliberada y sistemática. La devoción de la democracia a la educación es un hecho familiar. (...) Puesto que una sociedad democrática repudia el principio de la autoridad externa, tiene que encontrar un sustitutivo en la disposición y el interés voluntarios y éstos sólo pueden crearse por la educación. Pero hay una explicación más profunda. Una democracia es más que una forma de gobierno; es primariamente un modo de vivir asociado, de experiencia comunicada conjuntamente... equivale a la supresión de aquellas barreras de clase, raza y territorio nacional que impiden que el hombre perciba la plena significación de su actividad.” (Dewey 1998, p. 79)
Es en la educación donde Dewey pone su esperanza de hacer realidad la “Gran Comunidad”; es en un proceso educativo que garantice un acceso universal al conocimiento y la posibilidad de aplicarlo para resolver problemas de la comunidad. El problema es intelectual, es decir se trata de llevar a reconocer a la gente que su desinformación, sus opiniones manipuladas, sus ideas conservadoras, no conducen sino a la reproducción del sistema; se trata de un proceso educativo por medio del cual, en la comunicación, en el intercambio y en el debate, se arribe a una construcción colectiva que resulte en una nueva visión de las cosas; pero igualmente es un problema ético, se trata, dice Dewey: “...de la búsqueda de las condiciones en las que el público latente que hoy existe, pueda operar democráticamente...” (2004:137).
Ese proceso educativo, no necesariamente refiere a la escuela, pero sí, a amplios procesos educativos que hagan posible la adquisición de habilidades, actitudes y disposiciones que, desde el punto de vista del individuo, darían lugar a una participación responsable según su propia capacidad para formar y dirigir las actividades de los grupos a los que pertenece; y en particular, según la necesidad de los valores que los grupos sostienen. Sería, éste, un sistema abierto,
creativo y dinámico de comunicación educativa en el que cada uno pudiera aportar, y efectivamente, aportara, desde su personalidad, sus aptitudes y su voluntad, su propia visión de las cosas en el ánimo de la satisfacción del bien común.
Bloch, Ernst (2007) El principio esperanza (1). Edición de Francisco Serra. Editorial Trotta.
Madrid.
Bernstein, Richard (2010) Filosofía y democracia: John Dewey. Herder (Colección pensamiento). Barcelona.
Ludwig Marcuse. Filosofía americana. Pragmatistas, politeístas, trágicos. Guadarrama 1969 Madrid.
Dewey, John (1977) Democracy is radical. LW, 1925-1953. Vol II: 1935-1937. Southern Illinois University Press. Carbondale, Ill.
(1986) Reconstrucción de la filosofía. Planeta. Barcelona.
(1998) Democracia y educación. Ediciones Morata. Madrid
(2003) Viejo y nuevo individualismo. (Pensamiento contemporáneo 73). Paidós. Barcelona.
(2004) La opinión pública y sus problemas. Morata. Madrid.