CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

Eduardo Bautista | ¿Qué hacer ante la crisis humanitaria?

La cuestión es, qué hacer en momentos de una profunda crisis humanitaria como la que atraviesa el país. Sobre todo cuandola crisis humanitaria es más profunda y devastadora que la crisis política, en tanto remite a la decadencia de valores colectivos ante las evidencias de una criminalidad brutal, el dolor y  la indignación, pero también ante la irrupción del miedo y la desconfianza que paralizan la acción colectiva.

La descomposición de abajo es el reflejo de la corrupción de arriba. Desde la trágica noche del 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, el caso dejó de ser un asunto local, puesto que ha mostrado la síntesis de una barbarie que arrasó con la escasa credibilidad de los partidos políticos y de los gobernantes; reveló una deshumanización desproporcionada, la infiltración de las estructuras de gobierno por grupos criminales; en fin, una red de omisiones, solapamientos y complicidades en distintos niveles.

Los asesinatos y las desapariciones forzadas de los normalistas y de los hallazgos de cadáveres no identificados en muchas fosas clandestinas no ocurren en el vacío, sino en el contexto de un estado que se supone de derecho. La tragedia de lo local se ha desbordado a otras escalas que rebasan fronteras, no solo las fronteras políticas, sino las fronteras de lo humanamente aceptable.

Las exigencias de justicia de los ciudadanos en las calles, en los diversos espacios públicos, en las redes sociales, han desbordado los canales atrofiados de la institucionalidad, mientras que el gobierno mexicano está bajo el escrutinio de los organismos internacionales de derechos humanos y de una opinión pública que denuncia lo que ocurre en el país a escala global.

En los contornos del horror, la diversidad de reacciones de distintos sectores sociales van de la rabia y la indignación hasta la indiferencia o la aprobación con las muy lamentables expresiones de «se lo merecían, ellos se lo buscaron». Las actitudes de indiferencia o aprobación muestran por sí mismas, con toda su crudeza «la supremacía de los abismos», -una expresión de José María Pérez Gay- en la conciencia misma, no solo por la incapacidad de indignarse ante el desastre humanitario sino por su justificación.

Ya no se puede seguir pensando en estrategias para la gobernabilidad desde una perspectiva de control de daños desde arriba, para evadir responsabilidades por intervención directa o por omisión. En Guerrero, como en otras partes del país, la alternancia y la transición se han convertido en palabras huecas, en meras cáscaras, en sin sentidos, puesto que las burocracias partidistas no consideran la injusticia, la desigualdad, la violencia, la criminalidad. Después no caben las disculpas.

¿Para qué ganar una elección? ¿cuál es la calidad de las alianzas? ¿cuál es  la humanidad de los personajes? ¿cuál es el entramado de relaciones mafiosas que se articulan en torno a los poderes establecidos? ¿se harán estas preguntas los aspirantes a legisladores y gobernantes de todos los partidos políticos?

¿Cómo frenar esta barbarie? ¿cómo emprender un gran movimiento pacifista de conciencias en defensa de la dignidad humana? ¿cómo vencer las apatías y las indiferencias ante el horror? ¿cómo generar solidaridad al duelo que permita transitar a la digna acción? El dolor no puede ser más una experiencia en solitario.

La modernidad mexicana se ha disuelto ante el ruido de la violencia; el pretendido éxito de las reformas estructurales se ven opacadas no solamente por las protestas sino por los indicios de corrupción provenientes desde la cima del aparato gubernamental que ponen en entredicho la honestidad de los gobernantes.

Los negocios multimillonarios al amparo institucional, el uso de la política como un botín para beneficios personales, de carácter patrimonialista, tiene tan solo uno de sus muchos ejemplos, en la nueva residencia presidencial de siete millones de dólares, manchada por la sospecha del enriquecimiento inexplicable de sus propietarios. La ostentosidad de la mansión constituye un agravio para una población que en su mayoría se encuentra a la deriva ante la violencia, la precariedad económica, la inestabilidad laboral y siguen la ruta del empobrecimiento progresivo.

¿Con quién hablar? ¿qué creer? ¿en quién confiar? ¿por dónde están las salidas? ¿de quienes depende la construcción de un futuro distinto? ¿Cómo debemos actuar?

Según los modelos ideales de la democracia participativa, el ciudadano debe estar informado sobre los diversos asuntos públicos; esa información debe permitirle dialogar, organizarse y tomar acuerdos con los demás para influir en las decisiones colectivas. Por su parte las autoridades deben garantizar y respetar ese proceso, así como tomar en cuenta los acuerdos colectivos, en un marco de construcción de confianza.

Desafortunadamente las condiciones para el respeto y el impulso de estos derechos ciudadanos no existen, de ahí la crisis política. La información que debería ser pública se oculta, o se manipula. Los divisionismos y conflictos son alentados desde arriba, y las autoridades provocan cada vez mayor desconfianza. En el corto plazo no se prevé que la tendencia se revierta.

El Informe País sobre la calidad de la ciudadanía en México (2014), registra que “es necesario promover un diálogo a nivel nacional, siguiendo una política de educación cívica”. Habría que preguntar ¿Cómo? ¿en qué condiciones? Cuando el propio informe indica y documenta la desconfianza en el prójimo y en la autoridad. Cabe recordar que el informe fue publicado mucho antes que ocurriera la tragedia de Ayotzinapa.

Según ese informe oficial, el principal obstáculo para la democratización es la política local y sus múltiples enclaves autoritarios; enfatiza que “la arena local ha sido y seguirá siendo fuente de resistencia a la democratización”. Habría que replicar indicando que los espacios locales constituyen el entramado y el sostén de la política nacional. No bastan las buenas intenciones.

Los bandidajes locales, los abusos de grupos de poder y las corrupciones que saltan a la vista, se explican como parte de un entramado más amplio de omisiones y complicidades que vienen desde la cima de los poderes político y económico. No se puede decir que se está bien arriba si los soportes están mal. Una casa no puede tener un techo excelente si carece de cimientos y de muros.

No hay fórmulas para el qué hacer ante la crisis humanitaria. No hay respuestas fáciles. Lo que si es claro es que el futuro colectivo no puede quedar en manos de élites soberbias, ineptas y corruptas. Por ello, la crisis debe ser también la oportunidad de reconstruir los cimientos desde abajo, para recuperar la confianza de que es posible construir un futuro mejor entre todos, de hacer otra política.

No se trata de la política degradada por las elites, del poder como negocio, como ocurre en este país en donde los gobiernos están rematando todo. Allí están las reformas estructurales y los gasolinazos que encarecen la vida cada día y provocan la miseria de gran parte de la población; reformas que son producto de un pacto faccioso entre dirigentes de los partidos políticos.

Por el contrario, se trata de hacer la política buena, la política del diálogo, del encuentro, de los acuerdos por la defensa de los bienes comunes, de los acuerdos sobre lo que no se puede vender, de lo que no se negocia, como la educación pública, la salud pública, del empleo con salarios dignos, la política de la defensa de los bienes comunes que no pueden tazarse en el mercado, como el agua, los vientos, los recursos naturales, los territorios.

De los territorios pensados como la suma de la tierra, del tiempo, de las historias, de los presentes y los futuros colectivos, de las culturas, de la organización, de la dignidad, de la vida misma. En suma, se trata de hacer la política de la organización y la unidad más allá de personalismos.

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