CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

Romper el silencio. 22 gritos contra la censura

Prólogo

Pensábamos llamar a este libro Geografía del silencio porque se trataba de contar los espacios donde la prensa es silenciada por el narcopoder con la amenaza, el hostigamiento, la muerte. En cuanto recibimos los textos de nuestros compañeros nos dimos cuenta del error en el que estábamos. Porque incluso cuando hay silencio, se abre una profunda reflexión sobre el periodismo como ese acto que ejercemos porque queremos y creemos en una sociedad mejor. Este libro, si algo es, es un grito de compromiso con la vida y con el oficio, y también un grito de dolor y de soledad.

Al fondo, como paisaje cotidiano de estas historias, hay un concierto de silencio, de precarización y censura, donde unos saquean al erario, otros despojan a la gente (a través de secuestros y extorsiones) y otros se roban a los jóvenes: los reclutan como halcones, pistoleros, grameros y los arrojan a la muerte. Las siguientes páginas son el grito que interrumpe el concierto del Silencio Impune.

Este libro se construyó de la periferia hacia el centro. Los periodistas que lo escriben han dedicado sus vidas a escuchar, a recorrer calles, subir cerros, fatigar carreteras para ir por las historias y contarlas. Pero nunca habían contado sus historias. O no así, en un libro, para abrazarse con sus pares de regiones y ciudades al otro lado del país. ¿Por qué estas mujeres y hombres siguieron yendo con sus libretas y sus cámaras a cubrir noticias? Porque si alguna vez han existido luchadoras y luchadores por la libertad son ellos: Kowanin, Martha, Ángeles, Melva, Margena, Lucy, Paty, Maricarmen, Norma, Dalia, Laura, Ismael, Luis Alberto, Darwin, Jesús, Martín, Carlos Manuel, Gerardo, Santiago, Modesto, Sergio y Pedro, contando sus vidas y las vidas de sus colegas con la guerra como paisaje de fondo. Una guerra de la que sólo vemos los síntomas: los 200 mil muertos, las decenas de miles de desplazados, la estela de 110 periodistas asesinados por su trabajo periodístico desde el año 2000 hasta la amarga noche del 6 de septiembre de 2017 que se escriben estas líneas y que un comando ha matado afuera de su casa a Juan Carlos Hernández Ríos, fotógrafo de La Bandera Noticias, en Yuridia, Guanajuato.

Muchos de los que aquí escriben llegaron al periodismo pocos años antes o después de la derrota del PRI en el 2000. Se iniciaron en el oficio durante la alternancia que les prometió el cielo en la tierra de la transparencia y la rendición de cuentas. A cambio les dio el Crimen Organizado con su estela de sangre. ¿Y eso del Crimen Organizado qué chingados es? Un concepto que lo dice todo y no explica nada. Es el nombre que le damos a un agujero negro que lo traga todo, que todo lo engulle y cuya fuerza de gravedad constela a las autoridades, a los dueños de los medios, a los empresarios. Es la máscara para el nuevo capitalismo de cuates que igual devora a través de los secuestros que de la transa en las obras públicas. Es el arreglo de siempre pero ahora armado y dispuesto a todo.

Las historias de los periodistas nos han mostrado un país siniestro en donde un diputado puede entrar a una oficina a golpear a un reportero con total impunidad; un país terco en donde pese a los homicidios de guardianes del bosque, los indígenas insisten en luchar contra empresarios, talamontes y narcotraficantes; donde una periodista acude a cubrir balaceras, a pesar de que cargue a cuestas las muertes acumuladas de sus fuentes y el miedo de que algo pueda sucederle a su familia.

Si bien en los últimos años se ha hablado sobre las agresiones a periodistas, si bien son conocidas historias sobre las carencias laborales, las amenazas, las desapariciones, los asesinatos, leer sus relatos fue un proceso doloroso. Fue comprobar que nuestros compañeros han trabajado en la peor de las soledades (si es que se puede decir eso), que los hemos dejado solos, pero que, sin victimismos, ellos han continuado siendo periodistas: saliendo a la calle día tras día a preguntar, a comprobar, a registrar, aunque sea su propia integridad, su tranquilidad o su vida la que esté en riesgo.

Las agresiones del narcogobierno configuran las historias más escandalosas de sus relatos. Pero acá no queda títere con cabeza. A nadie le conviene el periodista libre: no lo quiere el gobernador, que le inventa un delito y lo mete a la cárcel. No lo quiere el alcalde, que agarra el dinero del erario público para comprarlo. No lo quiere ni siquiera su patrón: un periodista libre le estorba al dueño de un medio de comunicación cuando llega la hora de malbaratar su independencia editorial por un convenio de publicidad. No lo quiere su colega, sí, el periodista que estaba igual de jodido que él, igual de precarizado que él, pero que optó por trabajar para los narcos: ese colega —un traidor, como lo llama Kowanin Silva— le borrará las fotos de su cámara —las que no le convengan al jefe de la plaza—, le ofrecerá meterlo a la nómina de la empresa y si se porta arisco lo llevará con los sicarios a que le den de tablazos en las nalgas o de plano le pondrá el dedo para que lo levanten.

Los autores de este libro le vuelan las cabezas a todos los títeres. También a los grandes periódicos de la capital del país, que despiden a sus corresponsales y los dejan en la indefensión, después de que han publicado historias y nombres de la corrupción y el crimen en sus estados. O las grandes universidades públicas que echan a sus reporteros de medios universitarios en castigo por demandar un aumento salarial. O al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y al subcomandante Galeano, que vetan a periodistas que osaron escuchar una versión distinta a la suya.

Acaso las hostilidades del narco sea lo más escan- daloso, pero aquí están las autoridades censurando, negociando con el dinero de todos los mexicanos el silencio, la adulación de los medios, condenando al hambre a los que no se cuadran y premiando con lujos a los dueños y columnistas lambiscones. En México todos quieren tener control sobre los periodistas. Sobre periodistas que, en algunos casos, ganan dos mil pesos a la quincena y a quienes sus patrones les roban sus aportaciones al IMSS mientras se paran el cuello como próceres de la libertad de expresión. Entre estas historias están los periodistas que asumen el periodismo en su sentido más sencillo y profundo: la responsabilidad de contarle al mundo lo que está ocurriendo. Como dice Melva Frutos: “Porque el silencio no nos debe derrotar”.

En este libro hay textos de gran arte narrativo, de prosa límpida que no se permite una metáfora inútil. Algunas de las crónicas de este libro están escritas desde el género de la confesión. Los periodistas hablan del miedo. La angustia de contestar una llamada que les diga dónde están, cómo están vestidos, y rematen con la sentencia “tú eres el próximo”, doblemente aterradora si ese periodista llegó apenas a una escena del crimen y está parado frente a la sangre fresca. O la confesión de Ignacio Carvajal, que ya no podía cubrir otra ejecución sin antes empapar su cerebro con alcohol como si fuera una bola de algodón para limpiar una herida. ¿O de qué otra manera si esa sangre quizá pertenecía a una colega reportera? ¿De qué otra manera si la cobertura ya no la orientan el GPS o la Guía Roji sino los zopilotes que vuelan en torno de fosas clandestinas?

Los relatos de los periodistas conmueven y también plantean dilemas éticos. Sólo quien ha sido testigo del horror, quien ha sido amenazado de muerte u obligado a desplazarse para salvar su vida, puede hablar del compromiso de seguir siendo periodista o de la dignidad de retirarse como una elección de vida.

Los periodistas nos confiesan su sentimiento de culpa. Se sienten culpables cuando ceden ante la amenaza de muerte y dejan de publicar las cifras y los nombres de los caídos. Se sienten culpables si tienen que desplazarse a otras ciudades y a otros países. Se sienten culpables por salvar sus vidas. “Cuando terminé de escribir este texto mataron a Cándido Ríos”, escribe con dolor Patricia Mayorga. Tras las confesiones de culpa estos periodistas sueñan con tener el momento, las condiciones y las palabras para contarlo todo, todas las historias amontonadas tras 17 años de una transición falaz a la democracia, democracia que se ha convertido en barbarie porque este libro deja dos preguntas: ¿qué es lo que no quieren que se sepa? Y, ¿quiénes son los que no quieren que se sepa?

Este libro está lleno de rabia pero también está escrito con un montón de amor. Del amor que siente Pedro Canché al ver a su hijo de dos meses succionar la leche del biberón, la misma mañana que aparecieron dos mantas en las calles de Cancún que amenazaban con matarlo (y Pedro Canché sabe de lo que son capaces los enemigos poderosos: el ex gobernador Roberto Borge lo metió nueve meses a la cárcel). En este libro hay un chingo de amor por Javier Valdez, asesinado en Culiacán el 15 de mayo de 2017. Por Miroslava Breach, ejecutada en Chihuahua el 23 de marzo de 2017. Dos periodistas cuyos asesinatos conmovieron al país y acaso también al pedazo del mundo que los conoció y recorrió con ellos las calles de Culiacán y las comunidades serranas de Chihuahua. Es un libro de amor también a otros compañeros casi tragados por el olvido como Alfredo Jiménez Mota, desaparecido en Sonora en 2005 a sus 25 años de edad tras ser el primer reportero, y el último, que se atrevió a investigar el narco en esa entidad. En este libro se relata la conversación amorosa de Salvador Adame con su esposa Frida Urtiz una noche antes de que lo desaparecieran en Michoacán.

Las historias que los periodistas escriben en este libro nos hablan de un oficio que se ejerce como un profundo acto de fe: por la necedad de creer que se puede mejorar la convivencia humana, empujar a la justicia, porque no sólo se puede, sino que es nuestra responsabilidad como personas que fuimos testigos de algún crimen, algún daño, algún dolor.

La idea de este libro surgió en los días inmediatos al asesinato del entrañable periodista Javier Valdez, ocurrido en Culiacán. Queríamos gritar nuestro encabronamiento en un libro. Después de algunas discusiones entendimos que el mejor homenaje a los muertos era iluminar el testimonio de los vivos. Preguntarle a los periodistas como Javier Valdez qué chingados significa escribir desde una zona caliente. Que nos contaran sus historias y las historias que ha borrado la censura asesina. El resultado ha sido sorprendente: una galaxia de voces libres, dignas y valientes que rompen con su luz la oscuridad del silencio.

Emiliano Ruiz Parra
Daniela Rea
Alejandro Almazán

Descargar libro completo

(originalmente descargado de Brigada para leer en libertad)

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